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Jacqueline entrecerró los ojos mientras clavaba una mirada enfadada en el muchacho que se plantaba frente a ella.

Michael Hopkins no se amilanó ante su evidente disgusto. Cuando lo conoció, cinco años atrás, la cabeza rubia del chico apenas rozaba la altura de su cintura. Ahora, con diez años, medía un metro cincuenta, tan solo unos diez centímetros más bajo que ella. Eso no quitaba que Jacqueline siguiera sintiendo un instinto maternal hacia él, puesto que, desde que lo salvara de la paliza que le estaba propinando su padre, había estado viviendo con Frances y con ella.

Todavía recordaba la cara del niño cuando Jacqueline le dijo que si se quedaba con ellas iba a tener un nuevo hogar. Sus ojos castaños se habían llenado de desconfianza, algo muy común en los habitantes de Whitechapel. Cualquier signo de amabilidad era observado con recelo, ya que la gente siempre esperaba lo peor de los demás. Pero Michael se quedó y, con el tiempo, los tres acabaron formando una pequeña familia.

Siempre había sido un niño tranquilo, cuya docilidad había sido forjada por su padre a fuerza de golpes, pero desde hacía unos meses su carácter se había tornado más rebelde. Frances decía que era la edad. Jacqueline estaba segura de que eran las malas compañías.

—Quiero saber lo que hacías con el Flaco.

Jakub Kowalski, alias el Flaco, era un inmigrante de origen polaco, uno de tantos niños que habían abandonado su país de origen años atrás para acompañar a sus padres a Londres, alentados por la creciente demanda de trabajo que ofrecían las fábricas de la zona. Pronto se dio cuenta de que ganar unas monedas de forma honrada no compensaba las horas de trabajo y esfuerzo, así que se dejó llevar por el lado oscuro de los suburbios. Ya de adulto, pasó a ser uno de los muchos tipejos despreciables que se aprovechaban de los pobres niños que vagaban a sus anchas por las calles de Whitechapel. A cambio de una ficticia protección y seguridad, acogía a los niños en su banda. Les enseñaba a robar y timar, y les obligaba a trabajar para él, llevándose un sustancioso porcentaje de las ganancias. Si alguno de esos niños era detenido, él se desentendía por completo del asunto. También corría la voz de que una vez que entrabas a formar parte de la banda del Flaco, solo la podías abandonar dentro de una caja de pino.

—¿Acaso me estabas espiando? —inquirió Michael con aire belicoso.

—Sabes que tarde o temprano termino sabiendo todo lo que sucede en Whitechapel —repuso ella.

Y era cierto. En los cinco años que vivía allí había organizado una red muy eficaz para recabar información, cuya estructura se fundamentaba en algo que abundaba en Whitechapel: los niños. Teniendo en cuenta que más de un tercio de la población de aquel distrito eran menores de catorce años, y que muchos pasaban la mayor parte del tiempo callejeando, no era de extrañar que fuesen la mejor vía para mantenerse al tanto de todo lo que sucedía allí.

A cambio de monedas, favores o protección, Jacqueline había conseguido la lealtad de unos treinta rapazuelos que le mantenían al tanto de cualquier cosa interesante que ocurriese en el East End, razón por la que MacDunne la había contratado en más de una ocasión.

—Y me entero de que estabas bebiendo ginebra y de que le has robado la cartera a un hombre —continuó reprendiéndole, con dureza.

—No le robé la cartera —protestó Michael, apartándose de la frente un mechón de pelo rubio—. Tan solo le quité unas monedas de la bolsa mientras dormía. Estaba tan borracho que ni se enteró —añadió con un brillo de satisfacción en sus ojos.

Que pudiese sentirse orgulloso de un acto tan vil inflamó el temperamento de Jacqueline.

—Eso es robar. Te estoy educando para que te conviertas en un buen hombre y te ganes la vida de forma honrada, no para que hagas cosas estúpidas.

—He conseguido en un momento las mismas monedas que ganaba en una semana trabajando de mudlark. ¿Quién es el estúpido? —rezongó Michael con una sonrisa burlona.

—¿Sabes cómo acaban esos muchachos que se creen tan listos? En la cárcel o muertos en algún sucio callejón, sin nadie que les llore o les eche en falta. ¿Es así como quieres acabar tu vida? —Pudo ver cómo su expresión se llenaba de aflicción, y jugó su última carta—: ¿Acaso quieres acabar flotando en el Támesis como tu padre?

Los ojos del muchacho se dilataron cuando por fin comprendió las consecuencias que podían acarrear sus actos. Hundió lo hombros y agachó la mirada.

—Lo siento —murmuró, arrepentido.

—No caigas en la trampa de ese miserable, Michael. Promete el cielo, pero te llevará directo al infierno —musitó, mientras le ponía una mano sobre el hombro y se lo apretaba en un último intento por ofrecerle ánimo—. Ganarse la vida de forma honrada cuesta más esfuerzo, pero, a la larga, te aportará mayor satisfacción de espíritu.

—Pues a mi espíritu no le satisface nada pasar el día metido en el barro —gruñó el muchacho.

Jacqueline hizo una mueca al recordar sus días como mudlark. A su espíritu tampoco le había aportado demasiada satisfacción, mucho menos a su cuerpo.

—Si no te quieres ganar la vida como mudlark, ¿qué tal como «despertador»?

El muchacho la miró intrigado.

—Frances te enseñará. La ayudarás a despertar a los empleados de varias fábricas textiles que viven por los alrededores.

—Utilizo piedrecitas para golpear las ventanas, aunque lo mejor son los guisantes secos. Los pongo en la punta de mi caña y soplo por el otro lado, así salen disparados —explicó Frances, tratando de interesar al niño—. Antes tenía mucha puntería, pero creo que la he perdido con la edad. Tal vez a ti se te dé mejor.

—Suena divertido —aceptó Michael, con una sonrisa ladeada.

—Es divertido —aseguró Frances, mientras le revolvía el cabello—. Y ahora ve a lavarte, que ya casi es la hora de cenar.

El chico asintió y se encaminó hacia el rincón donde estaba el aguamanil y la jofaina para asearse.

Jacqueline, sintiendo que había ganado una pequeña batalla, dejó escapar el aire en un suspiro aliviado. Notó que Frances le palmeaba el hombro con suavidad en una demostración de cariño contenida, e intercambiaron una sonrisa.

Todavía no podía creer la fortuna que había tenido cuando la providencia la puso en su camino. Ella se había convertido en su ángel de la guarda, una amiga y una madre, tanto para ella como para Michael. Los había acogido en su casa, ofreciéndoles un hogar sin esperar nada a cambio, aunque Jacqueline insistía en pagarle la mitad del alquiler.

Sus ojos se desviaron hacia Michael, que por un momento estaba entretenido con las pompas que hacía el jabón al lavarse las manos. Su sonrisa infantil la desarmó. Era solo un niño, por Dios. Tendría que poder pasar su tiempo jugando y sin más preocupaciones que la de aprenderse las lecciones de la escuela. En cambio, le había tocado trabajar. Y, si no hacía algo, el Flaco acabaría enganchándolo en su red.

Pensando en eso tomó una decisión.

—¿Te vas? —inquirió Frances, extrañada al ver cómo se ponía la gorra y el abrigo.

—Acabo de recordar que tengo algo que solucionar —explicó, mientras se encaminaba hacia la puerta—. Enseguida vuelvo.

Algo debió de leer en su rostro, o puede que simplemente la conociese bien, porque Frances advirtió:

—«Cuidado con la hoguera que enciendes contra tu enemigo, no sea que te chamusques tú mismo».

—Hay que ser un poco tonto para quemarse con un fuego que tú mismo has encendido, ¿no? —replicó Michael, frunciendo el ceño. Al ver que Frances lo fulminaba con la mirada elevó los ojos al techo—. Déjame adivinar: es una más de esas estúpidas frases de Shakespir.

—Shakespeare, no Shakespir —respondió Frances al instante, molesta—. Y de estúpidas no tienen nada, jovencito. Esconden mucha sabiduría en cada palabra. Sabiduría que algún día, cuando seas mayor, entenderás. Puede que entonces…

Jacqueline escondió una sonrisa. Michael iba a tener que aguantar el sermón de Frances durante unos minutos. Esos dos siempre se enzarzaban en peleas dialécticas cuando la mujer acudía a sus acostumbradas citas de Shakespeare, hecho que casi siempre acababa con una reprimenda de la mujer hacia el niño.

Esos pequeños encontronazos siempre le recordaban otros tiempos: su hogar en Carlisle, sus padres, su otra vida… Ahora solo eran eso, recuerdos. Tenía que mirar hacia delante y velar por la seguridad de su nueva familia.

Ya no era una niña indefensa y asustada. No iba a volver a quedarse mirando mientras hacían daño o ponían en peligro a alguien a quien quería. Nunca más.

No le fue difícil dar con su objetivo. La banda del Flaco actuaba entre las calles Osborne y Brick Lane, desplumando a los incautos que acudían a las tabernas esparcidas por allí. Solo tuvo que hacer un par de preguntas y le indicaron dónde se encontraba.

El Flaco se había reunido en un callejón con tres de sus secuaces, ninguno mayor de doce años. Los niños lo miraban con un respeto nacido del miedo, mientras el hombre les aleccionaba sobre cómo debían actuar.

—Os lo he dicho muchas veces. El mejor momento para robar a un hombre es cuando salen de los fumaderos de opio. Algunos están todavía tan colocados que podríais dejarlos desnudos y ni se darían cuenta.

—Pensé que el mejor momento es cuando están entretenidos entre las piernas de una puta —señaló uno de los niños.

—También, pero cuidado con esas zorras, porque algunas ya tienen pensado desplumar al pichón cuando lo arrastran a un rincón oscuro. Así que no tomarán a bien que les quitéis su…

—Me abruman los consejos paternales que das a estos niños —cortó Jacqueline mientras se acercaba esbozando una sonrisa burlona.

—Jack Ellis, cuánto tiempo sin verte —musitó el Flaco, entrecerrando los ojos. Con un ademán de la mano, mandó hacerse a un lado a los tres rapaces y se enfrentó a ella—. ¿Qué te trae por aquí?

No había más que verle para saber que su apodo no era ninguna ironía: parecía un esqueleto andante. El rostro cetrino y los ojos, oscuros y hundidos, no hacían más que ensalzar su aspecto cadavérico.

—Sabes muy bien por qué he venido —gruñó Jacqueline, sin ánimo de rodeos—. No quiero que te acerques a Michael.

—Me cae bien ese mocoso —susurró, con una sonrisa maliciosa—. Es listo y de dedos ágiles.

—Te lo advierto: déjale en paz o, de lo contrario, te arrepentirás —gruñó, sin pensar.

Se dio cuenta de que había cometido un error cuando vio que el Flaco lanzaba una rápida mirada de soslayo a los tres niños. Acababa de desafiar su autoridad delante de sus secuaces, y ahora el hombre tendría que hacer una demostración de fuerza.

—¿Me estás amenazando, muchacho? —escupió, entrecerrando los ojos mientras se acercaba con paso lento hacia ella.

Jacqueline se mantuvo firme y no retrocedió. Había aprendido tiempo atrás que para ser respetado en Whitechapel debía demostrar coraje y no dejarse amedrentar por los matones. Con disimulo, se llevó la mano al bolsillo de la chaqueta y empuñó el cuchillo que siempre llevaba encima para defenderse.

—¿Acaso crees que por tener la protección de MacDunne no te puedo tocar? —inquirió el Flaco mientras la agarraba por el cuello con un movimiento rápido y la empujaba contra la pared.

La presión en su garganta fue brutal. Jacqueline sintió cómo se quedaba sin respiración y comenzó a boquear en un intento por llevar algo de aire a sus pulmones. Sin pérdida de tiempo, sacó el cuchillo y lo blandió contra él, atacándolo para liberarse.

El Flaco soltó un grito de dolor y trastabilló hacia atrás mientras se llevaba la mano al brazo herido, mirando con horror cómo la sangre empezaba a manar de entre sus dedos. Pero ella no había terminado todavía.

—No necesito a MacDunne para defenderme —siseó, mientras lo amenazaba con el cuchillo—. Escúchame y hazlo bien, porque solo lo voy a repetir una vez más. No vuelvas a acercarte a Michael o serás hombre muerto.

—Tú eres el que acaba de firmar su sentencia de muerte, maldito mocoso —masculló el Flaco, rojo de ira—. Ándate con ojo, Jack Ellis, porque la próxima vez que nos veamos te mataré.