Los hechos
1
Conducía Tito Marichal. Con prudencia, procurando no sobrepasar los límites establecidos mientras descendía por el cauce del barranco de Guiniguada. A su lado, Cora, con la mano derecha sobre el salpicadero y el brazo izquierdo apoyado en el respaldo del asiento, intentaba ver lo que el Rubio hacía en el asiento de atrás.
El Rubio había encendido una pequeña linterna y, con la bolsa de deportes sobre el regazo, procuraba hacer un cálculo aproximado de la cantidad que habían obtenido.
—¿Cuánto hay? —preguntó Cora.
El Rubio, por toda respuesta, indicó a Tito una salida en la circunvalación.
—Al llegar a la rotonda, no sigas hacia Las Palmas. Métete por la segunda.
Tito hizo lo que se le había indicado y tomó el camino a un restaurante de moda situado en una antigua casona señorial. Ese restaurante disponía de una amplia zona de aparcamientos, así que el Palmera pensó, algo sorprendido, que se dirigían allí. Pero, antes de llegar, el Rubio señaló hacia la izquierda y tomaron una pista de tierra que llevaba a ningún sitio. Allí, en un descampado al pie de la ladera que dominaba el lugar, Tito pudo al fin parar el coche.
El Rubio le pasó la bolsa y la linterna a Cora.
—Cuéntalo tú misma —dijo antes de empezar a quitarse el chándal.
Tito comprendió. Salió del coche y cogió su ropa, que había quedado hecha un ovillo en el portabultos.
Mientras Cora contaba, ellos fueron metiendo en una bolsa de basura los chándales, los escarpines, las mascarillas, las gafas, el bote de pintura. Y, al mismo tiempo, iban volviendo a ser dos individuos de mediana edad, completamente normales.
Acabada la metamorfosis, Tito Marichal regresó a su asiento. El Rubio se quedó en el de atrás, con la bolsa de basura a sus pies. Bajó la ventanilla y encendió, con fruición, un cigarrillo. Cora seguía contando.
Tito, con las manos inertes apoyadas sobre el volante, la miraba de reojo. No había pronunciado ni una sola palabra desde que subieran al coche.
—Casi te lo cargas —le dijo el Rubio—. Eso no fue profesional.
—Yo no soy un profesional, Rubio —repuso el Palmera. Luego encendió él también un cigarrillo y dio una primera y profunda bocanada—. Lo siento —rectificó—. Se me fue la mano.
El Rubio le concedió un silencio comprensivo.
Cora terminó de contar. Le devolvió la bolsa mostrándole unos ojos asombrados.
—En metálico, cuatro veinte.
—Eso mismo me salió a mí —confirmó el Rubio—. Cuatrocientos veinte mil.
Tito silbó.
—Eso son dos diez para mi amigo y dos diez a repartir.
—Setenta mil para cada uno —dijo Cora.
—Y están los relojes, el bolígrafo… Todo eso es de oro —comentó el Palmera.
Cora y el Rubio lo miraron estupefactos. No esperaban aquel arranque de ingenuidad.
—Eso es chatarra, tío —le dijo el Rubio—. Nos la llevamos para disimular.
—Un Rolex no es chatarra. Ese reloj puede costar siete mil euros, tranquilamente.
—En una joyería, Tito —protestó Cora—. Un perista no daría ni setecientos. Lo importante es el cash.
—Y hay mucho cash —concluyó el Rubio—. Además, el dinero no tiene nombre. El colorao es mejor que nos lo quitemos de encima lo antes posible.
—¿Y con esto, qué hacemos? —preguntó Cora mostrándoles el cedé que había extraído del sobre acolchado.
Era un disco compacto normal y corriente, metido en un sencillo estuche de plástico. No había nada escrito en el sobre, en el estuche o en la superficie del disco. Podía contener fotografías, música o vídeos pirateados. También podría ser que no contuviese ningún dato, pero lo habían sacado de una caja fuerte, así que su contenido tenía que ser importante.
—Eso nos lo quedamos. Y no lo mencionamos para nada. Ya veremos lo que tiene, pero si estaba donde estaba, por algo sería.
Esto lo dijo Tito y eso provocó nuevamente el asombro de Cora y del Rubio. Aunque, si antes el asombro era debido a la ingenuidad del Palmera, ahora se debía exactamente a lo contrario.
—Ahí le has dado… —lo celebró el Rubio.
Cora guardó el cedé en la guantera y preguntó:
—Bueno, ¿y ahora qué?
El Rubio dio un suspiro, antes de contestar:
—Lo primero, deshacernos del vestuario. Luego tenemos que hacer el reparto con el amigo de mi amigo.
—¿Te fías de él?
—Tanto como de un perro rabioso.
2
Rápidamente, trazaron una estrategia. El Rubio se puso al volante y se dirigieron al Puerto, a la calle Luis Morote, donde Tito tenía aparcado su coche. El Rubio paró en doble fila. Mientras Cora subía al Ford, Tito arrojó a un contenedor la bolsa de basura con los chándales y el resto del equipo. La calle estaba transitada por grupos de juerguistas de fin de semana. La concurrencia garantizaba el anonimato y, aunque no hubiera sido así, parecían simplemente tres farristas más que iban a buscar un coche para seguir de bares en otra zona. Antes de amanecer, aquellas cosas estarían ya en manos de alguno de los sintecho que rebuscaban cada noche entre los desperdicios, buscando cosas que se pudieran usar, comer o vender.
El Rubio, entretanto, envió un SMS a Felo y salieron hacia el sur.
Alrededor de las dos de la madrugada, abandonaron la autopista y tomaron salida al polígono industrial de Arinaga.
El primero era el Touran del Rubio. A unos metros, lo seguía el Ford Fiesta. Conducía Cora, que ocultaba sus cabellos verdes bajo un gorrito de lana que había sacado de su bolso. En el asiento del acompañante iba Tito, con la bolsa de deportes a sus pies.
El Rubio divisó los palés, el esqueleto del Simca, la furgoneta blanca en el centro del descampado con las puertas traseras abiertas y el tipo flaco sentado al borde de la caja con los pies apoyados en el parachoques; una postura demasiado despreocupada para resultar creíble. El monovolumen se internó en el solar hasta quedar a unos veinte metros de la furgoneta. El Ford apenas entró. Sus ruedas traseras permanecieron sobre el asfalto. Cora mantuvo el motor en marcha, mientras el Rubio se apeaba y se dirigía a la ventanilla de Tito. Una vez allí, apoyó las manos en el techo del vehículo y se inclinó hacia ellos. A través de la cazadora abierta, Cora y el Palmera distinguieron la empuñadura de la pistola encajada en su cinturón. Antes no se habían fijado en que parecía demasiado vieja para que fuera de juguete. El Rubio adivinó sus pensamientos.
—Pensé que para esta parte del bisnes era mejor una de verdad.
Compartieron un silencio inquieto. Lo rompió el Rubio, intentando tranquilizarlos:
—Es solo por si las moscas. Esto casi ya está. Voy para allá, Tito. Me aseguro de que todo está en orden, te vienes con la bolsa, contamos, repartimos… y cada uno por su lado.
3
Pepe Sanchís dormía en su sofá. Como casi siempre, se había tumbado a medianoche a ver una película, para dejarse vencer por el sueño. En algún momento, una tanda de anuncios haría subir el volumen y se despertaría lo suficiente para apagar la tele y arrastrar sus ciento veinte kilos hasta el dormitorio.
De pronto, le despertó la melodía de «La cucaracha», reproducida por su teléfono móvil. Sanchís, con disgusto, lo tomó de la mesita de centro que tenía ante sí y descolgó.
—¿Qué hay? —gruñó a modo de saludo.
—Perdona por llamarte tan tarde, pero no encuentro las llaves del coche.
Sanchís se incorporó hasta quedar sentado. Sus pies buscaban las pantuflas a tientas por el suelo. Miró la pantalla, para asegurarse de que era Larry quien le había dicho que había perdido las llaves del coche. Perder las llaves del coche era una de las peores cosas que le podían suceder a un testaferro.
—Ahora te llamo —dijo Sanchís antes de colgar.
Por fin dio con las pantuflas, se las calzó y fue a su estudio. Así, en pantuflas y calzoncillos, Sanchís era lo más parecido a un hipopótamo antropomorfo, salvo por el bigote bien cuidado y por el hecho de que los hipopótamos no tienen la frialdad del acero en la mirada.
En el estudio, Sanchís rebuscó en el cajón del escritorio, sacó otro teléfono móvil y, agobiando con su pesada humanidad la silla ergonómica, buscó el teléfono de L en la agenda.
—Diga —contestó Larry.
—¿Cuánto? —preguntó Sanchís.
El otro dudó un momento.
—Unos cuatrocientos… No, algo más… Veinte más. Cuatrocientos veinte mil. Eran dos y…
—¿Se llevaron algo más, aparte de la pasta?
—Algunas cosas mías y…
—A lo tuyo que le den por culo —lo interrumpió el Gordo—. Digo que si se llevaron algo más de lo nuestro.
Al otro lado de la línea se hizo un silencio penoso. Luego el otro respondió lacónicamente que sí, que algo más. Sanchís se llevó la mano libre a la frente, apoyó ese codo sobre la mesa y se apretó las sienes con el pulgar y el dedo corazón, presionando hasta el dolor.
—Está bien. Voy a informar a tu primo.
—Lo siento… —intentó decir Larry.
—Déjalo acostado. Cuelga ya, que últimamente das más lata que un hijo bobo, coño.
Tras decir esto, Sanchís cortó la comunicación sin despedirse. Buscó en la memoria del móvil un número que estaba guardado bajo la letra T y pulsó la tecla de llamada. El Turco se iba a cabrear aún más que él. Desde hacía algún tiempo, Gran Canaria no daba más que problemas. Hacía poco, habían perdido varias bolsas de hielo y, ahora, las llaves del coche. Seguramente, el Turco decidiría enviar a alguien para poner las cosas en su sitio. Y Sanchís sabía a quién le tocaría bailar aquella jota.
4
El Rubio avanzó hacia la furgoneta. No se apresuró, pero tampoco anduvo muy despacio. Lo hizo, eso sí, sintiendo cada terrón, cada mala hierba, cada piedra bajo sus zapatos. Caminaba lentamente, con las manos metidas en los bolsillos del pantalón y la cazadora abierta, de manera que Felo pudiera identificar la forma de la pistola.
Felo casi no había mudado la postura. Continuaba allí, jugueteando con algo negro que resultó ser un móvil y que dejó sobre el suelo de la Trade cuando el Rubio se aproximó a él.
La luz interior de la furgoneta se lo mostraba a contraluz, pero ya antes de que estuvieran frente a frente el Rubio supo que el individuo había enarbolado su sonrisa de calavera.
—¿Cómo fue la cosa, amigo?
—De puta madre. —El Rubio alargó la mirada hacia el fondo de la caja, completamente vacía. Junto a Felo, había algunos cabos de soga y una manta para proteger embalajes, doblada tras el hueco de la rueda trasera izquierda. Nada más. Ningún sitio donde pudiera esconderse nadie. Señaló hacia la parte delantera de la camioneta—. ¿Te importa?
El flaco le indicó el camino con la palma extendida.
—Cero problema.
El Rubio rodeó el vehículo comprobando que no había nadie en la cabina y volvió por el lado contrario.
—¿Y la pasta? —preguntó Felo.
—Ahora la trae el compañero —diciendo esto, el Rubio se apartó de la furgoneta y encendió un cigarrillo.
Felo observó cómo se abría la puerta derecha del Ford, cómo se apeaba un tipo enorme con una bolsa de deportes en la mano, cómo comenzaba a caminar hacia ellos. Después, bajando de la furgoneta, dio un paso hacia su izquierda.
—La verdad, socio, me extraña tanta desconfianza a estas alturas —dijo, señalando la pistola encajada en el cinturón del otro—. No me esperaba que fueras a traerte una cacharra y todo.
El Rubio se aproximó a él, acariciando la culata del arma.
—Ah, esto… No te preocupes. No es por ti. Me la traigo puesta de casa. Si fuera fontanero, llevaría una llave de perro. En cuanto a lo otro, lo de mirar en la furgona, puro protocolo. ¿Quién te dice a ti que no hay alguien por ahí golijiniando? ¿O peor: intentando jodernos?
—Yo ya miré al llegar.
—Ya. Pero cuatro ojos ven más que dos.
El Palmera llegó hasta ellos y saludó a Felo con una inclinación de cabeza antes de entregar la bolsa al Rubio. Este la abrió y la puso sobre el suelo de la Nissan Trade.
—Cuéntalo. Te vas a llevar una alegría. Por nuestras cuentas, son cuatro veinte. Dos diez para ustedes, dos diez para nosotros. Y, en el fondo, hay un par de regalitos. Colorado, sobre todo.
Felo sacó el estuche y, abriéndolo, mostró el Rolex.
—Menudo peluco guapo —dijo. Después comenzó a contar fajo por fajo. Extrajo la mitad y la dejó sobre la chapa, entre la bolsa y la manta, sobre la cual había apoyado la mano izquierda.
—Entonces, esto es de ustedes y esto es lo que hay que darle al Júnior.
El Rubio iba a responderle, pero lo paró en seco una punzada de desconfianza. No podía ser que todo fuera bien y que Felo acabara de mencionar a Júnior delante de Tito. O era gilipollas o se estaba pasando de listo. El aire a su alrededor comenzó a oler a mierda, pero apenas tuvo tiempo de reaccionar, porque entonces escuchó rugir un motor y todo comenzó a suceder rápidamente, como suceden todas las cosas horribles.
5
Observaron cómo el Rubio avanzaba hacia la furgoneta.
—Parece que está solo —dijo Tito.
Cora negó con la cabeza:
—Eso parece, pero no te fíes. —Le puso una mano sobre la rodilla—. Ten cuidado, Tito. Todo este misterio no estaba en el guión. Si pasa algo, que el Rubio se busque la vida, que para eso es su palo. Pero tú no te hagas el Rambo.
Tito Marichal no halló nada que decir. Aquella preocupación de Cora casi le hizo sentir ternura.
Ahora ya no veían al Rubio. Había desaparecido al otro lado de la furgoneta.
—A partir de mañana quiero tener una vida digna. —Tito hablaba mirando al frente, hacia la furgoneta iluminada ante la cual se adivinaba la presencia del individuo delgado y poco fiable—. Quiero dedicarme a vivir tranquilo, a trabajar y a disfrutar de mis nietos. Y, si puede ser, quiero que tú andes por aquí cerca.
Cora no contestó. Porque no estaba segura de si ese era el tipo de vida que deseaba y, sobre todo, porque no quería ofrecer a Tito algo que no podría darle.
No se vio obligada a contestar: el Rubio reapareció junto a Felo, se apartó un poco y encendió un cigarrillo. Esa era la señal. Sin embargo, antes de que Tito saliera del auto, lo atrajo hacia sí y lo besó.
—Ten cuidado —insistió.
Él dijo que sí con la cabeza.
Lo vio ir hacia la camioneta como antes había visto al Rubio. Los tres hombres, una vez reunidos, se movieron poco. Formaron un triángulo equilátero del cual, desde su perspectiva, Tito era el vértice central.
Ella mantenía el motor en marcha. Todo parecía ir bien. A Cora se le ocurrió que se habían pasado con las precauciones, que aquella lagartija era incapaz de intentar algo contra gente de la envergadura de Tito y el Rubio. No obstante, todo iba demasiado bien. El canijo no podía haber ido solo al encuentro. Al menos, ella, en su lugar, no lo hubiera hecho.
Atisbó más allá, a la penumbra, a una docena de metros por delante de la furgoneta, hacia la derecha, y observó la zona en la que estaban los palés y la carrocería abandonada, buscando no sabía exactamente qué, pero, en todo caso, algo que no debiera estar allí.
Y entonces lo vio. Al principio era solo una sombra, moviéndose muy despacio. Después fue adivinando en ella al tipo atlético, probablemente en camisilla y pantalón de chándal, avanzando agachado, casi a cuatro patas, con algo alargado y oscuro entre las manos. Podía ser un garrote o un trozo de tubería. O algo más peligroso.
Para cuando la identificó, la sombra ya había recorrido el flanco de las ruinas del Simca y seguía camino hacia la Trade. Estaba ahora a campo abierto pero la puerta del furgón impediría que Tito y el Rubio pudieran verlo antes de que lo tuvieran encima.
Si tocaba el claxon o les picaba las luces, el tipo se daría cuenta y correría hasta ellos, sorprendiéndolos igualmente.
Casi pudo escuchar cómo la adrenalina era inyectada en sus venas de golpe, semejante a una tromba de agua, a una riada de supervivencia. Los sentidos se le aguzaron repentinamente, su cerebro realizó varios cálculos simultáneos y, de pronto, unos segundos después de haber visto la sombra de aquel hombre que no debía estar allí, metió una marcha, soltó el pedal del freno y arrancó hacia él, acelerando al máximo.
El Ford alcanzó velocidad, pasó junto al sorprendido trío de la Nissan, lo dejó atrás y se abalanzó sobre el tipo de la camisilla, quien se incorporó dudando entre lanzarse hacia atrás o disparar al Ford Fiesta con lo que resultó ser, a la luz de los faros, una escopeta de caza. Y fue esa duda lo que provocó que, finalmente, no tuviese tiempo de hacer ni una cosa ni otra antes de que el automóvil lo embistiera con la fuerza de un búfalo, haciéndolo saltar por los aires. La escopeta, amartillada, fue a caer con el cañón hacia arriba y se disparó justo al mismo tiempo que el cuerpo del individuo se estrellaba contra el suelo con un golpe seco. El estruendo del tiro sobresaltó a Cora, ocupada en frenar antes de estamparse contra el muro de la nave de al lado, pero logró dominar el vehículo.
Por el retrovisor, vio al tipo, que intentaba levantarse. No se lo pensó dos veces: dio marcha atrás a toda velocidad e hizo que las dos ruedas del lado derecho pasaran sobre él.
6
Todas las cosas horribles suceden rápidamente. El Rubio no llegó a responder a Felo porque escuchó cómo el Ford Fiesta arrancaba y, a toda velocidad, los rebasaba.
Los tres se volvieron instintivamente hacia allá. Escucharon el golpe, el estruendo de un disparo de escopeta ocultando (eso no lo sabían) el impacto de un hombre contra el suelo. Tito y el Rubio, con un acto reflejo, se agacharon. De repente, pensaron exactamente lo mismo y se volvieron hacia Felo. Pero Felo no había hecho caso a sus reflejos; Felo era frío como los pies de un muerto y prefirió acabar con lo que había empezado: de debajo de la manta había extraído una pistola con empuñadura y alza ergonómica. Era, evidentemente, una pistola de tiro deportivo. Pero eso no importaba. Lo importante era que se trataba de una pistola de las que hacen pupa y que Felo no solo compartía con las lagartijas la apariencia, sino también la agilidad. Lo supieron cuando, aprovechando que al agacharse había quedado en desventaja, le dio un culatazo en la cabeza a Tito, que era quien estaba más cerca de él, y quedó, con el mismo movimiento, encañonando al Rubio. Este vio la embocadura del cañón. Parecía una pistola de juguete, pero no lo era. Él ya había sacado la Star, pero no tuvo tiempo de amartillarla. Justo cuando Cora pasaba, marcha atrás, sobre el cuerpo del Garepa, Felo apretó el gatillo.
El disparo produjo un ruido seco, poco más que el chisguete apetardado de una escopeta de feria. El Rubio cayó de rodillas, apoyándose en el parachoques con la mano derecha, que empuñaba el arma. La bala le había impactado en el lado izquierdo de la garganta y con esa misma mano presionó la herida, intentando inútilmente contener el caudaloso río de sangre. Mientras tanto, sus ojos probaban a fijar la vista, agrandándose a medida que iban tornándose paulatinamente más opacos.
Felo se enfrentó a aquella mirada durante un instante. Inmediatamente después se percató de que la diestra del Rubio intentaba alzarse para apuntarle y, a la misma vez, el grandullón comenzaba a reponerse del golpe. Así pues, decidió que ya estaba bien: apuntó a la frente del Rubio y volvió a disparar.
El Rubio cayó hacia atrás. Su nuca golpeó la parte inferior de la puerta antes de que quedara tendido con los pies estirados.
Felo prosiguió con la tarea y apuntó al otro tipo. O, más bien, intentó hacerlo, porque, justo entonces, un fuego helado le atravesó, como un relámpago, las ingles. Lo inmovilizó un dolor lacerante proveniente de su muslo derecho, y, casi al mismo tiempo, notó un líquido espeso y caliente empapándole los pantalones. Pensó que se había meado, pero no. Lo que ocurría es que aquel hijo de puta había sido más rápido que él. Le había dado una cuchillada en la femoral. Lo supo cuando lo vio alzarse rápidamente, empuñando un cuchillo de combate.
Pocas certezas más llegaría a tener Felo. La primera, que el Palmera lo había aferrado por debajo de la axila del brazo con que portaba el arma, impidiéndole dispararle. La segunda, que la mano derecha del hombretón lanzaba otra puñalada, esta directa al centro del pecho, con tal fuerza que le perforaría el corazón. La tercera, que el Garepa estaba muerto, como lo estaría él mismo dentro de un momento, y que, para un trabajo como ese, jamás debió de contar con él.
7
Algo salvaje y frío, como un depredador hambriento, se había despertado en el fondo de Tito Marichal. Lo había hecho de pronto, sin que él mismo se lo propusiera. Era algo que estaba allí desde hacía años. Casi lo había olvidado, pero allí estaba. Quizá era eso lo que había adivinado en él el Rubio, lo que había hecho que contara precisamente con él para este asunto, aunque de poco provecho le había servido.
Ese depredador sabía que ambas cuchilladas eran mortales de necesidad. La primera, en pocos minutos. La segunda, de forma instantánea. Aun así, no soltó a Felo hasta que todo su cuerpo no se hubo aflojado, hasta que sus ojos no se tornaron vidriosos, e, incluso entonces, le quitó la pistola de la mano y la depositó sobre el suelo de la furgoneta antes de dejarlo caer a su suerte.
Todavía dedicó unos segundos a asegurarse de que el cadáver, caído en posición fetal sobre un charco de sangre, quedaba completamente inmóvil.
Luego centró su atención en el Rubio. No podía hacerse nada por él. Los sesos esparcidos por la puerta de la Trade se lo indicaron antes de que se agachara a comprobarlo. No quiso fijarse demasiado en su rostro, macilento y desencajado por la llegada de la muerte. Y no quiso lamentar su muerte. Ya lo lloraría más tarde. El hedor acre de la sangre lo invadió y tuvo una arcada, pero consiguió reprimirla. Tampoco era momento para el vómito. Lo que ahora tocaba era enfundar el cuchillo, tomar la pistola que el Rubio no había logrado disparar y amartillarla.
El Rubio no estaba; tenía que pensar por su cuenta. Las cosas se habían torcido. No sabía qué iba a ocurrir, pero si se torcían aún más le convendría tener a mano algo con lo que defenderse o, al menos, con lo que intimidar a quien cojones hubiera disparado lo que debía de ser una escopeta.
Haciendo puntería hacia la oscuridad, corrió hasta el coche, donde Cora, al volante, permanecía inmóvil. Temblaba, completamente lívida. Le preguntó si estaba bien.
—Acojonada, Tito. Cagada de miedo.
—¿Qué pasó?
—Vi a un tío que iba para allá. Tenía una escopeta. Estaba escondido allí atrás —explicó Cora señalando al coche abandonado.
Tito miró a su alrededor. Vio el bulto tirado en el suelo, iluminado por los faros del coche. Y, de pronto, pensó en la posibilidad de que aquellos dos no estuvieran solos.
—Espera aquí —le dijo a Cora.
Apuntando hacia delante, avanzó rápidamente, pero con cuidado, hasta la carrocería. Después, con igual cuidado, la rodeó. Por suerte, no vio a nadie más.
Se inclinó sobre el guiñapo en el que Cora había convertido al pelao de la escopeta. Le vio el rostro, lleno de ese tipo de maldad que solo un par de décadas de ignorancia pueden llegar a producir. También le vio el tatuaje recorriéndole el cuello, la camisa embarrada de tierra y sangre, el chándal hecho jirones entre los cuales atisbó la fractura abierta en la tibia. Con mezquindad, le escupió mentalmente: «Menos mal que estás muerto, porque esto te hubiera dolido de cojones».
Al alzar la vista, vio la figura de Cora. Se había acercado, pero permanecía parada a un par de metros. El asco o el miedo la impedían avanzar.
—¿Qué vamos a hacer?
Tito, o el depredador que se había despertado en Tito, tomó las riendas.