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Todo desapareció a su alrededor mientras sus ojos se encontraron. Solo la música que los envolvía los alentaba con su melodía a acercarse. Sin perder el contacto visual, se dejaron llevar por los pasos de baile. La distancia se acortaba entre ellos para luego alargarse mientras se movían de forma mecánica por el salón. Hubo un instante en que sus manos se rozaron y, pese al guante que llevaba, la promesa de su tacto le abrasó la piel. En otra ocasión el bajo de su falda le rozó las piernas al girar y observó cómo los ojos de Joshua destellaban de anhelo.
No supo cuánto tiempo estuvieron así, moviéndose como títeres de la música, hasta que por fin aquella contradanza se apiadó de ellos y les condujo uno frente al otro, a solo un paso de distancia.
Él tomó su mano y la alzó por encima de sus cabezas al tiempo que los dos daban un paso hacia delante, situándose tan cerca que pudo ver cómo las pupilas del hombre se contraían y las aletas de la nariz se dilataban, en una inhalación profunda, como si quisiera absorber su esencia.
Un segundo en el que sus alientos se cruzaron.
Un instante en el que por fin se encontraron.
El siguiente paso les obligaba a separarse, pero ninguno de los dos pudo hacerlo. Sus brazos descendieron con lentitud mientras los dos se devoraban con la mirada. Pero aquel momento no podía alargarse más o corrían el riesgo de llamar la atención.
—Te espero en el invernadero. No tardes —susurró él en su oído y miles de mariposas revolotearon en su estómago al sentir su respiración en el cuello.
Solo atinó a asentir antes de que el doctor Manfield la reclamara para continuar con la contradanza.
Minutos después, alegando que iba al tocador de señoras, consiguió escabullirse del salón de baile. Conocía la situación del invernadero. En su primera visita, el duque en persona se lo había enseñado, orgulloso de mostrarle las exquisitas rosas blancas que en él cultivaba. Una singular variedad que él mismo había creado y bautizado con el nombre de su esposa: Madeleine. Un gesto tan tierno y romántico que todavía le arrancaba suspiros.
Caminó con sigilo por un largo pasillo hacia la parte trasera de la casa y, traspasando unas puertas dobles acristaladas, se adentró en el invernadero.
Lo primero que acarició sus sentidos fue el aroma de las rosas que endulzaba el ambiente. Pequeños farolillos estratégicamente colocados iluminaban el espacio de forma tenue con un resultado encantador. Miró alrededor, sobrecogida por la belleza de aquellas delicadas flores. Si algún día tuviese dinero para comprarse una casa, sin duda querría tener un rincón así para relajarse y aislarse de todo por unos minutos.
Estaba tan absorbida admirando el lugar que dio un respingo cuando se vio arrastrada a un rincón del invernadero. Su espalda quedó apoyada contra la pared mientras una figura alta y fornida se cernió sobre ella.
Joshua.
En el siguiente aliento sus cuerpos estaban unidos en un estrecho abrazo. Los brazos masculinos la rodearon con una fuerza desconocida, como si tuviesen la intención de fundir sus cuerpos en uno. Pero ella no se quejó. Tenía hambre por sentir su cercanía después de tanto tiempo de separación. Hundió el rostro en su pecho y dejó escapar un sollozo al aspirar su aroma, tan familiar para ella. Pero, a medida que pasaron los segundos, empezó a darse cuenta de las sutiles diferencias: los brazos que la rodeaban eran bandas de hierro y el pecho sobre el que se recostaba, duro como la piedra. Por un segundo, temió estar en los brazos equivocados. Alzó la vista y enmudeció.
Esta vez no había máscara que cubriese su rostro y Jacqueline sintió que se quedaba sin respiración al descubrir lo cambiado que estaba. Había ganado peso y sus facciones ya no eran tan afiladas como antes. Ahora se veían más fuertes y masculinas. Los labios más llenos. Los ojos más vivos y lúcidos que nunca.
Estaba tan sobrecogida que no podía hablar y él no emitió sonido alguno mientras su mano comenzó a ascender muy despacio por su brazo, en una caricia de fuego que fue erizando su piel allá donde tocaba, para luego pasearse con pereza por su hombro hasta alcanzar su cuello y tomarla de la barbilla.
Le quitó la máscara con lentitud y se miraron por primera vez sin impedimentos.
Se habían conocido cuando él no era él y ella era un él, cada uno oculto por sus debilidades o sus miedos. Ahora, por fin, eran ellos mismos: Jacqueline y Joshua.
Los ojos del hombre devoraron cada centímetro de su rostro con un brillo de deseo. Pero también había algo más, algo que nublaba su expresión. ¿Miedo? ¿Cautela?
—Me cuesta reconocer en ti a Jack Ellis —musitó Joshua con voz ronca, rompiendo por fin el silencio.
—Tal vez no estás mirando de la forma apropiada.
—¿Y cómo sería la forma apropiada?
—Con el corazón.
Algo encontró en su contestación porque aquel sentimiento que oscurecía sus ojos se diluyó, dando paso a una sonrisa ladeada que le hizo flaquear las rodillas.
—¡Ah, sí! Ahí está Jack.
—¿Me has reconocido con una simple respuesta? —inquirió ella, confusa.
—Sí, porque solo tú eres capaz de decir algo así de profundo de una forma tan natural.
Sonrió con nerviosismo. ¡Dios, cada segundo que pasaba a su lado era un dulce tormento! Quería hacerle mil preguntas, pero lo que más anhelaba en esos momentos era el consuelo de su cuerpo: ansiaba ser besada con pasión.
Los ojos de Joshua se clavaron en su sonrisa con una mirada de fuego. Se sintió temblar, más aún cuando él utilizó el pulgar para acariciar sus labios. La yema le hizo cosquillas en la parte inferior y, sin ser consciente de ello, deslizó la lengua para aliviar el hormigueo.
Él apretó la mandíbula.
«Bésame», rogó ella en silencio.
Como si hubiese escuchado su petición, los ojos del hombre se oscurecieron.
«Bésame».
Con una lentitud desesperante, él fue acercando su rostro al de ella. Sintió su aliento sobre su boca. Cerca, tan cerca…
«Bésame», suplicó sin palabras, cerrando los ojos y entreabriendo los labios en una clara invitación.
Y por fin, los labios de Joshua la alcanzaron… en la mejilla.
—Te he echado de menos —lo oyó musitar en su oído, provocándole un escalofrío.
Abrió los ojos al sentir que él se alejaba y se encontró sola en el invernadero.
Sola y muy, muy confundida.