CAPÍTULO XXI
Heme aquí, pues, ligado a una declaración hecha en un momento de ira: «¡Me quedaré aquí!». En realidad, como pude darme cuenta tan pronto como hubo salido Emilia, no podía seguir permaneciendo allí. La única persona que debía partir era precisamente yo. Había roto mis relaciones con Rheingold, las había roto con Battista, y ahora, con toda probabilidad, también con Emilia. Aquello era ya demasiado, y no tenía más remedio que irme. Pero le había dicho a Emilia que permanecería allí, y en el fondo, ya fuese como última esperanza, ya por despecho, sentía que quería quedarme. En otras circunstancias, aquella situación habría resultado incluso ridícula. Pero en mi estado de ánimo desesperado era, por el contrario, angustioso, como la de un alpinista que, llegado a un punto particularmente peligroso de una ascensión, se da cuenta de que no puede permanecer donde está, ni seguir adelante, ni volver hacia atrás. Presa de una repentina y ansiosa agitación, empecé a andar arriba y abajo por la sala de estar, preguntándome qué debía hacer.
Comprendía que no podía sentarme a la mesa aquella noche con Emilia y con Battista. Por el momento pensé en ir a comer a Capri y volver a casa tarde. Pero aquel día había recorrido ya cuatro veces el sendero desde la villa hasta el pueblo, siempre corriendo, siempre bajo el sol ardiente, y me sentía cansado y no tenía ganas de afrontarlo de nuevo. Consulté el reloj: eran las seis. Faltaban por lo menos dos horas para la cena. ¿Qué hacer? Finalmente, me decidí: fui a mi habitación y cerré la llave.
Cerré también las ventanas y, en la oscuridad, me arrojé en el lecho. Estaba realmente cansado, y tan pronto como estuve tumbado, comprobé que mis miembros buscaban instintivamente la posición mejor para el sueño. En aquel momento sentí gratitud por mi cuerpo, más sabio que la muerte, que daba sin esfuerzo una muda respuesta a la angustiosa pregunta: «¿Qué hacer?». Poco después caía en un profundo sueño.
Dormí de un tirón, sin soñar. Luego me desperté y, a juzgar por la completa oscuridad que me rodeaba, juzgué que sería ya muy tarde. Me levanté de la cama, fui a la ventana y vi que, en efecto, era ya de noche. Encendí la luz y miré el reloj: eran las nueve. Había dormido tres horas. Como sabía, la cena era a las ocho o, como máximo, a las ocho y media. De nuevo acudió a mi mente la pregunta: ¿Qué hacer? Pero aquella vez había descansado, y la pregunta encontró en seguida una respuesta, atrevida y ligera: «Estoy en la villa, no tengo razón alguna para ocultarme. Me presentaré a la mesa y ocurra lo que ocurra». Me sentía incluso belicoso, presto a sostener un altercado con Battista y, como había amenazado, actuar de forma que Battista nos echara de allí a Emilia y a mí. Rápidamente, me arreglé y salí de la habitación.
Pero la sala de estar se hallaba vacía, aunque la mesa estuviese preparada, en el rincón acostumbrado. Casi inmediatamente, como para confirmar mis nacientes sospechas, la criada se asomó para advertirme que Battista y Emilia habían ido a cenar a Capri. Si quería, podía unirme a ellos. Habían ido al restaurante «Bellavista». Pero, si lo prefería, podía cenar en casa, pues la cena estaba preparada hacía ya media hora.
Comprendí que Emilia y Battista se habían planteado también la pregunta: ¿Qué hacer? Y que la habían resuelto con la máxima facilidad, marchándose y dejándome libre el campo. Sin embargo, aquella vez no sentí celos, ni despecho, ni desilusión. Por el contrario, pensé, no sin tristeza, que habían hecho la única cosa que podían hacer, y que debía agradecérselo, por haber evitado con ello un desagradable encuentro. Comprendí también que aquella táctica del vacío y de la ausencia me daba a entender a las claras que podía marcharme; y que si la hubiesen aplicado también los días siguientes, habrían conseguido, en efecto, su propósito. Pero esto pertenecía al futuro, aún incierto. Dije a la criada que me sirviera, que cenaría en casa, y me senté a la mesa.
Comí poco y de mala gana, probando apenas una lonja de jamón entre las muchas que cubrían la bandeja, y un pedacito del enorme pescado que Emilia había hecho comprar para nosotros tres. La cena acabó en pocos minutos. Dije a la criada que podía ir a acostarse, que no la necesitaba. Y salí a la terraza.
En un rincón había algunas dormilonas; desplegué una y me senté junto a la balaustrada, frente al mar oscuro, que no se veía.
Me había vuelto a prometer, cuando volvía a la villa después de mi entrevista con Rheingold, que reflexionaría con calma acerca de todas las cosas después de haber hablado con Emilia. En aquel momento me había dado cuenta de que aún no sabía nada de las razones por las que Emilia había dejado de amarme; pero no había pasado por mi mente la idea de que, aun después de haber hablado con ella, seguiría ignorándolas. Por el contrario, había estado seguro, aunque sin razón, de que la conversación arrojaría una luz, en cierto modo reductiva y mediocre, allí donde hasta ahora había visto una temible oscuridad, tanta, como para hacerme exclamar al fin: «¿Eso es todo? ¿Y por un motivo tan poco importante no quieres amarme ya?».
Mas precisamente había ocurrido aquello que no esperaba: habíamos tenido la explicación, o, por lo menos aquel tipo de explicación que era posible entre nosotros dos, y, sin embargo, no sabía mucho más que antes. Peor aún: había descubierto que el motivo del desprecio de Emilia tal vez pudiera ser reconstruido a través de un examen de nuestras pasadas relaciones, pero que ella no estaba dispuesta a reconocerlo y, en el fondo, deseaba seguir despreciándome sin motivo, de manera que me cortaba toda posibilidad de disculparme y justificarme y se cerraba a sí misma todo retorno a la estima y al amor.
En suma, comprendía que se había apoderado de Emilia el sentimiento del desprecio antes, mucho antes de las justificaciones, verdaderas o imaginarias, que había podido ofrecerle con mi conducta. El desprecio había nacido de las relaciones diuturnas de nuestros dos caracteres, fuera de toda prueba importante y reconocible, del mismo modo que se define la pureza de un metal precioso al contacto con la piedra de toque. Y, en efecto, cuando yo había arriesgado la hipótesis de que su desamor pudiese haberse originado en su errónea valoración de mi actitud hacia Battista, ella no la había aceptado ni rechazado, sino que se había encerrado en el silencio. En realidad —pensé de pronto con dolor—, ella me consideraba, ya de partida, capaz de eso y de algo más; y no deseaba nada mejor que yo la confirmase en su sentimiento con mis suposiciones. En otras palabras: en la actitud de Emilia hacia mí había una apreciación de valor, una estima de mi carácter, independientemente de mis acciones. Y éstas, por casualidad, parecían confirmar aquella apreciación y aquella estima. Pero, con toda probabilidad, aun sin tal confirmación, no me habría juzgado de distinta forma.
Y, en efecto, la prueba, si es que había necesidad de ella, estaba en la misteriosa extrañeza de su conducta. Ella habría podido disipar desde los comienzos el equívoco cruel en el que había naufragado nuestro amor, hablándome de ello, advirtiéndome, abriéndose. Pero no lo había hecho porque, como lo había proclamado poco antes, en realidad no quería ser desengañada, deseaba seguir despreciándome.
Hasta entonces había permanecido tumbado en la dormilona. En la agitación incontenible que me comunicaban estos pensamientos, casi mecánicamente me levanté y fui a asomarme al parapeto, con las manos apoyadas en el mismo. Tal vez deseaba tranquilizarme al contemplar aquella noche tan llena de calma. Pero cuando tendí mi ardiente rostro hacia un soplo de brisa que parecía venir del mar, de improviso pensé que no merecía aquel alivio. Y comprendí que el hombre despreciado no puede ni debe encontrar la paz mientras dure el desprecio. Como los pecadores del Juicio Final, puede decir, sin duda: «Montañas, cubridme; mares, sumergidme»; pero el desprecio lo sigue hasta el más oculto escondrijo, porque ha entrado en su alma y lo lleva consigo donde quiera que vaya.
Por tanto, volví a tumbarme sobre la dormilona y, con mano temblorosa, encendí un cigarrillo. Sin embargo, me pareció que, fuese o no despreciable —y yo estaba convencido de que no lo era—, me quedaba, sin embargo, la inteligencia, que hasta la propia Emilia me reconocía y que constituía toda mi vanagloria y mi justificación. Tenía que pensar, fuese cual fuese el objeto de este pensamiento. Era deber mío ejercitar intrépidamente mi inteligencia en presencia de cualquier misterio. Si abandonaba el ejercicio de la inteligencia, no me quedaba en realidad sino la descorazonadora sensación de mi supuesta, aunque no probaba, ruindad.
Y, así, empecé a pensar de nuevo con obstinación y lucidez. ¿En qué podía consistir, pues, aquella mi ruindad? Ahora, de un modo invencible, volvían a mi mente las palabras con las que Rheingold, sin darse cuenta de ello, había definido mi posición frente a Emilia, cuando él creía definir la de Ulises frente a Penélope: «Ulises es el hombre civilizado; Penélope, la primitiva». En suma, Rheingold, tras haber probado, sin quererlo, con su interpretación extravagante de la Odisea, la crisis suprema de mis relaciones con Emilia, ahora, con su misma interpretación —de una manera algo parecida a lo que ocurría con la lanza de Aquiles, que primero hería y luego curaba—, me traía el consuelo de considerarme no «despreciable», sino «civilizado». Me di cuenta de que ese consuelo era bastante válido, siempre que quisiera aceptarlo.
En resumidas cuentas, yo era el hombre civilizado que en una situación primitiva, en un delito de honor, se niega a emplear la puñalada; el hombre civilizado que razona incluso frente a las cosas sagradas o consideradas como tales. Pero inmediatamente advertí, tan pronto como la hube enunciado, que semejante explicación, digámoslo así, histórica, no podía satisfacerme. Aparte el hecho de que no estaba seguro, en modo alguno, de que las relaciones entre Emilia y yo se pareciesen en realidad a las que había imaginado el director Rheingold respecto a Ulises y Penélope, esta explicación, válida, sin duda en el campo de la Historia, no lo era en ese otro campo, totalmente íntimo e individual, fuera del tiempo y del espacio, de la conciencia. Aquí, el que dictaba la ley era sólo nuestro demonio interior. La Historia sólo podía justificarme y absorberme en el campo que le era propio y que, en la situación en que me encontraba, fuesen cuales fuesen sus motivos «históricos», no era, en modo alguno, aquél en el que deseaba operar y vivir.
Pero entonces, ¿por qué Emilia había dejado de amarme? ¿Por qué me despreciaba? Y, sobre todo, ¿por qué sentía la necesidad de despreciarme? De pronto recordé la frase de Emilia: «Porque no eres un hombre», que me había impresionado por su carácter genérico de lugar común, en contraste con el acento franco y sincero con la que había sido pronunciada. Y pensé que tal vez en aquella frase se hallaba la clave de la actitud de Emilia hacia mí. En efecto, en aquella frase se ocultaba, de manera negativa, la imagen ideal que Emilia se formaba de un hombre que, para decirlo con sus propias palabras, era un hombre: precisamente, según ella, lo que yo no era ni podía ser. Sin embargo, por otra parte, la frase, con su carácter tan genérico y tan desaliñado, daba a entender que aquella imagen ideal no brotaba, en Emilia, de una experiencia consciente de los valores humanos, sino de las convenciones del mundo en que se movía ella. En este mundo, un hombre que pudiera llamarse tal era, por ejemplo, Battista, con toda su fuerza animal y sus éxitos ramplones. Y que esto era verdad me lo demostraban las miradas casi de admiración que le había dirigido en la mesa el día anterior y el hecho de que ella se hubiese rendido a sus deseos, aun cuando fuese por desesperación.
En resumidas cuentas, Emilia me despreciaba y quería despreciarme porque, pese a su franqueza y sencillez, o, mejor aún, precisamente a causa de ellas, se había enredado por completo en los lugares comunes del mundo de Battista. Y entre estos lugares comunes se hallaba precisamente la incapacidad que tenía el hombre pobre de ser independiente del hombre rico, o, sea, en otros términos, de ser un hombre. Yo no sabía con exactitud si Emilia sospechaba de mí que había favorecido, por interés, los deseos de Battista respecto a ella. Pero si esto era cierto, ella habría pensado, probablemente: «Ricardo depende de Battista, es pagado por Battista, espera obtener otro trabajo de Battista… Battista me hace la corte, luego Ricardo me sugiere que me convierta en amante de Battista».
Me extrañé de no haber pensado antes en ello. En efecto, era muy extraño que precisamente yo, que había entrevisto con tanta claridad, en las dos interpretaciones de la Odisea, respectivamente, de Rheingold y de Battista, sus dos formas distintas de entender la vida, no me hubiese dado cuenta de que Emilia, al formarse de mí una imagen tan distinta de la realidad, había hecho, en el fondo, lo mismo que el productor y el director. La única diferencia era que Rheingold y Battista daban una interpretación de Ulises y Penélope, dos figuras imaginarias, mientras que Emilia había aplicado las convicciones despreciables a las que estaba sometida, a dos criaturas vivas: a sí misma y a mí. Así, de una promiscuidad de franqueza moral y de inconsciente vulgaridad había surgido, tal vez, la idea —no aceptada por Emilia, es cierto, pero tampoco desmentida— de que yo había querido arrojarla en los brazos de Battista.
Como experiencia, imaginemos por un momento —me dije— que Emilia tuviese que elegir entre la interpretación de Rheingold, la de Battista y la mía. Tal vez comprendiera los motivos de orden comercial por los que Battista exige una Odisea espectacular; quizás aprobara incluso la concepción de Rheingold, deductiva y psicológica; pero, sin duda, no estaría en condiciones, con toda su naturalidad y sinceridad, de elevarse hasta mi interpretación o, mejor aún, hasta la interpretación de Homero y de Dante. Y no podría hacerlo no sólo porque es ignorante, sino también porque no vive en un mundo ideal, sino, por el contrario, en el mundo absolutamente real de los Battista y de los Rheingold. Así se cerraba el círculo. Emilia era, al mismo tiempo, la mujer de mis sueños y la mujer que me juzgaba y me despreciaba sobre la base de un miserable lugar común. Era la Penélope que permanecía fiel durante diez largos años a su marido ausente, y la mecanógrafa que sospechaba el interés allá donde no existía. Y para tener a la Emilia que amaba y conseguir que me juzgase por lo que yo era, habría tenido que arrancarla del mundo en que vivía, introducirla en un mundo sencillo como ella, sincero como ella, en el que no contase el dinero y permaneciese íntegro el lenguaje; un mundo —como había observado Rheingold— al que, sin duda, podía aspirar, pero que no existía.
Sin embargo, mientras tanto tenía que seguir viviendo, o sea, moverme y actuar precisamente en el mundo de Battista y de Rheingold. ¿Qué debía hacer? Pensé que, en primer lugar, debía liberarme de la angustiosa sensación de inferioridad, que me inspiraba la absurda sospecha de una ruindad originaria y, por así decirlo, innata. Porque, en el fondo, ésta parecía ser, como ya he dicho, la idea que se desprendía de la actitud de Emilia hacia mí: de una vileza, por así decirlo, constitucional, debida no ya a la conducta, sino a la naturaleza. Ahora bien, ya estaba convencido de que nadie podía ser considerado despreciable en sí, fuera de toda conducta y de toda relación. Mas para librarme de mi sensación de inferioridad, debía también convencer de ello a Emilia.
Recordé la triple imagen de Ulises qué el guión de la Odisea me había propuesto y en la cual entrevía tres posibles modos de existencia. La imagen de Battista, la de Rheingold y, finalmente, la mía propia, que, para mí era la única justa y que, esencialmente, era la de Homero. ¿Por qué Battista, Rheingold y yo teníamos tres concepciones tan distintas de la figura de Ulises? Precisamente porque nuestras vidas, nuestros ideales humanos, eran distintos. La imagen de Battista, superficial, vulgar, retórica e insensata, era semejante a la vida y a los ideales o, mejor aún, a los intereses de Battista; la más real, pero reducida y envilecida, era la de Rheingold, que estaba de acuerdo con las posibilidades morales y artísticas del director. Finalmente, teníamos la mía, sin duda la más elevada y, a la vez, la más natural, la más poética y la más verdadera, derivada de mi aspiración, tal vez impotente, pero sincera, a una vida que no estuviese comprometida por el dinero, ni hecha vacua por el mismo, ni rebajada al nivel fisiológico y material. Y, en cierto sentido, me pareció consolador que la imagen que yo prefería fuese la mejor. Debía adecuarme a esta imagen, aunque no hubiese podido hacerla triunfar en el guión y aunque fuese muy improbable que pudiera hacerla triunfar en la vida. Sólo de esta forma podría convencer a Emilia de mis razones y reconquistar su estima y su amor. Pero ¿cómo? No vi más medio que el de amarla aún más, probarle una vez más, y todas las veces que fuesen necesarias, la pureza y el desinterés de mi amor.
Sin embargo, pensé que por el momento no me convenía forzar a Emilia. Me quedaría hasta el día siguiente, y partiría en el barco de la tarde, sin tratar de hablarle ni de verla. Luego la escribiría desde Roma una larga carta, explicándole las muchas cosas que no había sido capaz de decirle de palabra.
Al llegar a este punto oí voces tranquilas que parecían llegar del sendero, bajo la terraza, y en las cuales reconocí en seguida las de Emilia y de Battista. Precipitadamente, entré en la sala de estar y luego me encerré en mi habitación. Pero no tenía sueño y, por otra parte, me parecía que sufriría demasiado al encontrarme encerrado en aquella estancia bochornosa y sofocante, mientras ellos dos hablaban y se movían por la villa en torno a mí. Me había traído de Roma un somnífero muy potente y de efecto rapidísimo, porque sufría insomnio, especialmente en los últimos tiempos.
Tomé, pues, una dosis doble y me arrojé de nuevo en la cama, vestido tal como estaba y lleno de rabia. Me dormí casi instantáneamente, porque no creo que oyera las voces de Battista y de Emilia más allá de algunos minutos.