VIII. Falso atardecer

Cada mes, al mediodía, una bruma púrpura muy tenue llenaba el aire de Mogador. Se veía desde las azoteas como un resplandor rojizo que extrañamente despedían los muros blancos. Todos lo llamaban “el falso atardecer” y no duraba más de quince minutos. Se desvanecía lentamente como había llegado, latiendo tras el pulso del mar sobre la arena. Cuando entraba en la ciudad se iba untando a todas las cosas, tocándolas casi sin tocarlas, respirando con ellas el mismo aire quieto. Por eso cuando un amante ostentaba maneras demoradas pero certeras, se le elogiaba diciendo que era “un falso atardecer”, “una nube morada” o “una oleada de sangre muy diluida en el viento”.

Al entrar en las casas, la nube rojiza sorprendía a las mujeres cuando abrían una puerta, cuando sentían a sus espaldas una presencia y volteaban de golpe, cuando extendían la palma de la mano y sobre ella les caminaba ya la bruma, cuando sus propios labios les parecían más gruesos y el espejo los delataba más rojos, teñidos claramente de nube, casi mordidos por ella.

Aquella mañana Fatma había pasado ya por el salón de los vapores y por la alberca de temperaturas diferentes. Entraba a uno de los más tranquilos jardines del hammam cuando sintió en los labios la humedad agresiva del “falso atardecer”. Reconoció sobre la cara la sensación que de niña siempre le había divertido. Pero ahora, vestida tan sólo por el vapor de las aguas termales, sentía también en los otros labios de su cuerpo esa presión tibia y nebulosa.

Quiso defenderse de aquel tacto desconocido fingiendo indiferencia. Pero entre más avanzaba dentro de esa nube de tiempo detenido, más expuesta estaba a la profunda caricia que su piel impúber parecía reclamar desde antes. La caricia que una especie de demonio o ángel del mediodía le estaba dando con la desenvoltura y el entusiasmo de quien acude por fin a una cita esperada tiempo atrás.

Fatma pretendía no escuchar la música que comenzaba a tocarse en su cuerpo. Sus cuerdas pedían ya desde hace algún tiempo manos que las templaran, pero ella trataba de hacer que su oído fuera fiel tan sólo a las exigencias que le llegaban del exterior. A lo lejos, sobre cada minarete, se gritaban hacia la Meca cada vez que la nube morada hacía su aparición, las oraciones del mediodía seguidas por las frases del Corán que describen a Mahoma venciendo, a caballo y espada, a todos los demonios en forma de nube. Otra religión de Mogador hacía sonar la flor metálica de sus campanarios de una forma especial que llamaban angelus y que, supuestamente, tenía la virtud de disipar a los demonios que salen de la nada cuando el día, como una esfera invisible, se parte a la mitad. Según se ve en los libros antiguos de esta secta, al repicar las campanas un ángel de luz decapita a una legión de demonios cuya sangre se evapora y, diluida en el aire, tiñe a la ciudad flotando como nube sobre ella. Inmediatamente después el mismo ángel la limpia arrojando sobre todas las cosas un sol de mediodía reflejado en la hoja de su espada.

Otra secta se pone a romper piedras cuando llega la bruma rojiza, con la certeza de que en una de esas rocas hay un dibujo que representa a la nube desvaneciéndose. Son piedras peculiares que guardan en su interior paisajes o escenas atrevidas, alguna que otra batalla y muchas noches de estrella. En esa religión se tiene la seguridad de que las ideas de los seres humanos pueden ser apresadas por ciertas piedras y que los pensamientos más intensos de los hombres —los deseos— se plasman en el interior de las rocas sagradas. Algunos intérpretes de las escrituras ígneas aseguran que en el seno de las rocas se lee el pasado y el futuro de los hombres. Otros adoran un tipo de roca que crece —si es bien alimentada por las ideas afectuosas de los hombres— y dicen que la historia entera de la humanidad no es sino un capricho imaginado, paso a paso, por una de esas piedras vivas, la más antigua de ellas. Ciertas salas del hammam tienen muros de piedra recubiertos por escenas eróticas que no fueron pintadas por mano alguna. Se dice que, al principio, esos muros estaban vacíos, pero al paso de los años han ido absorbiendo las formas obscenas que pasan por las mentes de quienes frecuentan el hammam. Pero hay quien piensa más bien que los muros mismos desean. Que su superficie es una especie de fresco de una mente en la que se dibujan los anhelos de un ser sobrenatural —tal vez un dios mineral— que vive en el hammam sobreexcitado por los cuerpos que en él se ofrecen a las aguas.

Todas las religiones de Mogador presienten en su “falso atardecer” una amenaza y despliegan plegarias y rituales que protegen a sus fieles. Estando en el hammam, las mujeres de Mogador quedan temporalmente fuera del círculo de obligaciones de cualquier religión, pero también fuera de su ritual protector. Por eso cantan juntas cuando las sorprende en ese baño público “el falso atardecer”. Y luego cantan por separado a los ciclos de la luna, al destino hilado de noche por las mujeres, a las mareas más altas del mes, a la sangre que aflora en secreto cada treinta días, a los caprichos del cuerpo navegando al ritmo riguroso de las estaciones, a la obediencia nocturna de la razón bajo el imperio obsceno de los celos, a la alegría confusa de un inesperado encuentro amoroso fuera del tiempo, a la imaginación voraz y siempre equívoca del deseo.

Fatma escuchaba ese canto sin pensar que en él también se hablaba de ella. Su nuevo destino de mujer se perfilaba apenas aunque su recién abandonado universo de niña ya comenzaba a ser lejano.

Fingiendo siempre indiferencia a los llamados de su piel, Fatma se deslizó sin ser oída hasta el umbral de una de las muchas terrazas que se abrían sobre ese jardín. En ella, dos mujeres aisladas del mundo por la intensidad de su abandono se miraban sin tocarse.

Una de ellas, sentada sobre la alfombra mullida, cantó con dulzura la historia de un amor sarraceno templado por la violencia de una conquista y por la sangre que vengaba un rapto. Su voz alternaba con los sonidos que sus dedos arrancaron a un objeto frágil y muy bello cubierto de cuerdas. La otra mujer, tendida sobre cojines gruesos, desnuda también, escuchaba aquel canto con atención de enamorada y lo iba comentando suavemente, con dos o tres palabras aquí o allá, sin interrumpirlo, casi cantándolo también.

No pasó mucho tiempo sin que Fatma se diera cuenta de que las dos mujeres estaban enamoradas del mismo hombre que algunas veces las despreciaba y otras las tomaba sin muestras de pasión y con un desdén exhibido, hablando sin falla de otras amantes mejor servidas. Pero Fatma también se daba cuenta de que ese mismo amor no correspondido y mucho más grande que el blanco de sus afilados deseos las unía en una dimensión superior de una manera extraña, voluptuosa y cómplice. Que gozaban una de la otra en el fondo de una noche sin memoria, como si una misma serpiente invisible —pero con piel poblada de astros al morir el día— las atara formando un puente vivo entre los laberintos de su sexo y las alimentara con imágenes de un destino común dibujado en el cielo. Fatma no podía dejar de oír la música discreta que emanaba de los movimientos de aquellas mujeres gobernadas por un mismo deseo. Las vio besarse y sintió de pronto un miedo enorme. Cerró los ojos y se imaginó abandonada en el salón de las serpientes aceitadas, con dos o tres que le subían por las piernas haciendo espirales muy lentas. Abrió los ojos y sólo vio la bruma rojiza mientras sentía que, de nuevo y más que nunca, esa humedad crepuscular le mordía los labios. Ya no sabía qué estaba dentro de ella y qué afuera.