IV. El aire: Kadiya

La que cruza el horizonte con el viento sobre la nave de los faroles rojos, Kadiya, sólo ha dejado como historia la huella de sus repetidas ausencias. Pasaba de puerto en puerto con la constancia que tienen los días de venir uno tras otro. Casi nadie en Mogador la conoció más allá de alguna transacción nocturna, y los pocos a quienes pudo hablar de su pasado la olvidaban fácilmente en los pasillos que llevan del placer al sueño. De Kadiya se sabe lo que han podido repetir quienes algunas veces la han tenido cerca, pero tan cerca que son los más alejados de ella.

De muchas bocas se forma una leyenda, y cada quien la completa a la medida de su lengua y la conserva o la olvida a la medida de su apetito. Se necesitó un insaciable, un adolescente enamorado de Kadiya, para que su historia por primera vez saliera entera del barco desafiando la vigilancia de los faroles rojos que todo lo tiñen, y fuera a recorrer en la ciudad las bocas que todo lo averiguan.

En el silencio de la noche que se abandona permitiendo que la luz diluya su espesura, cruzaban el aire como dardos diminutos las palabras veloces moldeadas en los labios de Kadiya. Cada sonido brillaba sobre la humedad de su boca absorbiendo la mirada de su acompañante nocturno, quien al amanecer ya estaba en los peldaños más altos de la hipnosis, de los que no fácilmente se baja. Aunque el sueño y el cansancio le atraparon los oídos con una espesa bola de nada, la voz de Kadiya iba enhebrando ese silencio de la noche que al retirarse lo envolvía con un largo hilo de seda. Le ataba las inercias y lo enfilaba sin distracciones en esa fascinación por Kadiya que era como una cápsula invisible donde sus palabras resonaban más claramente que en cualquier otra parte. Casi se escribían en el aire, casi le cabían en la palma de la mano y le saltaban en la boca.

Ella se daba cuenta de que su nuevo suspirante se había cristalizado en uno de esos prismas que multiplican los reflejos otorgándole a un sí o a un no más dimensiones de las que pueden tener. Él estaba sumergido en la brillante caja de vidrio abierta por la mujer que en ese momento lo iniciaba en las inmersiones del sexo. Ignoraba que su iniciación, como cualquier otra, le otorgaba una nueva inocencia, no se la quitaba. Era el inocente enamorado de la primera sonrisa que alegró su cuerpo. Ella hablaba sabiendo que la escuchaba un oído más disponible que otros, pero sin dejarse hilar por la ilusión de que no fuera fugaz esa alegría.

Podía sentirse complacida por la ternura abierta en los ojos del que la acariciaba detenidamente, pero no estaba envuelta en hilo de seda ni la voz de su acompañante se le tejía por dentro. Kadiya le contaba su historia sin simulaciones, presintiendo que en poco tiempo él ya no daría el mismo valor a sus palabras: la nueva sed que a él se le había abierto lo haría lanzarse hacia manantiales en los que sus primeras gotas se confundirían.

Ella y él tenían la misma edad, dieciséis años, pero mientras Kadiya ya conocía adónde llevan las diversas corrientes del viento, él apenas comenzaba a darse cuenta de que su cuerpo estaba moviéndose en el aire. Poco después, cuando la historia de Kadiya comenzó a circular por los portales de Mogador y a ser contada en la plaza por los viejos que todo lo sabían y que diariamente cobraban al que pasara por decirle las cosas con pantomima, era la versión de un enamorado resentido simulando perder un interés que en la realidad se multiplicaba.

El joven iniciado a los placeres y padecimientos de la pasión había guardado en secreto los primeros impulsos de su fascinación tormentosa, pero ahora creía que liberando el secreto se liberaba también del ardor de esos impulsos. Así, sintiendo que una distancia ajena a sus deseos se le imponía, le daba a la indiscreción el poder engañoso de violentar las distancias.

Kadiya, por su parte, le había revelado los colores de su pasado, no tanto por falta de precaución sino porque comenzaba a despreocuparse de que sus propios secretos se supieran fuera de la nave de los faroles rojos. Hacía ya cuatro años que había sidovendida al dueño del barco y comenzaban a cicatrizar en su memoria los hechos hirientes que finalmente la pusieron ahí. Cuando vio que, en la primera orilla de la mañana, el perfil a su lado comenzó a diferenciarse de la obscuridad de su cuarto, dejó que la invadiera una confusión agradable: el ligero entusiasmo de sentir fresca en ella la alegría que le dieron otros amaneceres.

La alteraba desde hace tiempo la manera en que las cosas se despegaban unas de las otras mientras va llegando la luz intensa con su propagación de pequeñas diferencias. Un amanecer en especial sostenía el recuerdo de los otros: la primera mañana que ella, al lado de su padre, vio llover en el oasis de Zagora, un poco más de cuatro años antes.

Su padre era quien guiaba a la tribu de nómadas Tassali en sus travesías del desierto. Él los había llevado esa vez, más allá de sus recorridos habituales, empujado por la inmensa sequía que agotó la vida en los oasis que cruzaban cada año. Zagora estaba muy al norte de sus rutas, donde el desierto ya pronto deja de serlo. Pero en esos días una lluvia de tres horas había sorprendido a todos en Zagora porque ahí no llovía desde hacía quince años.

Cinco o seis grupos de nómadas se precipitaron hacia esa zona donde la arena se había cubierto de una vegetación de hojas altas y delgadas, ofrecidas al viento con indecisión, movidas de la misma manera incierta con la que todos en Zagora repentinamente vieron su paisaje cambiado. Al día siguiente vieron también que cien cabras, traídas por los nómadas, devoraban las plantas y las flores que el sol no terminaba aún de consumir. La venganza no se hizo esperar.

La gente de los pueblos y de las ciudades desconfía siempre de los nómadas: vienen y van sin importarles el orden de los que viven entre esquinas. No tienen templo. Son vistos como herejes o maleantes, tolerados cuando sirven en las ciudades llevando caravanas a través del desierto, o haciendo en ellas comercio de cabras, de armas y de telas.

En Zagora los días de lluvia produjeron la alegría de mucha gente, pero sobre todo del Tobib, el viejo más viejo del lugar, que diariamente sube a la montaña antes de que salga el sol, sesienta en una roca que durante años ha limado la parte trasera de su túnica, de su dyilaba, y comienza a mirar todo lo que su vista le permite.

Ése es su trabajo cotidiano, él está seguro de que es importante y todos en Zagora parecen creerlo. Lo primero que hace es mirar hacia un punto de la obscuridad que él solamente conoce y desde ahí comienza a invocar con oraciones a la luminosidad que le permitirá separar al día de la noche y al cielo de la tierra.

En el pueblo todos saben que el Tobib está en la montaña cuando comienza el día, y que en invierno su trabajo es más difícil: viejo y cansado no puede evitar que en la época de frío los días sean más cortos. Algunos se quejan de él y dicen que cuando el Tobib era joven los días lucían más y las cosas tenían más colores. Porque el Tobib se ocupa menos de poner la luz que de dar color a cada cosa.

Su jornada comienza cuando todo es negro hasta la punta de sus narices y, poco a poco, va recortando las cosas que conoce. Dice que “las siluetas de personas son más difíciles porque hay que tener buena memoria: la gente del pueblo se enojaría si su cara no fuese como la del día anterior”. Después de recortar las palmeras del valle, de separar las casas de las montañas y darles su perfil a los que pasan por ahí temprano, comienza a pensar con fuerza en los colores de todo lo que ha separado. Al principio todo es muy gris pero después la fuerza del Tobib da colores tan intensos que cada cosa se sigue tiñendo sola por inercia.

Es normal que lo que esté más cerca tenga colores más encendidos que lo alejado; los poderes del Tobib se debilitan con la distancia: aquellas montañas del fondo ya no se sabe si son azules o negras. Lo más importante en Zagora es que el Tobib suba a la montaña porque su ausencia haría que la ciudad se quedara blanca y que la gente perdiera sus orillas.

“El pánico blanco” se llamó al miedo enorme que corrió en el pueblo de Zagora durante todo un día soleado en el que el Tobib no bajó de la montaña después de su labor, y cuando fueron a buscarlo encontraron su cuerpo teñido de rojo, atravesado por una daga que nadie en Zagora conocía.

Cuando entre los zagoríes corrió la noticia de su muerte, lo primero que pensaron fue que al día siguiente entrarían en otra vida, todos blancos o negros confundidos con la arena y las cosas. Ni siquiera sabían si ésa sería existencia. Algunos prefirieron morir en el instante y se tiraron a un pozo o se cortaron las venas. Otros ya iban muriendo al ver los primeros muertos y crecía en ellos su temor.

Siguiendo la pista de sangre encontraron que la daga pertenecía a los nómadas Tassali, la tribu de Kadiya. Convencidos de que la maldición caída sobre Zagora para el día siguiente sería lavada si sacrificaban a todos los hombres de aquella tribu, los apresaron y mataron uno por uno rezando con fe y aplicación antes del exterminio. Las mujeres fueron violadas y vendidas a los traficantes de esclavas y a los dueños de prostíbulos flotantes.

Antes de la muerte del Tobib, los nómadas llevaban más de dos semanas en Zagora. Hacía cinco días que los beneficios de la lluvia se habían acabado y los nómadas, desde entonces, habían tratado de abandonar el lugar, pero cada mañana algún contratiempo se los impedía. Cabras perdidas, un accidente, el mal tiempo, un mal augurio. El guía de los Tassali temió que esos impedimentos se prolongaran y pasando por el templo de Zagora oyó la historia del Tobib en la montaña.

Al quinto día de retraso en su partida ya estaba convencido de que el Tobib se empeñaba en recortar sus tiendas cada mañana en el mismo lugar y que, de esa manera, su tribu se había convertido en prisionera de la mirada de aquel hombre. Pensó liberar a los suyos bañando los ojos del Tobib en su propia sangre, como se hace con las cabras que descarrilan al rebaño.

Así contaba un viejo en la plaza de Mogador lo que alguna vez fue el pasado de Kadiya, los incidentes violentos que luego la llevarían hasta el barco de los faroles rojos, donde fue comprada para cada noche ser vendida. Había mucha gente oyendo al viejo jalaiquí aumentar detalles y exagerar ademanes. A cada personaje le dio nombres usuales en Mogador y recibió más dinero que al contar otras historias.

Hasta Fatma, que pasaba por ahí, dejó caer una moneda grande. Oyó la historia con algo de espanto y, por supuesto, sin relacionarla con la mujer que conoció en el hammam. Le parecía una historia como todas las que se cuentan en la plaza, tan distante de ella como cualquier otra de las que había oído ahí. Pero al alejarse de la plaza percibió algo como un cosquilleo de la memoria: como si estuviera a punto de recordar una palabra que no acababa nunca de ponérsele en la lengua. Algo en esa historia llamaba su atención de manera especial.

Había dejado de oír la leyenda en la plaza, pero los personajes y las acciones arrojadas por los ademanes del viejo todavía la ocupaban por dentro, tomaban una vida que su conciencia ya no podía controlar. Pensaba que ella nunca había visto la lluvia en el desierto, que tal vez valiera la pena mirar esa extrañeza; que la mujer de la historia perdió a su padre como ella lo había perdido, pero que aquélla por lo menos lo conoció. De cualquier manera, al oír esa historia hundía un poco más el pie en su tristeza y se otorgaba una consolación pensando que, por suerte, a ninguna de las personas que ella conocía y quería le había sucedido algo similar a lo de aquella mujer nómada, arrojada a la ausencia de todos los suyos y vendida en el burdel flotante.

Entonces creyó recordar por fin lo que parecía tocar con tanta indecisión su memoria cuando acabó de oír en la plaza la historia del viejo. Creyó que era simplemente el recuerdo de una sensación similar a la de continuar ya en silencio una conversación terminada un poco antes. Varias veces le había sucedido que al leer las últimas páginas de un libro, seguía estando intrigada por la suerte de los personajes, incluso si éstos habían muerto en su novela. La intriga misma o un carácter descrito, alguna escena o una imagen, despertaban en ella regresos constantes de lo que había sido dejado atrás.

Y pensaba que lo mismo le sucedía ahora con la historia de la mujer nómada, que venía de nuevo a su cabeza con sus otras obsesiones del día. Así, en su mente también, la figura deseada de Kadiya pasó muy cerca de la nómada que fue vendida en Zagora. Por una coincidencia tan acentuada que a Fatma le pasó inadvertida, en su cuerpo se cruzaron durante un instante las dos historias diferentes que eran en realidad sólo una y que, de haber podido aceptarlas juntas en su pensamiento, le hubierandado la clave anhelada para acercarse de nuevo hasta los gestos apacibles de Kadiya. Pero el aire le arrebató también la aventurada idea de esa coincidencia. Había oído el vuelo del pájaro que buscaba pero no había sabido distinguirlo.

Fatma se dirigía a su casa cuando acababa la tarde en Mogador. Veía que, cuando la gente colocaba su cansancio en la nueva extensión que iban tomando las sombras, hasta los rasgos de las caras más duras parecían ganar una extensa calma. Pensó que los habitantes de Mogador entraban, a esa hora demorada, en una especie de segunda existencia similar en todo a la que adquirían en su mente los personajes de las historias ya terminadas.

Ella misma va entrando a ese silencio mientras entra con la noche por la puerta de su casa.