CAPÍTULO XV
Durante la cena, Emilia permaneció en silencio, pero sin ninguna turbación visible, lo cual me sorprendió, porque pensaba que, por el contrario, debía hallarse inquieta, y hasta entonces la había considerado incapaz de disimular. Por el contrario, Battista no ocultaba su estado de ánimo alegre y victorioso, y no hizo más que hablar ininterrumpidamente, aun comiendo con buen apetito y bebiendo con una largueza tal vez excesiva. ¿De qué habló aquella noche Battista? De muchas cosas; pero —como noté—, ya directamente, ya de una forma indirecta, sobre todo de sí mismo. La palabra «yo» sonaba agresivamente en su boca, con una frecuencia que me asqueaba. No menos me irritaba la forma con que, incluso partiendo de los más lejanos pretextos, lograba descender gradualmente hasta su propia persona. Sin embargo, comprendía que aquella su alabanza de sí mismo, más que a vanidad, se debía a un deseo totalmente masculino de glorificarse frente a Emilia y, tal vez, rebajarme a mí. Estaba convencido de haber conquistado a Emilia, y, con toda naturalidad, se complacía ahora en pavonearse con sus más brillantes plumas de pavo real ante los ojos de aquella Emilia conquistada.
Debo reconocer, en este punto, que Battista no era ningún tonto, y que, aun desplegando su vanidad masculina, seguía manteniendo los pies en el suelo y, por lo demás, decía cosas interesantes, como cuando, al terminar, nos contó con vivacidad, aunque con seriedad de juicio, su reciente viaje a América y una de sus visitas a los estudios de Hollywood. Pero también su tono prepotente, exclusivo e indiscreto, me resultaba intolerable, y, no sin ingenuidad, me imaginaba que de la misma forma debería de verlo Emilia, la cual, pese a cuanto había visto y sabía, seguía tal vez mostrándosele hostil. Una vez más me equivocaba. Emilia no le era hostil a Battista; antes al contrario, pues una vez más, mientras él hablaba, me pareció sorprender en los ojos una mirada, si no precisamente apasionada, por lo menos seriamente interesada e incluso, a veces, llena de una consideración admirada. Aquella mirada me resultaba mucho más desconcertante y amarga que la explosiva vanidad de Battista, y me traía a la memoria una mirada similar, respecto a la cual no lograba, sin embargo, recordar dónde la había observado.
Luego, de pronto, al final de la cena, me acordé. Era la misma mirada, o por lo menos no muy distinta, que la que había sorprendido, tiempo atrás, en los ojos de la esposa del director Pasetti, durante la comida en casa de este matrimonio. Pasetti, gris, insignificante, preciso, había sido contemplado por su mujer, mientras hablaba, con unos ojos llenos de arrebato en los que se leían, a la vez, amor, sumisión, admiración y entrega. Sin duda, Emilia no había llegado aún a aquel punto con Battista, pero en su mirada me pareció que se encontraba ya, en germen, los sentimientos que la señora Pasetti experimentaba hacia su marido. En resumidas cuentas, que Battista tenía razones para pavonearse. De manera inexplicable, Emilia se había sometido ya en parte, y se hallaba a punto de someterse por completo.
Ante esta reflexión, me sentí traspasado por una sensación de dolor aún más agudo, si cabe, que aquel que había sentido hacía poco, cuando los había visto besarse. Y no pude por menos de oscurecer mi semblante, de manera visible. Battista debió de notar aquel cambio en mi expresión, porque, tras haberme lanzado una mirada penetrante, me preguntó de repente:
—Pero ¿qué le pasa, Molteni? ¿No está contento de hallarse en Capri? ¿Hay algo que no marcha bien?
—¿Por qué?
—Porque —dijo él mientras se servía más vino— parece usted triste, de no muy buen humor.
Conque atacaba, ¿eh? Y lo hacía, tal vez, porque estaba convencido de que la mejor manera de defenderse es atacar. Respondí con una rapidez que me sorprendió:
—He empezado a ponerme de mal humor cuando estaba en la terraza contemplando el mar.
Levantó la mirada y me miró de manera interrogativa, pero sin turbarse:
—¿Ah, sí? ¿Por qué?
Miré a Emilia: tampoco ella parecía turbada. Ambos estaban increíblemente seguros de sí mismos. Sin embargo, Emilia me había visto, sin duda alguna, y, con toda probabilidad, se lo habría dicho a Battista. De pronto me salieron de la boca estas palabras imprevistas.
—Battista, ¿puedo hablarle con sinceridad?
De nuevo admiré la imperturbabilidad de Battista:
—¿Con sinceridad? ¡Desde luego que sí! A mí se me debe hablar siempre con sinceridad.
—Al contemplar el mar he imaginado por un momento que me encontraba aquí para trabajar por cuenta propia. Como ya sabe usted, yo ambiciono escribir para el teatro. Así, pensaba que éste sería el lugar, como se dice, ideal, para dedicarme a mi trabajo: belleza, silencio, tranquilidad, mi esposa conmigo, ninguna preocupación… Pero me acordé de que en este lugar tan bello y tan favorable deberé, por el contrario, y perdone, pero usted ha querido que fuese sincero…, deberé pasar el tiempo escribiendo un guión que será, sin duda, todo lo bueno que se quiera, pero, a fin de cuentas, algo que, en el fondo, no me interesa. Yo daré a Rheingold lo mejor que tenga en mí, y él hará el uso que mejor le plazca, de eso que yo le dé, y al final, yo quedaré con un cheque y habré perdido cuatro meses del mejor y más creador tiempo de mi vida. Usted sabe que no debería decirle estas cosas a usted ni a ningún productor… Pero usted ha querido que fuese sincero. Ahora ya sabe usted por qué estoy de mal humor.
¿Por qué había dicho aquellas cosas en vez de aquellas otras que tenía en la punta de la lengua y que se referían a la conducta de Battista hacia mi esposa? No lo sabía. Tal vez por un cansancio repentino de los nervios, demasiado tensos. Tal vez porque, de aquella forma, expresaba de una manera indirecta mi desesperación por la infidelidad de Emilia, que sentía, en cierta forma, ligada al carácter mercenario y dependiente de mi trabajo. Pero Battista y Emilia, de igual forma que no habían sido turbados por mi preámbulo amenazador, tampoco ahora mostraron alivio alguno por la miserable confesión de debilidad que había seguido a tal preámbulo. Battista dijo con seriedad:
—Pero yo estoy seguro, Molteni, de que usted hará un bellísimo guión.
Había cogido unos raíles equivocados y ya no tenía más remedio que recorrerlos hasta el final. Respondí con voz exasperada:
—Temo no haberme explicado bien. Yo soy un escritor teatral, Battista, no uno de tantos guionistas profesionales. Y este guión, por muy perfecto y bonito que salga, será para mí sólo un guión…, una cosa, permítame decírselo con toda franqueza, que haré únicamente para ganar dinero. Ahora bien, a los veintisiete años se tienen los llamados ideales…, y mi ideal es escribir para el teatro. ¿Por qué no puedo hacerlo? Porque el mundo de hoy está montado de manera que nadie puede hacer lo que desearía. Por el contrario, debe hacer lo que desean los demás. Porque siempre está por medio el dinero en lo que hacemos, en lo que somos, en lo que deseamos convertirnos, en nuestro trabajo, en nuestras mejores aspiraciones e incluso en las relaciones con las personas que amamos.
Me di cuenta de que me había acalorado y que hasta los ojos se me habían llenado de lágrimas. Y me avergoncé, y maldije en lo más íntimo de mi ser mi carácter sentimental, que me impulsaba a hacer tales confidencias a aquel que poco antes había intentado, con éxito, seducir a mi esposa. Pero Battista no se descompuso por tan poca cosa y dijo:
—¿Sabe usted, Molteni, que, al oírlo hablar, me parece volverme a ver a mí mismo cuando tenía su misma edad?
—¿Ah, sí? —pregunté desconcertado.
—Sí; era pobrísimo —prosiguió Battista volviéndose a servir vino. Y también yo, como usted dice, tenía mis ideales. ¿Cuáles eran estos ideales? Ahora no sabría decirlo, y quizá tampoco habría sabido hacerlo entonces. Pero los tenía. O tal vez no tenía este o aquel ideal, sino el Ideal, con la I mayúscula… Luego tropecé con un hombre al que debo muchísimo, al menos por haberme enseñado ciertas cosas…
Battista calló por unos momentos, con aquella su estúpida solemnidad, y yo no pude por menos de acordarme, casi involuntariamente, de que el hombre al que aludía era, sin duda, cierto productor cinematográfico, hoy olvidado, pero famoso en los tiempos heroicos del cine italiano, con el cual, y bajo cuyas órdenes, había empezado Battista, en efecto, su afortunada carrera. Sin embargo, se trataba de un hombre, según mis noticias, admirable solamente por su capacidad de hacer dinero.
—Y yo le dije a aquel hombre, palabra por palabra, lo mismo que acaba usted de decirme a mí… ¿Y sabe usted qué me contestó? Hasta que no se sepa con toda precisión lo que se quiere, lo mejor es olvidarse del ideal, dejarlo aparte. Pero tan pronto como se ha puesto el pie en terreno firme, conviene acordarse de ello y de lo que debe ser el ideal para uno. El primer billete de mil ganado: ése es el ideal. Luego me dije que el ideal se desarrolla, se convierte en estación de relevo: teatro, películas hechas y por hacer y, en suma, nuestro trabajo de todos los días. Esto es lo que me dije. E hice tal como me decía y no me ha ido nada mal. Usted, sin embargo, tiene la gran ventaja de saber cuál es su ideal: escribir dramas. Pues bien, los escribirá.
—¿Los escribiré? —no pude por menos de preguntar en tono dubitativo y, al mismo tiempo, lleno de consuelo.
—Los escribirá —confirmó Battista—, los escribirá si desea verdaderamente escribirlos, aun trabajando por dinero, aun haciendo los guiones para la «Trionfo Film». ¿Quiere usted saber el secreto del éxito, Molteni?
—Sí. ¿Cuál es?
—Hacer cola en la vida, de la misma forma que se hace ante la taquilla de los billetes en la estación. Siempre le llega a uno su turno si se tiene paciencia y no se cambia de cola. Siempre llega el momento en que el empleado de la ventanilla da a cada uno su billete…, y a cada uno según sus méritos, desde luego. Al que debe y puede ir lejos, un billete para Australia…, a los otros, que no pueden, un billete para un viaje más corto…, tal vez a Capri. —Rió, contento de aquella alusión ambigua a nuestro viaje, y añadió—: A usted le auguro que recibirá un billete para un destino muy lejano… ¿Le va bien América?
Miré a Battista, que me sonreía de manera paternal, y luego a Emilia, y la vi también que esbozaba apenas una sonrisa, es cierto, mas no por eso —así al menos me lo pareció a mí— menos sincera. Y me di cuenta una vez más de que, de cualquier forma, Battista había conseguido aquel día trocar la aversión de ella en un sentimiento casi de simpatía. Ante aquel pensamiento me invadió de nuevo la tristeza que me había asaltado cuando me pareció advertir en los ojos de Emilia la mirada de la señora Pasetti. He dicho tristeza y no celos. En realidad estaba cansadísimo, tanto por el viaje como por los muchos acontecimientos de aquel día, y el cansancio se mezclaba con todos mis sentimientos, aun con el más violento, mortificándolo y trocándolo en una desesperada e impotente melancolía.
La cena acabó de una manera imprevista. Tras haber escuchado con simpatía a Battista, Emilia pareció acordarse de pronto de mí o, mejor dicho, de mi existencia, de una forma que confirmó una vez más mi inquietud. A una frase mía insignificante:
—Podríamos salir a la terraza. Ya debe de haber salido la luna —ella respondió secamente:
—No tengo ganas de salir a la terraza. Me voy a dormir. Estoy cansada.
Y, sin titubear, se levantó, se despidió de nosotros y se marchó. Battista no pareció sorprendido por aquella brusca salida, antes bien —según creí observar— pareció complacido de ello como de un halagüeño indicio de la turbación que había sabido provocar en el ánimo de Emilia. Pero yo sentí redoblarse mi inquietud. Y aunque —como ya he dicho— me sintiera tremendamente cansado y me diese cuenta de que lo mejor sería aplazar toda explicación para el día siguiente, al final no pude contenerme. Con el pretexto del sueño, me despedí, a mi vez, de Battista y salí de la sala de estar.