CAPÍTULO XXIII
El regreso al balneario fue lento, ya que de vez en cuando dejaba de remar y permanecía inmóvil, con los remos suspendidos en el aire y la mirada, extraviada, fija en la superficie azul y luminosa del mar. Estaba claro: había sufrido una alucinación, algo parecido a lo que ocurrió dos días antes, cuando, ante Emilia, tendida, desnuda, al sol, me había parecido que me inclinaba sobre ella y la besaba, cuando en realidad no me había movido ni me había acercado a ella. Aquella vez la alucinación había sido mucho más precisa y articulada. Pero que había sido una alucinación y nada más lo demostraba, si no otra cosa, por lo menos el diálogo que había tenido la ilusión de sostener con el fantasma de Emilia, durante el cual le había hecho decir todas aquellas cosas que habría querido que dijera ella y le había hecho adoptar las actitudes que me habría gustado que adoptara. Todo había salido de mí y había vuelto a mí. Y —única diferencia con cuanto solía ocurrir en circunstancias similares— no me había limitado a imaginar esperanzadamente lo que deseaba que ocurriera, sino que, por la fuerza misma del sentimiento que llenaba mi alma, me había hecho la ilusión de que era verdad. Sin embargo, por extraño que parezca, no me sorprendía en modo alguno haber tenido una alucinación de aquella clase, más que rara, tal vez única. Como si continuase la alucinación, más que a su posibilidad efectiva dirigía mi mente a los pormenores, reconstruyéndolos uno por uno, deteniéndome casi con voluptuosidad sobre aquellos que me agradaban y me consolaban. Lo bonita que estaba Emilia sentada a la popa de mi barca, no ya hostil sino, por el contrario, llena de amor; lo dulces que habían sido sus palabras; lo desconcertante y violenta que había sido la sensación que experimenté cuando le dije que quería poseerla y ella asintió con la cabeza. En realidad, como quien ha tenido un sueño voluptuoso y clarísimo y, al despertar, saborea durante largo tiempo todos sus aspectos y sensaciones, aún era prisionero de la alucinación, creía volver a tenerla y gozaba de ella en mi memoria… Me importaba poco que hubiera sido una alucinación, desde el momento en que experimentaba todas las sensaciones con las que, por lo general, se recuerda un hecho acaecido realmente.
Mientras me detenía, con una complacencia inagotable, sobre los pormenores de la aparición, se me ocurrió consultar de nuevo el reloj para comprobar la hora en que había partido en barca de la Piccola Marina, con aquélla en que había salido de la Grotta Rossa, y me sorprendió una vez más el tiempo, demasiado largo, que había pasado en el fondo de la cueva, sobre la pequeña playa subterránea; calculando en tres cuartos de hora el tiempo empleado en ir desde la Piccola Marina hasta la cueva, más de una hora. Como ya he dicho, había atribuido este tiempo a un desvanecimiento o, por lo menos, a una especie de desfallecimiento o de ausencia muy semejante a un desvanecimiento. Pero ahora, al examinar de nuevo la alucinación, tan completa y, a la vez, tan dócil a mis más profundas aspiraciones, me pregunté si por casualidad no se habría tratado, simplemente, de un sueño. O sea, si no me habría embarcado completamente solo y sin fantasmas, y, siempre solo, no habría penetrado en la cueva, para tumbarme en la pequeña playa y quedarme dormido. Y mientras dormía, tal vez soñé que partía con Emilia de la playa frente al balneario, con ella sentada a la popa, y que le hablaba, que me contestaba, que le proponía hacer el amor con ella, que nos adentrábamos en la cueva… Y también habría soñado que le tendía la mano para ayudarle a bajar, que no la encontré, que tuve miedo, que pensé que había sacado a pasear un fantasma por el mar y que, finalmente, me había arrojado sobre la playa y había quedado desvanecido.
Esta suposición me parecía ahora verosímil, pero sólo verosímil. Turbado, extraviado, enredado por mis fantasías, se me mostraba casi imposible deslindar el límite entre el sueño y la realidad efectiva, límite que debía situarse en el momento en que me había dejado caer en la pequeña playa subterránea. ¿Qué había ocurrido, en realidad, en el momento preciso en que me había tendido en la pequeña playa, en el fondo de la cueva? ¿Me había quedado dormido y había soñado que había estado con Emilia, la verdadera Emilia de carne y hueso? ¿O bien me había dormido y había soñado que era visitado por el fantasma de Emilia? ¿O bien, aún, me había dormido y había soñado que dormía y soñaba uno u otro de ambos sueños? Como en las cajas chinas, cada una de las cuales contiene otra más pequeña, la realidad parecía contener un sueño, el cual, a su vez, contenía una realidad, que, a su vez, contenía un sueño, y así hasta el infinito. Varias veces, con los remos levantados en medio del mar, me pregunté si había soñado o había tenido una alucinación o, más insólitamente, se me había aparecido en realidad un fantasma. Finalmente, llegué a la conclusión de que no me era posible saberlo y que, con toda probabilidad, no lo sabría jamás. Entretanto remaba y, finalmente, llegué al establecimiento de baños. Me vestí apresuradamente, subí a la explanada y llegué a tiempo de saltar a un autobús que, en aquel momento, partía para la plaza de Capri. Ahora tenía mucha prisa por regresar a casa. De cualquier modo, sin saber por qué, estaba convencido de que en la villa encontraría la clave de todos estos misterios. Pero tendría el tiempo justo, porque aún había de comer y hacer la maleta para partir en el vapor de las seis, y había perdido mucho tiempo. Desde la plaza, casi corriendo, cogí inmediatamente el sendero en torno a la isla. Al cabo de veinte minutos estaba en casa.
Cuando entré en la sala de estar, ya vacía, no tuve tiempo de dejarme dominar por la tristeza del abandono y de la soledad. Sobre la mesa puesta, junto al plato, había un telegrama. Sin pensar en nada, oscuramente turbado, cogí el sobre amarillo y lo abrí. El nombre de Battista me sorprendió y me inspiró casi la esperanza de una noticia favorable, sin saber siquiera por qué. Luego leí el texto: en pocas palabras me anunciaba que, a causa de un fatal accidente, Emilia estaba «gravísima».
Al llegar a este punto me doy cuenta de que casi no tengo nada más que decir. Es inútil explicar cómo partí aquella misma tarde y cómo, al llegar a Nápoles, me enteré de que Emilia, en realidad, había muerto en un accidente automovilístico en las cercanías de Terracina. La muerte había sido extraña: según parece, Emilia, a causa del gran calor y el cansancio, se había quedado dormida, con la cabeza inclinada y el mentón sobre el pecho. Battista, como de costumbre, conducía a gran velocidad. De repente, un carro tirado por bueyes salió de una carretera lateral. Battista frenó bruscamente y, tras un intercambio de insultos con el carretero, había partido de nuevo. Pero la cabeza de Emilia se bamboleaba de acá para allá y permanecía en silencio. Battista le había hablado, pero ella no contestaba: al tomar una curva cayó encima de él. Battista detuvo entonces el coche y descubrió que Emilia estaba muerta. El rápido frenazo para evitar el choque contra el carro había sorprendido el cuerpo de ella en un estado de completo abandono, con todos los músculos relajados como ocurre durante el sueño; y el sobresalto del coche detenido de golpe había provocado un brusco movimiento del cuello, rompiéndole limpiamente la espina dorsal. Había muerto casi sin darse cuenta.
Hacía mucho calor, enojoso para el dolor, que necesita, como la alegría, no encontrar rivalidad en ningún otro sentimiento. El funeral se celebró en medio de un calor sofocante, bajo un cielo cubierto, en una atmósfera húmeda y sin viento. Tras el funeral, por la noche, cerré la puerta detrás de mí, entrando en nuestro apartamento, ahora definitivamente vacío e inútil, y comprendí, al fin, que Emilia había muerto en realidad y que jamás la volvería a ver. Todas las ventanas del apartamento estaban abiertas, en un intento de alimentar aunque fuese la más ligera corriente de aire, pese a lo cual, parecía sofocarme mientras iba de una estancia a la otra, sobre el brillante pavimento, en la penumbra del crepúsculo. Entretanto, las ventanas de las casas contiguas, iluminadas, con sus moradores visibles en el interior de las estancias, me inspiraban una sensación de frenesí, recordándome, con sus luces tranquilas, un mundo en el que se amaba sin equívoco, se era amado y se vivía en paz, mundo del cual me parecía haber quedado excluido para siempre. Para mí, volver a entrar en aquel mundo habría significado explicarme con Emilia, convencerla, crear una vez más el milagro del amor, que, para existir, debía no sólo encenderse en nuestro corazón, sino también en el de los otros. Pero esto no sería ya posible. Y me parecía enloquecer al pensar que tal vez en la muerte de Emilia debía interpretar un extremo y definitivo acto de hostilidad contra mí por parte de ella.
Pero había que seguir viviendo. Al día siguiente cogí la maleta, que aún no había abierto, cerré la puerta de casa con la sensación de que cerraba una tumba y entregué la llave a la portera, explicándole que trataba de deshacerme del apartamento tan pronto como volviera del veraneo. Luego partí de nuevo para Capri. Aunque parezca extraño, me impulsaba a volver la esperanza de que, de cualquier modo, en el mismo lugar en que se me había aparecido o en cualquier otro, Emilia se dejara ver de nuevo por mí. Y entonces le explicaría de nuevo por qué había ocurrido todo aquello, volvería a declararle mi amor y recibiría de ella la seguridad de que me comprendía y me amaba. Aquella esperanza tenía cierto carácter de locura, y me daba cuenta de ello. En efecto, nunca jamás como en aquellos días me hallé tan cerca de una especie de demencia razonada, suspendido entre la repugnancia por la realidad y la nostalgia de la alucinación.
Por suerte para mí, Emilia no se me volvió a aparecer, ni en sueños ni despierto. Y al comprobar la hora en que se me había aparecido con aquélla en que había muerto, descubrí que los tiempos no concordaban: Emilia estaba aún viva cuando había creído verla sentada en la popa de la barca. Pero, con toda probabilidad, estaba ya muerta durante mi letargo en la playa del fondo de la Grotta Rossa. Casi nada coincidía ni en la vida ni en la muerte. Y jamás sabría si ella había sido un fantasma, una alucinación, un sueño o cualquier otro error. El equívoco, que había envenenado nuestras relaciones en vida, sobrevivía a su muerte.
Impulsado por la nostalgia de ella y de los lugares en que la había visto por última vez, fui un día a la playa que había bajo la villa, donde la había visto desnuda y había tenido la ilusión de que la besaba. La playa estaba desierta. Y mientras me movía entre los bloques erráticos y levantaba los ojos hacia la extensión sonriente y azul del mar, acudieron de nuevo a mi mente la Odisea, Ulises y Penélope, y me dije que Emilia se encontraba ahora en aquellos grandes espacios marinos, como Ulises y Penélope, fijada, para toda la eternidad, en la forma que había revestido en vida. Dependía de mí y no de un sueño o de una alucinación el volver a encontrarla y proseguir de manera serena nuestro diálogo terrenal. Solamente de este modo saldría ella de mí, quedaría liberada de mis sentimientos y se inclinaría sobre mí como una imagen de consuelo y belleza. Y decidí escribir estas memorias, con la esperanza de conseguir mi intento.