IV. Ardor y desconcierto
Fatma esperaba y era habitante de los lejanos movimientos que lograba ver: vivía en las profundidades de su larga espera. Y nadie parecía saber cuál era la ausencia que la obligaba a mirar velámenes hincharse por el camino donde los barcos se alejaban del puerto amurallado de Mogador. Hubo quienes llegaron a pensar que tal vez ni ella misma supiera con certeza lo que esperaba. ¿Algo impreciso pero indispensable? Tal vez ojos que la miraran con la misma calma, o alguien tan dispuesto a ser mirado por ella como parecía estarlo la tarde a lo lejos. Y no faltó quien al verla quisiera entrar en su rostro buscando las marcas que rompieran su silencio: algunas líneas alrededor de los ojos o de la boca que dejaran saber para quién se preparaba su sonrisa.
Un ensimismado que salía de la escuela coránica todo lleno de certezas iba quedando intrigado al pasar cada día frente a la casa de Fatma y verla en su ventana mirando de esa manera hacia el mar. Era un hombre joven que aprendía con orgullo y esmero a ver una virtud mayor en la negación de su propia experiencia, y a encontrar en El Libro Santo explicación, ley y guía de la vida. Sin embargo, cuando se encontraba a Fatma se veía envuelto por una inquietud que las frases del Corán en su mente no llegaban a calmar. Comenzó a pensar en ella más allá del tiempo en el que la veía; fue invadiendo sus horas de reposo, sus horas de lectura, y al poco tiempo también sus horas de oración. Pero cuando ella alguna vez llegaba a tenerlo enfrente, lo miraba con la misma indiferencia, no completamente despreciativa, que perturbaba a otros. Y él ardía en desconcierto al verla porque no sabía identificar a la indiferencia: sarraceno de corazón, sólo conocía negativas desenvainadas. Deseaba a toda costa encontrar en la actitud de Fatma señales de una posible preferencia por él y buscaba ávidamente en el Corán una manera de descifrarlas.
De pronto, El Libro comenzó a ser insuficiente para sus necesidades, y eso hubiera sido para sus maestros algo tan grave como encontrarle imperfecciones a Dios.
Así que guardó en secreto su inquietud, y una mañana que despertó antes de la primera oración, entró solo a la biblioteca y abrió la caja sellada de los libros prohibidos. Ya había oído hablar del tratado sobre el amor y los amantes de Ibn Hazm, y cuando lo tuvo en las manos fue directamente hacia el capítulo sobre Las señas del amor hechas con los ojos. “Los ojos hacen a menudo las veces de mensajeros y con ellos se da a entender lo que se quiere. Si los otros cuatro sentidos son puertas que conducen al corazón y son ventanas hacia el alma, la vista es entre todos el más sutil y el de más eficaces resultados. Con la mirada se aleja y se atrae, se promete y se amenaza, se reprende y se da aliento, se ordena y se veda, se fulmina a los criados, se previene contra los espías, se ríe y se llora, se pregunta y se responde, se concede y se niega. Cada una de estas situaciones tiene un signo especial en la mirada…”
El ensimismado coránico iba al galope sobre esas líneas, encendido en el asombro de encontrar lo que en el Corán no cabía, atento sólo a su voraz curiosidad. Presentía, o más bien deseaba, que en este libro sí estuviera la clave de las miradas tangenciales de Fatma hacia él. “Una seña con el rabillo de un ojo denota veto de la cosa pedida.”
—Pero si no le he pedido nada todavía.
“Una mirada lánguida es prueba de aceptación”.
—Ella ve así, pero no cuando estoy frente a sus ojos. Debe ser otra seña la que usa para mí.
“La persistencia de la mirada es indicio de pesar y tristeza. La mirada de refilón es signo de alegría. Entornar los ojos da a entender amenaza. La seña furtiva con el rabillo de los ojos denota súplica. Mover la pupila con rapidez desde el centro del ojo hacia la comisura interna indica imposibilidad. Mover ambas pupilas desde el centro de los ojos es prohibición absoluta…” Al llegar a esa línea sin encontrar su mejor respuesta se topó con la conclusión de Ibn Hazm: “Las demás señas de los ojos no pueden ser pintadas, descritas ni definidas y se les comprende viéndolas.” Era como dejar al aspirante coránico sin silla, sentado en el aire. A él, que todo lo encontraba escrito en El Libro, le estaban diciendo de pronto que fuera a buscar cosas que ningún profeta había cubierto con su manto infalible. Comprendió o creyó comprender que por esa razón eran prohibidos los libros como éste.
Con la curiosidad encaminada a otras partes y al no ver en los ojos de Fatma señas claramente favorables, dejó de pensar en ella. Pero comenzó a frecuentar con enamoramiento los libros prohibidos. Con el tiempo dejaría de ser ensimismado y coránico absoluto; en secreto tendría opiniones contrarias a las de sus maestros, escribiría libros que también serían condenados.
Más tarde fundaría una secta herética: Adoradores de la mirada que goza extendiéndose sobre lo no escrito; escribiría poesía y moriría lentamente en una plaza pública, ya sin seguidores, apoyado únicamente por la soga dentada que muerde el cuello de los herejes que desafían la Alabada Palabra del Profeta.
Si el aspirante a coránico y futuro hereje hubiese puesto un interés más minucioso en la mirada furtiva de Fatma hubiese descubierto detrás de su silencio una desbordada elocuencia de gestos breves y otras señas sutiles. Podría haber hecho el inventario poético de las señas del deseo, de la misma manera que Ibn Hazm lo había hecho con las señas del amor. Porque la historia de Fatma en esos momentos era en sí misma como un tapiz donde se entrelazaban los hilos delgados de varias imaginaciones hirvientes de deseos, incluyendo antes que ninguna, por supuesto, la de ella.
Al leer esos libros prohibidos, el futuro fundador de la secta de los Adoradores descubría una tradición muy arraigada en la literatura arabigoandaluza, la tradición del adab: del tratado que es a la vez una narración y un poema, generalmente vividos, en gran parte, por el autor. Al ponerse frente a sus ojos, esa tradición parecía pedirle que escribiera la historia de Fatma y de sus deseos, mostrando públicamente la geometría sutil, la arquitectura que esos deseos habían construido en el espacio secreto de la imaginación de unos cuantos. Pero sus propios demonios de la vocación lo condujeron, inmediatamente, por otros caminos.
Fatma ya estaba de nuevo en su ventana, tensando el arco del horizonte, mientras el aún coránico, intrigado por sus ojos, rompía en secreto la cerradura de la caja prohibida. Ella no podía imaginarse hasta dónde llevaría a algunos la tenacidad de su mirada, pero sentía sin duda sobre sus hombros una lluvia de preguntas constantes. Y tal vez lo que ella esperaba era tan sólo un camino sobre el mar que la alejara de su encierro entre tantos ceños fruncidos interrogándola sobre su espera.
Alrededor de su ventana, largas líneas de ocre desvanecían la brillantez del muro encalado, como si la lluvia atrapada por el sol sobre el muro hubiera dejado en él las huellas de un quejido, sus arañazos dorados. Quien pasaba bajo la ventana de Fatma y la veía entre esas manchas escurridas que enmarcaban su cara, se daba cuenta de que en ellas estaban ilustrados sus más lánguidos sentimientos. Porque no era solamente en su cara sino también en las cosas que la rodeaban donde había que enterarse de qué manera crecía y se iba asentando en ella el callado animal de la melancolía.