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América y sus amores

 

 

 

Javi no era, ni mucho menos, el primer tío con el que me había liado. Una no llega a esa evolución humana en la que puede liarse con un chico sin pensar en un futuro juntos (tipo, no sé, que acabará teniendo hijos y chalet con perro con él) sin una cierta experiencia que le diga: ojo, cuidado, por ahí no, chati.

Es verdad que sí que fue el primero con el que alcancé ese estado de madurez y me emocionaba mi propio estado mental: por primera vez, aunque me gustaba mucho, no me volví una loca. Como mucho me había imaginado a mí misma decorando el altar para mi boda o entrando a la catedral de Burgos del brazo de mi padre. Pero bueno, eso es porque yo quería casarme, no porque estuviese colgadísima por él.

Mi experiencia hasta entonces me decía que iba por el buen camino, aunque esa misma experiencia la verdad es que había resultado ser algo traicionera en el pasado. Aviso desde ya: también en aquella ocasión, ¿si no de qué iba a ser el odioso de Javi?

Pero hagamos un breve repaso por mi historia, de la jovencita América y sus amoríos. Hablemos, por ejemplo, de Alberto.

Alberto fue mi primer novio, así como lo que yo podría llamar serio, después de besitos con algún muchacho: él llegó mucho antes de que yo fuese una estudiante moderna en la Complu, más bien cuando era una adolescente de 16 con el flequillo cortado a trasquilones que iba y volvía de casa al insti por el Paseo de la Isla, en Burgos.

Ay, qué romántico. Si esos árboles hablaran... Os dirían que hasta ellos veían claro que lo de Alberto no iba a ningún lado.

Quizá se diesen cuenta, no sé, porque a lo mejor ellos, como árboles, no podían hablar ni ver, pero tal vez sí notar en el ambiente que ese chico jamás me había dirigido la palabra y que, probablemente, hasta que mi amiga Carmen no se chivó de que me gustaba («me mola un poco», fueron mis palabras exactas), no sabía ni mi nombre. Bueno, miento: una vez anteriormente lo pronunció para pedirme unos apuntes. Yo pensé que de aquella nos haríamos amigos, pero el único comentario que fue capaz de emitir y que daba poco pie a declararse o comenzar una bonita y próspera amistad es que tenía una letra muy bonita.

Aunque para mí fue como si me dijese que le fascinaban mis ojos, mi pelo mal cortado y mis labios carnosos, todo a la vez, y desde entonces me esforcé en hacer la letra más bonita, más redondita y más clara, pero después no volvió a pedirme nada. Ni apuntes, ni rollo, ni .

Hasta que llegó un día, poco después de que la borracha de Carmen le dejase entrever que a mí me gustaba, en el que se acercó y me preguntó si iba a ir a su cumpleaños. Alucina pepinillos.

¡¿A su cumpleaños?! ¡Pero si nunca jamás me había invitado! Es más: ¿cumplía años? Nunca me lo había planteado, porque mi amor era onírico y solo veía una pequeña parte de él: la que existía entre las cuatro paredes de clase.

Entonces respondí como una adolescente piensa que se responde, coqueteando y no dejando ver sus cartas (o sus bragas) demasiado pronto: «Ah, no sé, ¿estoy invitada?» Premio a la originalidad.

Pues sí, estaba invitada. Y allí que nos fuimos el viernes la misma Carmen, nuestra amiga Sonia y yo con nuestras minifaldas de licra y nuestras botas hasta la rodilla. ¿Frío? ¿En Burgos? Cuando tienes 16 años, no.

En aquel cumpleaños, que era una fiesta superlujosa, un botellón en el famoso Paseo de la Isla, pasó lo que yo no esperaba y él sí: fui su regalo especial. Nos morreamos a muerte y yo tenía muchísimas mariposas en el estómago... Con un poquito de granadina, que siempre endulza y nunca sobra.

Esa misma noche llegué a mi casa nerviosa, pensando que mis padres notarían en mi cara que me había besado, pero no lo vieron porque esas cosas, como «la cara de recién follados», solo existen en las novelas.

Quizá se diesen cuenta de que algo raro pasaba porque, con el amor que llenaba todo mi ser, se me quitó el hambre y apenas comí en todo el fin de semana, pero, por primera vez en la vida, los padres de una hija única no le hicieron un interrogatorio hasta averiguar qué era lo que le pasaba. Por lo tanto, del viernes al lunes solo me alimenté de pensamientos y ensoñaciones: le daba vueltas a lo que había pasado, lo que él había dicho, que nunca se había fijado en mí así, pero que el chivatazo de Carmen había despertado su curiosidad... Y sobre todo pensaba en dos cosas: que me había puesto una vez la mano en el culo (eso es que le gustaba de verdad, clarísimamente), y cómo reaccionaría él cuando volviésemos a vernos, agobiadísima por la incertidumbre.

Y, por suerte momentánea para mí, el lunes fue muy simpático. Y en el primer recreo... Me llevó a un rincón apartado y volvimos a enrollarnos. ERROR. Error garrafal, Alberto.

Porque a mis hormonas, ya en ese momento, les dio vía libre, y desde ese beso a la luz del día y con sabor a palmera de chocolate decidí que estaba claro, que éramos novios, y que no había otra salida más que casarnos al terminar el bachillerato. Era feliz.

Los días y los recreos con besos fueron pasando, les sumamos vueltas a casa cogidos de la mano por la Isla y llegamos al viernes. Habíamos quedado sus amigos, mis amigas y nosotros dos para ir al cine, pero le pedí vernos a solas una hora antes para darle una sorpresita. Una idea genial, vaya.

Porque no se me ocurrió otra cosa que regalarle una esclava grabada para celebrar nuestra primera semana juntos. Un regalo muy de moda entre las parejas adolescentes que yo conocía, pero que solían esperar, al menos, a cumplir un «anivermes». Yo no.

Yo veía el futuro y pensaba que era hasta real, aunque realmente lo conociese de hace nada y sobre su personalidad, gustos y aficiones solo supiese que le gustaba mi culo. La esclava la heredarían nuestros hijos y sería precioso recordar que lo tuvimos todo tan claro desde el principio.

Su reacción, en cambio, no me dio ninguna pista porque quizá nunca he sido de cogerlas al vuelo, y cuando tenía 16 y estaba enamorada solo quería ver lo que después le contaría a mis amigas y mi diario, pero con el tiempo, unos añitos de nada, supe comprenderla: sonrió, dio las gracias y disimuló que estaba flipando como nos han enseñado a todos a hacer cuando nos dan un regalo que no esperamos y, sobre todo, no queremos. Nos fuimos al cine y santas Pascuas.

Al día siguiente celebrábamos un nuevo botellón porque es que tampoco había muchas más opciones de ocio que conociésemos a esa edad, y esta vez fue él el que quiso quedar antes conmigo: yo esperaba que me devolviese la sorpresa y así fue... ¡Alberto me dejaba! No con esas palabras, pero me explicó que estaba en un momento complicado de su vida en el que no era capaz de querer a nadie y yo, que era una adolescente loca que regalaba esclavas pero también era muy comprensiva, asentí. Lo entendía perfectamente. Ya volveríamos cuando se aclarase, ¡sería por tiempo!

Me rompió el corazón verlo liarse con otra esa misma noche mientras aún llevaba mi pulsera en la muñeca. «La besa a ella pero mi regalo no se lo quita», era un consuelo pobre pero algo era. Si pudiese querer a alguien sería a mí, claro. Tardé años en darme cuenta de que a lo mejor no estábamos hechos el uno para el otro, pero sobre todo, él no estaba hecho a que le regalasen joyas a la semana de conocerse. Me di cuenta viendo Pretty Woman, porque esa historia tiene bastantes lagunas y lo del collar me abrió los ojos... Ocho años después.

Y así es como empezó mi historial amoroso: luego pasarían Iñaki, David, Dani, el chico mono del ocho y medio que me besó y nunca más he vuelto a ver, Carlos y Fede. Y Javi, obvio. Ahora parecen solo nombres, una lista relativamente larga, pero con todos fueron pasando unas cuantas historias, cada una distinta, en las que siempre había un final común; la conclusión estaba clara: yo estaba muy dispuesta a enamorarme de cualquiera que me hiciera un poco de caso... Hasta que llegó Javi y decidí que ya no, que era una persona madura e iba a jugar a los «follamigos».

Pero, bueno, eso ya lo he avanzado, también me rompió el corazón.