Insomnios

1

Por supuesto que el Turco se cabreó. Primero, por la llamada intempestiva. Segundo, y sobre todo, por el contenido de la noticia.

—Me voy a cagar en todos los muertos de esta chusma.

Sanchís respetó el silencio impuesto por su jefe. No se despierta a un hombre a las tantas para decirle que ha perdido cuatrocientos veinte mil ñapos (y algo más) sin darle unos momentos para que se reponga antes de continuar hablando.

—Alguien va a tener que ir allá para poner orden.

El Gordo asintió y miró la pantalla de su ordenador. Antes de llamar al Turco lo había encendido y, mientras hablaba, buceaba en Internet buscando un billete de avión.

—En eso estoy, jefe. Podría salir para allá mañana por la tarde.

El Turco, pese a la confusión y el enojo, pareció sentirse más reconfortado. Solía decir que era una suerte contar con Pepe Sanchís, que el Gordo era el tipo más de fiar que había, que, si hacía falta, era capaz de enderezar la Torre de Pisa a patadas.

—Bueno, Pepe. Bien pensado, como siempre. Pero, primero, habrá que ver todo esto con detalle. Vente mañana a casa.

Por suerte, el Turco había regresado ya a la ciudad.

—A primera hora estaré ahí.

—Perfecto. Y llama a mi primo. Dile que le ate los huevos a San Cucufato y que se esté quietecito hasta que llegues tú.

—De acuerdo. Ahora mismo.

—Gracias, Pepe. Hasta mañana.

La comunicación se cortó. Mientras hablaban, Sanchís había localizado un vuelo que le convenía. Antes de llamar a Larry, compró un billete. Después, con resignación, se puso a buscar páginas de alquiler de coches en Gran Canaria. Nunca le gustó Larry. Demasiado ostentoso y descerebrado. Así se lo había dicho al Turco unos años antes, cuando este lo conoció por medio de terceros y surgió la oportunidad de trabajar con él. Ahora había tenido el buen gusto de no recordárselo, pero sabía que allá, en su casa, el jefe estaría, en ese mismo instante, rememorando aquella conversación, preguntándose por qué no le había hecho caso.

2

Aunque la zona parecía desierta, no sabían si alguien había escuchado el escándalo. Tampoco estaban seguros de que nadie fuera a pasar por allí. Así que actuaron deprisa.

Volvieron a meter el dinero en la bolsa y la llevaron al Ford Fiesta. Dejaron el Rolex, el otro reloj y el bolígrafo de oro tirados en la furgoneta. Tito siempre llevaba un trapo en el portabultos. Con ese trapo limpió las huellas del arma de Felo y volvió a ponérsela en la mano. Del maletero del Volkswagen sacó la navaja de pescador del Rubio, manchó la hoja con la sangre del flaco y la puso en la mano de su difunto amigo.

—Ahora queda algo desagradable. Tiene que parecer que fue el Rubio quien atropello al pibe. Saca mi coche a la carretera y espérame allí.

Cora fue al auto, dio marcha atrás y se quedó allí, bajo la farola. Vio cómo Tito subía al Touran del Rubio, arrancaba y volvía a pasar sobre el cadáver del tipo de la camisilla. Después, lo vio manipular, tanto en la parte delantera como trasera. Debía de estar limpiando huellas. Se demoró cuatro o cinco minutos eternos.

Cuando llegó hasta ella, arrojó el trapo sobre el asiento trasero y le dijo:

—Tengo que conducir yo.

Cora no protestó. Sentía que él era quien manejaba todo y que así debía ser. Salió y fue al otro lado del auto. Antes de arrancar, Tito limpió todas las manchas de sangre que pudieran haber quedado sobre el capó y en el parachoques. No fue una limpieza a fondo, pero no quedó ninguna mancha notable. Observó que la chapa estaba abollada y que se había roto un intermitente.

Se puso al volante, le dio a Cora el estuche con el cedé y un teléfono móvil.

—Guarda esto en el bolso.

—¿Y este móvil?

—El del tal Felo —respondió Tito antes de arrancar. Mientras se dirigían a la salida del polígono, explicó—: Necesito saber algo más sobre el tío que hizo el encargo.

—¿Por qué?

—Porque supongo que él lo sabe todo sobre nosotros y no quiero estar en desventaja.

—¿Y ahora qué?

—Ahora nos vamos de aquí.

—¿A tu casa?

—Primero vámonos lejos de aquí. A la zona de Bañaderos o a Guanarteme.

—¿A qué?

—A tener un accidente. Quiero poder dar una explicación legal para el bollo del morro del coche. Espero que no nos pare primero la policía.

3

Tras comprobar por enésima vez que tenía cobertura, Júnior se sirvió otra cerveza, volvió al diván frente al ventanal, encendió el enésimo cigarrillo apoyándose nuevamente en la baranda. Arrecife continuaba allí, serena e iluminada en la madrugada. Solo algún auto pasando a toda mecha, solo la pareja que se daba el lote en la playa desierta evidenciaban que era viernes por la noche. Ya que tenía que salir de Gran Canaria por esa noche, ya que iba a hacerlo solo, Júnior había decidido darse el lujo de pasar la noche en el Gran Hotel. Desde la atalaya de ese décimo piso sobre el mar, con la televisión encendida e ignorada (ahora daban una vieja película bélica), Júnior continuaba esperando a que sonara el teléfono móvil. Pero el dichoso Felo no llamaba. Él llevaba toda la noche pendiente, pero el dichoso Felo no llamaba.

La última vez había sido sobre la una y media. Felo lo había telefoneado desde una cabina del barrio. Todo iba bien, como debía. El Rubio había enviado un mensaje de móvil y el palo había sido limpio. Por su parte, él y el Garepa habían conseguido las herramientas. El Garepa estaba convenientemente aleccionado, aunque, como había exigido Júnior, no sabía en realidad de dónde procedía la pasta. Felo le repitió que no debía preocuparse: por duro que fuera el Rubio ese, no se esperaría la que Felo le tenía preparada.

Pero Júnior se preocupaba, porque eran las tres de la madrugada y hacía al menos tres cuartos de hora que Felo debía de haber llamado. O el Rubio. O alguien. Y no llamaba nadie.

Si el palo había sido limpio, si había salido conforme a lo esperado, podían haber sucedido dos cosas: que el Rubio les hubiera metido negra (en cuyo caso, Felo tendría que haberlo llamado ya igualmente) o que el Rubio se hubiera dado cuenta de la movida. Si era lo último, entonces el hecho de que Felo no llamase solo podía deberse a una terrible, inimaginable circunstancia en la que Júnior prefería no pensar.

Aún quedaba otra posibilidad: la de que Felo, al verse con un pastizal en las manos, hubiese decidido independizarse por su cuenta. Júnior no sabía cuánto dinero había, pero estaba seguro de que ni Felo ni el Rubio ni aun él mismo habrían visto jamás tanto dinero junto. No obstante, Júnior confiaba en Felo. No solo por su tendencia casi natural a serle leal, sino a que Felo sabía que no le convenía nada traicionar esa confianza.

Se preguntó qué podía hacer y, casi automáticamente, se contestó que prácticamente nada. Si había ocurrido algo gordo de verdad, no le convenía llamar ni a Felo ni al Rubio, dejar registrada esa llamada en sus teléfonos. Si alguien lo había traicionado, le convenía no hablar con ellos hasta conocer con detalle el estado de las cosas. La única solución que le quedaba era aguardar allí hasta por la mañana, hasta tomar el vuelo de regreso y hacerse con ese resguardo de tarjeta de embarque que podría verse obligado a mostrar ante la policía o ante alguien más peligroso. Y, mientras tanto, permanecer allí, confiar en que donde estaba Felo no hubiera cobertura, esperar a esa llamada o ese mensaje en el que el flaco le dijera que la pasta estaba segura, que no había testigos, que todo había salido como tenía que salir.

4

La policía no los paró. Los viernes por la noche solían andar demasiado ocupados en otras cosas como para buscar intermitentes rotos. Condujeron hasta la zona del Auditorio Alfredo Kraus. Allí, en el área donde estaban estacionados los autos de la gente que tomaba copas en la plaza de la Música, buscaron un rincón poco transitado y Tito embistió a un Montero. Luego, por si alguien lo había visto, hizo la comedia del conductor contrariado y dejó, trabada en el limpiaparabrisas del cuatro por cuatro, una nota en la que incluyó su número de teléfono y el de su matrícula.

Desde lejos, nadie hubiera podido ver la camisa y los pantalones manchados de sangre, el enorme chichón que ya había comenzado a salirle donde Felo le había golpeado.

Mientras volvían hacia la zona del Puerto, Cora le preguntó qué era lo siguiente que debían hacer.

—Pues supongo que ir a casa, ducharnos, tirar toda esta ropa al contenedor y…

—No, no me refiero a eso —lo interrumpió ella, señalando a la bolsa de deportes—. Me refiero a qué hacemos con esto…

Tito continuó conduciendo unos metros sin responder. Luego, al llegar a un semáforo, la miró y le dijo:

—Cora: acabamos de cargarnos a dos tíos. Y al Rubio también se lo han pasado por la piedra. Demasiada acción para mí. Primero necesito una ducha. Luego, ya veremos.

El disco cambió a verde, el auto arrancó y ninguno de los dos volvió a hablar. Tito sentía que le faltaba el aire, que el poco que entraba en sus pulmones era como una vaharada de cristales molidos que se le clavaban en el centro del pecho. Cora había comenzado a llorar, en silencio, mirando hacia su derecha, procurando no hacer ruido para que el Palmera no lo notase. La odió profundamente, sin saber exactamente por qué, pero, al mismo tiempo, sintió lástima de ella y fingió no percatarse de su llanto.