III. Tempestad callada
Fatma había dejado de oír a la gente con más desenvoltura que si fuera sorda, como quien se deja ocupar totalmente por otra música: una voz absorbente, una canción que llama. No dejó de ver a los ojos de quienes la rodeaban, pero su mirada penetraba, casi hiriente, y luego se iba alejando, abriendo compuertas invisibles, para llegar a tocar algo que era como el fondo del aire.
Casi no hablaba: pronunciaba las palabras indispensables sin una más que se derramara de una sonrisa difícil. Al principio cualquiera hubiera pensado que estaba de mal humor o que cruzaba algunas horas de tristeza. Con el tiempo se fue haciendo inevitable captar que Fatma se había ido a un viaje sin regreso, muy dentro de ella misma, y que su alteración era una de esas heridas que ya no cicatrizan.
Alguien llegó a decir que ella había sido ocupada por el alma de un muerto que ahora le reclamaba su atención; y alguien más aseguraba que, en sueños, Fatma había cruzado las puertas prohibidas del Blanco Palacio del Secreto y había quedado para siempre enamorada de algunos de los seres invisibles que lo habitan.
Para ciertas mujeres de Mogador, lo que la ceñía no podía ser sino un embrujo: la distracción o la tristeza eran poco para explicar eso que dominaba los ojos de Fatma.
Cuántas cosas llegaron a decirse sobre ella, sobre su ventana, sobre la manera extraña en la que sus ojos examinaban los cuerpos: desde muy lejos y muy adentro, dejando en todos una punzada que se irritaba con el viento, un deseo profundo de alterar su recorrido, de atraerla o rechazarla, de impedirle cultivar esos gestos que no se dejaban interpretar con certeza.
Para los habitantes de Mogador, Fatma se convirtió pronto en algo más lejano que un cuerpo extranjero. Conociéndola la desconocían, y ya sin poder saber lo que ocultaban sus pensamientos, quienes la veían depositaban en ella una parte de los suyos: los irritables la veían muy irritada, los friolentos aseguraban que tenía pulmonía, los temerosos de perder sus cosas se preguntaban de qué robo habría podido ella ser cómplice, los comerciantes buscaban saber a quién se había vendido con tan malos resultados, y quienes no olían en ella culpas precisas se vaciaban de todas maneras el pensamiento adivinando la humedad atrayente de los pliegues entre sus piernas.
Las murmuraciones casi le tocaban la espalda cuando iba al mercado (el gran Soko), a la fuente de agua potable o al horno público. En los baños (el hammam) lograba aislarse gracias al vapor y a los rincones. Y donde menos observada se sentía era en el breve recorrido que la llevaba de la contemplación de su ventana a las orillas del embarcadero. Ahí donde las rocas son más grandes, junto a la muralla, bajando cerca del estrecho por el que los barcos se deslizan para entrar al puerto, Fatma miraba fijamente los repliegues del mar entre las piedras.
Quien la veía pensaba que algo buscaba en el agua, como algo parecía buscar en el aire cuando estaba en su ventana. En el viento lograba distinguir la misma agitación cadenciosa que ahora veía, más rápida, entre las rocas: el agua entraba y salía de los pasadizos arañados en las piedras, removiendo en las diminutas cavernas un musgo cuyos colores se escurrían del rojo al verde. Fatma veía insinuarse entre la espuma delgada que desaparecía ante sus ojos, una ventana pulida hacia el fondo del mar. Bajo su mirada, el fondo del mar y el del aire tenían los mismos paisajes escondidos, los mismos habitantes fugaces.
Y Fatma parecía saber en qué instante la transparencia del agua y la del aire se igualaban a lo lejos, creando ese destello en el que, de pronto, todo se ve.
Después de aquellos momentos ella parecía deslumbrada, y no faltó quien quisiera hacerle preguntas sobre el futuro, pedirle indicaciones para concluir alguna transacción arriesgada, o confirmaciones de felicidad futura ante un matrimonio incierto. A todos éstos, agobiada, Fatma los desconocía. Ellos eran, en la parte más obscura de sus ojos, como pequeños e insignificantes fuegos de artificio en lo que parecía ser una larga noche de tormenta; tal vez, una tempestad callada.