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Suéltalo

 

 

 

Revuelo. Incredulidad. Móvil de mano en mano. Caras de cabreo. Indignación. Las etapas del duelo, en mi grupo de amigos, se llevaban diferente que en el resto del mundo.

Se hizo el silencio, esperando a que yo hablase.

Recuperé mi teléfono y anuncié, altiva:

—Sí, Javi me escribe.

—¿Javi? ¿Quieres decir el odioso de Javi? —Miki, el puntilloso.

—¿Javi, el asqueroso hijo de puta que te la metió doblada, y no hablo metafóricamente? —Begoña, la chivata a la que no le podías contar ningún secreto sexual, al parecer.

Por suerte, el resto no había pillado la frase al completo. Sí, pensaban que era metafórico. Mejor.

—Sí, pero nunca contesto.

—Pero, vamos a ver, ¿cómo que nunca? ¿Que esto ha pasado más veces? —No quería responder y menos a Tony, que ya sabemos que era el estricto y el que más daño me podía hacer analizando la realidad.

Como con La Coach, no iba a ser fácil escaparme de esta, tenía a cuatro personas esperando mi respuesta, la partida se había parado y no había aprendido a congelar a la gente como en Frozen.

Lo de la peli no me vino a la cabeza al azar, sino porque Bego empezó a tararear:

Suéltalooo, suéltalo...

Y todos acabaron uniéndose hasta que montaron un numerito de Broadway en el espacio libre del salón:

 

Suéltalo, suéltalo, subiré con el amanecer.

Suéltalo, suéltalo, la farsa se acabó.

Qué la luz se haga otra vez.

Déjalo escapar, el frío a mí nunca me molestó.

 

El acto final había acabado con ellos a mi alrededor haciéndome las típicas manos de jazz que dejan que la artista invitada (o sea, yo) haga su actuación estelar.

—Sí, lleva meses haciéndolo.

Dramáticos como son, se hicieron los desmayados sobre el sofá, así que puse la guinda al pastel:

—Pero tranquilos, no quiero volver a saber nada más de él.

Y esa noche, conscientemente pero culpando a La Coach y al alcohol, contesté.