CAPÍTULO XIX

Durante la comida casi no hablamos. El silencio parecía penetrar en la villa junto con la intensa luz del mediodía. El cielo y el mar, que llenaban las grandes ventanas, nos deslumbraban y nos mantenían como alejados el uno del otro, casi como si todo aquel azul hubiese tenido la consistencia del alma submarina y nosotros dos estuviéramos sentados en el fondo del mar, divididos por el luminoso líquido fluctuante e incapaces de hablar. Por otra parte, me había impuesto como un imperioso deber el no afrontar la explicación con Emilia antes de la tarde, como yo mismo había propuesto. Se podría creer que, en semejantes circunstancias, dos personas que se encuentran frente a frente con un argumento importante suspendido entre ellas no pueden pensar en otra cosa. Éste no era, sin duda, nuestro caso. Yo no pensaba en absoluto en el beso de Battista ni en nuestras relaciones; y estaba seguro de que tampoco Emilia pensaba en ello. En cierto modo continuaba la suspensión, el torpor y la indiferencia que aquella mañana, en la playa, me habían aconsejado aplazar para más tarde toda explicación.

Después de comer, Emilia se levantó de la mesa, dijo que se iba a descansar y salió. Al quedar solo, permanecí por un momento inmóvil mirando, a través de las ventanas, la línea clara y luminosa del horizonte, allí donde el azul más intenso del mar se unía al profundo azul del cielo. Una nave, pequeña y negra, avanzaba por aquella línea como una mosca por un hilo tirante; yo la seguía con la mirada pensando absurdamente, sin saber por qué, en cuanto estaría ocurriendo en aquel momento a bordo de aquella nave: marineros que sacaban brillo a los metales o limpiaban el puente; el cocinero que fregaba los platos en el pañol; los oficiales, que tal vez se hallaban sentados aún a la mesa; y allá abajo, en la sala de máquinas, los maquinistas, semidesnudos, arrojando paladas de carbón en las calderas. Era un barco pequeño, y para mí, que lo miraba, sólo un punto negro; pero, de cerca, sería una cosa grande llena de gente y de destinos humanos. Y, a la inversa, pensaba que ellos, allá lejos, desde su nave, al mirar hacia la costa de Capri, tal vez detenían descuidadamente su mirada en un punto blanco perdido en la costa, sin sospechar siquiera que aquel punto blanco era la villa; que yo estaba en ella; que conmigo se hallaba Emilia; que no nos amábamos; que Emilia me despreciaba y que yo no sabía cómo reconquistar su estima y su amor…

Me di cuenta de que estaba adormilándome, y, con un repentino sobresalto de energía, decidí llevar a cabo la primera parte de mi plan: ir y advertir a Rheingold que había «pensado en ello» y que, en consecuencia, no colaboraría en su guión. Esta decisión me causó el mismo efecto que una ducha de agua fresca. Con la mente del todo clara, me levanté y salí de la villa.

Media hora después, tras recorrer a paso rápido el sendero que circuía la villa, entraba en el vestíbulo del hotel. Me hice anunciar y fui a sentarme en una butaca. Me parecía tener la mente extraordinariamente lúcida, aunque con una lucidez febril y algo convulsa. Mas por aquel creciente bienestar, por aquella especie de alegría que experimentaba ante el pensamiento de lo que me disponía a hacer, comprendía que, al fin, me hallaba en el camino justo. Tras algunos minutos de espera, Rheingold penetró en el vestíbulo y acudió a mi encuentro, con un rostro nublado y sorprendido en el que la extrañeza por mi visita a aquella hora parecía mezclarse con la sospecha de alguna desagradable novedad. Por cortesía le pregunté:

—¿Acaso estaba usted durmiendo, Rheingold? ¿Lo he despertado?

—No, no —me aseguró—, no dormía, jamás duermo al mediodía… Pero venga conmigo, Molteni. Vamos al bar.

Lo seguí hasta el bar, desierto a aquella hora. Rheingold, como si hubiese querido retrasar la discusión que presentía, me preguntó si quería tomar algo: un café o una copa de licor. Dijo aquello con aire sombrío y reticente, como un avaro obligado, contra su voluntad, a una hospitalidad dispendiosa. Pero yo comprendí que la razón era otra: habría preferido que no hubiese ido. De todas formas rechacé la invitación. Y, tras algunas frases de circunstancias, abordé sin más el argumento principal:

—Tal vez se extrañe usted de que haya vuelto tan pronto… Tenía todo el día para reflexionar. Pero me ha parecido inútil esperar hasta mañana He reflexionado bastante y he venido a comunicarle el resultado de mi reflexión.

—¿Y cuál es ese resultado?

—Que no puedo colaborar con ese guión… En suma, que renuncio al trabajo.

Rheingold no acogió con sorpresa mi declaración: evidentemente, la esperaba. Mas pareció ser víctima de una especie de agitación. Dijo inmediatamente, con voz alterada:

—Molteni, usted y yo hemos de hablar claramente.

—Me parece haber hablado clarísimo: no haré el guión de la Odisea.

—¿Y por qué, si puede saberse?

—Porque no estoy de acuerdo con su interpretación del tema.

—Entonces —declaró de manera imprevista— está usted de acuerdo con Battista, ¿no es cierto?

Sin saber por qué, aquella inesperada acusación me irritó, a mi vez. No había pensado que el no estar de acuerdo con Rheingold quisiera decir estar de acuerdo con Battista. Dije con enojo:

—¿Qué tiene que ver Battista en esto? Tampoco estoy de acuerdo con Battista. Pero le he de confesar con toda sinceridad, aquí entre nosotros, que si tuviese que elegir preferiría siempre a Battista antes que a usted. No me gusta usted, Rheingold. Para mí, o se hace la Odisea de Homero, o no se hace nada.

—¿Una mascarada en technicolor, con mujeres desnudas, King-Kong, danzas del vientre, sostenes, monstruos de cartón y modelitos?

—Yo no he dicho eso: he dicho solamente la Odisea de Homero.

—Pero la Odisea de Homero es la mía —dijo con una profunda convicción, inclinándose hacia delante—, es la mía, Molteni.

Sin saber por qué, de pronto sentí el deseo de ofender a Rheingold: su falsa sonrisa de ceremonia, su auténtica dureza autoritaria, su obtusidad psicoanalítica me resultaban intolerables en aquel momento. Dije con rabia:

—No, la Odisea de Homero no es la suya, Rheingold… Y le diré algo, ya que usted me tira de la lengua: la Odisea de Homero me encanta, y la suya, en cambio, me repugna.

—¡Molteni!

Aquella vez, Rheingold parecía indignado.

—¡Sí, me repugna! —proseguí, encendido. Me repugna ese su querer reducir, rebajar al héroe homérico porque no somos capaces de rehacerlo tal como lo creó Homero; esa su operación de envilecimiento sistemático, y no estoy dispuesto a tomar parte en ello bajo ninguna condición.

—¡Molteni, un momento, Molteni!

—¿Ha leído usted el Ulyses de James Joyce? —lo interrumpí furibundo. ¿Sabe usted quién es Joyce?

—He leído todo lo referente a la Odisea —contestó Rheingold, en tono profundamente ofendido—; en cambio, usted…

—Pues bien —proseguí con rabia—, Joyce interpretó también la Odisea a la manera moderna…, y en la obra de modernización, o sea, de envilecimiento, de profanación, fue mucho más lejos que usted, querido Rheingold… Hizo de Ulises un cornudo, un onanista, un haragán, un veleidoso; y de Penélope, una exfurcia… Y Eolo se convirtió en la redacción de un diario; el descenso a los infiernos, en el funeral de un compañero de francachelas; Circe, en la visita a un burdel, y el retorno a Ítaca, en el regreso a casa, a altas horas de la noche, por las calles de Dublín, no sin detenerse unos momentos para orinar en una esquina. Pero al menos Joyce tuvo la precaución de no ocuparse para nada del Mediterráneo, ni del mar, ni del sol, ni del cielo, ni de las tierras inexploradas de la Antigüedad… Localizó toda la acción en las fangosas calles de una ciudad del Norte, en las tabernas, en los burdeles, en los dormitorios, en las letrinas… Todo moderno, o sea, todo rebajado, envilecido, reducido a nuestra miserable estatura. Nada de sol, nada de mar, nada de cielo. Usted, por el contrario, no tiene la discreción de Joyce. De aquí que le repita que entre usted y Battista prefiera a Battista, con toda su rudeza… Sí, prefiero a Battista. Ha querido usted interesarse del porqué no quiero hacer el guión. Pues bien, ya lo sabe.

Me dejé caer en el fondo de la butaca, envuelto en sudor. Rheingold me miraba duro, serio, cejijunto.

—O sea, que, en suma, está de acuerdo con Battista.

—No, no estoy de acuerdo con Battista. Simplemente, estoy en desacuerdo con usted.

—Pues yo creo —dijo de pronto Rheingold levantando la voz— que no está usted en desacuerdo conmigo, sino de acuerdo con Battista.

De pronto sentí que la sangre huía de mis mejillas y que mi cara estaba mortalmente pálida.

—¿Qué quiere usted decir? —pregunté con voz alterada.

Rheingold se inclinó hacia delante y silbó —es la palabra justa— como una serpiente que se ve amenazada:

—Quiero decir lo que he dicho. Battista ha estado hoy comiendo conmigo y no me ha ocultado sus ideas y el hecho de que usted las comparta. Usted, Molteni, no está en desacuerdo conmigo, sino de acuerdo con Battista, sea cual fuere lo que éste desee. A usted no le importa el Arte, lo único que le importa es ganar dinero. Ésa es la verdad, Molteni. Lo único que le importa a usted es ganar dinero a toda costa.

—¡Rheingold! —grité de pronto.

—Ya me he dado cuenta de ello, querido señor —insistió—, y se lo repito en la cara: ¡a toda costa!

Nos hallábamos frente a frente, jadeantes: yo, blanco como el papel; él, violentamente rojo.

—¡Rheingold! —repetí, siempre con la misma voz, fuerte y clara; pero me di cuenta de que ahora, más que indignación, mi voz expresaba un oscuro dolor, y que el grito de «¡Rheingold!» encerraba más bien un ruego que la ira de una persona ofendida que estuviese a punto de pasar de la violencia verbal a la física. Sin embargo, al mismo tiempo me daba cuenta de que sentía la tentación de abofetear al director. No tuve el tiempo de hacerlo. Extrañamente, porque yo consideraba a Rheingold un hombre obtuso, pareció advertir el dolor que había en mi voz y, de pronto, pude comprobar que se contenía y dominaba. Se inclinó algo hacia atrás y en voz baja y ostensiblemente humilde, dijo:

—Perdóneme, Molteni… He dicho cosas que no pensaba…

Hice un gesto convulso, como para decir «está usted perdonado», al tiempo que sentí que los ojos se me llenaban de lágrimas. Tras un momento de embarazo, Rheingold añadió:

—De acuerdo. No tomará usted parte en el guión… ¿Se lo ha advertido ya a Battista?

—No.

—¿Piensa comunicárselo?

—Dígaselo usted mismo. No creo que vuelva a ver a Battista. —Callé por un momento y luego añadí—: Y dígale también que se busque a otro guionista. Que quede bien claro esto, Rheingold.

—¿Qué?

—Que no haré ningún guión de la Odisea, ni según sus ideas, ni según las de Battista…, ni con usted ni con ningún otro director. ¿Está bien claro, Rheingold?

Al fin entendió, y una luz de comprensión pasó por sus ojos. Sin embargo, preguntó cautamente:

—En suma: ¿usted no quiere hacer mi guión, o bien no quiere en modo alguno este guión? Tras un momento de reflexión, dije:

—Ya se lo he dicho: no quiero hacer el guión… Por otra parte, me doy cuenta de que al motivar de esta forma mi rechazo, lo perjudicaría a usted cerca de Battista. Por tanto, lo mejor es que hagamos lo siguiente: para usted, no quiero hacer su guión… Mas para Battista quedamos de acuerdo en que no quiero el guión, sea cual fuere la interpretación que se dé al tema… Diga, pues, a Battista que no me siento capaz, que estoy cansado, que tengo agotamiento nervioso… ¿Va bien así?

Rheingold pareció tranquilizado de pronto por aquella proposición. Sin embargo, insistió:

—¿Cree usted que nos creerá Battista?

—Nos creerá, puede estar tranquilo. Ya verá usted como nos creerá.

Siguió un largo silencio. Ambos nos encontrábamos cohibidos. El reciente altercado flotaba aún en el aire, y ninguno de los dos acertábamos a olvidarlo del todo. Finalmente, Rheingold dijo:

—Sin embargo, lamento mucho que no colabore usted en este trabajo, Molteni… Tal vez habríamos podido ponernos de acuerdo.

—No lo creo.

—Quizá las diferencias no eran muy grandes, al fin y al cabo.

Dije con firmeza, ya calmado del todo:

—No, Rheingold…, eran grandísimas. Quizá tenga usted razón al ver la Odisea de ese modo… Pero yo estoy convencido de que, todavía hoy, la Odisea puede hacerse tal como la escribió Homero.

—La suya es una aspiración, Molteni. Usted aspira a un mundo semejante al de Homero. Le gustaría que existiera. Mas, por desgracia, no existe.

Yo dije, conciliador:

—Admitámoslo así. Yo aspiro a un mundo semejante, y usted, no.

—Nada de eso. También yo aspiro al mismo, Molteni. ¿Quién no aspira a él? Sin embargo, cuando se trata de hacer una película no bastan las aspiraciones.

Siguió otro silencio. Yo miraba a Rheingold y me daba cuenta de que, aun entendiendo mis razones, no había quedado convencido del todo. De pronto le pregunté:

—Usted conocerá, sin duda, el canto de Ulises en Dante, ¿verdad, Rheingold?

—Sí —me contestó, algo extrañado por mi pregunta—, lo conozco, aunque no lo recuerde del todo.

—¿Me permite que se lo recite? Lo sé de memoria.

—Si le gusta hacerlo…

No sabía con precisión por qué quería recitar el pasaje de Dante. Tal vez —como pensé más tarde— porque me parecía la mejor manera de repetir a Rheingold ciertas cosas sin correr el riesgo de ofenderlo de nuevo. Mientras el director se hundía en la butaca, adoptando una expresión de tolerancia, añadí:

—En este canto, Dante hace relatar a Ulises su final y el de sus compañeros.

—Lo sé, Molteni, lo sé. Empiece a recitarlo.

Me recogí un momento, mirando hacia abajo, y empecé:

—«El mayor cuerno de la llama antigua» —prosiguiendo con voz normal y, en la medida en que me fue posible, carente de énfasis. Rheingold, tras haberme considerado por un momento con las cejas enarcadas, bajo la visera de su gorra de tela, dirigió su mirada hacia el mar y permaneció inmóvil. Seguí recitando, lentamente y con claridad. Pero a partir del verso: «¡Oh, hermano, que a cientos de miles…!», sentí que, contra mi voluntad, una emoción repentina hacía temblar mi voz. Pensaba que en aquellos escasos versos estaba encerrada no sólo la idea que yo tenía del personaje de Ulises, sino también de mí mismo y de mi vida como habría debido ser y como, por desgracia, no era. Y comprendí que la emoción nacía de la claridad y de la belleza de aquella idea en comparación con mi impotencia efectiva. Sin embargo, logré dominar más o menos el temblor de mi voz y proseguí, sin interrupción, hasta el último verso: «Hasta que el mar se cerró sobre nosotros». Inmediatamente después de acabar, me puse de pie. También Rheingold se levantó de su butaca.

—Permítame, Molteni —dijo apresuradamente—, permítame… ¿Por qué me ha recitado ese fragmento de Dante? ¿Por qué motivo? Muy bello, sin duda…, pero ¿por qué?

Dije:

—Éste, Rheingold, es el Ulises que a mí me habría gustado hacer. Así veo yo a Ulises. Antes de separarme de usted he querido confirmárselo de una manera indudable. Y me ha parecido que podía hacerlo con este pasaje de Dante mejor que con mis propias palabras.

—Mejor, sin duda… Pero Dante era Dante…, un hombre medieval, y usted, Molteni, es un hombre moderno.

Esta vez no respondí, y le tendí la mano. Él comprendió y añadió:

—Sea como fuere, Molteni, lamentaré mucho no contar con su colaboración. Me había acostumbrado a usted.

—Ya será otra vez —respondí. También a mí me habría gustado trabajar con usted, Rheingold.

—Pero, entonces…, ¿por qué? ¿Por qué, Molteni?

—Es el destino —dije con una sonrisa, estrechándole la mano. Yo me alejé. Él quedó junto a la mesa, en el bar, con los brazos abiertos, como si repitiera: «¿Por qué?».

Salí apresuradamente del hotel.