Los honrados defensores de la ley
1
—Para empezar, necesito que me digas lo que puedes averiguar sobre esto —dijo el Gordo, dándole el recorte de periódico por encima del plato de sashimi que acababan de servirles. Habían elegido la mesa más discreta del local: la del último rincón del rectángulo acristalado que un día había sido la zona de fumadores del restaurante japonés.
Después de que Sanchís le entregara los obsequios para la familia (ahora descansaban en una de las sillas libres) y de ordenar los platos, Beltrán había sido quien había pedido que entraran en materia.
Paco Beltrán había acudido a la cita en playeras, vestido con unas bermudas color caqui y un polo de imitación Lacoste en un rojo desgastado por los lavados. Sanchís, como de costumbre, había obviado su aspecto deplorable. A Beltrán, los años le habían ido aumentando la frente, que ganaba terreno a su cabello entrecano; también le habían aflojado la piel bajo el mentón, le habían puesto bolsas en sus acuosos ojos marrones y le habían ido acumulando grasa en el abdomen hasta formar una barriga cervecera que daba un aspecto poco saludable a su cuerpo enteco. Esa barriga fue la que se rascó varias veces al tiempo que leía la noticia del recorte, antes de anunciar:
—Después de comer me paso por comisaría y les hago una visita a los de la Brigada.
—¿Tienes a alguien allí?
—Onésimo.
Sanchís mostró su sorpresa.
—¡Coño! ¿Onésimo sigue en el cuerpo?
—Que si sigue: inspector jefe, nada menos. Pero no hizo la oposición: antigüedad selectiva. Yo estaría igual, si no hubiéramos tenido aquel resbalón.
—No te quejes. Mira cómo me fue a mí.
—Joder, pues eso: viéndote, a veces pienso que igual me hubiera ido mejor —dijo Beltrán, haciendo un aspaviento, antes de tomar un trago de vino con el que quitarse el mal sabor de aquella idea tan melancólica—. Bueno, volviendo al tema, ¿tú crees que tiene algo que ver?
—Al Larry le quitaron un Rolex. ¿Cuántos Rolex roban aquí cada viernes? —No esperó la respuesta, bastante evidente—. La cosa está clara: esos tres estaban en el asunto.
—Pero el dinero no estaba allí…
—Exactamente. Así que no nos queda otra: hay un cuarto tipo, que se pasó por la piedra a estos y salió corriendo con todo el pastel.
—O un cuarto y un quinto —aventuró Beltrán.
—O un cuarto, un quinto y un sexto. Yo quiero pensar que es un solo tipo, pero, para el caso, es lo mismo. El tema es que hay por ahí alguien con cuatrocientos y pico mil euros del Turco en billetes surtidos y un cedé de ordenador con datos que podrían hacer caer a mucha gente. Tengo que moverme rápido para dar con quienquiera que sea antes de que se haga humo con todo el percal.
—Mover esa cantidad en billetes no es fácil. Y esto es una isla…
—Esa es la única ventaja con la que cuento.
—¿Qué necesitas saber exactamente?
—El historial completo de los tres fiambres —dijo Sanchís tomando con los palillos un trozo de salmón y sumergiéndolo en su cuenco de salsa de soja con wasabi—. Si se dedicaban al trapicheo por aquí, seguramente podrás acceder a las fichas. —Se aseguró bien de que el salmón se había empapado completamente de soja y lo puso en su plato—. Puede que hasta conozcas a alguno. Quiénes eran, a qué se dedicaban, con quién se relacionaban… También me ayudará tener una relación de los objetos que se encontraron en el escenario, sobre todo si uno de esos objetos es un cedé. A estas alturas, me tiene más preocupado el puto disco que el dinero —concluyó, volviendo a tomar el indefenso trozo de salmón e introduciéndolo entre sus fauces.
2
Tito aguardaba pacientemente, mirando por la ventana el mar encabritado que golpeaba el pedregal de la costa de San Cristóbal. El cielo continuaba plúmbeo y gris. La temperatura y la humedad no descendían. A esa hora del mediodía, ya los surfistas se habían marchado a comer. Tan solo algún pescador continuaba allá, echando un último lance antes del almuerzo. En el paseo que bordeaba el barrio de casitas terreras se veía a familias o grupos de amigos que intentaban encontrar sitio en alguno de los restaurantes del barrio Marinero, sitios sencillos con mesas de plástico que servían pescado frito y cerveza fresca junto al mar. Alguien, un poco más allá, hacia el final del vecindario, volaba una cometa sobre los acantilados.
Desde el salón, llegaban las voces y las risas de Cora y de Néstor, que parecían haber hecho buenas migas. Tras traerles café y decidir que se quedarían a comer (casi fue una imposición de Néstor, que pensaba preparar lo que él llamaba su «cuscús especial»), habían regresado allá, porque tenían, al parecer, muchas cosas que contarse. A Tito le gustaba ver a Cora así, divertida con los comentarios y halagada con los piropos de Néstor. Volvía a ser la mujer que no era perseguida por nadie, que a nadie temía. Y él volvía a quererla.
A su espalda, escuchó cómo Plácido echaba la silla hacia atrás y se levantaba. Se volvió y lo interrogó con la mirada. Plácido dio un bufido.
—¿Y bien? —preguntó el Palmera.
—Lo que tienes aquí parece un lío del carajo, pero es más sencillo de lo que parece.
Tito fue hasta la mesa, se situó a su lado para compartir la visión de la pantalla del ordenador. Plácido señaló una de las columnas de la hoja de cálculo.
—Hay archivos como este, semestre por semestre, desde el 2006. Esto de aquí, son asientos. Esto otro, debe de significar algún tipo de devoluciones, sin intereses. Las iniciales que marcan cada fila representan, seguramente, empresas o particulares. Fíjate en las fechas de diferencia entre el asiento y la devolución.
Tito se fijó, pero no entendió nada. Plácido mostró el mismo gesto de satisfacción que cuando el Palmera caía imprudentemente en una celada.
—A ver, melón: el que lleva esta contabilidad, le entrega periódicamente cantidades bastante jugosas a estas empresas. Y, justo un mes después, las empresas lo ingresan en estas cuentas de aquí. Casi exactamente las mismas cantidades que entran. Y eso no es lo único raro —añadió, abriendo otro archivo—. Fíjate en esto: es una lista de cuentas corrientes. Hay cuentas en bancos de tres o cuatro países, pero la mayoría son de Belice y Granada. El país —aclaró—, no donde está la Alhambra…
Tito asintió. Eso sí lo había entendido.
—Paraísos fiscales…
—Eso es —dijo Plácido, volviendo a sentarse, encendiendo un cigarrillo, echándose hacia atrás en la silla—. Así que, o mucho me equivoco, o el dueño de este disco se dedica a meter dinero en empresas, seguramente haciendo facturas infladas. Y luego estas empresas, pasadas un par de semanas, cogen la pasta y la ingresan en el extranjero. ¿Puede ser algo así? ¿Se dedican a blanquear capitales?
—Seguro que es algo así. —Tito examinó las siglas supuestamente correspondientes a los destinatarios del dinero. Leyó algunas en voz alta—: CHEH, MDSA, K3, SIIG. ¿Qué coño de empresas serán?
—Vete a saber. Además, habría que tener claro si son de la provincia, nacionales o de otros países. Y, por otro lado, el nombre comercial de las empresas no siempre se corresponde con el nombre con el que están inscritas.
Ahora fue Tito quien señaló la pantalla:
—Hay una que sí: K3. Te juego lo que quieras a que es Kámara3. Catering y suministros de hostelería.
—¿Aquí, en Las Palmas?
—Ajá. —Tito tomó asiento en la silla que normalmente ocupaba cuando jugaban al ajedrez.
—Supongo que esta semana nos quedamos sin partida… —comentó Plácido, ajustándose las gafas. Cuando Tito asintió, absorto, contemplando el tablero, el anfitrión preguntó—: ¿Cuándo me vas a explicar en qué andas metido?
—Mejor que no sepas nada, Plácido.
Quizá el Palmera tuviera razón y fuera conveniente no saber más. Pero se había presentado allí un domingo, con una mochila, su ordenador portátil y una Isabella Rossellini (como la había llamado Néstor para elogiarle el atractivo) pidiéndole ayuda para interpretar el galimatías que contenía aquel cedé. Además, había venido con un golpe en la cabeza (cuando lo interrogó sobre eso, dijo que había tenido un accidente, que el coche iba camino del taller). No podía pretender que Plácido no insistiera en enterarse de lo que estaba pasando. Así que Plácido insistió, porque su curiosidad de maduro abúlico que imaginaba en Tito a un hombre de acción necesitaba ser saciada.
Tito volvió a negarse. Ni siquiera lo hizo verbalmente. Simplemente, su cabeza se movió con lentitud de izquierda a derecha, mientras sus ojos cortaban el aire que lo separaba de él.
—Solo puedo decirte que ando en medio de un follón. Me metí en un asunto sucio, Plácido. Quería conseguir pasta para lo de la cafetería y me metí en algo que me viene grande.
—¿Te has dedicado a traficar con droga? —lo interrogó Plácido, sorprendido ante su propia sospecha.
Tito hizo un mohín.
—¿Con droga? No, qué va. Estoy viejito para meterme a traficante —dijo, levantándose—. ¿Me dejas que entre un momento en Internet?
—Todo tuyo —invitó Plácido, cediéndole el puesto. Luego, mientras Tito abría una página web de búsqueda de hoteles, se quedó en pie a su lado y le preguntó—: Oye, si necesitas dinero, tengo…
Tito soltó una carcajada.
—No, gracias, Plácido. Ahora mismo tengo de sobra.
—Entiendo. —Plácido hizo una pausa, asumiendo lo que Tito acababa de decir, reparando en la página que consultaba ahora—. ¿Y un sitio donde quedarte? Aquí hay espacio de sobra. La habitación de mi madre…
Tito le puso la mano en el antebrazo, reconfortándolo:
—Gracias, Plácido. Pero, con lo que has hecho hoy, tengo ayuda de sobra. No puedo meterte en este lío. Cuando nos vayamos luego, olvídate de todo esto.
Plácido se rio y Tito, extrañado, le preguntó de qué se reía.
—De una cosa que leí ayer sobre el olvido. Era algo así como que olvidar no es algo que uno haga, sino algo que sucede.
Tito Manchal no estaba para filosofías. Continuó buscando en Internet. Plácido ocupó el lugar que antes había ocupado él junto a la ventana y comenzó a hablar a media voz, como si lo hiciera para sí.
—Puede que tú no te des cuenta, pero eres el único amigo que tengo. Quiero decir, amigos de verdad. Conocidos tengo muchos. Pero amigos, gente con la que pueda contar, solo te tengo a ti.
—Tienes a Néstor —dijo Tito, sin apartar los ojos de la pantalla. Acababa de encontrar lo que andaba buscando: un buen hotel en la isla, pero alejado de la ciudad o de cualquier otro sitio donde Júnior pudiera encontrarlos. Sin embargo, no inició el cuestionario para hacer una reserva; sus sentidos estaban en lo que Plácido decía.
—Néstor es otra cosa. Me alegra la vida, pero es otra cosa. Los amores se acaban. Siempre se acaban. Me ha pasado otras veces. Pero un amigo es para toda la vida. Así que no me gustaría saber que he podido ayudarte en algo más y que no lo he hecho.
Dando un suspiro, Tito Marichal giró la silla hacia Plácido, quien también se volvió hacia él.
—Está bien: hay algo que sí podrías hacer por mí. —Con la mirada, Plácido lo animó a continuar hablando—. Me vendría bien que hicieras una copia del cedé y que la guardaras a buen recaudo.
—De acuerdo.
—Si te enteras de que me ha ocurrido algo, o si la semana que viene no sabes nada de mí, hazla pública.
—¿El periódico?
—El periódico, la tele… —pensó un momento, antes de añadir—: Y la policía. Sobre todo la policía. Pero asegúrate bien de que cae en las manos adecuadas y de que lo haces de forma anónima. Si no, se te van a echar encima.
Plácido asintió con resolución.
—Cuenta con eso. Te prometo que si te pasa algo, todo el mundo va a enterarse de lo que hay en ese disco.
Durante unos segundos, compartieron el silencio. Luego, Plácido lo rompió para comentar que aquello parecía una película de espías y ambos estallaron en una misma carcajada. Esta ya se extinguía cuando Tito le dijo a Plácido:
—Pues espera a que te diga el otro favor que se me ha ocurrido pedirte.
3
En el ordenador de su despacho, el Turco abrió el correo electrónico que Sanchís acababa de enviarle y abrió el enlace que figuraba en el cuerpo del texto. No le extrañó que el correo no contuviese asunto ni cualquier otro texto. Solo el enlace. Hablando de Sanchís, la discreción era la marca de la casa.
El enlace llevaba a la noticia de un periódico de Las Palmas. Llamó al Gordo por la línea segura.
—¿Lo has leído? —preguntó Sanchís nada más descolgar.
—Sí. Explícame el tema.
—El tema es que esto puede tener relación con lo que hablábamos… Hay que ver cómo está el mundo, ¿eh? Los delincuentes campan a sus anchas y los hombres justos no pueden hacer otra cosa que esperar.
—¿Esperar a qué?
—A que los honrados defensores de la ley hagan su trabajo.
—¿Y lo están haciendo?
—Acabo de almorzar con ellos. Ahora mismo están en comisaría.
—¿Y tú?
—En el hotel, esperando a que vuelvan.
El Turco volvió a echar un vistazo rápido a la pantalla, al párrafo donde se especificaban los nombres de pila y las iniciales de los apellidos de las víctimas. Sanchís pareció adivinarle el pensamiento.
—Mi teoría es que hay un cuarto hombre.
—¿Como en la película?
—El de la película era el tercer hombre. Pero sí, más o menos, sí. Y ese cuarto hombre, o es de la casa o conoce a alguien de la casa.
—Vale. Mantenme informado.
—Se dijo.
Después de colgar, el Turco fue al salón. La niña estaba en su cuarto, haciendo una siesta que se prolongaba. Tal vez estuviera despierta, mirando al techo en la serenidad del domingo por la tarde, imaginando cuentos. Era una niña con mucha imaginación. Eso le gustaba.
Reme estaba tumbada en el sofá, viendo un documental sobre una banda de mangostas rayadas. Miralles se sentó en el extremo contrario, se puso los pies descalzos de ella sobre el regazo y comenzó a darles un suave masaje.
—¿Algo nuevo? —dijo ella sin retirar la vista del televisor, donde dos hembras adultas seguían a un grupo del que no querían separarse. Una voz en off explicaba que cuando el grupo era demasiado grande, algunas hembras eran expulsadas.
—Poco. Alguien de dentro nos ha hecho una jugada. —Ella acogió la información con el desinterés de quien ya sabía lo que acaban de decirle. Continuó mirando en la pantalla cómo dos hembras y un macho del grupo agredían a las hembras expulsadas, para alejarlas de la manada—. ¿Pudiste hacer todas las transferencias?
—Casi todas. Hay un par de bancos que tendré que visitar en persona.
—Joder.
—Pero voy a esperar a que vuelva toda la pasta que hay en Canarias. Será lo mejor. Así hago el vaciado completo.
Ahora había en la pantalla primeros planos de crías que jugaban en la hierba.
—Entonces, ¿cuándo vas a viajar? —preguntó el Turco.
Reme se incorporó a medias para mirarlo, con la expresión de quien mira a un imbécil.
—Pues cuando vuelva la pasta. Si es el martes, el martes. Si es el jueves, el jueves.
Volvió a tumbarse, a fijar la atención en la caja tonta, donde ahora las mangostas habían echado a correr a toda velocidad, cerrando filas en torno a las crías. El contraplano de un ave rapaz (seguramente un águila) explicaba la huida.
—¿Te llevarás a la niña?
—Supongo que sí.
El Turco guardó silencio. El carácter acerado de Remedios, sus frialdades, sus silencios solían desconcertarlo, pero lo aceptaba como un mal menor. Por lo demás, no podía quejarse. Reme no solo continuaba siendo una belleza, una madre estupenda, un ama de casa que erradicaba toda preocupación doméstica. Además era su cerebro administrativo. Era ella quien decía lo que debía hacerse con el dinero y cómo debía de hacerse para que estuviera siempre a salvo. Tener a su lado una contable tan eficaz y, al mismo tiempo, de tanta confianza (su propia mujer), era un lujo que pocos podían permitirse. Así que no le importaban esos momentos de mal humor, esa tendencia al laconismo, esa actitud de quien se sabe más capaz para ciertos asuntos que las personas que tiene alrededor. Por otro lado, sabía que podía resultar igualmente encantadora. Como lo era en este mismo instante, al volverse boca arriba y mirarlo con ansia a los ojos y decirle a media voz tras dar un suspiro:
—Sé de otros sitios de mi cuerpo que también agradecerían un masaje.
4
Decidieron que lo mejor sería que Beltrán subiera a la habitación del Gordo. Se sentaron junto a la ventana, en torno a una mesita redonda. El policía sacó un bloc de notas y lo abrió, pero, antes de comenzar a contarle a Sanchís lo que había averiguado, se quedó mirando a través del amplio ventanal, a la avenida Marítima, al mar, al lejano Puerto, a los espectaculares buques que se distribuían a lo largo de la costa haciendo turno para atracar. Una vela latina entrenaba en la bahía y, en ese momento, rebasaba la altura del hotel con rumbo sur. A Beltrán, aunque desde que vivía allí intentaba ahogarlo para mimetizarse con el paisaje, le salió el godo que llevaba dentro:
—Qué pedazo de vistas, chaval.
El Gordo dio unos golpecitos con el índice sobre la mesa.
—Al grano, Paco, no te me disperses.
—Está bien —se resignó el otro, disponiéndose a consultar sus notas—. De entrada te digo que en el inventario no figura ningún disco de datos. —Sanchís mostró su contrariedad con chasquido de lengua, mirada al techo y suspiro posterior—. Por lo demás, la cosa es así: tenemos tres fiambres: uno joven, de veintidós años, llamado… Jonay Pérez Santana, por mal nombre el Garepa. Entraba y salía constantemente por cosas pequeñas: hurto mayor, robo, posesión, agresión… Un mataíllo de barrio. A este lo machacaron bien: además de golpes y quemaduras por abrasión, múltiples fracturas en extremidades y torso y hemorragia interna. Pero la causa de la muerte es una fractura craneal abierta con pérdida de masa encefálica.
—Copón —exclamó el Gordo.
—Parece que lo atropellaron y después le pasaron varias veces por encima, para asegurarse. Después tenemos a Carlos Ortiz Caparros, que era, por más señas, el legítimo propietario del Volkswagen Touran que apareció allí también, concretamente encima del amigo Jonay. Lo de Ortiz Caparros tiene tela, después te comento. Pero vamos primero a lo que vamos: a este le pegaron un tiro en la garganta para empezar, y luego, otro en la frente, con orificio de salida en la nuca. Un 22 largo. Pero fíjate: por el ángulo, el tipo estaba arrodillado y el homicida, en pie. Fue desde muy cerca, a quemarropa. O sea, una ejecución. El arma estaba en el escenario… —Beltrán consultó sus notas—. Una pistola Hämmerli, de tiro olímpico. Por cierto, el propietario es un pijo de Arucas. Denunció el robo el año pasado. Le desvalijaron la casa… Ah, antes de que se me olvide: también había por allí, por el suelo, una escopeta de caza. Una Lig paralela, del 12. Tenía limados los números de serie, pero seguro que también es robada. En la isla hay muchas, porque son baratas. Aquí hay pasión por lo de los conejos. En cuanto se abre la veda, no hay manera de irse al campo sin…
—Al grano, Paco, que se nos hace de noche —apremió Sanchís, aburrido de la digresión cinegética.
—Está bien, cascarrabias —rezongó Beltrán—. Bueno, la Lig llegaron a dispararla y tenía las huellas del atropelladito, o sea, que seguramente se lo había buscado.
—¿Y el tercero?
—El tercero era José Rafael Hernández Rodríguez, de cuarenta y dos años. Lo llamaban Felo. Un viejo conocido. Yo mismo lo detuve una vez.
—¿Por?
—Agresión con arma blanca. Al final no se le pudo probar nada. Pero, el que a hierro mata, a hierro muere, y nunca mejor dicho, porque a este le acuchillaron la femoral y luego le apuñalaron el corazón con un cuchillo de longitud media.
—¿Quién?
—Pues, si fuéramos más idiotas, podríamos pensar que fue el tal Ortiz Caparros, porque junto a él, y con sus huellas, había una navaja de esas grandes que usan los pescadores. En el portabultos del coche tenía, por cierto, aparejos de pesca.
—¿Y si fuéramos menos idiotas?
—Entonces nos preguntaríamos cómo, con un tiro en la garganta, fue capaz de darle dos puñaladas a Felo mientras este le pegaba otro tiro en la cabeza. Porque, se me había olvidado decírtelo, la Hämmerli tenía las huellas de Felo y la prueba de Hoffman ha dado positivo, así que tuvo que ser Felo quien le dio el pasaporte.
—Vale. Antes de que sigas, dime una cosa: ¿por qué me decías que el Ortiz ese tenía tela?
Beltrán pareció alegrarse con la pregunta.
—Carlos Ortiz Caparros. Alias el Rubio. Era jefe de seguridad en un hotel del sur. Casado y, al parecer, un tipo serio. Pero tenía un pasado. Nacido en Cádiz pero criado en Cartagena. Vivió en Tánger, en Badajoz, en Pontevedra, en Madrid y en La Línea de la Concepción.
—¿Cuánto medía? —le preguntó de pronto Sanchís. A Beltrán la pregunta lo pilló por sorpresa. Sanchís la repitió—: ¿Era alto?
Beltrán consultó sus notas. Había olvidado apuntar las características físicas. No les había dado importancia. Finalmente, le pareció recordar que en el informe se consignaba que uno setenta y tantos.
—¿Eso es importante?
—Puede que lo sea —se limitó a decir el Gordo—. Sigue.
—Bueno —repuso Beltrán, intentando retomar el hilo—. Pues, vamos a ver… Tengo un colega destinado en La Línea, así que le di un telefonazo. Se acordaba perfectamente de él. En Gibraltar había sido lugarteniente del Yuyo, uno que se les escapaba continuamente hasta que el año pasado alguien le dio el finiquito. Los rusos, se sospecha.
—Un profesional —resumió Sanchís, antes de que a Beltrán le diera por comenzar a perorar acerca de las bandas de Europa del Este.
—Lo era o, al menos, lo había sido. Aquí se puso a trabajar en Seguridad Ceys. Lo destinaron, sobre todo, a hoteles. Ahí comenzó a hacer contactos y ascendió en el escalafón. Hasta que le pegaron el tiro en la frente, era jefe de seguridad en el hotel Marqués, un megahotelazo del sur. Al Rubio nunca se le probó nada, pero fue un punto de los duros: trata de blancas, tráfico de drogas y probablemente de armas. Pero, en lo que debía de ser un fiera, según mi colega, era asaltando chalés. —Beltrán hizo una pausa teatral y apuntó con el dedo al Gordo—. Ese es tu hombre, Pepe. Ese es.
Sanchís se rascó la barbilla. Las carnes del mentón se removieron como las aguas de una bañera de hidromasaje. Después, su mano ascendió hasta su bigote y se dedicó a acariciarlo con fruición, mientras su cerebro intentaba encajar las piezas del puzle.
—Vamos a ver: en principio, podría parecer que se habían citado para un intercambio.
—El tal Jonay hace mejor pareja con Felo que con un profesional —apuntó Beltrán.
—Cierto. Y un palo como el de casa de Larry parece más cosa del jefe de seguridad que de los dos choricillos. Por lo tanto, Ortiz da el palo y va a reunirse con Felo y con Jonay. Pero resulta que Jonay está esperando al Rubio con una escopeta de dos cañones. Y al Rubio le parece buena idea triturarlo con el coche.
—Sí —dijo Beltrán con ironía—. Y después de aparcarle el coche encima un par de veces, se va al portabultos, busca la navaja, llega donde Felo (que, por cierto, se ha estado quietecito mientras él venía), se arrodilla, deja que Felo le pegue un tiro en la frente y, con los sesos esparcidos por el suelo, le paga el servicio con dos puñaladas, volviéndose al lugar exacto donde estaba cuando le dieron pasaporte, y se deja caer para descansar en paz. Onésimo dirá lo que quiera, pero no cuadra.
—No. No cuadra. Y la otra opción tampoco.
—¿Qué opción?
—La de que Felo, desangrándose y con una puñalada en el corazón, tuviera tiempo y ánimo para darle finiquito.
—Pues no, tampoco cuadra. El juez al que le ha tocado no quiere complicaciones y Onésimo está por no dárselas, así que la versión oficial va a ser más o menos esa, pero no cuadra.
Sanchís asintió a la explicación del policía. Tres chorizos que se matan entre ellos. A nadie le apetecía escarbar más en todo aquello. Eso le resultaba muy conveniente. Pero él tenía que seguir con el rompecabezas.
—Así que solo queda la otra solución lógica.
—Un cuarto tipo.
—Un cuarto tipo, seguramente el orangután que hizo el trabajo con Ortiz. Lo más probable es que, cuando se vieron con estos para repartir, la cosa se torciera. Felo se cargó a Ortiz, eso es impepinable. Pero a él y al chico se los cargó el otro. Luego intentó arreglar la escena para que pareciese que se habían matado entre ellos.
—Y ahora me vas a preguntar si había rastros de un tercer vehículo, ¿verdad?
—No. Te iba a preguntar si podría ser que estuviera herido. Pero esa pregunta también es buena.
—El terreno no es bueno para huellas de vehículos. Pero entra en lo posible que hubiera algún coche más. En cuanto a lo de que esté herido, los perdigones de la escopeta dieron en la chapa de la furgoneta y no hay rastro de sangre. Y la Hämmerli solo se disparó dos veces. Dos tiros: dos blancos en Ortiz.
Sanchís miró por la ventana y tamborileó sobre la mesa con los dedos de la mano derecha. Evidentemente, estaba procesando toda la información, con algo de esfuerzo, con algo de hastío. Beltrán había concluido la lectura de sus notas. El cuaderno reposaba entre ambos sobre la tabla.
—Y, ahora, la pregunta del millón: ¿por qué coño irían a repartir estos dos con Jonay y con Felo? —inquirió Beltrán.
—Porque ellos les habían dicho dónde dar el palo, supongo.
El Gordo cogió el teléfono, llamó a Larry y le preguntó si conocía a un tal Jonay Pérez Santana o a un tal José Rafael Hernández Rodríguez.
—¿Son ellos? —preguntó Larry.
—Casi. Dime: ¿los conoces?
Al otro lado de la línea se hizo un silencio. Larry debía de estar esforzándose por recordar. Sanchís decidió darle alguna pista:
—Jonay tenía un apodo: el Garepa. Al otro lo llamaban Felo.
—No sé… —dudaba Larry. De pronto, casi gritó—: ¡Espera! ¿Felo? ¿Es un tío bajito y flaco? ¿Con los ojos pequeños y saltones, como si fuera un conejo?
—No sé, espera… —dijo el Gordo, tapando el auricular y dirigiéndose a Beltrán—. El tal Felo, ¿cómo era?
—Una especie de lagartija.
Sanchís volvió a dirigirse a Larry.
—Parece que sí.
Larry se sintió feliz de poder resultar útil.
—Yo no lo conozco mucho. Vino aquí dos o tres veces, acompañándolo.
—¿Acompañándolo? ¿A quién?
—¿A quién va a ser? A Júnior, claro. Trabaja con él. Él lo llama «su compadre», dice que es su hombre de confianza.
5
No había sido necesario ir a que le dieran puntos; las heridas no eran profundas, pero sería mejor no quitarse el apósito. Eso sí: se había metido ya en el cuerpo cuatro cápsulas de Nolotil y el dolor, una cefalea similar a una triple resaca, persistía. Cuando recobró el conocimiento y pudo levantarse, pensó que habían pasado horas. Pero, en realidad, el Palmera debía de llevarle solo cinco o diez minutos de ventaja. Aun así, decidió no perseguirlo. Estaba demasiado averiado. Se sentó un rato en la escalera, utilizando su propia cazadora como compresa para enjugar la sangre. Después sintió ruido, voces y pasos en el piso de arriba. Algún vecino llamaba al ascensor para bajar. No era un buen sitio para quedarse. Logró ponerse en pie y se alegró de que las piernas lo sostuvieran, pese a los vahídos.
Por suerte, había una farmacia de guardia cerca del parque de Santa Catalina. Más alarmada que sorprendida, la dependienta le vendió el yodo, las gasas, el apósito y los calmantes, se tragó la explicación de que lo habían agredido unos coreanos, lo ayudó, incluso, a hacerse una primera cura. Aquello escocía de cojones. Cuando la chica le preguntó si no pensaba denunciar, Júnior esbozó una sonrisa y le dijo que sería perder el tiempo. Antes de irse, intentó darle una propina, por las molestias, pero la dependienta no quiso aceptarla.
Así, con el apósito, después de arrojar su chaqueta (con la Dickson en su interior) a una papelera, presentaba un aspecto más presentable. Continuó andando hasta el centro comercial donde había dejado el coche y se volvió a casa.
Había dormido hasta mediodía, profundamente, con un sueño abismal pero poco reparador, hasta que el hambre lo despertó. Pidió una pizza a domicilio, se comió la mitad y se acostó de nuevo. Ahora, a las siete de la tarde del domingo, había decidido que era el momento de levantarse y pensar en lo que iba a hacer. Encendió un cigarrillo y se sentó en el sofá.
Definitivamente, todo se había ido a la mierda. Ni soñar con alcanzar a Tito Marichal (donde coño fuese que estuviera) y, en caso de alcanzarlo, ni soñar con que fuera tan fácil hacerse con la pasta o, ni siquiera, con su parte de la pasta. Encima, Felo y el Garepa muertos de forma escandalosa. La policía estaría investigando y no tardarían en pasarse por allí a hacerle una visita. Por ese lado estaba más bien tranquilo: conservaba las tarjetas de embarque del viaje a Lanzarote, aunque no podía asegurar que no pudieran relacionarlo de alguna manera. Él y el Rubio se habían telefoneado bastante en los últimos tiempos. Y la propia Pilar, convenientemente presionada, podía llegar a testificar que había visitado la tienda. Pero, con todo, no le preocupaba tanto la policía como el Turco. Por un lado, no iba a poder pagarle: ni dentro de dos semanas ni nunca. Por otro, era solo cuestión de tiempo que él y Pepe Sanchís lo relacionaran también con el palo. Y esos sí que no necesitaban testigos ni pruebas. Esos te hacían una visita y ya.
Solo le quedaba una solución: salir del país, o, al menos, de las islas, lo antes posible. En su cuenta corriente habría unos siete mil. Como dinero de bolsillo, podía sacar un par de miles de la caja fuerte. ¿Y el resto del metálico que había allí?
Pensó en manos de quién podía dejarlo. Se le ocurrió que la única persona en la que podía confiar era Valeria. Poner todo aquel dinero en manos de una chiquilla le parecía una temeridad, pero, definitivamente, no le quedaba otra alternativa.
Estaba decidido: salir corriendo. Era la única que le quedaba.
Salió de casa, bajó las escaleras y abrió la puerta de servicio de la tienda. Pero, justo cuando iba a entrar, sonó el interruptor de la puerta del zaguán y, a través de los cristales ahumados, vislumbró las sombras de dos hombres.
Dio un resoplido. Seguramente, sería la madera. Habrían encontrado ya su nombre por algún lado, lo habrían relacionado con Felo o con el Rubio y vendrían a interrogarlo.
—Me cago en la puta —rezongó cuando volvieron a tocar y luego, mientras daba los dos pasos que lo separaban de la puerta, gritó con desgana—: ¡Va!
Iban de paisano. Uno de ellos, el que vestía como un puto indigente, apestaba indudablemente a madero. Pero Júnior se quedó pasmado al ver el rostro del otro, el gordo que iba de traje. Aquel semblante despiadado era el del mismísimo Pepe Sanchís.
—Coño, Júnior —se sorprendió alegremente el Gordo al observar la gasa pegada en la calva del otro—. ¿Qué pasa en esta isla, que todo al que vengo a ver tiene un chichón?
Desde ese instante, Júnior supo que no solo se había ido todo a la mierda, sino que, además, ni siquiera tendría una oportunidad de huir.
6
El Turco colgó el teléfono y fue al salón. Allí, su mujer seguía pegada al ordenador. El domingo se había acabado. La niña dormía ya. La televisión continuaba encendida, pero sin volumen.
—Tengo noticias de Canarias —anunció, quedándose en pie frente a ella.
—Yo también —dijo Remedios—. El Larry, por una vez, ha hecho su trabajo. No sé cómo lo ha conseguido, pero la mayoría del dinero está ya de viaje. Así que mañana me voy de viaje yo. Estoy reservando pasaje. Es un lío, porque tengo que abrir cuentas en otros bancos y todo eso, pero el martes a esta hora, el dinero ya estará de nuevo en lugar seguro. Las cuentas viejas, liquidadas. Y, si no hay cuentas, no hay pruebas. Así que ya no habrá que preocuparse por lo del disco.
Miralles dio un suspiro de alivio.
—Joder, menos mal, Reme. Parece que las cosas empiezan a enderezarse, coño. Mañana a primera hora llamo a Pepe para comentárselo.
—Una preocupación menos. Eso sí: en Canarias, yo cerraría el chiringuito hasta nueva orden. Demasiado barullo.
—Eso pienso hacer.
Ella se quitó el portátil del regazo y lo dejó sobre la mesita de centro. Con visible delectación, se dedicó a masajearse el cuello, preguntando:
—Bueno, ¿y tú qué ibas a decirme?
—Pepe está yendo rápido. Parece que el palo fue cosa de Júnior. Puto traidor…
Remedios no se inmutó. La información no pareció sorprenderla en absoluto.
—Iban solo a por el dinero, por lo visto. Del disco no tiene puta idea. No lo hizo él. Subcontrató a un tal Carlos no sé qué… Un experto, por lo visto. Y este contó con otros dos, un tío enorme y la tipa que el Larry creía haberse ligado… Menudo gilipollas, el Larry también… —Tras dedicar unos segundos a cagarse mentalmente en la estampa del Larry, continuó explicando los pormenores a su mujer, que lo miraba con atención—. Júnior se quitó de en medio. Los subcontratados tenían que verse con su gente para hacer el reparto. Pero algo fue mal.
—¿Y en resumen? —lo apremió ella.
—En resumen, a los demás los pusieron en la lista de los que tienen prohibido entrar a El Corte Inglés, y la pasta se la llevaron el tío enorme y la putilla. Júnior dio con ellos, pero, por lo visto, el tío se las gasta y le pateó la cabeza antes de salir por pies.
—¿Y tienen nombre?
—Más o menos. Ella solo tiene nombre de pila: Cora.
—Nombre artístico —dictaminó Remedios.
—Seguramente. Él se llama Tito Marechal, o Marichal, no entendí bien. La cosa es que Beltrán va a informarse sobre él en comisaría. Pero hoy ya no podrá ser. Está de vacaciones y sería mucho cante que fuera allí de noche.
—Lo de «Tito» será un diminutivo.
—Fijo —estuvo de acuerdo el Turco—. Pero déjalo de mano de Pepe. El Gordo sabe lo que hace.
Remedios asintió. Luego una luz le pasó por el semblante y preguntó:
—¿Qué han hecho con Júnior?
El Turco caminó hasta la mesa del comedor, sobre la cual estaban los cigarrillos, antes de contestar:
—Bueno, como supondrás, no resultó fácil hacerlo cantar. Una vez reconoció que estaba en el ajo, todo fue sobre ruedas. Pero, al principio, les costó. Así que le hicieron el tratamiento completo.
Ella no insistió. Volvió a su ordenador y se puso a cumplimentar los datos de la reserva. Saldría al día siguiente, a las 13:30, con la niña. Seguramente, se pasaría la mañana pensando en qué metería en las maletas, porque sería un viaje largo.