CAPÍTULO XIV
Había anochecido. Y la terraza era blandamente iluminada por la claridad indirecta, pero ya intensa, que difundía por el cielo la Luna, aún invisible. Desde la terraza, una escalerita llevaba al sendero que serpenteaba en torno a la isla. Estuve dudando unos momentos en bajar aquella escalerita y marcharme por ahí. Pero ya era tarde, y el sendero estaba muy oscuro. Decidí, pues, permanecer en la terraza. Me asomé a la balaustrada y encendí un cigarrillo.
Sobre mí se levantaban, negras y agudas contra la claridad del cielo estrellado, las rocas de la isla. Otras rocas se adivinaban allá abajo, en el precipicio. El silencio era profundo. Apenas, si prestaba atención, podía oír el rumor de las olas que rompían de cuando en cuando contra las rocas de la orilla, en la ensenada de allá abajo, para retirarse luego. O bien me equivocaba y lo que oía era sólo la respiración del mar en calma, que se hinchaba y distendía siguiendo al movimiento de la marea. El aire permanecía inmóvil, no corría ni la más ligera brisa. Levantando la vista hacia el horizonte podía ver, a gran distancia, la pequeña luz blanca del faro de Punta Campanella, en el continente, que daba vueltas sin cesar, ora encendiéndose, ora apagándose. Y era aquella luz, aunque perceptible apenas y perdida en la inmensidad de la noche, la única señal de vida que podía percibirse en torno.
De pronto me sentí calmado por aquella noche tan suave y tranquila, aunque me diese cuenta, con lucidez, de que todas las bellezas del mundo sólo podían interrumpir fugazmente el curso de mis preocupaciones. Y, en efecto, tras haber permanecido durante largo tiempo inmóvil y sin pensamiento frente a la noche, mi mente retornaba, contra mi voluntad, a su pensamiento dominante: el de Emilia. Pero esta vez, quizá por sugestión de las palabras de Battista y de Rheingold, así como por aquel lugar, tan semejante a los lugares descritos en el poema homérico, el pensamiento de Emilia se hallaba extrañamente confundido y ligado al del guión de la Odisea. De pronto, brotado de no sé dónde, afloró a mi memoria el recuerdo de un pasaje del último canto de la Odisea, en el cual, tras haber descrito Ulises minuciosamente, como una nueva prueba de su verdadero ser, el lecho matrimonial, Penélope reconoce al fin a su marido, palidece, está a punto de desvanecerse y luego se arroja en sus brazos llorando y dice palabras que yo recordaba perfectamente, por haberlas leído y releído muchas veces y habérmelas repetido a mí mismo:
¡Ah, no te enojes conmigo, Ulises,
que en todo evento te mostraste siempre
el más sabio de los hombres! A la desventura
nos condenaron los númenes, a los que no agradaba
que gozásemos el frescor de los años floridos
el uno entre el otro, y luego poco a poco
viese el uno blanquear los cabellos del otro.
Por desgracia, yo no sabía griego; y me daba cuenta que la traducción de Pindemonte no era fiel, si no por otra cosa, al menos porque no reproducía en modo alguno la bella naturalidad del original homérico. Sin embargo, aquellos versos me gustaban, por el sentimiento que se traslucía en ellos, pese a su expresión áulica. Y, al leerlos, se me había ocurrido compararlos con los versos de Petrarca en el conocido soneto que empieza así:
Tranquilo puerto había mostrado Amor
y que acaba con este terceto:
Y ella tal vez me habría contestado
cualquier santa palabra, suspirando,
cambiados los semblantes y uno y otros cabellos.
Lo que más me había impresionado entonces, tanto en Homero como en Petrarca, era la sensación de un amor constante e indestructible, que nada podía sacudir ni enfriar, ni siquiera la edad. ¿Por qué volvían ahora a mi memoria aquellos versos? Comprendí que aquel recuerdo nacía de mis relaciones con Emilia, tan distintas de la de Ulises con Penélope y de Petrarca con Laura, ya en peligro no después de decenios de unión, sino después de pocos meses, relaciones a las cuales se había negado, sin duda, la consoladora previsión de acabar la vida juntos, tan amantes como el primer día, pese a que estuvieran «cambiados los semblantes y uno y otros cabellos». Y yo, que tanto había deseado que nuestras relaciones fuesen tales como para justificar la esperanza de una previsión semejante, permanecía atónito y espantado frente a la fractura, para mí incomprensible, que impedía la cristalización de mi sueño. ¿Por qué? Como si tratara de obtener una respuesta de aquella villa, en una de cuyas estancias estaba la persona de Emilia, me volví hacia la ventana, de espaldas al mar.
Me encontraba en un ángulo de la terraza, de modo que podía ver, aunque de través, el salón, sin ser visto desde dentro. Cuando levanté la mirada vi que Emilia y Battista se encontraban en la sala. Emilia, que se había puesto el mismo vestido de noche, negro y escotado, que lució la primera vez que vimos a Battista, estaba de pie, junto a un pequeño portátil, y Battista, inclinado sobre el bar, preparaba, en el interior de un gran recipiente de cristal, una mezcla alcohólica. Inmediatamente me sorprendió, en la actitud de Emilia, un aire innatural, a la vez extraviado y desenvuelto, como si se hallara entre la cohibición y la tentación. De pie, esperaba que Battista le alargase el vaso y, entretanto, miraba a su alrededor con un rostro inseguro, en el que reconocía la descomposición de una ambigua perplejidad. Luego Battista acabó de mezclar los licores, llenó cuidadosamente dos vasos y se enderezó, alargando uno a Emilia. Ella se sobresaltó, con el gesto del que despierta de una profunda distracción, y alargó lentamente la mano para coger el vaso.
En aquel momento mi mirada se hallaba clavada en ella, que, de pie ante Battista, algo inclinada hacia atrás, levantaba con una mano el vaso mientras con la otra se apoyaba en una butaca. Y no pude por menos de notar que parecía ofrecerse con todo su cuerpo, impulsado hacia delante, bajo la tela tersa y brillante, el pecho y el vientre. Sin embargo, aquel ofrecimiento no aparecía para nada en su rostro, el cual, por el contrario conservaba su acostumbrada expresión incierta. Finalmente, como para romper un silencio embarazoso, ella dijo algo, volviendo la cabeza hacia un grupo de sillones que se encontraba al fondo de la sala, en torno a la chimenea. Y luego, con precaución para no derramar el vaso lleno, se encaminó hacia aquel lugar. Entonces ocurrió cuanto, en el fondo, ya esperaba yo: Battista la alcanzó en medio de la sala y le pasó un brazo en torno a la cintura, a la vez que apretaba su rostro contra el de ella, por encima del hombro. Ella protestó inmediatamente, pero no con severidad, sino indicando con los ojos el vaso que aún tenían entre los dedos, en el aire.
Battista rió, agitó la cabeza y la atrajo más fuertemente hacia sí, con un movimiento tan brusco, que el licor, como ella había temido, se derramó. Pensé: «Ahora la besará en la boca». Pero no tenía en cuenta el carácter de Battista, su brutalidad. En efecto, no la besó, sino que, apretándole fuertemente el borde del vestido en el hombro, con una extraña y cruel violencia, lo retorció y lo rompió. Emilia tenía ahora un hombro completamente al desnudo, y la cabeza de Battista se inclinaba sobre ella para besarla. Y ella permanecía de pie y quieta, como esperando con paciencia que el hombre hubiese acabado. Pero tuve el tiempo de ver que el rostro y los ojos de ella, incluso durante el beso, permanecían perplejos y extraviados, como antes. Luego, ella miró hacia la parte de la ventana, y me pareció que nuestras miradas se encontraban; la vi hacer un gesto de indignación y luego, sujetando en el pecho con una mano la tira rota, salir apresuradamente de la sala. Yo, a mi vez, me alejé hacia la terraza.
Ahora sentía, sobre todo, una sensación de confusión y estupor, porque me parecía que cuanto había ocurrido se hallaba en contradicción con lo que sabía y con lo que había pensado hasta entonces. Emilia, que había dejado de amarme, en realidad, además, me traicionaba con Battista. Así, la situación entre nosotros se había invertido: de una sinrazón oscura, pasaba a una clara razón. Tras haberme visto despreciar sin motivos, ahora era yo el que podía despreciar con fundamento. Y todo el misterio de la conducta de Emilia hacia mí se resolvía en una vulgarísima intriga amorosa, en una infidelidad. Quizás esta primera reflexión, más grosera y más lógica, dictada, más que otro, por el amor propio, me impidió en aquel momento sentir ningún dolor por el descubrimiento de la infidelidad (o de aquello que me parecía infidelidad) de Emilia. Pero, a medida que me acercaba a la balaustrada de la terraza, titubeante y descompuesto, sentí de pronto el dolor y, de rechazo, estuve seguro de que aquello que había visto no era, no podía ser la verdad.
Ciertamente, me dije, Emilia se había dejado besar por Battista; pero, de manera misteriosa, no por ello desaparecía mi oscuro sentimiento de sinrazón ni, como comprendí, tenía yo, a mi vez, el derecho a despreciarla a ella. Por el contrario, y sin saber por qué, me parecía que ella seguía conservando aquel derecho sobre mí, no obstante el beso. Así, en el fondo, me equivocaba; ella no me era infiel, o, por lo menos, su infidelidad era sólo aparente. Y la verdad profunda de aquella infidelidad había que descubrirla precisamente más allá de las apariencias.
Recordé que ella había mostrado siempre hacia Battista una aversión tenaz e inexplicable para mí. Y que, precisamente aquel mismo día, por la mañana, me había rogado dos veces que no la dejara sola con el productor durante el viaje. ¿Cómo podía conciliar aquella su actitud con el beso? No cabía la menor duda de que aquel beso había sido el primero. Y Battista, según todas las probabilidades, había sabido escoger el momento favorable, que no había llegado antes de aquella noche. Nada, pues, se había perdido; aún podía saber por qué Emilia no se había dejado besar nunca por Battista, y por qué, sobre todo, sentía yo de manera oscura, pero indudable, que, pese al beso, no habían cambiado nuestras relaciones, y como antes, y no menos que antes, seguía teniendo el derecho a negarme su amor y a despreciarme.
Tal vez se diga que no era aquél el momento para semejantes reflexiones, y que la primera y única cosa que tendría que haber hecho habría sido irrumpir en el salón y revelarme a los dos amantes. Pero hacía ya mucho tiempo que venía reflexionando sobre la actitud de Emilia hacia mí, como para abandonarme a una tan cándida e impreparada explosión. Por otra parte, lo que más me importaba era no tanto el cargar la culpa sobre Emilia, cuanto el aclarar nuestras relaciones. Al irrumpir en la sala me habría cerrado definitivamente toda posibilidad, tanto de saber la verdad, como de reconquistar a Emilia. Por el contrario —me dije—, debía actuar a sabiendas, con aquella prudencia y aquella circunspección que me imponían las circunstancias, delicadas y ambiguas a la vez.
Otra reflexión me detuvo en el umbral de la sala, ésta, quizá, de índole más egoísta: tenía un buen motivo para mandar al diablo el guión de la Odisea, para deshacerme de aquel trabajo que me disgustaba y volver a mi querido teatro. Esta reflexión tenía la cualidad de ser buena para los tres: para Emilia, para Battista y para mí. En realidad, aquel beso marcaba el punto culminante del equívoco en que se agitaba mi vida, tanto en mis relaciones con Emilia como en mi trabajo. Al fin tenía la posibilidad de aclarar aquel equívoco de una vez por todas. Pero debía actuar sin prisa, sin escándalos, de una manera gradual.
Todo esto pasó por mi mente con la misma rapidez tumultuosa con la que, si una ventana se abre de pronto, irrumpe en la estancia un remolino de viento que arrastra consigo hojas, polvo y detritos de toda clase. Y de la misma forma que en la estancia, si se cierra la ventana, se hacen de pronto el silencio y la inmovilidad, así mi mente, al final, se vació y calló de golpe y yo me encontré atónito, con los ojos cerrados sobre la noche, sin pensamientos ni sensaciones. En aquel estado de ánimo estupefacto, casi sin darme cuenta de ello, me separé de la balaustrada, me dirigí hacia la puerta-ventana, la abrí y entré en el salón. ¿Cuánto tiempo permanecí en la terraza después de haber sorprendido el beso de Battista a Emilia? Sin duda, mucho más del que a mí me parecía, pues encontré a Battista y a Emilia sentados a la mesa y casi a mitad de la cena.
Noté que Emilia se había quitado el vestido que le había roto Battista y se había puesto el que había llevado durante el viaje. Y este pormenor, sin saber por qué, me turbó profundamente, como si se hubiese tratado de una confirmación particularmente elocuente y cruel de su infidelidad.
—Creíamos que venía usted a darse un baño nocturno —dijo Battista, jovialmente. ¿Dónde diablos se ha metido?
—Estaba ahí fuera —respondí en voz baja.
Vi a Emilia levantar los ojos hacia mí, mirarme un momento y luego bajarlos de nuevo. Y entonces estuve completamente seguro de que me había visto mientras contemplaba el beso desde la terraza y que sabía que yo sabía que me había visto.