VI. La mano

Pudiera ser que los motivos secretos de Fatma fueran más carnales de lo que muchos pensaban y que la extraña presencia espiritual que algunos le atribuían haya sido en realidad una callada ausencia. Porque en el rostro de Fatma, en todo su cuerpo, la belleza se había teñido precisamente de ausencias. Sus manos tomaban las cosas con miedo de perderlas, con fuerza y al mismo tiempo con suavidad, como si temiera también romperlas.

Sus labios parecían delineados para moldear el sonido de las más frágiles palabras, y humedecerse al morder la piel de los frutos extraños, ignorados pero presentidos por su boca. En sus largas piernas, los apetitos más íntimos parecían mandar sobre la tensión de sus músculos y haber ocultado sutilmente esa prisa bajo la delicadeza de su piel.

Caminaba como si siempre supiera a dónde iba, pero siempre demorándose en llegar. Algunas veces eran tan grandes las ausencias que delineaban su figura, que ella misma dejaba de verse; y hubo quien pasó bajo su ventana sin percibirla, y quien al hablar de ella sintió la fragilidad de su presencia. En Mogador se pensaba que ella tenía un pie puesto en otra parte, y que con obscuros poderes alguien lejano la llamaba sin indicarle el camino. Al mencionarla no decían “allá está”, sino “allá parece que está”. Para los otros “la melancólica Fatma” era algo así como el reflejo de sí misma, la imagen de una imagen dolorida, apenas algo que se percibe en el aire.

Para algunos, su ventana abierta se veía aún más vacía cuando ella asomaba la cara. Sin embargo, para Fatma la ventana no era la caja de sus nadas, como suponían al verla, sino la puerta que la conducía a todas las cosas y a ninguna. Era el estuche de donde tomaba la sed de todo, ya que todas esas ausencias volátiles que eran el aire de su melancolía, tenían raíces en las partes de su carne que más fácilmente atraviesan la imaginación. Raíces que tomaban su calor del vientre y su humedad de la piel.

Cuántas veces, sentada en su ventana, dejaba deslizar sus dedos sobre los labios, lentamente, de tal manera que ella misma ya no sabía si su dedo venía de un lado o del otro, porque más bien parecía recorrer profundidades, provocar la erupción de sentidos nocturnos, la humedad acelerada de su aliento. El aire de mar que tomaba en la ventana era las manos que suavemente la iban tocando por dentro. Erguida iba llenando sus pulmones, abandonándose al aire para sentir su progresiva presión desde adentro. Al mismo tiempo dejaba caer sus dedos sobre la garganta, pintaba sobre su cuello alargadas caricias que descendían hasta hacerse ligeramente redondas al encontrar el nacimiento de sus senos: que ya le ofrecían premiar dulces demoras en la dureza de sus cimas.

Sus dedos suben y bajan todas las espirales de su cuerpo coincidiendo a cada momento con los otros dedos que la recorren por dentro. Ambos se reconocen a través de la piel como dos puntas de alfileres encendidos que recorren las dos superficies de una tela y donde se encuentran queman.

Los dedos del aire que tomaba en su ventana le daban a sus manos los poderes para encender su cuerpo. Es el mismo aire que le tensa las piernas, que le produce entre las piernas torbellinos, el otro clima de los días, el que sube como las mareas, el que flota indeciso a las seis de la tarde.

Qué podía saber de Fatma la gente que la miraba apacible en su ventana si ella misma no se interesó en mostrar la densidad de sus sobresaltos y el sabor intenso de sus aguijones. Porque incluso cuando ella salía a pasear por las calles cercanas al muelle, y buscaba con sus pasos inciertos provocar al azar, favorecer un encuentro, nunca permitía que la imaginación de los otros comenzara a figurarse quién o quiénes eran aquellos que Fatma deseaba encontrar en cada esquina; qué caras tenían y qué nombres, quiénes habitaban el aire movido por el mar hasta su ventana.

Y pudiera ser que tuvieran la espalda ligeramente ondulada y musculosa del tinturero que Fatma sorprendió bañándose en la fuente la mañana que salió más temprano que de costumbre a buscar agua; o que tuvieran la cintura suave y el pecho vibrante de la mujer que vio correr sobre las rocas antes de entrar desnuda al mar; o los ojos grises de los gemelos que jugaban a los dados en la tienda de especias; o los brazos, que se levantan ligeros como la noche, de la negra esbelta que vende leche. Los brazos que la perturban cada vez que se extienden hacia ella para entregarle su compra o el resto de su dinero. Pero sólo Fatma podía saber si el aire que tendía una mano hasta su cuerpo y le cortaba el aliento tenía un nombre, un solo nombre, pronunciable en secreto y con alegría.