La huida

1

Han comido pescado frito y bebido vino blanco en un restaurante familiar, muy cerca de la costa. La cena ha resultado agradable. Han hablado de los tiempos de Tito Marichal en el Hespérides, de la época de Cora en Galicia, de los nietos de él, de los padres de ella (la madre ludópata y depresiva; el padre portuario que le regaló cuando cumplió quince años ese colgante que ahora jamás se quita; ese padre que murió poco después y se salvó así de ver aquello en lo que su mala cabeza la había convertido). Por último, hablaron de viajes que han hecho o viajes que desearían hacer o que seguramente harán cuando todo se solucione, cuando Júnior ya no les pise los talones y se hayan asegurado de que la policía no puede relacionarlos con lo ocurrido.

Ahora han regresado a la ciudad, han conseguido aparcamiento en las inmediaciones del parque de Santa Catalina y casi se han hecho la ilusión de que lo de la noche anterior no ha ocurrido, de que no están en peligro, y son una pareja más de las que han salido a pasear, a tomar algo y a dejarse lamer por la brisa que ha llegado a la ciudad para aliviarle el bochorno. Cora, especialmente, se ha relajado bastante e incluso ha sonreído en algún momento. Y cuando toman la calle Sagasta se coge del brazo de Tito y él, en ese instante, experimenta hacia ella una devoción de converso. Es solo un momento, pero basta para que note algo en la boca del estómago, algo que no sentía desde hacía más de treinta años y que le muestra una imagen de sí mismo simultáneamente ingenua y feliz.

El aire se ha limpiado. La gente con la que se cruzan es agradable. Una familia marroquí (un padre, una madre con un bebé en brazos, dos niñas pequeñas) camina unos metros por delante de ellos, y dobla hacia Las Canteras. Tito recuerda que ha comenzado el Ramadán y Cora contempla los ojos de pestañas enormes de la menor de las niñas, que se ha quedado rezagada y les sonríe antes de que su madre la llame a gritos. Todo es perfecto en ese paseo. Uno puede olvidarse de la violencia, de la sangre, del dinero sucio, del pasado turbio, del futuro incierto, de los perros de presa.

Entran en el Quilombo y la vida continúa sonriéndoles, porque el local está muy concurrido pero hay mesa libre, precisamente la que ocuparon la primera noche. Desde el escenario, Marcelo, guitarra en mano, les sonríe, saludándolos con la cabeza, mientras canta «Naranjo en flor». Es extraño observarle esa expresión alegre, mientras continúa cantando, con mucha intensidad, esos versos tan tristes: Primero hay que saber sufrir, después amar, después partir y al fin andar sin pensamiento; perfume de naranjo en flor, promesas vanas de un amor que se escaparon con el viento. Pero así son las cosas del tango y del cariño y de los viejos amigos. Por eso se sienten tranquilos y blandamente felices entretanto el camarero les trae los cubalibres que han pedido y ellos saludan y se dejan saludar por los conocidos de Tito, escuchando la voz rasposa y la guitarra desacompasada de Marcelo, hasta que finalmente el argentino arrastra los últimos versos (eterna y vieja juventud que me ha dejado acobardado como un pájaro sin luz) y aprovecha los aplausos para anunciar una pausa (la hora del alpiste del gorrión, lo llama) y bajarse del escenario. Suena a medio volumen el «Libertango» de Piazzolla, y, mientras las conversaciones tejen un murmullo persistente que nimba el local, el propietario viene a su mesa.

—Caramba, qué casualidad, compadre —saluda Marcelo—. Fíjate que nunca venís en sábado y, justamente hoy, aparecés.

Tito, al principio, comprende que Marcelo está sorprendido de verlo. Después de escuchar lo de «justamente hoy», se siente confuso e intrigado. Marcelo se lo lee en el rostro.

—Es que antes, precisamente, vino por aquí buscándote un tal Fran.

—¿Fran? —inquiere Tito, cruzando una mirada de suspicacia con Marcelo.

—Sí, un tal Fran. Amigo tuyo, dijo. Te buscaba para un trabajo. Suerte que tenés que dio conmigo…

—Espera un momento: ¿Fran? ¿Cómo es el tío?

—Ah, qué sé yo… Un pibe alto, calvo como culo de bebé.

La noche se ha torcido. Marcelo no lo sabe, aunque que adivina la inquietud en el rostro demudado de Cora, en el brillo de los ojos de Tito. Ahora se le ocurre que quizá no haya sido tan buen amigo; se le ocurre que quizá resultó algo indiscreto y bocazas; se le ocurre que, por ejemplo, el tal Fran podría ser, perfectamente, el marido o el novio de la mina esta tan linda que anda últimamente con Tito.

—¿Algún problema?

Tito intenta disimular.

—Ninguno. Es que, por el nombre, no lo sacaba.

Marcelo no las tiene todas consigo, porque ellos siguen mostrando inquietud. Por eso intenta dar todos los detalles posibles:

—Vino recién abierto. Me estuvo preguntando por ti y, como me dijo que era para un laburo, le dije la zona en la que vivís.

—¿El barrio?

—La calle. Juan de Miranda, ¿no?

Tito asiente, ahora completamente serio, como Cora, que traga saliva.

—Pues eso: le dije que parabas por allá, que aquí solo venías los días viernes. ¿Hice mal, Tito?

El Palmera niega. Intenta simular alegría, interés. Dice que lo mejor será moverse para su zona, a ver si Fran todavía anda por allá. En silencio, mientras Marcelo va a la barra a alimentar al gorrión, apuran las copas, piden la cuenta, pagan y salen a la calle. Sin ponerse de acuerdo, toman la calle Sagasta. Ahora no se les cruza gente agradable. La humedad ha vuelto. La brisa es un viento contrariado y jodelón.

—Cómo coño habrá dado con nosotros, joder… —se queja Cora.

—Preguntando —zanja Tito la cuestión, intentando centrarse en buscar soluciones mientras caminan a toda prisa—. Para empezar, vamos al coche. Hay que buscar un sitio seguro donde pasar la noche.

—¿Y después?

—Después ya veremos.

—Pero sabe dónde vives, Tito. Y la pasta está allí.

—Sabe en qué calle vivo, que no es lo mismo. Llevo poco tiempo en el edificio. No conozco prácticamente a nadie. El vecino de al lado es un colombiano que no está nunca. En los pisos de arriba hay gente de Nigeria y de Senegal. Abajo, unos coreanos y un apartamento vacío. Y no tengo el nombre en el buzón, en el portero automático o en la puerta del piso. Así que la única que le queda es jugárselo todo a la carta de que seamos tan tontos de aparecer por allí. Y, encima, debe de llevar ya un par de horas por el barrio, a ver si suena la flauta. Lo más seguro es que se haya pirado, aburrido de esperar y de intentar que no lo atraque alguno de los changas que pasan por la zona.

Cora casi podría reír ante la idea de alguien intentando atracar a Júnior. Jamás se le hubiera ocurrido. Pero no se ríe. Nada de lo que está ocurriendo desde hace veinticuatro horas es cosa de risa.

—No nos va a dejar en paz, Tito. Desde su punto de vista, el dinero es suyo.

—El dinero es dinero sucio. Eso quiere decir que es de quien lo tenga. Y lo tenemos nosotros.

—Eso le da lo mismo. No nos va a dejar en paz —insiste Cora. Caminan un buen trecho en silencio. Casi están llegando a Santa Catalina cuando agrega—: Solo habría una manera de conseguir librarnos de él.

Pero Tito no responde, prosigue andando y Cora con él, hasta que, ya entre las sombras del parque, justo ante la estatua de Lolita Pluma, que, rodeada de gatos y miseria, vigila en efigie a los transeúntes como los vigiló en vida durante décadas, lo toma del brazo obligándolo a pararse y enfrentarse con ella.

—¿Oíste lo que te dije? Solo hay una forma de que nos deje tranquilos.

El Palmera continúa sin contestar. Ha entendido perfectamente. La mira con severidad. En uno de los bancos cercanos, hay tres chicos marroquíes a quienes ha llamado la atención la pareja que discute. Por eso, Cora baja la voz para repetir:

—Solo una forma, Tito. De lo contrario, lo vamos a tener siempre detrás.

—No —dice él sencilla, rotunda, implacablemente.

—Tito, ya lo hemos hecho antes.

—No —vuelve a decir el Palmera.

—¿Por qué no? ¿Cuál es la diferencia? Fue anoche mismo, por si no te acuerdas… Y vete tú a saber si esos dos pobres diablos se lo merecían en realidad… Pero, de este, estoy segura. Este cabrón se lo merece.

—Lo de anoche fue en defensa propia —dice Marichal con los ojos fijos en el monumento, en los gatos que rodean al tierno esperpento de Lolita, a la anciana inverosímilmente vestida de niña, esperando un alimento que ella ya no les proporcionará.

—Esto también lo sería.

—Pero no sería lo mismo. Lo de anoche fue en caliente: una reacción, un acto reflejo. No. Hay muchas formas de hacer esto. Y esa no va a ser la que elijamos —concluye, poniéndose nuevamente en marcha, pensando que ahora no siente lo que sentía por Cora hace menos de media hora; que ahora ella le recuerda, lejana pero atrozmente, a aquella Cora de la ficción por la que se puso el nombre de faena; que, en último término, él no va a ser ni tan cabrón ni tan idiota como Frank Chambers.

Cora, resignada, le sigue los pasos.

2

Es Cora quien propone el hotel. Tito, como todo el que se dio un revolcón de tapadillo en la ciudad en los setenta, conoce el dos estrellas situado en la telaraña de calles existente tras el Mercado Central. Hace unos años, el sitio fue muy nombrado en los medios, porque allí, en una de sus habitaciones, un tipo había asesinado a su novia. Cora no recuerda eso. Ella estaba en Galicia. Tito, entre el asco y el hastío, cuenta lacónicamente que el juicio había sido hacía unos meses, que al elemento le habían caído veintipico años. No lejos de ese hotel hay otro, más lujoso, que se promociona como centro de negocios. Pero no es buena hora para presentarse en un hotel de más de tres estrellas sin reserva ni equipaje. Les dirán que no admiten huéspedes sin reserva previa, que está todo lleno. Así que lo mejor será fingir que son simplemente una pareja que desea pasar la noche dándole al vicio. Será fácil, porque otra cosa no aparentan.

El recepcionista, por lo demás, no hace demasiadas preguntas. Pide los carnés y los 45 euros por adelantado, antes de proporcionarles la llave de una habitación en la cuarta planta. Es una estancia amplia, con balcón, pero, por lo demás, estilo Turismo de Sol y Playa 1973, con influencias del Último Grano en el Culo de España: suelo de gres color beige, desnudas paredes blancas, puertas barnizadas en color miel, un baño limpio pero triste, con desconchados en el plato de ducha y un azulejo soplado.

Nada más entrar, ella se sienta a los pies de la cama. Él toma el mando a distancia de la tele y se lo pone en el regazo.

—Vuelvo en un momento —anuncia.

Cora le coge de la mano, reteniéndolo:

—¿Adónde vas?

—No tuvimos tiempo ni de coger el cepillo de dientes. Aquí cerca hay un veinticuatro horas. Voy a comprar cosas de aseo y algo para el desayuno.

Ella hace ademán de levantarse.

—Voy contigo.

—No. Ese tío te conoce. Es mejor que se te vea lo menos posible, por el momento.

Cuando él sale, Cora observa con tristeza las cuatro paredes, la cama de colcha y cabecero pasados de moda. Va al balcón y enciende un cigarrillo, apoyada en la barandilla. Distingue, en la calle, la figura de Tito. Camina con la cabeza hundida en los hombros. No se dirige hacia el veinticuatro horas, que está cuatro calles más arriba, sino hacia el cercano barrio de Arenales, donde han dejado aparcado el coche.

3

Era un lugar privilegiado para observar o, al menos, lo parecía cuando se apostó allí, un par de horas antes. La entrada a un garaje subterráneo particular, en la calle Veintinueve de Abril, perpendicular a Juan de Miranda. Un lugar lo suficientemente oscuro, lo suficientemente anónimo. Para justificar su presencia allí, compró algunas latas de cerveza y se sentó en un bordillo a beber y fumar. Y, para evitar que lo reconocieran antes de que él los viera a ellos, se calzó hasta las cejas una gorra de visera que había ido a buscar al coche. Cualquiera que pasara por allí, vería en él a un changa más de los muchos que pululaban por la zona.

Antes de hacer todo eso, había husmeado calle arriba, calle abajo. Había dos edificios de apartamentos, buenos aparcaderos para alguien que está pasando un bache. Su intuición le decía que el Palmera debía de vivir en uno de esos dos edificios. Por suerte, estaban uno frente al otro y podían divisarse ambos desde el lugar en el que se encontraba. Así que Júnior bebió y esperó, esperó y bebió, atento a cualquier hombre que midiese más de uno ochenta y tuviera más de cuarenta años. También estaba atento a la posibilidad de que fuese Cora quien apareciese por allí.

Un par de horas y cuatro cervezas más tarde, había visto pasar de todo, menos alguien que pudiese ser Tito Marichal o alguien que pudiese ser Cora. Más o menos a esa hora, su vejiga le pidió un desahogo. Pero no le pareció oportuno abandonar su puesto de observación. Así que buscó con la vista un zaguán poco iluminado y, unos metros hacia el interior de la calle, encontró lo que buscaba. Se aseguró de que nadie pasara por allí, de que nadie estuviese mirando por la ventana, antes de abrirse la bragueta y comenzar a mear contra la parte inferior de la fachada. Pero, nada más comenzar, sintió a sus espaldas el portazo. Alguien, desde el otro extremo de la calle, había avanzado hasta uno de los edificios de apartamentos y acababa de entrar.

Apresuró el final y observó la fachada del edificio. Unos minutos más tarde, se iluminaron dos ventanas del tercer piso.

4

A veces, los milagros ocurren: Tito Marichal encuentra un aparcamiento en la calle Padre Cueto, casi donde hace esquina con Secretario Artiles. Estúpidamente (pensará luego) mira alrededor como si también las calles cercanas estuvieran vigiladas. Luego avanza por Secretario Artiles y, en la primera esquina, se para. Asoma la cabeza y otea a izquierda y derecha. A la izquierda, al fondo de la calle, se ve pasar gente por la calle Sagasta. A la derecha, la calle Juan de Miranda, peatonal y sórdida, completamente desolada, salvo un borracho que mea contra la pared un poco más allá. En dos saltos se planta en el portal y sube al apartamento. Antes de abrir, mira hacia la rendija inferior de la puerta, comprueba que nadie ha forzado la cerradura. Se siente más tranquilo, pero, aun así, abre de un golpe y se abalanza dentro del salón, dispuesto a enfrentarse a lo que sea. Le responden el silencio, la oscuridad y una nueva sensación de estupidez. Prende las luces y se pone manos a la obra, porque, en caso de que ocurra algo, no piensa dejarse sorprender.

Del armario saca una mochila en la que introduce una muda de ropa interior y una camiseta. De entre las cosas de Cora, elige unos pantalones cortos y una camiseta. Por último, va al baño y, en el neceser de aseo de Cora, mete sus cepillos de dientes y su propio desodorante. Luego desplaza la placa del falso techo, busca a tientas la bolsa de playa. También saca la pistola. Con cuidado, monta el mecanismo, introduciendo una bala en la recámara, comprueba que tiene puesto el seguro y se la encaja en los pantalones. No es plan de volarme la polla ahora que le estoy dando uso, piensa con una sonrisa. El chiste le alegra el humor mientras regresa al dormitorio. Añade el neceser al contenido de la mochila, y, por último, antes de cerrarla, mete también en ella el cedé. Se pone un polar gris, comprobando que oculta convenientemente el bulto de la pistola. Una vez dentro del coche, la meterá también en la mochila. Pero, hasta entonces, piensa llevarla preparada por si acaso. Tras comprobar que no olvida nada, apaga la luz del dormitorio y va al salón, con la mochila a la espalda y la bolsa de playa en la mano izquierda. De su hombro izquierdo pende también la funda de su ordenador. Se despide mentalmente de ese cobijo temporal donde casi había comenzado a sentirse a gusto y, tras esos segundos de inútil nostalgia, abre la puerta y sale al descansillo. Cierra tras de sí, sin preocuparse de echar la llave, y se vuelve hacia el ascensor. Entonces se queda clavado al ver al hombre de la gorra, que ha surgido del tramo inferior de escaleras y lo apunta con algo brillante que resulta ser una pistola.

5

A Júnior casi le inspira lástima el tipo, ahí, cargado como un árbol de Navidad con la mochila, la bolsa de playa y el portátil. Lleva mucho peso, está desequilibrado y solo tiene libre la mano derecha, que en ese momento está congelada, separada de su cuerpo. Para que pudiera intentar algo, tendría primero que desembarazarse de todo eso que lleva encima, para luego recuperar el equilibrio y echarse sobre él, eliminando el metro de distancia que los separa. En cambio, él tiene la Dickson donde debe estar, apuntando a la altura del pecho, armada y sin seguro. Le bastará con mover un solo dedo. Aunque sería mejor ahorrarse el numerito. Esa pistola, que jamás ha sido disparada, debería poder irse a casa sin disparar: diez años más guardada en el altillo del ropero.

El tipo se ha quedado mudo, pálido, completamente inmóvil. Es, como le había dicho el Rubio, una mole, aunque parece más pequeño, visto desde detrás de un arma. Sin embargo, aunque se muestra sorprendido y, por supuesto, muy cauto (sabe que cualquier movimiento le costaría caro), Júnior no observa en sus ojos ni un atisbo de temor. Y eso le preocupa, aunque intenta disimularlo cuando se ríe y dice:

—¿El famoso Tito Marichal?

—El famoso Júnior —repone el Palmera.

—No va a hacer falta que te diga que no hagas ningún movimiento brusco, ¿verdad?

Tito niega suavemente con la cabeza.

—Vale, entonces, vamos a lo que vamos. Dame la pasta.

—Se la llevó ella —contesta el Palmera de forma automática.

Júnior sopesa la respuesta. Sabe que Cora es perfectamente capaz de eso. Pero esa solución no cuadra con el tipo haciendo las maletas para salir de viaje. Lo que no piensa hacer es acercarse a registrar a ese pedazo de animal y darle la oportunidad de que haga algo.

—Inténtalo otra vez —escupe.

—Se la llevó ella. Es la verdad. Por eso no volví a llamarte. Iba a proponerte un acuerdo, pero ella me dejó tirado…

—Venga —lo interrumpe Júnior—, ya está bien, dame la mochila.

—No.

Júnior se aleja un paso y apunta a la rodilla izquierda de Tito.

—O me das ahora mismo las perras o te pego un tiro en la rodilla.

Marichal ladea la cabeza para mirarlo de reojo y finge indiferencia.

—Haz lo que te salga de la polla, pero no hay dinero.

Júnior decide que ya está bien. El tipo tiene que llevar el dinero encima, en la mochila, seguramente. Podrá pegarle un solo tiro (no se trata de alarmar al vecindario y que venga la policía). Si el tipo tiene razón y no lleva el dinero encima (cosa más que probable), ya se encargará de dar con Cora. Así que decide apuntarle al pecho y dejarlo seco. Desde la mili, Júnior no ha disparado una pistola. Pero sabe que no es difícil. El arma tiembla ligeramente en su mano durante unos segundos. Después, aprieta el gatillo.

Con lo que no ha contado Júnior es con el efecto que la humedad puede tener en unos cartuchos del calibre 32 insertados en el cargador de una vieja pistola que ha estado a su vez metida en un ropero durante diez años, después de haber viajado sabe Dios por cuántos mares antes de llegar a sus manos. Y, como no ha contado con eso, no entiende lo que ocurre cuando la pistola emite el chasquido de la aguja percutora golpeando un pistón mohoso, no entiende el silencio de la carga de proyección húmeda que jamás llega a inflamarse.

En ese instante, comprende que ha cometido un error al no comprobar el estado de la munición. Retira los ojos del semblante, ahora sí alarmado, del Palmera, para llevarlos a su propia arma. Ese es su segundo error, porque la mano de Tito, en un solo movimiento, alza los faldones del polar y saca una pistola más grande, encañonándolo al mismo tiempo que la otra suelta la bolsa de playa y aferra la pistola por la empuñadura. No sabe, pero lo supone, que la palanquita accionada por su pulgar es el seguro.

—¡La pipa al suelo, ya! —oye rugir al individuo, con el tono atroz de quien no dará una segunda oportunidad. Él aún lo apunta, aún podría intentar hacer otro tiro. Pero ambos saben que sería difícil que el disparo se produjera, que Tito podría hacer puntería más rápidamente, que la pistolita podría, incluso, llegar a estallarle en la mano.

Así que Júnior alza la otra mano, pidiendo calma, y se agacha lentamente para dejar la Dickson en el suelo, cagándose mentalmente, de paso, en la madre de José Stalin y del marinero ruso que le vendió aquella cacharra.

El mango de la sartén ha regresado a las manos de Tito y la bestia ha vuelto a despertarse. Rápidamente, analiza la situación. Están en el descansillo. En cualquier momento puede aparecer alguien. Si quiere marcharse, tiene que librarse primero de Júnior. Piensa en lo que le propuso Cora. Sería una solución perfecta, si no fuera porque están, precisamente, en la mismísima puerta de su casa. Pero además, y sobre todo, no tiene pellejo de asesino.

—De rodillas —comienza por ordenarle—. Y las manos detrás de la cabeza. Con los dedos cruzaditos. Ya sabes cómo va la cosa.

Júnior obedece. Así, arrodillado, con las manos en la nuca, ya no parece tan peligroso. Pero continúa mirándolo con ojos de loco.

—¿Y ahora qué? —dice el tipo con insolencia—. ¿Rezo algo?

—No, ahora te vas a tomar por culo.

Los ojos de Júnior no tienen tiempo de registrar nada más. Un segundo después, la culata de la pistola se estrella brutalmente contra su cráneo una, dos, al menos tres veces antes de que él se desplome en el centro de una nada negra.

6

Río Bravo. De Howard Hawks. Con John Wayne, Walter Brennan, Dean Martin y Angie Dickinson. También salía Ricky Nelson, antes de que empezara a hacer el indio. Había comprado el periódico en la Estación de Guaguas. Ahora lo llevaba bajo el brazo, con el DVD metido en un bolsillo de la chaqueta, mientras cruzaba el parque de San Telmo camino de la terraza del Quiosco Modernista. Conocía el sitio de otras ocasiones. Aún no eran las once y media y no le costó encontrar mesa. Pronto comenzarían a llegar familias, parejas de mediana edad, ancianitos y grupos de amigos que se reunían para hacer el aperitivo del domingo por la mañana. Hacía calor. Antes de sentarse, sacó de su chaqueta el tabaco y el encendedor, y se la quitó, arremangándose. Había decidido no llevar corbata y por entre los botones superiores abiertos de su camisa se veía el comienzo de la pelambrera que le cubría el torso.

Pidió una clarita y decidió que, ya que lo tenía allí, leería el periódico. La noticia le llamó la atención inmediatamente. No sabía por qué, le parecía demasiada casualidad. Esa ciudad no era tan violenta como para que ocurrieran al mismo tiempo el volcado de Larry y aquella matanza. Se interesó aún más al leer las dos páginas interiores que el matutino dedicaba al suceso. La policía, por supuesto, in albis, como casi siempre. Los muertos eran dos tipos de baja ralea y uno que parecía ser un tipo más elegante, un jefe de seguridad de un hotel. Lo que acabó por hacerle relacionar aquello con lo de Larry fue la mención de un Rolex entre los objetos de valor que parecían haber sido motivo de la reyerta.

Se preguntó si Beltrán habría regresado ya a la ciudad. Cuando lo llamó, Paco le contestó desde el manos libres. Conducía hacia allí. Podían quedar sobre las dos.

—Quedamos en el japonés de calle Venegas. Yo invito —dijo Sanchís antes de colgar.

Le daría tiempo de terminar de leer el periódico, dar un paseo e, incluso, volver al hotel para poner la tele, por si decían algo más sobre el asunto.

7

Tito dejó colgar su mandíbula cuando la entrada a la casa de Plácido le fue franqueada por un veinteañero flaco y larguirucho, de pelo negro con raya a un lado y mechón caído sobre la frente. Tenía rostro anguloso, labios finos y ojos grandes. El tipo iba en albornoz y chancletas y le echó un vistazo de arriba abajo a Cora antes de dirigirse a él. No esperaba encontrarse allí a aquel chico, evidentemente amanerado, pero intentó ser justo: seguramente Plácido tampoco esperaba la llamada que él le había hecho por la mañana, pidiéndole ayuda para un problema urgente.

—¿Tito? —preguntó con voz aflautada.

—Sí —dijo el Palmera.

El muchacho sonrió.

—Vayan entrando. Plácido está terminando de vestirse.

Pasaron al salón y ocuparon el sofá. La mochila y el ordenador, en su funda, quedaron en el suelo, ante ellos. Por la mañana decidieron que era más apropiado llevar el dinero en la mochila, más cómoda y con un doble cierre de correa y hebilla.

—Me llamo Néstor —se presentó el otro, tendiéndoles la mano.

Tito, comenzando a comprender, le presentó a Cora, que había comprendido desde el primer momento y se levantó para dar un beso en la mejilla al inesperado anfitrión. La sonrisa del chico se amplió aún más y la mirada de complicidad que la mujer cruzó con él pareció reconfortarlo de alguna preocupación previa a su llegada.

—¿Les apetece algo? ¿Un cafetito?

Antes de que respondieran, apareció Plácido. Tito iba a presentarle a Cora, pero Néstor, con soltura de maestro de ceremonias, se le adelantó. El café fue aceptado y Cora se coló detrás de Néstor para acompañarlo a la cocina.

Cuando Plácido lo hizo pasar al estudio, lleno de la luz de la mañana, Tito mostraba una desorientación enternecedora. Plácido decidió ahorrarle sufrimientos.

—Néstor se viene a dormir los sábados. A veces también los viernes.

El Palmera sintió aún más turbación. Realmente, no sabía qué decir. Plácido se lo adivinó en los ojos, que huían de los suyos por la estancia.

—¿Te incomoda?

Tito dio un resoplido.

—No, no es eso… Es la sorpresa. No sabía que tú… Bueno, ya sabes… ¿Desde cuándo?

Plácido se echó a reír.

—Desde siempre, totorota —dijo dándole una palmada en el hombro—. Con Néstor llevo ya casi tres años.

—Joder. ¿Y por qué no me habías dicho nada?

—¿Y por qué tendría que decírtelo?

Tito Marichal se dio cuenta de que Plácido tenía toda la razón. Lo dio a entender con alzamiento de cejas, fruncimiento de labios y meneo de cabeza.

—Por ejemplo, tú no me habías dicho nada sobre esa belleza que viene contigo.

Ahora Tito sí lo miró fijamente en el fondo de los ojos:

—Es verdad. Hay muchas cosas que no te he contado.