CAPÍTULO XXII
Me desperté tarde, por lo menos a juzgar por los rayos del sol, que penetraban en la estancia a través de las rendijas de la persiana, y por un momento escuché el profundo silencio del lugar, tan distinto del de la ciudad, en la que, aun siendo total, parece conservar siempre, en cierta forma, la laceración y el entumecimiento de los ruidos pasados. Entonces, mientras, inmóvil y tumbado boca arriba, tendía mi oído hacia aquel silencio virgen, de pronto me pareció que faltaba algo; pero no ya uno de aquellos sonidos tranquilos, como el rumor de la bomba eléctrica, que, por la mañana, saca el agua de la cisterna, o el de la escoba movida por la criada sobre el pavimento, que parecía confirmar y hacer más profundo aún el silencio mismo, sino una presencia. En suma, no era un silencio lleno de vida, aunque total, sino un silencio al que se había sustraído algo vital. Un silencio —me dije encontrando, por fin, la palabra exacta— de abandono. Tan pronto como esta palabra había cruzado por mi mente, salté de la cama y fui a la puerta de comunicación con el dormitorio de Emilia. La abrí, y la primera cosa sobre la que cayó mi mirada fue una carta que había sobre la almohada, en la cabecera de la ancha cama deshecha y desierta.
Era breve: «Querido Ricardo: en vista de que tú no te quieres ir, soy yo la que me voy. Tal vez no me habría atrevido a marchar sola, por lo cual aprovecho la partida de Battista. Lo hago también porque tengo miedo de quedarme sola, y la compañía de Battista, después de todo, me parece preferible a la soledad. Pero en Roma lo dejaré y me iré a vivir por mi cuenta. Sin embargo, no te extrañes si te enteras de que me he convertido en amante de Battista. No soy de hierro, y querrá decir que no lo he buscado, sino que me ha faltado el valor de evitarlo. Adiós. Emilia».
Tras haber leído aquellas líneas, me senté junto a la cabecera de la cama, con la carta en la mano, y miré fijamente ante mí. Veía la ventana abierta y, más allá de la cabecera, algunos pinos, detrás de cuyos troncos se levantaban las paredes rocosas. Luego aparté la mirada de la ventana y miré a mi alrededor, por la estancia: todo estaba en desorden, pero en un desorden vacío y carente: ni ropa, ni zapatos, ni objetos de tocador, sino sólo cajones abiertos o semiabiertos y vacíos, armarios de par en par con los percheros colgantes y desnudos, sillas limpias de objetos. En los últimos tiempos había pensado a menudo en que Emilia pudiese abandonarme, y había pensado en ello como se piensa en una calamidad temible. Y he aquí que ahora me encontraba en medio de aquella calamidad. Sentía un dolor sordo, que parecía partir del fondo mismo de mi ser; un dolor semejante al que experimentaría en sus propias raíces un árbol desarraigado de pronto. Y, como las de ese árbol, mis raíces estaban ahora al aire, y la dulce tierra, Emilia, que las había nutrido con su amor, estaba lejos de mis raíces, y estas raíces, al no poder hundirse ya dentro de aquel amor y nutrirse de él, se irían secando poco a poco, y sentía que ya empezaban a secarse, por lo cual sufría indeciblemente.
Al fin me levanté y volví a mi habitación. Me sentía distraído y aturdido, como el que ha caído al suelo en mala posición desde mucha altura y siente un dolor sordo: sabe que el dolor estallará pronto en un espasmo agudo y teme este momento, que no sabe cuándo se presentará. Vigilando aquel dolor oculto, pero, al mismo tiempo, tratando de no pensar en él por temor a despertarlo de su aparente torpor, maquinalmente cogí el traje de baño, salí de la villa, recorrí todo el sendero en torno a la isla y llegué a la plaza de Capri.
Aquí compré un diario, me senté en un café y, casi con extrañeza —porque me parecía que, en mi situación, sólo podía pensar en la situación propiamente dicha—, leí todo el periódico, desde la primera a la última línea. Del mismo modo —pensé de pronto—, la mosca a la que un niño cruel ha arrancado la cabeza, parece durante algún tiempo no sentir efecto alguno de la mutilación, y se pasea y se limpia las patas antes de abatirse y caer muerta. Finalmente llegó el mediodía, y el reloj del campanario llenó la plaza con el estruendo de sus campanadas. Un autobús salía en aquel momento para la playa de la Piccola Marina y subí a él.
Poco después me hallaba en la explanada llena de sol en la que, en medio de un acre olor a orina, se hallaban estacionados los coches con los caballos, mientras los cocheros, en corro, charlaban tranquilamente. Con paso rápido, trepé por la escalerilla que conducía al balneario, y desde lo alto vi la breve playa de blancos guijarros y el mar azul extendido bajo el cielo sereno. El mar estaba en perfecta calma, liso y brillante como el satén, hasta el horizonte, con las grandes huellas diáfanas de las corrientes, perezosamente desparramadas sobre la superficie, en la resplandeciente luz solar. Pensé que no sería mala idea pasear en la barca aquella mañana. Remar me distraería y me permitiría estar a solas, lo cual, sobre la playa llena ya de bañistas, me habría resultado imposible. Cuando llegué al edificio de los baños, llamé al bañero y le dije que me preparase una barca. Luego entré en una caseta para desnudarme.
Salí de la caseta y, descalzo, caminé por la terraza del establecimiento, mirando hacia abajo y procurando no herirme con la aspereza de las maderas, secas y corroídas por la sal. El sol de junio caía sobre mi cabeza, me rodeaba de una luz fuerte, ardía en mi espalda. Era una sensación de bienestar que contrastaba amargamente con mi estado de ánimo apagado y suspendido. Sin dejar nunca de mirar hacia el suelo, bajé la inclinada escalerilla y me dirigí hacia la orilla, sobre los ardientes guijarros. Cuando me hallaba a poca distancia de la orilla, levanté los ojos y vi a Emilia.
El bañero, un viejo delgado y vigoroso, renegrido como el cuero, con un sombrero de paja calado hasta los ojos, permanecía de pie junto a la barca, que ya había introducido a medias en el agua; Emilia estaba sentada a popa, cubierta con un traje de dos piezas, que tan bien conocía, de un verde algo descolorido. Tenía las piernas estrechamente juntas, los brazos inclinados hacia atrás para apoyarse, la cintura desnuda y algo torcida respecto a las caderas, en una actitud insegura y llena de gracia femenina. Consciente de mi sorpresa, sonreía y me miraba fijamente, como para decirme: «Estoy aquí…, pero no hables…, procede como si supieses que no estoy presente».
Obedecí aquella muda recomendación, y en el silencio, más muerto que vivo, turbado y con el corazón latiéndome violentamente, acepté, de una manera mecánica, la mano que me tendía el bañero, y salté a la barca. El bañero entró en el agua hasta que ésta le cubrió la mitad de las piernas, metió los remos en los escalamos y luego empujó la barca hacia el mar. Sentado, cogí los remos y empecé a remar con la cabeza baja, bajo el ardiente sol, dirigiéndome hacia el promontorio que cerraba la pequeña bahía. Remaba con ahínco, por lo que, en unos diez minutos, llegué al promontorio, siempre en silencio y sin mirar a Emilia. Sentía una especie de reserva y no quería hablar mientras la playa y sus bañistas estuviesen a la vista. Quería la soledad en torno a mí y a ella, como en la villa, como siempre que deseaba decirle ciertas cosas.
Pero mientras remaba advertí que, en un repentino desbordamiento de amargura, las lágrimas habían empezado a brotar de mis ojos. Sentía que las lágrimas me quemaban los ojos y que las mejillas me ardían cada vez que una de aquellas lágrimas se deslizaba de mis ojos y rodaba hacia abajo. Cuando estuve a la altura del promontorio, remé más fuerte, para vencer la resistencia de la corriente, que, en aquel punto, arremolinaba el agua y la hacía rebelarse. A la derecha había una pequeña roca negra, que emergía del agua con su punta agujereada, y, a la derecha, la pared del monte. Dirigí la proa hacia aquel estrecho, remé con vigor en medio de aquel remolino y rebasé el promontorio. La roca, allá donde se hundía en el mar, se veía blanquinosa a causa de la sal, y cada vez que el agua descendía a causa del reflujo, se veían brillar las barbas de los líquenes. Tras el promontorio apareció un vasto anfiteatro de bloques erráticos a espaldas de la pared vertical del monte; y, entre un bloque y otro, acá y allá, pequeñas playas de blancos guijarros, completamente desiertas. También el mar estaba desierto, sin barcas ni bañistas. Y aquella ensenada tenía un color celeste, compacto y oleoso, que parecía indicar una gran profundidad. Más a lo lejos se perfilaban otros promontorios, uno tras otro, sobre el mar liso y lleno de sol, semejantes a bastidores de un peregrino teatro natural.
Finalmente, enlentecí la marcha y levanté el rostro hacia Emilia. Y como si también ella hubiese estado esperando, para hablar, que doblásemos el promontorio, me sonrió y me preguntó con voz dulce:
—¿Por qué lloras?
Respondí:
—Lloro por la alegría de verte.
—¿Te gusta verme?
—¡Mucho…! Estaba seguro de que te habías marchado…, y veo que no lo has hecho.
Ella bajó los ojos y dijo:
—Había decidido partir, y esta mañana bajé al puerto con Battista. Pero luego, en el último instante, me arrepentí y me quedé.
—¿Y qué has hecho hasta ahora?
—Pues pasear un poco por el puerto…, sentarme en un café… Luego subí a Capri con el funicular y telefoneé a la villa… Me dijeron que habías salido… Entonces pensé que podías haber ido a Piccola Marina y vine aquí… Me desnudé y te esperé… Te he visto mientras decías al bañero que te preparase una barca. Estaba tumbada al sol y has pasado a mi lado sin verme. Entonces, mientras tú te desnudabas, subí a la barca.
Durante unos momentos no dije nada. Nos hallábamos ahora a mitad de camino entre el promontorio, ya rebasado, y otro saliente que cerraba la ensenada. Más allá de aquel saliente sabía que se encontraba la Grotta Verde, en la cual, al principio, había tenido intenciones de bañarme. Finalmente, le pregunté en voz baja:
—¿Y por qué no te has marchado con Battista, como habías decidido? ¿Por qué te has quedado aquí?
—Porque esta mañana, al pensar de nuevo en lo nuestro, he comprendido que me había equivocado respecto a ti…, y que todo había sido un equívoco.
—¿Qué es lo que te lo ha hecho entender de esa manera?
—No lo sé… Quizá, sobre todo, el tono de tu voz anoche…
—Y ahora, ¿estás convencida verdaderamente de que jamás he cometido todas esas cosas feas de que me acusabas?
—Sí, estoy convencida de ello.
Sin embargo, aún tenía que hacer una última pregunta, tal vez la más importante de todas.
—Pero tú —dije— no crees que sea despreciable. Aunque no haya hecho esas cosas, no crees que sea despreciable simplemente por estar hecho de materia despreciable… Dime, ¿verdad que no crees eso?
—Nunca lo he creído… Creía que te habías comportado de cierta forma y por eso había dejado de estimarte… Pero ahora sé que ha sido equívoco. No hablemos más de ello, ¿quieres?
Esta vez callé, y también calló ella, y yo empecé a remar con mayor fuerza, redoblada ahora, según me pareció, por una alegría que poco a poco, como un sol naciente, salía y se levantaba para caldear mi ánimo, hasta entonces aterido e inerte. Entretanto habíamos llegado a la altura de la Grota Verde, y yo me dirigí hacia la cueva, que ya se entreveía, temblorosa y torcida, sobre un espejo de agua de un verde frío.
Le pregunté entonces:
—¿Me amas?
Ella titubeó y, al fin, contestó:
—Siempre te he amado…, y siempre te amaré —pero lo dijo con una especie de tristeza, que me sorprendió.
Insistí, alarmado:
—¿Por qué lo dices de una manera tan triste?
—No lo sé… Tal vez porque habría sido mucho más hermoso que no nos hubiera separado jamás equívoco alguno y que nos hubiésemos amado siempre como en el pasado.
—Sí —dije—, pero todo eso ha acabado ya… No debemos pensar más en ello. Ahora nos amaremos para siempre. —Ella parecía asentir con la cabeza, pero sin levantar los ojos, siempre algo triste. Dejé un momento los remos e, inclinándome hacia delante, añadí—: Vayamos ahora a la Grotta Rossa… Es una cueva más pequeña y mucho más profunda que se encuentra después de la Grotta Verde… En el fondo se extiende una pequeña playa, en la oscuridad… Allí nos amaremos, ¿quieres, Emilia?
Vi que levantaba los ojos y asentía con la cabeza, en silencio, mirándome fijamente, con un aire de complicidad discreta y, tal vez, algo vergonzosa. Empecé a remar de nuevo con fuerza. Henos aquí dentro de la cueva, bajo la gran bóveda de roca escabrosa sobre la cual el agua y el sol reflejaban alegremente una densa y móvil red de imágenes color esmeralda. Más hacia el fondo, allá donde el mar se impulsaba a intervalos, haciendo retumbar sordamente la bóveda, el agua era oscura, y de ella emergían como las grupas de animales anfibios, algunas rocas negras y lisas. He aquí la luminosa tronera entre dos rocas, que permitía pasar a la Grotta Rossa. Emilia permanecía ahora inmóvil, mirándome y siguiendo con los ojos todos mis movimientos, en una actitud de docilidad sensual y suspendida, como de mujer dispuesta a entregarse y que sólo espera la señal para ello. Dirigiendo alternativamente los remos contra las paredes del pasadizo, bajo la bóveda de la que pendían estalactitas, impulsé la barca hacia fuera y luego hacia la oscura boca de la Grotta Rossa. Dije a Emilia:
—¡Cuidado con la cabeza! —y luego, con un solo golpe de remo, empujé la barca sobre la tranquila superficie del agua, dentro de la cueva.
La Grotta Rossa se divide en dos partes: la primera, semejante a una entrada, está separada de la segunda por el techo, que baja de pronto; más allá de este descenso del techo, la cueva se dobla en codo y se adentra mucho hasta la playa, que ocupa su fondo. Esta segunda parte está inmersa en una oscuridad casi completa, y se han de tener habituados los ojos a las tinieblas antes de entrever la pequeña playa subterránea, extrañamente iluminada por aquella luz rojiza que da precisamente su nombre a la cueva. Hablé de nuevo:
—Está muy oscura la cueva… Pero pronto, apenas nuestros ojos se acomoden, nos veremos.
Entretanto, impulsada por el golpe de remos inicial, la barca se deslizaba en la oscuridad, entre el agua y la bóveda baja; no vi nada más. Finalmente, oí cómo la proa chocaba contra la playa y se hundía en la arena con un sonoro ruido a mojado. Entonces dejé los remos e, inclinándome ligeramente, tendí una mano hacia el punto de la oscuridad en que se encontraba la popa y dije:
—Dame la mano, te ayudaré a bajar. —No llegó a mí respuesta alguna. Repetí, sorprendido—: Dame la mano, Emilia —y, por segunda vez, me incliné tendiendo la mano.
Luego, al ver que no me respondía, me incliné aún más, y con cautela, para no chocar contra la cara de Emilia, que sabía estaba sentada en la popa, la busqué palpando. Pero mi mano encontró sólo el vacío y, bajándola, noté bajo mis dedos, allí donde habría debido encontrar el cuerpo de Emilia, la madera lisa del asiento vacío. De pronto, mi estupor se mezcló con una sensación de miedo.
—¡Emilia! —grité—. ¡Emilia!
Me respondió sólo un tenue eco helado, o, por lo menos, así me lo pareció. Entretanto, mis ojos se habían acostumbrado y distinguían, al fin, en la densa penumbra, la barca varada por la proa, la playa de menuda arena negra, la bóveda luciente y goteante que se curvaba sobre mi cabeza. Y entonces vi que la barca estaba vacía, que no había nadie en la popa, que la playa estaba asimismo vacía, que en torno a mí no había nadie y que me encontraba solo.
Dije, mirando hacia popa, atónito:
—Emilia —pero esta vez en voz baja. Y repetí—: Emilia, ¿dónde estás?
Y en aquel momento comprendí. Entonces bajé de la barca, me arrojé sobre la playa, hundí la cara en la húmeda arena negra y creo que me desvanecí, porque permanecí inmóvil, casi sin darme cuenta de lo que hacía, durante un tiempo que me pareció larguísimo.
Luego me levanté, subí maquinalmente a la barca y la impulsé fuera de la cueva. En la boca de la misma me hirió la fuerte luz del sol, reflejada por el mar. Consulté mi reloj de pulsera y vi que eran las dos de la tarde. Había permanecido en la cueva más de una hora. Recordé que el mediodía es la hora de los fantasmas. Y comprendí que había hablado y llorado ante un fantasma.