VII. Luna en el agua
La muralla blanca que encierra a la isla de Mogador brilla en la noche. Los marinos se acercan a ella pensando alegres que es como la luna, que está en el agua y los llama. Cuando se alejan por mucho tiempo de su blanca ciudad flotando en el mar, una inquietud se va apoderando de ellos hasta que los vence y, guiados más por la nostalgia que por las estrellas, vuelven y encajan sus barcas de mástiles erectos bajo los arcos y las puertas de la muralla vibrante. Si el trayecto de regreso es largo, por la noche los asalta en el sueño la extraña imagen de una ciudad desnuda como una amante esperando en un puerto. Color de luna, la piel humedecida de sus anhelos.
Antes de verla, obviamente la presienten. Pero sentirla así no los calma, al contrario, los precipita como veloces aves ciegas. Hasta que de pronto la oyen: Mogador es una ciudad de voces que resuenan, y sus murallas son como los labios que amplifican y modulan su canto. Sobre cada una de las seiscientas sesenta y seis torres que tiene la muralla, un dragón hueco de piedra, que gira con el viento como veleta, recibe los ruidos de la ciudad por un embudo entre las piernas traseras, y los lanza por las fauces transformados en complicado canto arabesco que, dicen, hace llorar de emoción a quienes por primera vez lo escuchan.
El coro de dragones es algunas veces rugido y otras alegría de la ciudad, es también su lamento, su más hondo canto. Para los marinos que a lo lejos lo oyen es el anuncio de que la carne por fortuna es débil, y de que sus inquietudes, que hace poco eran ambiguas e inconsistentes, tomarán ahora un cuerpo deleitable; como almas que vagaron puras y perdidas y que, por un descuido de su destino, reencarnan gozosas en un momento de lujuria verdadera. En Mogador los frágiles deseos de un marino, de una mujer en su ventana, de un extranjero, de un vendedor de pescado, siempre parecen tomar cuerpo cuando los canta el coro de dragones; y son como una ráfaga de viento que al golpear el agua de un estanque se hace piedra, y al hundirse se hace pez, y al saltar sobre la superficie vuela como un ave que en el viento de nuevo se desvanece.
Caminando por la parte más alta de la ciudad, Fatma se detenía cada vez que un viento ligero agitaba el velo rojo que le cubría la espalda. Cuando el viento cesaba, un silencio profundo que duraba sólo un instante parecía querer decirle algo. Luego salían a flote los murmullos de la calle, voces perdidas, objetos golpeados, ladridos y campanas, quejidos, risas y pasos; muchos pasos que se mezclaban con el lejano rugido de las olas. Llegaba de nuevo el viento haciendo de todo silbido y, otra vez, el silencio diminuto se metía hasta los huecos de la mente, entrando por la parte más blanca de los ojos. Ya estando ahí, convencía a cualquiera de que todas las cosas están vivas.
Sin darse cuenta, Fatma acariciaba cualquier objeto que tuviera a su alcance: una piedra lisa, una cinta bordada, un arete en filigrana, una hoja de olivo. Inclinaba suavemente las yemas hacia cualquier tejido, como si pudiera adivinar algo en él con sus manos. En cada cosa sentía la fuerza de vidas anteriores que no habían alcanzado otro cuerpo para reencarnar; y entre sus dedos algo herido, como un sexo de las cosas, hablaba.
Fatma levantó la vista hacia uno de los dragones que parecía descansar en la muralla de su vuelo circular sobre la ciudad, y pensó que a ella también el viento cargado de voces se le había metido entre las piernas y la iba inflando de dulces alaridos que muy pronto le reventarían por la boca. Pero entre las voces que se habían abierto camino en el laberinto de su cuerpo, una sola lo humedecía, una era la que había sabido abrir las puertas secretas del sexo y su imaginación.
Era una voz de mujer, la de Kadiya, escondida entre todos los ruidos de la ciudad, la que ahora obligaba a Fatma a oír con detenimiento el quejido de todas las cosas. Y el caracol vacío de su oído, como el del sexo, se le abría para recibir las palpitaciones, los murmullos inquietos de la piel del aire.
Cada uno de sus gestos sostenía una lenta conversación con todo lo que se cruzaba en su camino. Diálogo de asombros. Un gato salta la barda de un jardín, trae plumas de pavo real en el hocico. Cae un cántaro al agua, quien lo soltó suspira y se queja mientras lo saca. Sobre carbón encendido, garbanzos, habas y avellanas. Dos niños vienen comiendo y esconden algo: una sandía. Bajo un árbol la revientan y hunden las manos en ella disputándose las semillas. Se van con los puños cerrados escurriendo agua roja. Ya sin verlos se oye que aún ríen. En cada puerta una mano tiznada dejó toda su huella: es para prohibirle la entrada a algún muerto. Fatma oye una pelea entre dos comerciantes. Un saco de arroz se vacía sobre el suelo. Dos dagas aparecen. Un griterío interviene y los hombres se aplacan.
Cuando Fatma quiso cruzar una calle estrecha, hombres con estandartes y tamborines, sin quererlo, se lo impidieron. Detrás de ellos, otros sobre mulas blancas y negras, cantando y rezando, levantaron una espesa nube de polvo que casi les llegaba a la garganta. Fatma tuvo que repegarse a un muro para no ser atropellada por la procesión. Tuvo que adherir completamente las piernas, la espalda y la nuca a la pared encalada y húmeda. Sentía frío y la polvareda la ahogaba, la algarabía la aturdía.
Ya todo había terminado en la calle y Fatma seguía con ese malestar, hasta que una rápida corriente de aire subió del mar hacia ella. Al respirarla con tranquilidad, la sintió sobre la cara y sonriente pensó reconocerla. Ahí estaba de nuevo Kadiya, y nadie sino ella parecía sentirla. Ese resplandor que viaja en el aire es la sonrisa de Kadiya, brillante en el recuerdo de Fatma como ciertas tardes en las que la luz parece nunca alejarse de tan satisfecha. Fatma se veía hecha mil astillas atraídas hacia la boca sonriente y afilada de Kadiya, y la aguda comisura de sus propios labios conservaba, imantada, todos los restos de los besos de Kadiya hechos también invisibles limaduras.
En esas imágenes venían tejidas unas cuantas palabras pronunciadas lentamente en las compuertas de su oído, y se habían convertido en uno de esos ecos que nunca se apagan. El nombre mismo de Kadiya era ya un secreto guardado con resonancia, como todas las sensaciones de aquella mañana en que las dos se encontraron por primera vez en los corredores húmedos y vaporosos del baño público: el hammam.
Como todas las mujeres de Mogador, Fatma frecuentaba el hammam, que durante las mañanas abría sus humedades tan sólo a los cuerpos femeninos, reservando el agua de sus tardes para lubricar las asperezas de la complicidad masculina.
¿Qué era el hammam por la mañana? Torbellino secreto: grito, pastilla de jabón disuelta en agua, cabellera enredada, yerbas de olor evaporadas, un gajo de naranja en una fuente de semillas de granada, menta y hashish en labios gruesos, depilaciones apresuradas, sandalias de madera hinchada, tierra roja para teñir el pelo, un durazno mordido, flores obesas, azulejos vivos, desnudez sumergida que se mueve como reflejo de la luna en el agua.
Al igual que el horno público, al que cada mujer lleva su harina amasada y hablando con las otras espera a que su pan se haga, el hammam es uno de los lugares donde las mujeres de Mogador pueden tejer los hilos delgados de sus complicidades. Ninguna de las tres religiones mayoritarias en la isla ha logrado extender sus prohibiciones hasta el hammam. Dentro de sus muros ninguna frase del Corán, del Talmud o de la Biblia puede ser pronunciada, mucho menos escrita y se supone que ni pensada. Las mujeres se cuidan de entrar siempre con el pie derecho y salir con el izquierdo, como si tan sólo un paso fuera dado entre la entrada y la salida; así sitúan al hammam fuera del espacio y del tiempo. Por lo tanto el hammam tiene sus propias leyes, que son las de la purificación total del cuerpo, del que se busca extraer toda la tristeza porque es dañina, y ejercitarlo en el placer que revitaliza. Son las leyes de la más vieja brujería que busca estimular la belleza y la vida ocultando las declinaciones de la edad.
Lo que afuera es ilícito, dentro del hammam es tan inconsistente como una fruta cuya cáscara se diluye en el aire y no sesabe ya dónde comienza. Las temperaturas progresivas, los cuerpos surgiendo del vapor como si ésa fuera su materia, las voces y sus ecos, los masajes infalibles, la enorme fatiga y la excitación adormecida, son algunas de las mil felices antesalas que el asiduo del hammam recorre en su viaje sin meta. El descanso y la limpieza no son lo primero que se busca en el hammam aunque pueden ser algunas de sus muchas consecuencias.
Como las otras mujeres, Fatma sabía que por la tarde, al cambiar el sexo de sus habitantes, el edificio mismo del hammam era diferente al que ella conocía, como lo es el día de la noche. Ya los rumores que se oían desde la calle después de mediodía eran aviso de las transformaciones del lugar.
Si por las mañanas las risas se hacían agudas y a veces chillantes, pulidas como puntas de agujas entretejidas en la maraña de voces: gritos oscilantes entre el llanto y el canto; por la tarde las oleadas se iban enronqueciendo hasta culminar varias veces en vociferaciones aisladas que exageraban notablemente sus tonos varoniles, como queriendo incrustar en los otros la erección de su presencia.
Pero aunque la prepotencia de la tarde y la histeria de la mañana fueran los dos rígidos extremos que mantienen tensos a los muros del hammam, sus muchas habitaciones y fuentes desencadenan, mañana y tarde, los laberintos propicios a la existencia de los ánimos y los sexos intermedios. Una inscripción sobre la entrada del hammam, en gruesos caracteres rojos entrelazados con una fina caligrafía de otros colores encendidos, decía:
Entra. Ésta es la casa del cuerpo como vino al mundo. La del fuego que era agua, la del agua que era fuego. Entra. Cae como la lluvia, enciéndete como la paja. Que tu virtud sea la alegre ofrenda en la fuente de los sentidos. Entra.
Aquella mañana, Fatma entró al hammam resintiendo el contraste entre la luminosidad aplastante del exterior y la penumbra salpicada de colores por los pequeños vitrales que desde el techo distribuían su dosis de sol sobre la primera habitación. Era un cuarto muy grande, uno de los más amplios del lugar, con las paredes encaladas tan sólo, y una hilera de ganchos a la altura de la cabeza, donde las mujeres dejaban todas sus telas. Junto a la puerta había una silla alta desde la cual una mujer obesa y vociferante cuidaba las cosas de todas y recogía el dinero que cada una pagaba para iniciar el recorrido de las aguas.
Fatma veía de golpe más de cien telas diferentes colgadas en los muros. Los mantos, túnicas y velos reunían más tejidos que en cualquier almacén de Mogador. Tenían colores y motivos que no podían ser vistos juntos ni en los baúles de los comerciantes que venían de Oriente. Cada tela parecía más suave que las otras y la diferencia entre cada una era sutil pero decidida como el filo de una navaja. Fatma pensaba que sus dedos enloquecerían si tuvieran que orientarse entre esas texturas, y no podría elegir ni rechazar alguna. Con el mismo asombro miraba la piel de quienes iban abandonando las telas. Trataba de adivinar si había correspondencia entre la suavidad de algunas espaldas y la de sus linos o sedas. Jugaba a imaginar que con el tiempo y el uso, la tela y la piel puestas en contacto, ejecutando los mismos movimientos, se contagian mutuamente cualidades y defectos. Aquella mujer que tenía un manto desgarrado en la cintura sacó a relucir una marca larga y notoria sobre la piel del vientre. ¿Dónde comenzó la herida? ¿Fue primero el zurcido o la cicatriz?
Otra más allá tenía un color de piel que sólo podría haber sido imaginado por una teñidora que, mezclando yerbas varios días, obtendría ese tono acerado, entrevisto sólo en los tabiques dentro de un horno encendido. Cuando Fatma dejó su vientre descubierto pensó, burlándose de ella misma, en una felpa aplastada; y metió sus dedos abiertos entre los vellos enredados para darle espesor a su propia tela negra.
Al quitarse la ropa y sentir sobre su cuerpo la luz del sol, intensificada y coloreada por los vitrales del techo, Fatma se había sentido tocada con delicadeza por alguien que tocaba de la misma manera a todas las que entraban con ella. Esa luz la unía a las otras revistiéndola con el mismo manto, y ahuyentaba del lugar a los estorbosos ángeles del pudor quienes, al contrario de esa luz, son capaces de hacer sentir desprovista de velos a la mujer de ropamás amurallada. Vestida del color de los cristales, Fatma entraba discretamente en la conversación de las otras sólo con mirarlas bajo los mismos reflejos, y siguiéndolas a distancia entró en la segunda habitación. Ahí los cristales ya no velaban las miradas y la piel era devuelta a su propio color.
Los muros estaban cubiertos de mosaicos pintados con grecas y trazos voluptuosos que en todo se acomodaban a los pliegues más recónditos de los cuerpos, convirtiéndose en su eco infinito. Ya no ocultándolos sino descomponiendo su existencia y multiplicando sus secretos: confundiendo a los cuerpos con sus imágenes, otorgándoles una extensión más sutil que su propia sombra. Fatma dejó que su mirada se hundiera en los huecos dibujados en la pared, que ya eran sus propios huecos, humedeció la ondulación de sus cabellos en el agua de una fuente, y fue tomando sobre toda la piel empapada los reflejos que antes sólo brillaron en los mosaicos.
En esa habitación el agua era menos caliente. En las tres siguientes la temperatura aumentaba poco a poco hasta llegar a la habitación central, donde una gran fuente en medio del cuarto hacía brotar agua hirviente. Fatma pasaba suavemente por cada una de esas temperaturas sabiendo que son la escalera que lleva a la puerta, que finalmente se abre sobre una región de semisueños similares a los que diariamente, durante largas horas, veía desde su ventana.
Al entrar a la sala central no podía dejar de sentirse impresionada por esa inmensa fuente que parecía bajar del techo con su catarata hirviente extendiendo oleadas de vapor en todo el cuarto. Alrededor de la fuente había un círculo de leones de piedra, y era necesario subirse en ellos para llenar los baldes de agua. Por las fauces echaban un líquido parecido al mercurio que recorría en canales serpentinos toda la sala, reflejando con su lento paso los cuerpos desnudos. Por el ano, los leones dejaban escapar un espeso vapor perfumado y de colores.
Siempre había mujeres que jugaban entre los leones haciendo para las otras imágenes obscenas con las trompas y las colas de piedra, y quienes sentadas apacibles sobre los lomos se enjabonaban las piernas. Una vez que el agua hirviente estaba sobresu piel, de ellas emanaban vapores que, de lejos y contra la luz, parecían llamas blancas.
Fatma llegaba entrecerrando los ojos para sorprenderse con la cabalgata de mujeres llameantes sobre leones que les hundían el hocico entre las piernas. Ellas eran demonios de la humedad obscena y delicada que ponían sus manos sobre la piedra de una manera tan suave y prolongada que daban a entender cómo, poco antes, las habían puesto sobre los muslos, nunca tan sólidos, de sus amantes.
Alrededor, algunas mujeres conversaban mojándose; otras se enjabonaban mutuamente y muchas hacían de su voz caída de agua. Entraba viendo las sombras vaporosas que se movían al ritmo de la fuente, que se mostraban con la exuberancia de los azulejos, que se deslizaban de unas a otras con la seguridad que parecen tener en el mar las corrientes, con las que ella venía ahora a confundirse.
En ese círculo fluido de mujeres que parecían caminar sobre el vapor que ocultaba el suelo, Fatma olvidaba su cuerpo de todos los días para apreciar las nuevas cualidades que una desnudez condimentada le ofrecía. Se había movido de sí misma, como si hubiera resbalado y al levantarse hubiera quedado al lado de su propio cuerpo. Y esa pequeña diferencia, que obviamente sólo ella percibía, era una franja angosta por la que iban corriendo nuevas alegrías. Y si ahora incluso sus propias manos eran diferentes y podían renovar su entusiasmo hasta obligarla a entornar los ojos, con más poderes aún esa misma mañana iban a hacerlo, un poco más tarde, las manos de Kadiya.
Si desde la entrada del hammam hasta la habitación de la fuente grande sólo había un camino posible, en el que se avanzaba adquiriendo el hábito de las sutiles diferencias, a partir de la sala del gran desbordamiento las puertas simultáneas se multiplicaban, y era posible el acceso a jardines y manantiales asoleados. Dicen que son en total veinticinco las habitaciones de ese hammam; que algunas son reservas de poderosos y otras son espacios de exclusión: de los enfermos de la piel, de los eunucos que aún sangran, de los obesos vergonzantes, de los incontenibles en la agresión, de los extranjeros, de los que se niegan a vender sus caricias, y de los que no soportan el agua y van al hammam sólo para encontrarse con más gente.
Cuatro jardines estaban cruzados a lo largo por espejos de agua y fuentes que cantaban su caída hasta en veinticinco tonos diferentes. Una de las habitaciones tenía un espejo de agua que era especialmente admirado porque no estaba en el suelo sino en una pared, en la que arquitectos aprendices de magos habían logrado que una inmensa cortina de agua cayera del techo al piso tan lentamente, casi deteniéndose, que era posible ver el propio reflejo con más nitidez que sobre un estanque. En otra habitación habían sido pintadas sobre las paredes escenas que agitaban la imaginación deseosa de quien las viera o de quien las tocara, porque habían sido hechas en relieve para que se demoraran contra las paredes los que adoran simulacros de la lumbre en la carne.
En otra sala las pinturas no eran sólo llamarada, se pretendían iniciación al fuego. Ilustraban a los paseantes sobre las mil maneras de acariciar con los labios el glande, de contonear el clítoris con la lengua, de absorber y levantar y morder y acariciar sucesivamente o al mismo tiempo; de caer de la cama y levantarse sin tener que separarse; de sacudir las rigideces obsesivas y ahuyentar las blanduras prematuras; de volver a beber en los pozos secos y de resecar los que escurren hasta las rodillas.
Había salas dedicadas al masaje, en las que el más practicado no era especialmente excitante. Consistía en que un masajista fornido anudaba sus brazos y piernas con los de su víctima; espalda contra espalda y la cara del masajeado hacia el suelo. El masajista se iba poniendo en tensión como un arco hasta que al otro le tronaran los huesos. Uno por uno, el masajista coleccionaba treinta y dos tronidos en cada paciente. Después de cada tronido, el corpulento hacía un ruido con la boca que se oía como hoja de papel rompiéndose o como un beso seco, lanzaba al aire una frase que no se sabía bien si era oración o maldición, y modificaba levemente su postura para comenzar a buscar el próximo estallido. Durante las mañanas las masajistas eran apreciadas y buscadas no sólo por su hábil musculatura, sino por la absoluta redondez de sus cuerpos. Eran como grandes bolas de carne que rodando absorbían a los cuerpos delicados, y hacían que los huesos abandonaran las intimidaciones de la tensión acumulada. Ellas también buscaban que las articulaciones pronunciaran el sonido de una campana de cristal que cae y rueda sobre una alfombra.
Había salas dedicadas al teñido del cabello y de la palma de la mano, con una tierra rojiza o amarillenta que sólo se encuentra en los alrededores de la ciudad de Fez, se llama rássul y se disuelve en agua de rosa o de flor de naranjo. También se teñían los ojos con almendras amargas carbonizadas para ennegrecer las pestañas, y con el kójol para delinear el filo de los párpados. Fatma prefería usar el kójol del hammam que el de los comerciantes del puerto, porque el del hammam era preparado por las mujeres en sus casas siguiendo todas las precauciones que los comerciantes no tomaban en cuenta. Había que reunir corales, esencia de clavo, huesos de aceitunas negras, un grano de pimienta del Sudán y pequeñas piedras de kójol. Lo más importante es que todo sea molido por siete niñas impúberes, o por una mujer “cuya hora de líquidos hirvientes en el cuerpo ya haya pasado”, como indica el Libro de recetas y consejos de las mujeres de Mogador. El molido se debe cernir en una tela generosa y el polvo fino que resulta se disuelve en orines de gato, para mayor brillo de los ojos, y se unta con una paja delgadísima en los dos filos de los párpados.
En esa misma sala las mujeres bereberes lucían completos sus tatuajes y las novias sus depilaciones, teniendo cuidado de que las especias vertidas en el agua, las yerbas de olor y la leche de cabra no alteraran las marcas adoloridas de su piel. La belleza alcanzada con su sufrimiento, aunque sea pequeño —pero siempre exhibido—, es en Mogador belleza más completa. La exhibición de la carne vulnerada, del dolor intenso asomando entre el maquillaje, florece entre las mujeres de Mogador con complicaciones infinitas. Fatma conocía bien ese florecimiento, y como no lucía los tatuajes profundos de las otras, parecía serle ajeno. Pero la aérea melancolía que se iba a apoderar de ella poco a poco, después de esa mañana, se convertiría en una forma espontánea de exhibir un dolor, de engalanarse con su tristeza, como un insecto que por las tardes despliega sus alas imitando hojas de banano o flores de ciruelo.
Esa mañana aún era temprano para que Fatma luciera grandes alegrías o tristezas, y se dejaba delinear los párpados con kójol por una negra egipcia llamada Sofía. Ésta conocía todos los secretos para callar de golpe a la fecundidad, la esterilidad, la impotencia y otras calamidades. Mientras se ocupaba de los ojos de Fatma, Sofía daba consejos a una mujer de cuarenta años, de piel cansada, blanda de la cintura y del ánimo.
“Para que puedas retener a tu marido vas a hacer todo lo que yo te diga. Por la mañana muy temprano, mientras él todavía duerma y poco antes de que despierte, repite tres veces en su oído: que el cielo queme en tu cabeza este olvido, que el piso se mueva, te tire y te levante muy adentro de mí. Debes hacer eso ocho días sin que te escuche despierto, y debes darle como primer alimento de la mañana un trozo de dátil que haya pasado toda la noche dentro de ti. Pero él no debe sospechar nada. A la semana verás que su ardor crece. Para que no lo gaste con otras tienes que robar la sábana que una negra y un negro hayan mojado con su sudor mientras se amaban. La quemas al pie de tu cama. Mezclas la ceniza con agua de lluvia que nadie haya pisado y te untas cada día un poco en cada uno de tus orificios. Si no consigues la sábana humedecida por dos negros, puedes usar la de una prostituta. Pero en los dos casos la sábana tiene que ser robada para que sus cenizas sirvan. Los que la hayan humedecido en la noche no deben sospechar nada antes ni después. Si alguien más sabe cuándo y cómo haces todo, el poder del conjuro se dispersa.”
Fatma estaba impresionada por la figura dócil de la mujer que escuchaba asintiendo impulsivamente con la cabeza, apretando siempre una mano y tocándose con la otra la garganta. Se la imaginaba emprendiendo la difícil y larga tarea que Sofía le impuso, pero la veía detenerse angustiada en algunos de los obstáculos. En su figura había la imagen de una derrota, como si ella misma tuviera la certeza de que una imposibilidad habitaba su futuro.
También se la imaginaba salvando todos los obstáculos y decepcionada al no ver resultados. Preguntándose durante años en qué paso, en qué movimiento, en qué palabra del embrujo se habría equivocado.
A Fatma le asustaba la desesperación de esa mujer que, sin embargo, ella había visto en el mercado asediada por pretendientes a los que despreciaba. Todavía a esa hora Fatma podía darse el lujo de pensar que es absurdo desear con tenacidad el amor de alguien que no se puede tener cerca y rechazar fácilmente el amor que se tiene a la mano.
Cuando Sofía se dio cuenta de que Fatma se llenaba de tensiones viendo a la mujer desesperada, se apresuró a delinear sus ojos sin saber para quién los preparaba, y la despidió dándole un beso en la frente.
Fatma temía entrar en algunas salas del hammam que de alguna manera también la fascinaban, y al pasar por ellas se quedaba en el umbral viendo indecisa. En la sala de las serpientes, treinta cobras perfectamente desdentadas y excesivamente aceitadas se escurrían entre cientos de pequeños cojines de cuero y entre los cuerpos desnudos de quienes, mañana y tarde, gustaran de sus privilegios. Había quienes tenían sus preferidas y otros las tenían privadas: que sólo eran sacadas de sus canastos cuando sus dueños estaban presentes. Fatma soñó una vez que reía enredada en ellas, con la misma risa nerviosa y aguda con la que había visto a otras recurrir a esa sensación que nunca termina de pasar entre las piernas. Fatma nunca se atrevió a tocar a las serpientes, aunque algo muy fuerte la atraía hacia ellas. La horrorizaban esos ojos insistentes y esos nudos agresivos que las víboras aceptaban deshacer sólo cuando se les arrojaba humo de hashish a los oídos.
Pero aunque Fatma no entrara en esa sala, caricias más decididas que las de diez serpientes iban a dejar su huella infinita entre sus piernas. Y un nudo corredizo, que ella aún no sospechaba, estaba por cerrarse sobre su pecho cortándole el aliento, haciéndola lanzar desde su ventana largas miradas anhelantes; como los marinos que añoran ver de nuevo a Mogador transformada en un reflejo desnudo bajo el agua. Si el coro de dragones sobre la muralla pudiera sentir los sonidos mucho antes de recibirlos en sus cuerpos silbantes, ahora aullarían —como manada de lobos hacia la luna— para prevenir a Fatma. Kadiya estaba cerca.