Epílogo

1

Siempre le había gustado Saint George y no le hubiera importado dar un paseo. Tampoco le hubiera venido mal un chapuzón en la piscina, pero no había venido a hacer turismo y, en cualquier caso, no disponía de demasiado tiempo. El jet lag y el calor se habían aliado con ella para que la niña se quedara dormida después de comer. Le daba pena meterla de nuevo en un avión esa misma noche, pero no quedaba otra salida. Debía moverse rápido, antes de que el Turco o (más seguramente) el Gordo Sanchís sospecharan algo.

No obstante, la decisión estaba tomada: no iba a esperar a que todo saltara, no se sentaría a esperar a que alguna indiscreción más de los chapuceros que trabajaban con ellos acabara buscándoles el odio. No se enfrentaría a un calvario de tribunales, prisiones, primeros, segundos y terceros grados. No era ese el futuro que quería para ella ni, mucho menos, para la niña. Y, después de dar tantas vueltas, con sobrevivir no había bastante. Había dinero de sobra para no preocuparse de nada más en su vida, salvo de criar a su hija.

Dedicó esos momentos de paz a repasar lo que había hecho a lo largo de la mañana. Sobre la cama, dispuso los resguardos de las cuatro transferencias realizadas a cuentas en diferentes bancos de distintos países, todas ellas a nombre de María Alejandra Lepeda. Después extrajo de su bolso el sobre que había sacado de su caja de seguridad en la última de las entidades que había visitado. Lo abrió y fue comprobando su contenido: la partida de nacimiento, el pasaporte, el permiso de conducir, el documento nacional de identidad de María Alejandra Lepeda, ciudadana argentina, nacida en Mendoza en 1973, pero ciudadana española desde 1987. Luego sacó la partida de nacimiento de la hija de María Alejandra, que se parecía mucho a la de su propia hija, incluidos fecha y lugar de nacimiento, salvo por dos circunstancias: la primera, que la hija de María Alejandra se llamaba Paula; la segunda, que el nombre del padre figuraba en blanco.

Inició el ordenador y abrió la cuenta de correo que había creado el sábado. Redactó un e-mail en el que, sucintamente, se daba cuenta de la naturaleza del material que adjuntaba. En la línea del destinatario, copió de su agenda la dirección de correo electrónico que había anotado, cuando se dio cuenta de que las cosas se estaban torciendo más de lo esperado. Finalmente, adjuntó una carpeta comprimida de archivos que figuraba en su escritorio. Pero, antes de hacer clic en el botón de envío, se detuvo unos instantes, para preguntarse si aquello era realmente necesario.

Y sí, claro que lo era. Removerían cielo y tierra para encontrarla, así que tenía que borrar su rastro lo antes posible. Y la mejor manera de hacerlo era enviar aquello, denunciarlos anónimamente. No sería cruel: solo había pruebas de un par de delitos no demasiado graves. Lo suficiente como para que los pillaran con los pantalones bajados y estuvieran en chirona durante el tiempo que ella necesitaba para hacerse humo.

Dedicó al Turco un último pensamiento cariñoso y envió el e-mail.

2

El martes, la noticia saltó a los medios. No todos los días aparece muerto en extrañas circunstancias y en su propio domicilio un Medina Pérez de Guzmán. Los muertos con tres apellidos venden muchos periódicos. Sobre todo si son como este, Laurencio, el benjamín del clan, abogado de prestigio y muy vinculado a la vida social capitalina. Además, el crimen parecía ser un eslabón más (los matutinos esperaban que el último) de la cadena de crímenes que había asolado la isla en los últimos días. Gran Canaria, como insistían los tertulianos radiofónicos, no está acostumbrada a sucesos de esta gravedad; nunca ha habido tantas muertes violentas en tan breve lapso de tiempo. Alguno de los todólogos, acostumbrado a hacer especulaciones que jamás aciertan, llegó a sospechar en voz alta que todos esos sucesos se hallaban vinculados entre sí. Por supuesto, sus polemistas lo ridiculizaron y el moderador llegó a sugerir que era demasiado aficionado a las novelas de detectives, antes de pasar a proponer como tema el más reciente vaticinio de la agencia Moody’s.

Plácido, pegado a la radio, esperaba escuchar otra noticia. Continuó esperando que alguien contara que la policía había desarticulado una red de narcotraficantes con ramificaciones en la ciudad. Pero esa noticia jamás se produjo. Cierto es (y esto jamás lo sabrá Plácido, aunque lo suponga) que tanto el comisario como los periodistas que recibieron de manos anónimas copias de aquel disco de ordenador que vinculaba a varias empresas muy conocidas con el blanqueo de capitales intentaron corroborar los datos, hallar pruebas que sostuvieran esa información aparentemente tan suculenta. Pero no hubo modo. Ni el mayor experto mundial en contabilidad forense hubiera podido hallarlas.

El miércoles por la tarde, acompañó a Cora hasta el aparcamiento donde esta había dejado el coche. La ayudó a meter su maleta en el portabultos y se despidió de ella con un fuerte abrazo. Se quedó allí, viéndola alejarse hasta que el coche se incorporó al abundante tráfico de la autopista. Casualmente, justo detrás del Mégane, pasó una furgoneta rotulada con el logo de Kámara3.

Cora condujo hasta el aeropuerto y buscó una plaza discreta en el parking. Después de sacar la maleta, limpió todas las posibles huellas que pudiera haber dejado en el coche, lo cerró y, a través de la ventanilla entreabierta, arrojó las llaves sobre el asiento del conductor. Por último, se encaminó, arrastrando su trolley, al interior del edificio de salidas.

3

El último de los muchos errores que el Turco cometió fue ir aquel miércoles a esperar a Pepe Sanchís al aeropuerto de El Prat. Sin embargo, no aguantaba por más tiempo aquel encierro, el silencio de aquella casa en la que no se recibían noticias de Reme desde el lunes a mediodía. Llevaba más de veinticuatro horas llamándola al móvil, enviándole correos electrónicos, conectando el Skype para ver si daba señales de vida. Había, incluso, telefoneado a su hotel en Saint George. Pero el recepcionista insistió en que no contestaban. Por último, a media tarde, había vuelto a llamar y lo habían informado de que la huésped ya había abandonado el hotel. Así que, cuando Sanchís lo telefoneó para decirle que iba a embarcar, se ofreció a ir a recogerlo. Al Gordo le pareció extraño ese gesto en el Turco, pero, cansado, y con la mugre del fracaso pegada a la epidermis, no se molestó en discutir.

Durante el vuelo, entre cabezada y cabezada, se acordó de Tito Marichal y de cómo se la había jugado. Evidentemente, lo de Larry había sido lo que parecía: un farol, un señuelo para desviar su atención, lo que los ajedrecistas llaman una celada. Y él había caído en ella como un principiante, había tragado hasta el final y el pato lo había pagado el pobre Larry, que aguantó como un león, hasta el punto de que acabar con él había sido más un acto de piedad que de venganza. Sí, debía reconocerlo: había tragado. Había tragado como un jodido aprendiz, dejando que la putilla aquella se largara con el dinero y, lo que era peor, cargándose al único al que hubiera podido sacarle dónde estaba.

A fin de cuentas, tenía que reconocerlo: el tipo se lo había montado a lo grande. Aunque de nada habría de servirle cuando empezaran a paseársele los gusanos por entre las meninges. Eso pensaba cuando salió de la terminal y vio al Turco allá, a unos diez metros, entre el ajetreo de viajeros y gente que iba a recibirlos. Pero cuando notó que los cinco o seis tipos que rodeaban al jefe apestaban a bofia, dejó de pensar en todo eso y una expresión de alarma se instaló en su rostro. Lo curioso, lo asombroso, es que, cuando se vino a dar cuenta de que en el semblante de Miralles se había instalado una expresión casi idéntica, los dos guardias civiles junto a los que acababa de pasar ya estaban poniéndole una mano en el hombro y pidiéndole que los acompañara, sin que él, con su habitual sentido de la alerta, se hubiera percatado de nada. También hubo algo de confusión cuando los cuatro hombres jóvenes se le echaron encima al individuo que había un poco más allá y que había intentado volverse y hacerse invisible entre la gente, pero todo quedó aclarado cuando estos mostraron sus identificaciones.

4

Cora baja las escaleras del edificio de la academia y sale al trasiego de la rue Du Midi. Ha dejado de llover y la gente parece salir a pasear solo para celebrarlo. Los bruselenses son como caracoles, suele pensar en estas ocasiones.

Está contenta. Hoy la profesora le ha dado a entender que su pronunciación va mejorando. En Bruselas se puede llegar a sobrevivir sin hablar francés, pero se puede vivir mucho mejor habiéndolo. Por eso no falta a una sola clase. Al fin y al cabo, tiene pocas cosas más que hacer.

Camina hasta el cajero más cercano y comprueba los últimos movimientos en su cuenta. Plácido, puntual como siempre, le ha hecho el ingreso de este mes.

Ha resultado ser el amigo leal que parecía. Ha cumplido con todos los encargos que le ha hecho. Incluso se aseguró de que un día apareciera un buen fajo de billetes en el buzón de Estela; Cora había pensado que era lo mínimo que podía hacerse y sabía que eso le hubiera gustado a Tito. Cora se pregunta a veces cómo le habrá ido a Estela, si habrá empleado ese dinero en tratarse, si habrá mitigado la tristeza y la soledad que deben de habérsele echado encima.

Pero hoy no quiere pensar en cosas tristes. El aire está fresco y limpio, y estudiar la hace sentirse más joven, como si el mundo no fuera tan sucio, como si el futuro existiese. Quién sabe. Puede que se anime a estudiar algo más que idiomas, se le ocurre al tomar la rue des Pierres. Lo único que le duele de todo esto es la memoria de Tito. Quizá, si él hubiera estado aquí, hubieran salido por las callejuelas a comer papas fritas, a escuchar jazz en los garitos. Incluso hubieran acabado encontrando algún sitio donde tocaran tangos, está casi segura de ello. O quizá no. Quizá se hubieran quedado en Las Palmas y hubieran cumplido su sueño, aquel sueño pequeño pero limpio de montar aquella cafetería que él, al parecer, identificaba con el Paraíso. A ella le hubiese dado igual, con tal de estar con Tito.

Desemboca en la Grand Place, y una niña pequeña sale corriendo de la chocolatería que hace esquina. Lleva un anorak rojo y un gorrito de lana. Desde la puerta, su madre la llama.

—¡Paula! ¡Paula! ¡Ven aquí!

A Cora no la sorprende que hable español. La ciudad está llena de españoles. La niña, evidentemente, se le ha escapado. Cora, que la tiene cerca, la agarra suavemente de los hombros y la retiene mientras la madre viene a por ella.

—¿Dónde vas, Caperucita? —le dice, burlona, a la niña, imitando la voz del Lobo.

La niña ha entendido la broma: conoce la historia, porque es de esas niñas acostumbradas a escuchar cuentos. Mira a Cora y le sonríe con el rostro pícaro de quien hace una gamberrada relativamente inocua. Justo en ese instante, la madre llega hasta ellas. La ha escuchado hablar en español y tampoco parece sorprendida. Cora la mira al rostro. Tiene el pelo rubio cortado a la egipcia y ojos inteligentes. Le resulta hermosa.

—Gracias —le dice, con una sonrisa cordial, con la complicidad entre adultos pintada en los ojos—. No sé qué voy a hacer con este desastrillo.

—No hay de qué.

Las dos mujeres se separan. Cora prosigue su camino, cruzando la plaza hacia el edificio del ayuntamiento. La madre vuelve al interior de la chocolatería, regañando a la niña, diciéndole que nunca nunca debe separarse de ella, que cuando salen de casa debe estar siempre a su lado porque la calle es peligrosa.