Primer acto
La acción se desarrolla en la mente, el pensamiento y la memoria de Quentin. A excepción de una silla, no hay más mobiliario en el sentido convencional; tampoco paredes ni divisiones sólidas.
La escenografía se compone de tres niveles de altura ascendente, con el más alto al fondo, que atraviesan en curva el escenario. Elevándose sobre él, dominándolo, se alza la maldita torre de piedra de un campo de concentración alemán. Sus amplios ventanales son como ojos que en este momento parecen cegados y oscuros; de sus muros sobresalen unos barrotes curvos de hierro, como tentáculos rotos.
En los dos niveles inferiores hay zonas esculpidas; de hecho, el espacio en general ofrece un aspecto neolítico, como de una geografía dúctil, hecha de lava, en cuyas simas y oquedades se desarrollan las escenas. La mente carece de color pero sus recuerdos brillan contra la tonalidad gris de su paisaje. Cuando los personajes toman asiento, lo hacen sobre los contrafuertes, salientes o hendiduras del decorado. Una escena puede comenzar en un espacio acotado y luego extenderse o irrumpir en todo el escenario, invadiendo cualquier otra zona.
Los personajes aparecen y desaparecen instantáneamente, como en la mente; pero no es necesario que salgan de escena. El diálogo aclarará quién está «vivo» en un momento determinado y quién en suspenso.
El efecto, por tanto, será el de la instantaneidad de una mente cuyos pensamientos irrumpen y revolotean, surcando las superficies de aquélla y adentrándose en sus profundidades.
El escenario está a oscuras. De pronto se percibe una figura moviéndose en la parte más alejada; se oyen unas pisadas, y luego otras. A medida que aumenta la intensidad de la luz, los personajes entran en escena por debajo de la elevada plataforma trasera y suben desplazándose aleatoriamente. Unos toman asiento de inmediato, otros se adentran en el fondo del escenario y parecen reconocerse, y otros se desplazan en solitario, desvinculados completamente del resto. Se dirigen a Quentin en sibilantes susurros, algunos con ira, otros en tono de súplica. A continuación, Quentin, un hombre de cuarenta y tantos años, emerge de entre la masa de gente y avanza hacia el proscenio. Cesa todo movimiento. Quentin se dirige al Oyente, quien, si fuera visible, se hallaría sentado justo al otro lado del escenario.
QUENTIN: ¡Hola! ¡Dios, cuánto me alegro de volver a verte!… Yo, muy bien. Espero que no haya sido mucha molestia, te he avisado con tan poca antelación… Me alegro, en realidad sólo quería saludarte. Gracias. (Se sienta, invitado por el Oyente. Breve pausa). La verdad es que, esta mañana, de repente se me ha ocurrido llamarte. Tengo cierta decisión que tomar. Ya sabes…, uno se pasa meses dándole vueltas a algo y de buenas a primeras lo tiene delante y no sabe qué hacer. (Se dispone a empezar, mira hacia fuera del escenario). Ah… (Algo lo interrumpe, y se vuelve hacia el Oyente, sorprendido). He dejado el bufete, ¿no te lo dije por carta?… ¡No me digas! Estaba convencido de que te había escrito… Ah, pues hará unos catorce meses; unas semanas después de que muriera Maggie. (Maggie se mueve en la segunda plataforma). Al final no era capaz de concentrarme; al menos, no como solía hacerlo. Me sentía como esclavo de mi propio éxito. Dejé de verle ningún sentido. Aunque a veces pienso si no estaré simplemente intentando autodestruirme… En fin, he tirado por la borda lo que se considera una carrera importante… No gran cosa, siento decir. Sigo alojado en el hotel, salgo de vez en cuando con alguien, leo bastante (sonríe), miro por la ventana. No sé por qué sonrío; será que tengo la impresión de que eso ya es agua pasada y voy a volver a aferrarme a algo. Aunque ya he tenido esa impresión otras veces y no he hecho nada al respecto, yo… (De nuevo, algo lo interrumpe; se muestra sorprendido). Eso sí te lo conté, ¿no? A lo mejor sueño que escribo esas cartas. Mi madre falleció… Ah, pues hará ya cuatro (se oye un avión detrás de él) o cinco meses. Sí, de repente; yo estaba en Alemania en ese momento y… ésa es una de las cosas que te quería (aparece Holga en la plataforma superior, buscándolo con la mirada) contar. He…, he conocido a una mujer allí. (Sonríe abiertamente). Nunca pensé que volvería a ocurrir, pero intimamos mucho. De hecho, llega esta noche, viene a no sé qué conferencia en Columbia… Es arqueóloga. Verás, no sé si quiero perderla, pero por otro lado pienso que es un disparate comprometerme otra vez… Ya, bueno, pero fíjate en mi vida. Una vida, a fin de cuentas, se remite a las pruebas, y yo llevo dos divorcios a mis espaldas. (Volviéndose para echar una ojeada hacia Holga). Te seré franco, me da un poco de miedo… Pues porque no sé a quién ni qué le voy a ofrecer. (Se sienta de nuevo y se inclina hacia delante). ¿Sabes una cosa? Cada vez tengo más claro que durante muchos años la vida fue para mí como un caso pendiente de juicio, como una serie de pruebas en un sumario. De joven, pruebas lo valiente que eres, o lo listo; luego, que eres buen amante; después, buen padre; y al final, sabio o poderoso o lo que demonios corresponda. Pero en el fondo, ahora me doy cuenta, había cierta presunción en todo ello: la de que me movía por una senda ascendente hacia Dios sabe qué cumbre, hacia algún lugar donde encontraría mi justificación o incluso mi condena, hacia algún veredicto en cualquier caso. Ahora pienso que, para mí, el desastre empezó realmente cuando un día levanté los ojos y me di cuenta de que el estrado estaba vacío. No había ningún juez a la vista. Lo único que quedaba era la interminable discusión con uno mismo, este absurdo litigio existencial ante un estrado vacío. Lo que, por supuesto, es lo mismo que decir la desesperanza. Y la desesperanza, desde luego, puede ser una forma de vida; pero uno tiene que creer en ella, asumirla, tomarla en serio y seguir adelante de nuevo. Yo, en cambio, es como si me hubiera quedado en suspenso. (Breve pausa). Y así se me van escurriendo de entre las manos los días, los meses, los años ya. Hace un par de semanas reparé en un detalle curioso. A pesar de toda esta oscuridad, lo cierto es que todas las mañanas, cuando me levanto, ¡me siento lleno de esperanza! Aun sabiendo todo lo que sé, abro los ojos ¡y soy como un niño! Por un instante siento una especie de…, de promesa informe en el aire. Salto de la cama, me afeito, estoy deseando terminar de desayunar… y luego se cuelan en mi habitación mi vida y su sinsentido. Y pensé: si lograra acorralar esa esperanza, descubrir en qué consiste y así desengañarme de una vez por todas o bien hacerla verdaderamente mía…
FELICE (que acaba de entrar): Se acuerda usted de mí, ¿verdad? ¿Hace dos años, en su despacho, cuando consiguió que mi marido firmara los papeles del divorcio?
QUENTIN (al Oyente): No sé por qué la traigo a la memoria. Me encontré por casualidad con ella en la calle el mes pasado…
FELICE: Siempre he querido decírselo: ¡me cambió usted la vida!
QUENTIN (al Oyente): Hay algo en esa chica que me incomoda.
FELICE (de cara al público, al lado de Quentin): Verá, es que mi marido era siempre tan infantil cuando estaba a solas conmigo… Pero la manera en que usted le habló hizo que reaccionara con tanta dignidad ¡que casi me enamoro de él! Y cuando salimos, ya en la calle, me pidió una cosa. ¿Hace falta que se lo diga o ya lo sabe?
QUENTIN (volviéndose ahora hacia ella): ¿Que se acostara con él por última vez?
FELICE: ¿Cómo lo ha adivinado?
QUENTIN: Bueno, ¿y qué mal hubiera habido en ello?
FELICE: Pero habría sido raro el mismo día de firmar el divorcio, ¿no?
QUENTIN: Querida, nunca se deja de amar a quien se ha amado. ¿Para qué empeñarse? (Louise baja hacia él, y Maggie aparece al fondo del escenario con un vestido dorado entre una serie de hombres anónimos. Quentin se vuelve otra vez hacia el Oyente). ¿Por qué pronuncio esas sentencias absurdas?
MAGGIE (entre los hombres, ríe, como si se alegrara de verlo): ¡Quentin! (Maggie desaparece).
QUENTIN: ¡Dichosas mujeres, cuánto daño me han hecho! ¿Cuándo aprenderé?
HOLGA (aparece bajo la torre con un ramillete de flores, al tiempo que Maggie y los hombres quedan a oscuras de nuevo): ¿Te gustaría ver Salzburgo? Creo que esta noche ponen La flauta mágica.
QUENTIN (refiriéndose a Holga): No sé qué podría ofrecerle a esa chica. (Holga sale. Louise ha avanzado hacia él y se ha colocado delante; Quentin lanza una ojeada hacia ella). No sé culpar con firmeza.
FELICE (mientras Louise se aleja pensativa hacia el fondo del escenario y sale): ¡Pero por fin entendí lo que había querido decirme! Que no tiene sentido, ¿no es eso? ¡Que nadie tiene por qué tener la culpa! En cuanto lo comprendí, ¡empecé a bailar mejor!
QUENTIN (al Oyente): ¡Caramba, qué grandes consejos doy!
FELICE: ¡Ahora, cuando bailo, casi me siento libre! A veces sólo tengo que pensar que me elevo, ¡y me elevo! Me concentro mucho y echo a volar por la pista. (Se aleja volando y desaparece en la oscuridad).
QUENTIN: Por si fuera poco, esa chica volvió a aparecer la otra noche en mi habitación, entró volando, ¡resucitada! Me hizo pensar hasta qué punto creo en la vida.
FELICE (entrando con precipitación): ¡Me he operado la nariz! ¿Me deja que se la enseñe? El médico ya me había quitado el vendaje, pero volví a ponérmelo, ¡porque quería que usted fuera el primero en verla! ¿Le importa?
QUENTIN (volviéndose hacia ella): No. Pero ¿por qué yo?
FELICE: Porque… ¿se acuerda de la noche que vine a verlo? Aún no tenía decidido si operarme o no. Porque cambiarse la nariz tiene un puntito de falsedad; no era cuestión de basar mi vida en la forma de un pedazo de cartílago. No tiene que contestarme si no quiere, pero… creo que aquella noche usted quería hacer el amor conmigo. ¿No es cierto?
QUENTIN: Sí, es cierto.
FELICE: ¡Lo sabía! ¡Y me dio la impresión de que mi nariz era lo de menos! Así que ¿por qué no tenerla pequeña? ¿Me deja que se la enseñe?
QUENTIN: Sería un placer.
FELICE: Cierre los ojos. (Quentin los cierra. Felice se quita el vendaje). Ya está. (Él mira. Ella levanta el brazo como si bendijera). Siempre le estaré agradecida. ¡Siempre!
(Quentin se vuelve lentamente hacia el Oyente mientras Felice se adentra en la oscuridad).
QUENTIN: La verdad es que me gustaba aún más con la nariz que tenía antes. Y sin embargo quizá ella me recuerde como un hito en su vida. Con lo poco que significó para mí… Me siento como un espejo en el que ella, por lo que fuera, se vio maravillosa. (Dos portadores de féretros aparecen a lo lejos cargando con un ataúd invisible). Igual que en el funeral de mi madre. (La madre aparece en la plataforma superior con los brazos cruzados sobre el pecho, como un cadáver en un féretro). Todavía oigo su voz en la calle de vez en cuando, llamándome con toda claridad, como si fuera real. Pero está muerta y enterrada. Todo aquel cementerio… me pareció un campo de espejos sepultados en los que los vivos simplemente se veían. Por lo visto soy incapaz de llorar su pérdida. (Aparece el padre, tapado con una manta, con dos enfermeras a su lado). O quizá es que no creo que el dolor sea dolor hasta que te mata. (Aparece Dan, hablando con una enfermera). Como cuando volví en avión y me encontré con mi hermano en el hospital.
(La enfermera sale precipitadamente, y Quentin se ha levantado y se ha acercado a Dan).
DAN: Qué alegría que hayas venido, hermanito; preferiría no haberte enviado ese telegrama, pero no sabía qué hacer. ¿Qué tal el vuelo, bien?
QUENTIN (a Dan): Pero ¿qué otra opción hay? Ha muerto, hay que decírselo.
DAN (a Quentin): Pero si el hombre ha salido del quirófano esta misma mañana. ¿Cómo vamos a entrar y soltarle: «Tu mujer ha muerto»? Sería como arrancarle un brazo. ¿Y si le decimos que mamá está en camino y luego le damos un sedante?
QUENTIN: Pero, Dan, ¿no crees que tiene derecho a saberlo? Después de cincuenta años juntos, se lo deben el uno al otro.
DAN: Mamá era su mano derecha, hermanito; sin ella nunca fue gran cosa, ¿entiendes? Se vendrá abajo.
QUENTIN: No estoy de acuerdo; yo creo que papá es mucho más hombre que todo eso. (Sin pausa, al Oyente): ¡Lo cual no deja de tener gracia!… ¡Porque Dan siempre había idolatrado al viejo, mientras que yo le vi el plumero desde el principio! De pronto estamos intercambiando los papeles, ¡como niños en un juego! ¡Ya no sé lo que nadie es para nadie!
DAN (como si hubiera tomado una decisión): Está bien, entremos pues.
QUENTIN: ¿Quieres que se lo diga yo?
DAN (a regañadientes, con miedo pero recogiendo el guante): Ya se lo digo yo.
QUENTIN: No tengo inconveniente en decírselo, Dan. Es parte de su vida, tanto como su boda.
DAN (aliviado): Bueno, si no te importa…
(Se dirigen los dos juntos hacia el padre, que está postrado en la cama. El padre aún no los ha visto. Avanzan abrumados por el peso de la noticia. Quentin se vuelve hacia el Oyente mientras avanza).
QUENTIN: ¿O será sencillamente que soy más cruel que él?
(Ahora el padre los ve y levanta el brazo).
DAN (señalando a Quentin): Papá, mira…
PADRE: ¡Arrea! ¡Mira tú quién está aquí! ¡Pensaba que andabas por Europa!
QUENTIN: Acabo de volver. ¿Cómo estás?
DAN: Se te ve estupendamente, papá.
PADRE: ¿Cómo que «se me ve»? ¡Es que estoy estupendamente! ¡Os aseguro que ahora mismo me operaba otra vez! (Ríen con él, orgullosos). En serio os lo digo…, hay que ver el médico ese lo preocupado que estaba, al final tuve que decirle: «Mire, si tan mal lo va a pasar, ¡túmbese usted en el quirófano, que lo opero yo!». Un buen hombre ese cirujano. Yo creía que ibas a estar fuera un par de meses más.
QUENTIN (vacilante): He decidido volver y…
DAN (lo interrumpe, con un dejo extraño en la voz): Sylvia vendrá enseguida. Está abajo comprándote algo.
PADRE: ¡Mira qué detalle! ¿Sabéis lo que os digo, muchachos? Esa cría cada vez se parece más a su madre. Ha venido a verme todos los días, sin falta… ¿Dónde está vuestra madre? He estado llamando a casa.
(Una brevísima pausa, vacía, completamente vacía).
DAN: Un segundo, papá, sólo quería… (Atropelladamente, sin motivo aparente, se desplaza hacia el fondo del escenario y da una voz en dirección a la enfermera. Quentin se queda mirando fijamente a su padre). ¡Enfermera! Eh…, ¿podría bajar a la tienda de regalos y ver si mi hermana…?
PADRE: ¡Dan! Dile que traiga hielo. ¡Y cuando llegue vuestra madre, brindáis todos juntos! Tengo una botella de whisky guardada en el armario. (A Quentin): Hijo mío, voy a salir de ésta hecho un chaval. Tu madre tiene razón, que me haya hecho viejo no significa que tenga que vivir como un viejo. Podríamos irnos a Florida por ejemplo, o…
QUENTIN: Papá.
PADRE: ¿Qué? ¿Ese traje es nuevo?
QUENTIN: No, hace tiempo que lo tengo.
PADRE (haciendo memoria; a Dan, refiriéndose a la enfermera): Ah, y vasos, dile también que nos harán falta más vasos.
QUENTIN: Escucha, papá…
(Dan se detiene en seco y se vuelve).
PADRE (sin percatarse de nada, mirando risueño al hijo que acaba de volver): Dime.
QUENTIN: Mamá ha muerto. Le dio un infarto anoche cuando volvía a casa.
PADRE: Oh, no, no, no, no.
QUENTIN: No queríamos decírtelo, pero…
PADRE: ¡Ay! Ay, no, no, no.
DAN: No se pudo hacer nada, papá.
PADRE: Oh. Oh. ¡Oh!
QUENTIN (tomándole la mano): Pero, papá, ya verás como todo se arregla, ya verás como…
PADRE (con un ronco resuello): Ay, hijo. ¡Ay, hijo mío! No, no.
DAN: Pero, papá, si eres un gran hombre. Papá, escucha…
PADRE: ¡Maldita sea! No supe cuidar de mí mismo, ¡sabía que era demasiado trajín para ella!
QUENTIN: Papá, no es culpa tuya, son cosas que pasan…
PADRE: Pero si hace nada estaba aquí sentada. Estaba…, ¡estaba aquí mismo!
QUENTIN: Papá…, papá…
(Dan se acerca para consolarlo).
PADRE: Hijos míos…, ¡era mi mano derecha! (Levanta el puño y parece a punto de perder el control de nuevo).
DAN: Nosotros cuidaremos de ti, papá. No quiero que te preocupes por…
PADRE: No, no. Puedo apañármelas solo. ¡Qué demonio! ¡Si ahora estoy mejor! ¡Ahora, ahora estoy mejor! (Se quedan en silencio). Entonces, ¿dónde está?
QUENTIN: En la funeraria.
PADRE (moviendo la cabeza; exhala un suspiro explosivo): ¡Aaaaaah!
QUENTIN: No queríamos decírtelo pero pensamos que preferirías saberlo.
PADRE: Sí. Gracias. Gracias. Tendré… (Levanta la vista hacia Quentin). Tendré que ser más fuerte y ya está.
QUENTIN: Así es, papá.
PADRE (sin dirigirse a nadie en particular, mientras la madre desaparece en la parte de arriba): Esto…, esto me hará más fuerte. (Pero contiene un sollozo; aprieta la mandíbula, mueve la cabeza y señala hacia un punto). ¡Si estaba ahí!
(Se lo llevan entre las enfermeras y Dan. Quentin se acerca lentamente al Oyente).
QUENTIN: Pese a todo, un par de meses después mi padre se tomó la molestia de registrarse y votar… En fin, quiero decir que…, que tampoco es que aquello acabara con él, por mucho que la llorase. No sé adónde demonios quiero ir a parar. Tiene algo que ver con… (La torre se ilumina gradualmente. Atrae la atención de Quentin). Fui a visitar un campo de concentración alemán.
(Quentin se dirige hacia la torre cuando aparece Felice, que levanta un brazo en ademán de bendición).
FELICE: Cierre los ojos, ¿de acuerdo?
QUENTIN (que se ha vuelto hacia Felice tras la entrada impetuosa de ésta): No entiendo por qué no me quito a esa chica de la cabeza. (Se dirige hacia ella). Sí que lo hizo, me ofreció algo…, amor, supongo. Y si no lo devuelvo es…, es como estar en deuda por un regalo que nunca pediste que te hicieran.
(La madre ha aparecido de nuevo; levanta la mano en un ademán de bendición igual que Felice).
FELICE: ¡Siempre le estaré agradecida!
(Felice sale y la madre desaparece).
QUENTIN: Cuando ella se marchó… hice una tontería. Algo incomprensible. En la pared de mi habitación del hotel hay dos apliques… (Mientras habla, Maggie entra en escena por la segunda plataforma, vestida con un negligé y el pelo revuelto. Quentin intenta reprimir su malestar). Me fijé por primera vez en que están colocados a…, a una extraña distancia el uno del otro. Y de pronto observé que si te colocas entre los dos (extiende los brazos) y alargas los brazos, puedes descansarlos sobre los apliques.
(Justo antes de que extienda por completo los brazos, Maggie se incorpora; se la oye respirar).
MAGGIE: ¡Mentiroso! ¡Juez!
(Quentin deja caer los brazos, interrumpiendo la imagen; Maggie sale.
Aparece Holga y se agacha para leer una placa pegada a la pared de una cámara de tortura).
QUENTIN: Ah. El campo de concentración… Ella fue quien… Holga me llevó a ese campo.
HOLGA (volviéndose hacia «él», como si Quentin estuviera de pie a su lado): Ésta es la sala donde los torturaban. No, no te preocupes, yo te lo traduzco. (Holga devuelve la atención a la placa; él se acerca lentamente por detrás). «La puerta de la izquierda conduce a una cámara donde se les arrancaban las piezas dentales de oro; la sangre se desaguaba por el sumidero que hay en el suelo. A veces los estrangulaban uno por uno en lugar de fusilarlos. Los barracones de la derecha servían de prostíbulo, donde las mujeres…».
QUENTIN: Creo que no hace falta que sigas, Holga.
HOLGA: No, si quieres ver el resto…
QUENTIN (tomándola del brazo): Vamos a dar un paseo, cariño. Fuera el campo está precioso. (Caminan. La luz ahora es diurna). Con qué solidez construían esas torres de vigilancia, ¿eh? Mira, aquí parece que la hierba está seca; vamos a sentarnos. (Toman asiento. Pausa). Yo estaba convencido de que el Danubio era azul.
HOLGA: Sólo en el vals, aunque también es verdad que, a medida que te vas acercando a Viena, cambia; será por deferencia a Strauss.
QUENTIN: No entiendo por qué me ha afectado tanto.
HOLGA: ¡Lo siento! (Holga hace ademán de levantarse, percibiendo cierto distanciamiento. Para animarlo): ¿Aún quieres ver Salzburgo? Me encantaría enseñarte la casa de Mozart. Además, tienen unas cafeterías estupendas.
QUENTIN (volviéndose hacia ella): ¿Algún conocido tuyo murió aquí?
HOLGA: No, qué va. Pero creo que es un sitio que se debe visitar. Y como parecías tan interesado…
QUENTIN: Sí, pero porque soy norteamericano. Puedo permitirme ese interés.
HOLGA: No estés tan seguro. Cuando fui a Estados Unidos por primera vez, ya terminada la guerra, estuvieron tres días interrogándome antes de dejarme entrar en el país. ¿Cómo era posible que hubiera pasado dos años de trabajos forzados si no era comunista ni judía? De hecho, sólo se quedaron tranquilos cuando mencioné que tenía familiares directos en varios ministerios nazis. Es como si se hubieran esfumado quince años de vida en una confusión demencial. Por eso me alegró tanto que mostraras ese interés.
QUENTIN (levantando la vista hacia la torre): Supongo que esperaba que me provocara indignación o rabia. Pero es como tragarse un puñado de tierra. Es extraño.
HOLGA (tumbándolo, alegremente): Ven, échate aquí un rato y a lo mejor…
QUENTIN: No, me… (le ha retirado la mano). Lo siento, cariño, no pretendía ser brusco.
HOLGA (dolida y avergonzada): Veo que en esa colina hay flores silvestres. ¡Voy a hacer un ramillete para el coche! (Se levanta rápidamente).
QUENTIN: ¿Holga? (Holga no se detiene. Quentin se levanta de un salto, sale apresuradamente tras ella y la vuelve hacia sí). Holga. (No sabe qué decir).
HOLGA: Quizá hemos pasado demasiado tiempo juntos. Puedo alquilar otro coche en Linz, y ya nos veremos en Viena más adelante.
QUENTIN: No quiero perderte, Holga.
HOLGA: Te oigo abrir las alas, Quentin. No soy un ser desvalido, puedo estar sola. Me encanta mi trabajo. El caso es que, desde el primer momento en que te dirigiste a mí, sentí…, no sé, como si ya te conociera, y eso nunca me había pasado antes… No se trata de casarse; no me da vergüenza seguir así. Pero necesito tener algo.
QUENTIN: ¿Y yo no te doy nada?
HOLGA: Me das mucho… Mira, me cuesta hablar de estas cosas. No soy de esas mujeres que necesitan seguridad en todo momento, esa clase de mujeres me parecen tontas…
QUENTIN (le vuelve la cara hacia él): Holga, ¿esas lágrimas son por…, por mí?
HOLGA: Sí.
QUENTIN: El caso es que no quiero aprovecharme de tus sentimientos hacia mí… Te juro que no sé si he obrado de buena fe en la vida. Y la duda me hace morderme la lengua cuando pienso en volver a prometer algo.
HOLGA: Pero ¿quién puede estar seguro de que ha obrado con buena fe?
QUENTIN (sorprendido): Vaya, no sabes cómo me consuela oírte decir eso. ¡Todas las mujeres que han pasado por mi vida lo tenían tan condenadamente claro!
HOLGA: Pero ¿cómo puede estar nadie seguro?
QUENTIN (la besa agradecido): ¿Por qué sigues volviendo a este lugar? Tengo la impresión de que te deja destrozada.
(Se oye a la madre cantando en voz baja una balada de una comedia musical de los años veinte).
HOLGA (tras una pausa; parece turbada, insegura): Pues… no lo sé. Tal vez… porque no morí en él.
QUENTIN (volviéndose rápidamente hacia el Oyente): ¿Qué?
HOLGA: ¡Pero es absurdo pensar eso! ¡La verdad es que no lo sé!
QUENTIN (acercándose al Oyente, en el borde del escenario): ¿Que la gente… qué? «Desea morir por los muertos». No, no, si lo entiendo; a veces es duro ser el superviviente. Pero yo… no creo que yo sienta eso… Aunque es verdad que ahora pienso en mi madre, y está muerta. ¡Sí! (Se vuelve hacia Holga). Y tal vez los muertos te incomoden, sí.
HOLGA: Estábamos en plena guerra. Acababa de salir de clase y me encontré una serie de panfletos británicos tirados por la acera. E imágenes de un campo de concentración. Y de personas cadavéricas. Los británicos solían tener credibilidad. Yo ignoraba por completo que estuviera ocurriendo algo así. De verdad. No es fácil renegar de tu país cuando se está en guerra. ¿Tus compatriotas renegaron de Estados Unidos cuando lo de Hiroshima? Siempre hay motivos. El caso es que le llevé uno de aquellos panfletos a mi padrino, que entonces todavía estaba en la jefatura de los servicios secretos. Y le pregunté si todo aquello era verdad. «Pues claro», me dijo, «¿por qué estás tan alterada?». Y yo le dije: «Eres un cerdo. Sois todos unos cerdos». Le arrojé la cartera a la cara. Y él la abrió, metió unos papeles dentro y me pidió que la llevara a cierta dirección. De manera que acabé convirtiéndome en mensajera de los oficiales que tramaban el asesinato de Hitler… Los colgaron a todos.
QUENTIN: ¿Y a ti por qué no?
HOLGA: Porque no me delataron.
QUENTIN: Entonces, ¿por qué dices que uno nunca puede estar seguro de haber obrado de buena fe?
HOLGA (tras una pausa): Aquélla fue mi patria… quizá durante más tiempo del que debiera. Pero yo no sabía nada. Y ahora no comprendo cómo no pude saberlo.
QUENTIN: Holga, alabadas sean tus dudas. No parece que vayas buscando una dichosa… victoria moral. Perdóname, no pretendía mostrarme distante contigo. Yo… (Levanta la vista).
HOLGA: ¡Voy a por las flores! (Se pone en marcha).
QUENTIN: ¡La culpa la tiene este lugar!
HOLGA (volviéndose, con mucho cariño): ¡Lo sé! ¡Enseguida vuelvo! (Se aleja a toda prisa).
(Quentin se queda inmóvil un momento; la presencia de la torre se impone sobre él; su color cambia; luego Quentin levanta la vista hacia la torre y se dirige al Oyente).
QUENTIN: Creo que esperaba que me provocara más extrañeza. Nunca pensé que estas piedras tendrían un aspecto tan normal. Y la vista desde aquí es más bien bucólica. ¿Por qué en este lugar percibo cierto «conocimiento»? Aun estando hueco y vacío, posee un rostro, y parece plantear una especie de pregunta: «¿Crees que existe algo más real que esto?». ¡Ahí está! Este lugar fue edificado por individuos que tenían fe, tal vez sea eso lo que asusta, y yo, sin tenerla, me encuentro desarmado ante él. Imagino el convoy de camiones subiendo trabajosamente esta montaña, me imagino a mí mismo en el interior de uno de ellos; nadie sabe cómo me llamo, ¡y sin embargo me aplastarán la cabeza contra un suelo de cemento! Y no habrá apelación… (Se vuelve rápidamente hacia el Oyente). ¡Ahí está! ¡Porque ya no veo una posibilidad de redención final! En un tiempo fue el socialismo, luego el amor; ¡pero esa última esperanza, la que siempre podía salvarnos en el último momento, ya no existe!
(Aparece la madre; entra Dan, la besa y sale).
MADRE (a un niño invisible): No comas tanto pastel, cielo, que en la boda habrá mucha comida.
QUENTIN: ¡Mi madre! Qué extraño. ¿Y matar?
MADRE (agachándose para dirigirse al pequeño): Sí, ponte las ligas, Quentin, y no protestes… ¡Porque es la boda de mi hermano y es muy feo que vayas con los calcetines caídos!
QUENTIN (se ha echado a reír, pero la risa da paso a): ¿Por qué me es imposible llorarla? Holga bien que ha llorado ahí dentro, ¿por qué yo no puedo? ¿Por qué siento cierto entendimiento con este matadero?
(La madre se ríe. Quentin se vuelve hacia ella).
MADRE (al niño): ¡Mis hermanos! ¿Que por qué en esta familia todas las bodas tienen que ser un desastre?… Porque la novia está embarazada, cielo, y además no tiene dinero, y es tonta ¡y le acabará saliendo bigote, fíjate lo que te digo! Por eso, cielo, espero que cuando crezcas aprendas a defraudar al prójimo. Sobre todo a las mujeres.
QUENTIN (observándola, sentado cerca de ella): ¿Y qué demonios tiene esto que ver con un campo de concentración?
MADRE: ¡Quieres hacer el favor de dejar de jugar con las cerillas! (Da un palmetazo sobre la mano invisible de un niño). ¡Te harás pis en la cama! ¿Por qué no haces ejercicios de caligrafía en vez de perder el tiempo? Escribes como un mono, cielo. Pero ¿dónde se ha metido tu padre? ¡Como se haya quedado dormido otra vez en los baños turcos, lo mato! Igual que cuando se olvidó de que aquel día era la boda de mi hermano y se fue a ver el combate entre Dempsey y Tunney. Y acabó quedándose encerrado en los servicios, y para cuando consiguieron sacarlo de allí, mi hermano ya estaba casado, ya teníamos nuevo campeón de boxeo y ¡él se había gastado cien dólares para meterse en un retrete! (Ríe).
(El padre ha aparecido en la plataforma superior, con la secretaria, y sostiene un teléfono invisible pegado a la oreja).
PADRE: Pues manda un telegrama a Southampton.
MADRE: Pero no debes reírte de él, es un gran hombre.
PADRE: Sesenta mil toneladas. Sesenta.
(El padre desaparece).
MADRE: Todavía hoy, en cuanto entra en una habitación, ¡dan ganas de ponerse a hacer reverencias! (Con cariño): Siempre que íbamos a un restaurante, nada más verlo los camareros empezaban a mover mesas de acá para allá… Pues porque la gente, hijo mío, sabe que es un hombre como es debido. El mismo doctor Strauss, el día de mi boda, se acercó y me dijo: «Rose, me basta con verlo para saber que te llevas un gran hombre», y eso que siempre estuvo enamorado de mí, me refiero al doctor Strauss… Pues claro, pero entonces no era más que un estudiante de medicina sin posibles, y mi padre no le dejaba entrar en casa. ¿Quién iba a imaginar que acabaría siendo un experto en cálculos de la vesícula? ¡Pobre muchacho! Me traía novelas para que las leyera, y libros de poesía, de filosofía, ¡de todo! Una vez incluso nos escapamos a un concierto de Rajmáninov juntos. (Ríe apesadumbrada; y con más asombro que amargura): Por eso, imagínate mi sorpresa cuando, a las dos semanas de casados, nos sentamos a cenar en un restaurante y tu padre va y me da la carta y me pide que se la lea… ¡Resulta que no sabía leer! ¡Casi echo a correr del susto!… ¿Que por qué? Porque tu abuela es tan señora y tan generosa que, a los dos meses de que tu padre hubiera entrado en la escuela, ¡va y lo pone a trabajar en la tienda! Hay mujeres así, hijo mío, ¡y él va ahora y le compra un Packard nuevo cada año! (Con un temor extraño, profundo): Haz el favor, cielo, quiero que «dibujes» las letras, esos garabatos dan muy mala impresión, cielo; ¡y la postura, la dicción, todo puede ser elegante! Pregúntale a la señorita Fisher, mi caligrafía estuvo años expuesta en el tablón de anuncios del colegio. Ay, Dios mío, nunca se me olvidará, alumna de matrícula, con la beca ya en la mano para estudiar en Hunter… (Su espíritu se nubla). Y al llegar a casa, tu abuelo me suelta: «¡Te vas a casar!». Cuando yo ya…, ya empezaba a sacar las alitas, dispuesta a echar a volar; dormí todo el año con la guía de la universidad bajo la almohada. ¡Las ganas de aprender que tenía, de aprenderlo todo! ¡Ay, cielo, es todo un gran misterio!
(El padre entra y se dirige al joven e invisible Quentin).
PADRE: Quentin, ¿me marcas el número del despacho? (A la madre): ¿Para qué has llamado a los baños turcos?
MADRE: Pensé que te habías olvidado de que la boda era hoy.
PADRE: Ya me gustaría, pero aquí el pagano soy yo.
MADRE: ¡El chico te devolverá el dinero!
PADRE: Pues más me vale que espere sentado. (Se vuelve, va hacia un punto y levanta el auricular de un teléfono invisible). ¿Herman? No cuelgues.
MADRE: A ver si ahora vamos a llegar tarde.
PADRE: Porque nos retrasemos media hora la novia no va a dar a luz.
MADRE: ¡No te hagas el gracioso! El chico está enamorado, ¿qué hay de malo en eso?
PADRE: Aquí todos se enamoran a costa de mi dinero. ¡Estoy casado con un nido de amor! (Se vuelve hacia Quentin, riendo): ¿Qué pasa, que el chaval tiene prohibido cortarse el pelo? (Se mete la mano en el bolsillo y lanza una moneda): Anda, toma y que al menos te lustren esos zapatos. (A la madre): Ve tú delante, cariño, yo voy enseguida.
MADRE: Anda, que te pongo los gemelos. ¡Ay, Señor, lo guapísimo que está con esmoquin! (La madre se aleja, pero de pronto se detiene, se vuelve y aguza el oído, intentando escuchar la conversación telefónica del padre).
PADRE (al teléfono): ¿Herman? ¿Sigue por ahí el contable? Dile que se ponga.
QUENTIN (de pronto, recordando, en dirección al Oyente): ¡Ah, sí!
PADRE: ¿Billy? ¿Has terminado? Bueno, ¿qué me cuentas? ¿Cómo ves la situación?
QUENTIN: ¡Sí!
PADRE: ¿No lees los periódicos? ¿Qué voy a hacer con ese fondo de inversión? No puedo regalarlo. ¿Qué banco? (La madre desciende un escalón, alarmada). Ya he estado en todos los bancos de Nueva York, nadie me acepta una sola letra, ¿cómo demonios quieres que me presten dinero?… Que no, que no hay dinero en Londres, ni en Hamburgo, ni un solo carguero en movimiento en todo el mundo, el mar está desierto, Billy… Venga, dime la verdad, ¿cuál es mi situación? (Cuelga el auricular. Pausa. La madre se le acerca por detrás. Él se yergue, casi envarado, como dispuesto a aguantar un chaparrón).
MADRE: ¿De qué hablabais? ¿Qué andas tramando? (El padre la mira fijamente sin abrir la boca; pero ella parece oír algo más, cierta información que la deja estupefacta). Pero ¿qué me estás diciendo? ¿Cuándo empezó todo esto?… Entonces, ¿cuánto has pensado sacar?… ¿Te has vuelto loco? Tienes más de cuatrocientos mil dólares en acciones, puedes vender el… (El padre se ríe en silencio). ¿Has vendido esas acciones, con lo buenas que eran? Y yo que acabo de comprarme un piano de cola, ¿por qué no me habías dicho nada? Y una cubertería de plata para mi hermano, ¡y tú callado! (Más contenida, da unos pasos, absorta en sus pensamientos). Pues entonces… mejor que cobres esa póliza; te darán al menos setenta y cinco mil al contado… (Se detiene en seco y se vuelve con estupor): ¡¿Cuándo?! (El padre pierde por momentos el porte y la compostura; se afloja la corbata). Bueno, pues… nos deshacemos de mis bonos. Mañana mismo… ¿Cómo dices? Bueno, pues los recuperas, tengo noventa y un mil dólares en bonos que tú me regalaste. Esos bonos son míos. Tengo bonos… (Se interrumpe, con el horror pintado en el semblante y una creciente mueca de desprecio). ¿Insinúas que viendo venir el desastre vas y echas la soga tras el caldero? Pero ¿qué clase de cretino eres tú?
PADRE: Un negocio no se cierra así como así; yo llegué a este país con un cartelito colgando del cuello, ¡igual que los paquetes que venían en la bodega del barco!
MADRE: Tendría que haber salido corriendo el mismo día que te conocí.
PADRE (como si le hubieran asestado una puñalada): ¡Rose! (Se sienta, cierra los ojos y agacha la cabeza).
MADRE: Tendría que haber hecho lo que mis hermanas, mandar a mis padres a tomar viento y ¡pensar en mí misma por una vez! ¡Salir corriendo, eso es lo que debería haber hecho!
PADRE (señalando hacia un punto cercano): Chisss, oigo a los niños…
MADRE: ¡Divorciarme es lo que debería hacer!
PADRE: Rose, hay gente con estudios que se está tirando por la ventana.
MADRE: ¡Soltar hasta el último dólar! (Inclinándose hacia él para espetarle): ¡Tú eres idiota!
(La proximidad de la madre lo obliga a levantarse; se miran a los ojos, como extraños).
QUENTIN (levantando la vista hacia la torre): ¡Sí! Sin motivo alguno…, ¡ni siquiera preguntan cómo te llamas!
PADRE (mirando hacia un punto cercano): ¿Alguien está llorando? Quentin está ahí dentro. Será mejor que hables con él.
(La madre, un tanto nerviosa, va hacia donde le indica el padre. Cuando está a unos pasos, sin embargo, se detiene).
MADRE: ¿Quentin? ¿Cielo? Mejor que te vistas. No llores, hijo… (Se ha interrumpido bruscamente al oír lo que ha dicho «Quentin»). ¿Lo que he dicho? ¿Por qué?, ¿qué he dicho?… Bueno, estaba un poco enfadada, pero eso no lo he dicho, seguro. ¡Pero si es un gran hombre! (Ríe). ¡Cómo iba yo a decir una cosa así! ¡Quentin! (Como si el niño desapareciera, extiende los brazos). ¡Yo no he dicho nada! (Exclamando en dirección a alguien perdido, corriendo apresuradamente detrás del niño). ¡Cielo, yo no he dicho nada!
(El padre y Dan salen de escena.
Al instante aparece Holga, yendo hacia Quentin).
QUENTIN (para sí, volviendo la vista hacia la torre): Ni siquiera te preguntan el nombre.
HOLGA (buscándolo con la mirada): ¿Quentin? ¿Quentin?
QUENTIN (a Holga): Tú me quieres, ¿verdad?
HOLGA: Sí. (Refiriéndose a las flores que lleva en los brazos): ¡Mira qué perfumado vamos a tener el coche!
QUENTIN (estrechándole las manos): Salgamos de este horrible lugar. ¡Vamos, te echo una carrera hasta el coche!
HOLGA: ¡Venga! ¡A sus puestos!
(Se preparan).
QUENTIN: ¡El último en llegar se come un perrito caliente asqueroso!
HOLGA: Preparados…, listos… (Quentin levanta de pronto la vista hacia la torre y se sienta en el suelo como si hubiera cometido un sacrilegio. Ella percibe lo que siente y le acaricia la cara). Quentin, cariño…, ninguno de los que sobrevivieron podrá volver a ser inocente jamás.
QUENTIN: Pero ¿tú qué solución encontraste? ¿De dónde sacas tanta determinación? ¡Estás tan llena de esperanza!
HOLGA: Quentin, yo creo que siempre es un error intentar buscar esperanza fuera de uno mismo. Un día la casa huele a pan recién hecho, y al siguiente a sangre y humo. Un día te desmayas porque el jardinero se ha cortado un dedo, y en menos de una semana te ves saltando sobre los cadáveres de unos niños en una estación de metro bombardeada. ¿Qué esperanza puede haber así? Poco antes de que terminara la guerra, quise morir. (Se levanta y sube por la escalera en dirección a la torre). Cada noche tenía el mismo sueño, hasta que al final ya no me atrevía a dormirme y acabé enfermando. Soñaba que tenía un niño, e incluso soñando era consciente de que aquel niño era mi vida, y el niño era idiota y yo huía. Pero el niño siempre volvía sigilosamente a mi regazo, se aferraba a mi ropa. Hasta que pensé que, si era capaz de besarlo, de besar lo que fuera que hubiese de mí en él, entonces tal vez lograría conciliar el sueño. Así que me incliné sobre su rostro deforme, y era horrible…, pero lo besé. Yo creo que al final uno debe abrazar su vida, Quentin. Ven, esta noche ponen La flauta mágica. ¿Te gusta La flauta mágica?
(Holga hace mutis por debajo de la torre, en el nivel superior).
QUENTIN (solo en el escenario): La echo mucho de menos…, muchísimo. Y sin embargo, en las cartas soy incapaz de despedirme con muestras efusivas de cariño. Me despido con un «atentamente» o un «cordial saludo» (Felice entra a lo lejos, por el fondo del escenario) o cualquier otra brillante evasiva por el estilo. Ya no hago nada con la sensación de necesidad absoluta. Tanto si abro un libro como si pienso en casarme otra vez, está condenadamente claro que se trata de mi elección…, y eso corta las cuerdas que unen mis manos al cielo. Suena absurdo, pero siento que…, que no cuento con la bendición divina. (Felice levanta la mano en ademán de bendición y hace mutis). Y no dejo de volver a los tiempos en los que parecía existir cierto deber en el horizonte. A esos tiempos en que tenía la cena servida en la mesa, una mujer (al fondo aparece Louise; lleva delantal y da brillo a la plata con un trapo), una hija ¡y un mundo dichosamente amenazado por injusticias que yo había nacido para reparar! ¡Qué ideal todo! ¿Recuerdas… cuando había buenos y malos? ¡Y lo fácil que era distinguir a unos de otros! El peor hijo de puta podía ser uno de los tuyos con tal de que adorara a los judíos y odiara a Hitler. En comparación, el mundo era una especie de paraíso. (Advierte que Elsie ha aparecido en la segunda plataforma; lleva un albornoz de playa sobre los hombros, y los brazos fuera de las mangas; está de espaldas al público). Hasta que empecé a analizarlo todo. ¡Dios, cuando pienso en las cosas que creía, me dan ganas de esconderme! (Echando una ojeada a Elsie): ¡Pero tampoco yo era tan joven! Un hombre de treinta y dos años ve a una invitada en su propio dormitorio quitándose el traje de baño mojado… (Elsie, al acercarse Quentin, se vuelve y el albornoz le resbala por un hombro)… y la invitada se le planta delante con los pechos al aire.
ELSIE: Ah, ¿ya has dejado de trabajar? ¿Por qué no bajas a darte un baño? El agua está estupenda.
QUENTIN (con amarga ironía, exclamando): ¡Te aseguro que no me pareció consciente de estar desnuda! (Louise entra y se sienta a la derecha, como en el suelo. Elsie desciende para unirse a ella, y Quentin la sigue con la mirada). ¡El jardín del Edén!… ¡Pues porque estaba casada! ¿Quién lo iba a imaginar de una mujer capaz de advertir cuándo desafina el Budapest String Quartet, de una mujer que se niega a llevar medias de seda (Lou, el marido de Elsie, entra por el fondo del escenario leyendo un escrito) porque los japoneses han invadido Manchuria, de una mujer cuyo marido, amigo mío, un santo varón, catedrático de derecho, está en el jardín, al otro lado de la ventana, revisando mi primer alegato ante el Tribunal Supremo? ¡Si hasta le veía la coronilla sobre la teta de ella, por amor de Dios! ¡Pues claro que vi lo que tenía delante, pero todo depende de lo que uno esté dispuesto a reconocer! ¡Reconocer lo que uno ve compromete los principios! (Quentin se vuelve hacia Louise y Elsie, que están sentadas en el suelo. Las dos cuchichean ensimismadas. Quentin se acerca a ellas por detrás. Se detiene y se vuelve hacia el Oyente). Además, ¿sabes qué te digo? Cuando dos mujeres cuchichean y se callan de golpe al verte aparecer…
ELSIE y LOUISE (volviéndose hacia él tras interrumpir bruscamente la conversación): Hola.
QUENTIN: Es porque debían de estar hablando de sexo. Y si una de ellas es tu mujer…, es que estaba hablando de ti.
ELSIE (como intentando alejarlo de allí): Lou está por ahí detrás, leyendo tu alegato. ¡Dice que has hecho un trabajo magnífico!
QUENTIN: Eso espero, Elsie. Esperaba su opinión con cierto nerviosismo.
ELSIE: ¡Ojalá se lo dijeras, Quentin! ¿Se lo dirás? Sólo dile lo mucho que valoras su criterio. Es importante que se lo digas. Qué divinamente se está aquí. (Incluyendo a Louise, levantándose): ¡Cómo os envidio a los dos! (Va hacia el fondo del escenario y se detiene al lado de su marido, Lou. Es un hombre de aspecto tierno y bonachón; viste pantalones cortos y está absorto en la lectura del alegato). Me apetece dar un último paseo por la playa antes de que salga el tren. ¿Te has peinado hoy?
LOU: Creo que sí. (Cierra el escrito y baja hacia Quentin): ¡Quentin! ¡Esto es magnífico! No parece siquiera un alegato; ¡tiene un estilo portentoso, la argumentación es espléndida! (Elsie hace mutis. Lou, riendo entre dientes, tira de la manga de Quentin). ¡Es casi un honor haberte conocido!
QUENTIN: Cuánto me alegro, Lou…
LOU (rodeando con el brazo a Louise): ¡Esto va a dar un impulso tremendo tu carrera! ¿Puedo pedirte un favor?
QUENTIN: Ah, lo que quieras, Lou.
LOU: ¿Se lo podrías pasar a Elsie, para que lo lea? Ya sé que no es habitual pedir una cosa así, pero…
QUENTIN: No te preocupes, será un placer.
LOU: Está muy alterada con todo esto, que me citaran a declarar y todos esos malditos titulares en la prensa. Lo cierto es que estas cosas acaban afectando a una relación. Así que cualquier muestra de respeto… Por ejemplo, le pasé el manuscrito de mi nuevo libro de texto e incluso he aplazado su publicación para así poder incorporar sus opiniones. No sé si será porque se está psicoanalizando, pero ha desarrollado una especial perspicacia…
LOUISE: ¡Mi asado!
(Louise hace mutis por el fondo del escenario).
QUENTIN: Pero espero que no lo retrases mucho tiempo, Lou; sería estupendo sacar algo a la luz en este momento. Sólo para darles en las narices a esos cabrones.
LOU (mirando atrás de soslayo): Pero es que, verás, es un libro de texto, y Elsie tiene la impresión de que sólo conseguiré que vuelvan a arremeter contra mí.
QUENTIN: Pero ya te han investigado. ¿Qué más daño podrían hacer?
LOU: Un nuevo ataque podría provocar mi expulsión de la facultad. Si me salvé la última vez fue sólo gracias al voto de Mickey. Hizo una declaración maravillosa en la reunión con el decano cuando me negué a testificar.
QUENTIN: Bueno, viniendo de Mickey era de esperar.
LOU: Sí, pero según Elsie…, publicarlo ahora caldearía otra vez los ánimos. Aunque para mí dejar ese libro aparcado es como una especie de suicidio…, todo lo que sé está en ese libro.
QUENTIN: Lou, tienes todo el derecho a publicarlo; un pasado radical no es la lepra. Si nos decantamos hacia la izquierda fue sólo porque parecía estar en posesión de la verdad. No debes avergonzarte.
LOU (afligido): ¡Tienes razón, maldita sea! Aunque… nunca te lo había contado, Quentin… (Permanece en la misma posición, pero queda en suspenso).
QUENTIN (al Oyente, bajando al borde del escenario): Sí, el día en que se acabó el mundo y ya nadie recuperó la inocencia. ¡Dios mío, con qué celeridad se vino todo abajo!
LOU (de cara al público): Cuando regresé de Rusia y publiqué aquel estudio sobre la legislación soviética, omití bastantes cosas de las que había visto. Mentí. Por una buena causa, pensaba yo, pero lo único que queda es la mentira. (Entran Elsie y Louise, hablando confidencialmente entre ellas y sin que se las oiga). Y ahora me resulta tan extraño…, tengo muchos defectos, pero nunca he sido un mentiroso. Sin embargo, mentí por el Partido, una y otra vez, año tras año. ¡Y por eso ahora, con este libro, tengo tantas ganas de ser sincero conmigo mismo! Verás, no temo ningún ataque, ¡lo que temo es verme obligado a defender mis propias mentiras increíbles! (Se vuelve, sorprendido al ver a Elsie).
ELSIE: Lou, no salgo de mi asombro, la verdad. Creía que ya habíamos zanjado ese tema.
(El padre y Dan aparecen al fondo del escenario).
LOU: Cariño, sólo quería saber qué opinaba Quentin…
ELSIE: Llevas la camisa por fuera, cariño. (Lou se remete rápidamente los faldones de la camisa. Y ella se vuelve hacia Quentin): No pensarás que debe publicar ese libro, ¿verdad?
QUENTIN: Pero la alternativa parece…
ELSIE (con una alarma explosiva, si bien contenida): ¡Pero, querido, la situación es la que es! Lou no es como tú, Quentin; tú y Mickey sabéis desenvolveros en el turbulento mundo de los bufetes privados, pero Lou es un hombre puramente académico. Es incapaz de salir y…
(Al fondo del escenario aparece la madre al lado del padre).
LOU (con una mueca incómoda, riendo entre dientes): Bueno, cariño, tampoco soy tan frágil, yo…
ELSIE (en un arranque de desdén, a Lou): ¡No es momento para ponerse a fantasear!
MADRE: ¡Idiota! (Quentin, atónito, se vuelve rápidamente hacia la madre, que se yergue con ademán acusador sobre el padre, sentado). ¡¿Mis bonos?!
QUENTIN (observando a la madre mientras se aleja): ¿Por qué me ha dado por pensar en cosas que se desintegran? ¿Acaso han estado íntegras alguna vez?
(La madre sale; por un momento, el padre y Dan permanecen a oscuras, paralizados en su desesperación.
Louise se pone de pie).
LOUISE: ¿Quentin?
(Quentin mira al suelo; luego se dirige al Oyente…).
QUENTIN: ¿No te ha parecido aterrador lo que ha dicho Holga?
LOUISE: He decidido psicoanalizarme.
QUENTIN: Abrazar tu vida… como a un niño idiota.
LOUISE: Quiero hablar de ciertas cosas contigo.
QUENTIN: Pero ¿acaso alguien puede realmente hacer eso? ¿Besar su vida?
LOUISE (sin saber qué decir por un instante): Siéntate, haz el favor.
(Louise reflexiona unos instantes. Él titubea, como abatido por el recuerdo, y también porque en su momento la experiencia fue un martirio. Y al acercarse a su silla…).
QUENTIN (al Oyente): Fue como… una reunión. En siete años nunca habíamos celebrado una reunión. Nunca, nunca nada que se pudiera llamar una reunión.
LOUISE: No parece que estemos (larga pausa mientras intenta desentrañar un pensamiento) casados.
QUENTIN: ¿Tú y yo?
(Louise está siendo sincera, pero son palabras que ha tenido que memorizar, por lo que su tono resulta ligeramente formulario).
LOUISE: No me haces ningún caso.
QUENTIN (con ánimo de ayudarla): ¿Te refieres a lo del viernes por la noche? ¿Cuando no te abrí la puerta del coche?
LOUISE: Sí, a eso me refiero, en parte.
QUENTIN: Pero si ya te lo dije, nunca habías esperado a que nadie te abriera la puerta, siempre la abrías tú sola.
LOUISE: Sí, siempre lo he hecho todo yo sola, pero eso no quiere decir que sea lo que hay que hacer. Quentin, todo el mundo se da cuenta.
QUENTIN: ¿De qué?
LOUISE: De cómo me tratas. Como si no existiera. Lo normal es que uno quiera descubrir cosas del otro. Algún interés tendré. Hay mucha gente, tanto hombres como mujeres, que sí me encuentran interesante.
QUENTIN: Pues yo… (se interrumpe), yo… no sé a qué te refieres.
LOUISE: No tienes ni idea de lo que es una mujer.
QUENTIN: Pero si no es verdad que no te haga caso, anoche mismo te leí mi alegato entero.
LOUISE: Quentin, ¿a ti te parece que leerle un alegato a una mujer es hablar con ella?
QUENTIN: Pero es lo que tengo en la mente en estos momentos.
LOUISE: Pues si es lo único que tienes en la mente, ¿para qué necesitas a una mujer?
QUENTIN: ¿Qué clase de pregunta es ésa?
LOUISE: ¡Te lo estoy preguntando, Quentin!
QUENTIN (tras una breve pausa, con miedo, anonadado): ¿Qué me estás preguntando?
LOUISE: ¿Qué soy yo para ti? ¿Me…, me preguntas algo alguna vez? ¿Algo personal?
QUENTIN (cada vez más alarmado): Pero, Louise, ¿qué te voy a preguntar? ¡Si ya te conozco!
LOUISE: No. (Se levanta, muy digna, ofendida). No me conoces. (Pausa. Ahora procede con cautela). No pienso seguir avergonzándome de mí misma. Antes pensaba que era lo normal, o incluso que si no me ves es porque no hay nada que ver en mí. Pero ahora pienso que en realidad no ves a ninguna mujer. Salvo a tu madre, hasta cierto punto. Sus sentimientos sí que los percibes, sabes cuando está triste o preocupada, pero conmigo no es así. Ni conmigo ni con ninguna otra.
(Elsie aparece en la segunda plataforma, a punto de dejar caer el albornoz como antes).
QUENTIN: Pero eso no es verdad. Yo…
LOUISE: Elsie también se ha dado cuenta.
QUENTIN (interrumpiendo brusca y culpablemente la visión de Elsie): ¿De qué?
LOUISE: Está asombrada contigo.
QUENTIN: ¿Por qué?, ¿qué ha dicho?
LOUISE: Dice que no pareces notar la presencia de una mujer.
QUENTIN: Ah. (Se queda sin palabras, desarmado, confundido).
LOUISE: Y ya sabes lo mucho que te admira. (Elsie desaparece. Quentin asiente con seriedad. De pronto se vuelve hacia el Oyente y estalla en una risa angustiada y sardónica. Se interrumpe bruscamente y enmudece de nuevo ante Louise. Ella se encara con él por primera vez, vacilante). ¿Quentin? (Quentin no contesta). El silencio ya no va a servir de nada, Quentin. No puedo vivir así.
(Pausa. Quentin se arma de valor).
QUENTIN: Si no digo nada quizá sea porque la vez en que decidí contarte lo que sentía tardaste seis meses en aceptarlo.
LOUISE (enfadada): No fueron seis meses, fueron unas semanas. Es verdad que exageré un poco las cosas, pero es comprensible. Regresas de un viaje y me sueltas que has conocido a una con la que te apetecía irte a la cama…
QUENTIN: Yo no te dije eso.
LOUISE: Sí, me dijiste exactamente eso. Y llevábamos un año casados.
QUENTIN: No te dije eso, Louise. Fue una idiotez decírtelo, pero insisto en que sólo pretendía hacerte un cumplido; no la toqué porque me di cuenta de lo que significabas para mí. Y tú te pasaste casi un puñetero año mirándome como si fuera una especie de monstruo del que nunca más te ibas a poder fiar. (Inmediatamente, al Oyente): ¿Y por qué creo que lleva razón? ¡Ahí está! ¡Sí…, ahora, ahora! Es la inocencia, ¿verdad? Los inocentes siempre son mejores, ¿verdad? Entonces, ¿por qué yo no puedo ser inocente? (La torre se ilumina). ¡Incluso este matadero! ¿Por qué hay algo en mí que me obliga a agachar la cabeza como si hubiera sido cómplice de lo que pasó aquí? (Aparece la madre al fondo del escenario). ¿Eh? Sí, por favor, si crees que lo sabes. (Volviéndose hacia la madre): ¿Traición en qué sentido?
MADRE: ¡Qué poemas me traía! Strauss sí que me entendía. Y a las dos semanas de casados, tu padre va y me tiende la carta del restaurante. ¡Para que se la leyera!
QUENTIN: ¡Ja! ¡Sí! Y a un niño…, a un niño que sabe leer; ¡un gran lector aquel niño!
MADRE: Quiero que hagas buena letra, cielo; quiero que seas…
QUENTIN (cayendo en la cuenta):… ¡un cómplice!
MADRE (volviéndose hacia el padre, que sigue sentado con aspecto abatido): ¡¿Mis bonos?! Y ni siquiera me lo dices. ¿Tú estás mal de la cabeza o qué? ¡Idiota!
QUENTIN (observándolos a los dos mientras quedan en penumbra, al Oyente): Pero ¿por qué hay tanta traición en el mundo? (Mickey aparece al fondo del escenario y contempla de frente a Louise, en silencio). ¿Habrá que achacarlo todo a las madres? ¿No hay madres que se lleven la insatisfacción a la tumba, que no quiebren la lealtad de sus hijos y se vayan de este mundo cargando con la culpa de lo que no hicieron? Pero diré más —y esto es lo que más me desconcierta—, ¿tan bueno es no ser culpable de los actos de otro?
(El padre y Dan hacen mutis en la oscuridad. La torre se oscurece).
MICKEY (a Louise, muy risueño): ¿Estás orgullosa de él?
LOUISE: ¡Sí!
MICKEY (acercándose a Quentin, que se vuelve hacia él): Ese alegato es estupendo, amigo; casi me emociono leyéndolo.
LOUISE: Lou y Elsie están aquí.
MICKEY: ¡Ah! No lo sabía. Estás guapísima, Louise. Se te ve muy animada.
LOUISE: ¡Gracias! ¡Me alegra oírlo! (Louise ríe silenciosa y tímidamente, lanza una ojeada a Quentin y se marcha).
MICKEY: ¿Problemas?
QUENTIN (avergonzado): No creo, ha decidido psicoanalizarse.
MICKEY: O sea, que tienes problemas. (Mueve la cabeza, riendo pensativo). Creo que quizá os casasteis demasiado jóvenes; a mí me pasó igual. Aunque tú no tonteas por ahí, ¿no?
QUENTIN: No, yo no.
MICKEY: Entonces, ¿por qué demonios parece que la culpa sea tuya?
QUENTIN: No sabía que lo fuera hasta hace poco.
MICKEY: ¿Sabes lo que hice yo al principio, cuando me pasó? Dedicaba cinco minutos al día a imaginar simplemente que mi mujer era una extraña. Como si aún no me hubiera acostado con ella. Uno tiene que generar cierto respeto por su misterio. Empieza con cinco minutos; yo ahora ya puedo alargarlo hasta una hora entera.
QUENTIN: Pero dicho así suena como si fuera un juego, ¿no?
MICKEY: Bueno, es que lo es, en cierto modo, ¿no?… Tratándose de dos, la sinceridad total nunca está garantizada, ¿no? Lo que quiero decir es que tu costilla no es, vamos.
QUENTIN: Sí, supongo que tienes razón.
(Pausa. Se oye a Lou y a Elsie hablando fuera de escena. Mickey va hacia un punto y baja la mirada como si se encontrara en lo alto de un acantilado).
MICKEY: Mi querido Lou; míralo ahí abajo, nunca ha aprendido a nadar, siempre ha chapoteado como un perrito. (Vuelve). Yo apreciaba a ese hombre. Todavía lo aprecio. Quentin, me han citado a declarar.
QUENTIN (con estupor): ¡Dios mío! ¿El Comité?
MICKEY: Sí. Ojalá hubieras venido a la ciudad cuando te llamé. Pero ahora ya no importa.
QUENTIN: Sospeché que la cosa iba por ahí. Supongo que, no sé…, que no quería saber nada más. Lo siento, Mick. (Al Oyente): ¡Sí, no ver! ¡Ser inocente!
(Larga pausa. Se les hace difícil mirarse a la cara).
MICKEY: Lo he pasado fatal, Quent. Se hace extraño… tener que analizar las ideas que uno sostiene; no en teoría, sino cuando tu vida está en juego. Hay muchas cosas que no se sostienen.
QUENTIN: Supongo que lo principal es no tener miedo.
MICKEY (tras una pausa): Creo que yo no tengo miedo. (Una pausa. Los dos están sentados mirando hacia delante. Finalmente, Mickey se vuelve hacia Quentin, que ahora lo mira de frente. Mickey esboza una sonrisa). Tal vez dejes de ser mi amigo.
QUENTIN (intentando tomarlo a broma, pero con terror incipiente): ¿Por qué?
MICKEY: Voy a decir la verdad. (Pausa).
QUENTIN: ¿A qué te refieres?
MICKEY: Voy…, voy a dar nombres.
QUENTIN (con incredulidad): ¿Por qué?
MICKEY: Porque… quiero. Desde hace quince años, vaya a donde vaya y hable de lo que hable, siempre tengo la sensación de que estoy engañando a los demás.
QUENTIN: Pero ¿no podrías hablar de ti mismo y ya está?
(Entra Maggie y se tumba en la segunda plataforma).
MICKEY: Quieren nombres, y su intención es destruir a todo el que…
QUENTIN: Me parece que te equivocas, Mick. Todo esto pasará, y creo que lo lamentarás. ¡Además, de todos modos Max siempre ha estado en contra de que se hagan esas cosas!
MICKEY: Ya lo he hablado con Max. Si no presto declaración, me echarán del bufete.
QUENTIN: ¡No me lo puedo creer! ¿Y qué hay de DeVries?
MICKEY: DeVries estaba presente, y Burton, y casi todos los demás. Tendrías que haber visto la cara que pusieron cuando lo anuncié. Gente con la que he estado trabajando durante trece años. Con la que he jugado al tenis; amigos íntimos algunos de ellos, ¿sabes? Y en cuanto dije: «Yo era…», se quedaron todos de piedra.
(La torre se ilumina).
QUENTIN (al Oyente): ¡Todo es uno y lo mismo! A ver…, ¡ya no sé qué somos los unos para los otros!
MICKEY: Yo lo único que sé, Quent, es que quiero vivir abiertamente, ¡sin tapujos!
(Entra Lou en traje de baño y, en cuanto ve a Mickey, salta de alegría. La torre se oscurece).
LOU: ¡Mick! ¡Ya me parecía haber oído tu voz! (Le estrecha la mano). ¡Qué tal!
(Lou y Mickey se funden en un abrazo, y permanecen así un rato. Holga aparece en el nivel superior con un ramillete de flores).
QUENTIN (mirando hacia Holga): ¿Cómo se atreve uno a volver a hacer promesas? Yo ya las he vivido todas, ¿entiendes?
(Mutis de Holga).
LOU (va hacia el proscenio con Mickey y retoma la conversación de antes): Oye, sobre lo de publicar mi libro ahora, Elsie teme que eso vuelva a remover el avispero.
MICKEY: ¿Pero acaso no es un riesgo que debes correr? Yo creo que un hombre tiene que dar la cara, Lou, por lo que ha hecho y por lo que es. Al fin y al cabo, es tu trabajo.
LOU: ¡Completamente de acuerdo contigo! (Lo agarra del brazo, incluyendo a Quentin en la conversación). ¡Caray, Mick! ¿Por qué no nos reunimos como hacíamos antes? ¡Echo de menos aquellas maravillosas tertulias! Ya sé que ahora estás muy ocupado, pero…
MICKEY: ¿Va a subir Elsie?
LOU: ¿Quieres verla? Está abajo en la playa, si quieres la llamo. (Hace ademán de ir hacia allí, pero Mickey lo detiene).
MICKEY: Lou.
LOU (barruntando algo): Dime, Mick.
QUENTIN (mira al cielo): Dios Santo.
MICKEY: Me han citado a declarar.
LOU: ¡No! (Mickey asiente con la cabeza, baja la vista al suelo. Lou lo agarra del brazo). No sabes cuánto lo siento, Mick. Pero, si me permites, te diré una cosa que tal vez te tranquilice un poco: ¡cuando los tienes delante, todo resulta la mar de sencillo!
QUENTIN: ¡Dios Santo!
LOU: Todo parece desvanecerse excepto… tu persona. Tu verdad.
MICKEY (tras una breve pausa): Ya los he tenido delante, Lou. Hace dos semanas.
LOU: ¡Ah! ¿Y entonces para qué te citan otra vez?
MICKEY (tras una pausa, con sonrisa forzada): Fui yo quien se ofreció a declarar de nuevo.
LOU (perplejo, con los ojos muy abiertos): ¿Por qué?
MICKEY (midiendo sus palabras): Porque quiero contar la verdad.
LOU (con un primer asomo de temor incrédulo): ¿En…, en qué sentido? ¿A qué te refieres?
MICKEY: Lou, cuando salí de la audiencia no tuve la sensación de haber hablado. Fue otra cosa la que habló por mí, algo automático, no un ser humano. Entonces me pregunté: ¿qué estoy protegiendo al negarme a contestar? ¡Lou, déjame que termine! ¡Tienes que dejarme terminar! ¿Al partido? ¡Pero si yo desprecio el partido!, hace años que lo desprecio. Igual que tú. Y sin embargo hay algo, algo que me pone un nudo en la garganta cuando pienso en dar nombres. ¿Qué estoy defendiendo? Ahora ya no es más que un sueño, un sueño de solidaridad. Pero el caso es que yo no me siento solidario con las personas que podría nombrar…, a excepción de ti. Y no porque hayamos sido comunistas juntos, sino jóvenes. Porque nosotros…, cuando hablábamos éramos como una hermandad enfrentada a toda la injusticia del mundo. Así pues, en nombre de aquel afecto, ahora debería ser consecuente conmigo mismo. Y la verdad, Lou, mi verdad, es que creo que el partido es una conjura… Déjame terminar. Creo que nos estafaron, sí; se apoderaron de nuestras ansias de justicia en aras de objetivos rusos. Y no creo que debamos continuar dándole la espalda a la verdad simplemente porque sean los reaccionarios quienes la proclamen. Lo que propongo es… que intentemos separar el afecto que nos une a los dos de esta ciénaga política. No estoy diciéndote nada que no hayamos venido hablando tú y yo en los últimos cinco años.
LOU: Entonces…, ¿qué propones?
MICKEY: Que volvamos a prestar declaración juntos. Preséntate conmigo. Responde a sus preguntas.
LOU: ¿Insinúas que…, que dé nombres?
MICKEY: Sí. He hablado con todos los demás integrantes de la célula, y están de acuerdo. Salvo Ward y Harry. Me corrieron a gorrazos, pero ya me lo esperaba.
LOU (aturdido): A ver si lo entiendo…, ¿me estás pidiendo que te dé permiso para delatarme? (Pausa). No puedes dar mi nombre. (Se echa a temblar visiblemente). Y si lo haces, Mickey, será como si me vendieras por tu propio provecho. Si das mi nombre, me expulsarán. Serás mi ruina. Destruirás mi carrera.
MICKEY: Lou, creo que tengo derecho a saber exactamente por qué tú…
LOU: ¡Si todo el mundo renegara de su fe, no habría civilización! ¡Por eso ese Comité no es más que un hatajo de filisteos! ¡Y no concibo que asocies verdad y justicia con esa panda de gusanos que sólo pretende hacer propaganda! ¡No me sacarán ni una sílaba! ¡De mis labios no saldrá una palabra! No, ni tu piso de once habitaciones, ni tu coche, ni tu dinero lo valen.
MICKEY (tenso): ¡Eso es mentira! ¡No puedes reducirlo todo a dinero, Lou! ¡Eso sí que es falso!
LOU (se vuelve hacia él): Aquí no hay más que una verdad: ¡estás muerto de miedo! ¡Les has vendido el alma!
(Elsie aparece al fondo del escenario y escucha. Entra Louise, observa).
MICKEY (enojado, pero conteniéndose): ¿Y tu alma qué, eh, Lou? ¿Acaso tu alma es toda tuya?
LOU (con lágrimas brotándole de los ojos): ¿Cómo te atreves a hablar de mi…?
MICKEY (temblando de rabia): Donde las dan, las toman, ¿no? ¿Crees que de verdad puedes hacer alarde de esa superioridad moral, de esa integridad perfecta? Casualmente recuerdo tu regreso del viaje a Rusia, ¡y recuerdo también quién te hizo tirar la primera versión de aquel libro a mi chimenea!
LOU (mirando de soslayo a Elsie): ¡Eso es absurdo!
MICKEY: ¡Yo fui testigo de cómo quemabas un libro lleno de verdad y escribías otro repleto de mentiras! ¡Porque ella te lo exigió, porque te tenía amedrentado, porque se ha apoderado de tu alma!
LOU (agitando el puño en el aire): ¡Yo te condeno!
MICKEY: Pero ¿te lo dicta tu conciencia o la de ella? ¿Quién está hablando aquí, Lou?
LOU: ¡Eres un monstruo!
(Lou rompe a llorar y se aleja en dirección a Elsie, con la cual se reúne a poca distancia de allí; hay horror en el semblante de ella. En el proscenio, Mickey se vuelve y mira hacia Quentin, que está en el extremo opuesto, donde termina la luz, y…).
MICKEY (adivinando el sentir de Quentin): Supongo que querrás buscarte a otro para que revise contigo ese alegato. (Pausa). Quent… (Quentin, indeciso, pero sin contradecirlo, se vuelve hacia él). Adiós, Quentin.
QUENTIN (con tono inexpresivo): Adiós, Mickey.
(Mickey se va).
ELSIE: ¡Es un idiota moral! (Entra Holga desde arriba. Quentin se vuelve hacia Elsie; ya sea por la forma en que él la mira o por alguna razón íntima, se tapa con el albornoz). Increíble, ¿no?
(Mutis de Louise).
QUENTIN (en voz baja): Sí.
ELSIE: ¡Con lo amigos que eran! ¡Con el cariño que se tenían! ¡Y desde hacía tantos años!
(Elsie se acerca a Lou. Lo levanta y se lo lleva con ternura fuera de escena.
La torre del campo de concentración se ilumina; Quentin se aparta del grupo y va lentamente hacia la torre, alzando la vista.
Holga desciende con un ramillete de flores. Está a cierta distancia de Quentin, quien se vuelve hacia ella).
QUENTIN: Tú…, tú me quieres, ¿verdad?
HOLGA: Sí.
QUENTIN (tras un instante de vacilación, Quentin se vuelve rápidamente hacia el Oyente y exclama): ¿Será que busco una especie de ingenua lealtad que ni existe ni ha existido nunca?
(Holga hace mutis. Louise se acerca a él. Están solos).
LOUISE: Quentin, no acabo de entender por qué te enfadaste tanto conmigo la otra noche en la fiesta.
QUENTIN: No estaba enfadado; sólo que cada vez que intentaba decirte algo, me interrumpías para explicar justo lo que yo iba a decir. (Va a por una hoja de papel y se sienta).
LOUISE: Bueno, había bebido un poco, estaba algo achispada. Y supongo que también feliz de que no huyeras de la quema como los demás.
QUENTIN: Sí, pero también estaban Max y DeVries, y ninguno de los dos cree estar huyendo de la quema. Yo lo único que pretendo es ganar el caso de Lou, no obtener una victoria moral contra el bufete…, y me estabas haciendo sentir muy incómodo.
LOUISE: Quentin, vi cómo te enfadabas cuando hablé de esa nueva vacuna antivirus. (Quentin intenta hacer memoria, dando por sentado que Louise tiene razón). ¿Qué te pasa? En cuanto intento hacer valer mi criterio, te lo tomas como una amenaza. No creo que desees que sea feliz.
QUENTIN (hay, en esencia, cierta concesión en su manifiesta perplejidad): Si te digo la verdad, Louise, ya no creo estar muy seguro de mí mismo. Me alegro de haber aceptado el caso de Lou, pero últimamente he caído en la cuenta de que ningún abogado respetable se hubiera atrevido a tocar ese caso. Es como si esa especie de red invisible que conecta a las personas simplemente no existiera. Y de algún modo yo siempre había confiado en ella; nunca llegué a creer que fuera posible deshacerse de la gente con tanta facilidad. Y no se trata sólo de una cuestión política, abarca mucho más. Creo que me ha entrado algo de miedo.
LOUISE (buscando su comprensión, sin acusarle): Pues entonces comprenderás lo que sentí cuando descubrí aquella carta en tu traje.
QUENTIN (volviéndose hacia ella, consciente de todo): Yo no lo hice para deshacerme de ti, Louise. (Louise no replica). Pensaba que el tema de esa chica ya había quedado zanjado. ¿Eso es lo que te pasa? (Louise sigue sin responder). O sea que piensas que todavía estoy…
LOUISE (directamente a la cara): No sé lo que estarás haciendo. Yo pensaba que habías dicho la verdad sobre lo de aquella otra chica hace años, pero después de lo que ha vuelto a pasar esta primavera…, ya no sé nada.
QUENTIN (tras una pausa): Dime una cosa: hasta esa fiesta de la otra noche…, de hecho durante todo este año, he tenido la impresión de que estabas mucho más contenta. ¡Te juro por Dios, Louise, que hasta la otra noche pensaba que íbamos por buen camino!
LOUISE: Pero ¿por qué?
QUENTIN: Me he desvivido por demostrarte lo que pienso de ti. Lo habrás notado, ¿no?
LOUISE: Quentin, estás muy resentido conmigo, ¿crees que estoy ciega?
QUENTIN: Lo que me molesta, Louise, es estar siempre a prueba. ¿Acaso tú eres una testigo inocente?
LOUISE: Ya te dije que yo también he contribuido a ello; no exigí nada durante demasiado tiempo.
QUENTIN: ¿Me vas a decir que hace dos veranos no me viniste con que si no cambiaba te divorciabas de mí?
LOUISE: Yo en ningún momento dije que estuviera planeando un…
QUENTIN: Dijiste que llegado el caso te divorciarías… ¿Eso no es contribuir?
LOUISE: Pues, desde luego, no lo bastante como para empujar a un hombre a «jugar a los médicos» con la primera que se le pone por delante.
QUENTIN: ¿Hasta cuándo va a pesar sobre mí esa vergüenza? Aborrezco lo que hice. Pero creo que ya te di explicaciones… Me sentía como un cero a la izquierda; no tenía por qué, pero así era, y recurrí al único medio a mi alcance para…
LOUISE: A eso me refiero precisamente, Quentin…, sigues defendiendo lo que hiciste. Incluso ahora.
(La verdad de esa afirmación lo detiene).
QUENTIN: O sea que tú…, tú no tienes culpa ninguna, ¿no?
LOUISE: ¿Yo? ¿Culpa de qué?
QUENTIN: Pues, por ejemplo… ¡no me dirás que nunca me das la espalda en la cama!
LOUISE: Yo nunca te he dado…
QUENTIN: ¡Cómo que no, Louise, no son imaginaciones mías!
LOUISE: Bueno, ¿y qué esperas? Con la frialdad con que me tocas, sin decir nada…
QUENTIN (abatido): Bueno…, supongo que no soy muy efusivo. (Breve pausa. Se lanza a buscar su compasión). Louise…, me paso el día preocupado por ti. Y la noche.
LOUISE (enternecida, pero no lo suficiente): Bueno, tienes una hija; eso tiene que preocuparte.
QUENTIN (muy dolido): ¿Nada más?
LOUISE (cargada de sensatez): Mira, Quentin, tú lo que quieres es una mujer que cree a tu alrededor un…, un ambiente sin conflicto alguno, y tú campar a tus anchas colmado de elogios…
QUENTIN: Pues un elogio de vez en cuando no estaría de más, ¿qué tiene eso de malo?
LOUISE: ¡Quentin, yo no soy una máquina de hacer elogios! ¡No soy una masa informe, y tampoco soy tu madre! ¡Tengo mi propia individualidad!
QUENTIN (mirándola fijamente, primero a ella y luego hacia lo que hay más allá): Ya lo veo.
LOUISE: ¡No es ningún delito! ¡Al menos si uno es una persona adulta y madura!
QUENTIN (en voz baja): Supongo que no. Pero me desconcierta. De hecho, eso mismo pensé yo cuando me di cuenta de que Lou había tanteado a todos sus antiguos alumnos y ninguno se había atrevido a llevar su…
LOUISE: ¿Qué tiene Lou que ver con esto? A mí me parece admirable que hayas…
QUENTIN: Sí, pero si estoy haciendo eso que tú consideras admirable es porque no soporto esa… individualidad. O eso creo. En realidad, no quiero que se me tenga por un abogado rojo, y tampoco que la prensa se me coma vivo; además, si fuera preciso Lou podría defenderse a sí mismo. Pero cuando tengo sentado al otro lado de mi escritorio a ese hombre abatido, él que siempre ha sido honrado y sólo ha querido hacer el bien a todo el mundo, no sé cómo decirle que mis intereses ya no son los mismos que los suyos, ¡y que si no cambia lo mando al infierno porque cada uno tenemos nuestra individualidad!
LOUISE: ¡Estás completamente confundido! El caso de Lou no tiene nada…
QUENTIN (intentando aclararse): ¡Ya te he dicho que estoy confuso! Creo que Mickey también ha descubierto su individualidad…
LOUISE: ¡Lo tuyo es increíble!
QUENTIN: Pienso en mi madre, pienso que ella casi…
LOUISE: ¿No me estarás identificando con…?
QUENTIN: ¡Louise, te estoy pidiendo que me lo expliques porque ahora es cuando no veo nada! Cuando por fin alcanzas tu individualidad, ¿qué demonios hay?
LOUISE (con cierto orgullo inseguro): Madurez.
QUENTIN: No sé qué significa eso.
LOUISE: Significa que te das cuenta de la existencia del otro, Quentin. Para algo me estoy psicoanalizando.
QUENTIN (tanteando): Será síntoma de un caso típico de algún tipo, pero te juro, Louise, que si al menos una vez, motu proprio, por muy cargada de razón que estés…, vinieras y me dijeras que algo, algo importante, es culpa tuya y que lo sientes, sería de gran ayuda. (Louise guarda un orgulloso silencio, negándose a condescender una vez más). ¿Louise?
LOUISE: ¡Bendito sea Dios! ¡Hay que ser idiota!
(Louise hace mutis).
QUENTIN: Louise… (Mira sus papeles; la iluminación cambia. Suena una música alegre. Aparecen unos paseantes anónimos que toman asiento o se tumban por el parque). Qué pocos son los días que mantienen la mente en su lugar; como un tapiz colgado de cuatro o cinco ganchos. En particular el día en que interrumpes tu devenir; el día en que te limitas a ser. Supongo que entonces los principios se desvanecen, y en lugar de la grisura generalizada de lo que debería ser, empiezas a ver lo que es. Incluso el banco del parque, asiento de tantos hombres reales, parece cobrar vida. La palabra «ahora» es como una bomba de relojería arrojada por la ventana, y marca el tiempo sin cesar. (Una anciana atraviesa el escenario con un loro en una jaula). Ahora una señora saca un loro a pasear. ¿Qué será de ese animal cuando ella no esté? De pronto, todo tiene consecuencias. (Pasa una chica poco agraciada, vestida con traje de tweed, leyendo un libro). ¡Y de cuánta gallardía precisa la que es fea! ¡Qué ejercicio de disciplina no prender fuego al Museo de Arte! (Aparece un negro, pidiendo fuego teatralmente, y Quentin se lo da). ¿Y ése cómo se las arregla para mantenerse tan aseado, teniendo el cuarto de baño en otra planta? Con qué rabia se afeitará. (El negro sale apresuradamente al ver a su chica. Quentin, ya solo en el escenario, prosigue): ¿Y por qué me dio por pensar que al final de la jornada tenía que volver forzosamente a casa? (Aparece Maggie, buscando a alguien con la mirada, mientras Quentin toma asiento en el «banco del parque»). Ésa sí es una verdad; con su simetría, su hermosa piel, innegable.
MAGGIE: Disculpe, ¿ha visto pasar a un señor con un perro grande?
QUENTIN: No. Pero sí a una señora con un pájaro pequeño.
MAGGIE: No, entonces no es él. ¿Ésta es la parada del autobús?
QUENTIN: Sí, en el letrero pone…
MAGGIE (sentándose a su lado): Estaba ahí de pie y se me ha acercado un hombre con un perrazo, me ha puesto la correa en la mano y se ha marchado tan campante. Pero cuando he querido salir detrás de él, el perro no se movía. Y luego ha venido otro señor, ha agarrado la correa y se lo ha llevado. Pero no creo que el perro sea suyo. Creo que era del primero.
QUENTIN: Pues está claro que el primero no lo quería.
MAGGIE: Pero a lo mejor quería que me lo quedara yo. Para mí que el otro ha visto que me lo daba y ha pensado que podía llevarse un perro por la cara.
QUENTIN: Pero ¿usted quiere ese perro?
MAGGIE: ¿Y dónde lo iba yo a meter? Si ni siquiera creo que acepten perros donde vivo. ¿Qué autobús es éste?
QUENTIN: El de la Quinta Avenida. Los de esta acera van en dirección al centro. ¿Adónde quiere ir usted?
MAGGIE (tras pensárselo): Bueno, podría ir por allí.
QUENTIN: ¿Por dónde?
MAGGIE: Por el centro.
QUENTIN: Qué cosas tan extrañas suceden, ¿verdad?
MAGGIE: En fin, será que el hombre me ha visto cara de querer un perro. Y lo querría si tuviera dónde meterlo, pero ni siquiera tengo nevera.
QUENTIN: Sí. Será eso. Pensaría que tiene usted nevera.
(Maggie se encoge de hombros. Pausa. Quentin la mira mientras ella acecha la llegada del autobús. A Quentin no se le ocurre nada más que decir).
LOUISE (apareciendo): Tú no hablas con las mujeres…, ¡no les hablas como mujeres! ¿Crees que leerme tu alegato es hablar conmigo?
(Mutis de Louise. En tensión, Quentin se inclina hacia delante, con los brazos apoyados en las rodillas. Mira a Maggie de nuevo).
QUENTIN (haciendo un esfuerzo): ¿A qué se dedica?
MAGGIE (como si él debiera saberlo): Trabajo en la centralita. (Ríe). ¿No se acuerda de mí?
QUENTIN (sorprendido): ¿Yo?
MAGGIE: Todas las mañanas le hago así, como un saludo, por la ventanilla.
QUENTIN (al instante): Ah. ¡En la entrada!
MAGGIE: ¡Claro! ¡Maggie! (Se señala).
QUENTIN: ¡Cómo no! A veces me conecta con algún número.
MAGGIE: ¿Qué pensaba?, ¿que me había acercado a hablarle así como así?
QUENTIN: No sé.
MAGGIE (ríe): ¡Vaya, pues qué se habrá pensado! Será que nunca me ha visto toda entera. Quiero decir, que sólo se me ve la cabeza por el ventanuco ese.
QUENTIN: Bueno, es un placer ir conociéndonos por fin.
MAGGIE (ríe): ¿Tiene que volver al despacho esta noche?
QUENTIN: No, sólo estoy aquí descansando un momento.
MAGGIE (percibiendo su soledad): Ah. Eso es bueno. (Mira alrededor despreocupadamente. Se levanta, y él la ojea de arriba abajo). ¿Ese autobús que viene por ahí es el mío?
QUENTIN: No sé exactamente adónde quiere ir…
(Aparece un hombre, le da un repaso con la mirada, echa una ojeada hacia el autobús y luego vuelve a mirarla a ella, comiéndosela con los ojos).
MAGGIE: Buscaba una tienda de esas que están de liquidación; acabo de comprarme un tocadiscos pero no tengo más que un disco. ¡Ya nos veremos! (Reculando en dirección al hombre).
HOMBRE: Hay una en la Veintisiete con la Sexta Avenida.
MAGGIE (volviéndose, sorprendida): ¡Ah, gracias!
QUENTIN (poniéndose de pie): Tiene una tienda de discos a la vuelta de la esquina, no sé si lo sabe.
MAGGIE: ¿Pero hacen descuentos?
QUENTIN: Bueno, todas hacen descuentos…
HOMBRE (deslizando una mano bajo el brazo de Maggie): ¿De un diez por ciento? Ven conmigo, guapa, que yo te consigo un cincuenta por ciento sin problemas.
MAGGIE (al hombre, haciendo ademán de irse con él): ¿En serio? Pero ¿un Perry Sullivan…?
HOMBRE: Mira, ya te lo compro yo. Te regalo dos Perry Sullivans. ¡Vamos!
MAGGIE (se detiene, consciente de pronto, retira el brazo y retrocede): Perdón, he…, he olvidado una cosa.
HOMBRE (acercándose a ella): Mira, te regalo diez discos. (Dando una voz): ¡No cierre la puerta! (Agarra a Maggie). ¡Vamos!
QUENTIN (yendo hacia él): ¡Oiga!
HOMBRE (soltando a Maggie, en dirección a Quentin): ¡Váyase al cuerno! (Se escabulle). ¡La puerta, no cierre aún!
(Quentin sigue con la mirada el «autobús», que se aleja, y luego se vuelve hacia ella. Maggie se está retocando el pelo, ensimismada, pero con el semblante extrañamente ido, ausente).
QUENTIN: Lo siento, pensé que se conocían.
MAGGIE: No. Es la primera vez que lo veo.
QUENTIN: Entonces…, ¿por qué ha estado a punto de irse con él?
MAGGIE: Ha dicho que sabía de una tienda. ¿Dónde está la que usted conoce?
QUENTIN: Déjeme que lo piense. A ver…
MAGGIE: ¿Le importa que me siente con usted… mientras lo piensa?
QUENTIN: ¡Claro que no! (Regresan al banco. Quentin espera a que ella tome asiento; Maggie, reparando en el gesto, primero lo mira de reojo mientras se sienta y luego ya sin recato, asombrada por algo). ¿Le pasa a menudo?
MAGGIE (constatando un hecho): Bastante a menudo.
QUENTIN: Eso es porque les habla.
MAGGIE: Pero si me hablan, tendré que contestarles.
QUENTIN: Si están siendo groseros, no tiene por qué. Vuélvales la espalda y punto.
MAGGIE (se queda reflexionando y luego, titubeante): Ah, vale. (Como percatándose remotamente de que existe otro mundo, el de él): De todos modos, gracias por pararle los pies.
QUENTIN: Bueno, cualquiera lo habría hecho.
MAGGIE: No, normalmente se ríen. Me toman a risa. ¿Piensa…, piensa quedarse aquí descansando mucho rato?
QUENTIN: Sólo unos minutos. Me iba ya para casa…, es la primera vez que hago esto.
MAGGIE: ¡Ah! Parecía que era una costumbre. Que podía pasarse horas bajo estos árboles, pensando y ya está.
QUENTIN: No. Normalmente me voy directo a casa. (Muy sonriente): Siempre me he ido directo a casa.
MAGGIE: Verá, es que aún estoy pagando el tocadiscos, pero los discos no los venden a plazos, ¿sabe?
QUENTIN: Tendrán miedo de que se gasten, supongo.
MAGGIE: ¡Ah, entonces será eso! Siempre me lo había preguntado. Porque los tocadiscos sí que se compran a plazos… ¿Y usted cómo sabe eso?
QUENTIN: Es un suponer.
MAGGIE (ríe): ¡Yo nunca supongo esas cosas! ¡La mitad de las veces no entiendo nada de nada! (Ríe con ganas. Él también). En Washington tenía unos diez o veinte discos, pero mi amigo se puso enfermo y tuve que marcharme. (Pausa. Se queda pensativa). Su familia vivía justo ahí, en Park Avenue.
QUENTIN: Vaya. ¿Y ya está mejor?
MAGGIE: Ha muerto. (De pronto se le llenan los ojos de lágrimas).
QUENTIN (perplejo): ¿Cuándo ha sido?
MAGGIE: El viernes. ¿Se acuerda de que ese día cerraron el bufete?
QUENTIN: ¿Se refiere al (estupefacto) juez Cruse?
MAGGIE: Sí.
QUENTIN: Ah, no sabía que fuera usted…
MAGGIE: Sí.
QUENTIN: Era un gran abogado. Y también un gran juez.
MAGGIE (secándose las lágrimas): Se portaba muy bien conmigo.
QUENTIN: Estuve en el funeral, pero no la vi.
MAGGIE (luchando contra las lágrimas): Su mujer no me dejó ir. Me colé en el hospital antes de que muriera. Pero la familia me echó y… yo lo oía llamarme: «¡Maggie… Maggie!». (Pausa). Se empeñaron en ofrecerme mil dólares. Pero yo no quería nada, ¡lo único que quería era despedirme de él! (Abre el bolso, saca un sobre y lo abre). Tengo un poquito de tierra. ¿Ve? Es de su sepultura. Me llevó al cementerio su chófer, Alexander.
QUENTIN: ¿Lo quería usted mucho?
MAGGIE: No. De hecho, ya lo había dejado en serio un par de veces.
QUENTIN: ¿Y por qué no lo dejó del todo?
MAGGIE: Porque él no quería.
QUENTIN: Ah. (Pausa). ¿Y ahora qué va a hacer?
MAGGIE: Me encantaría ir a por ese disco si supiera dónde hacen descuentos…
QUENTIN: No, me refería en general.
MAGGIE: ¿Por qué, van a despedirme?
QUENTIN: Oh, yo de eso no sé nada.
MAGGIE: Aunque no me preocupa. Siempre puedo volver a los pelos.
QUENTIN: ¿A los qué?
MAGGIE: Antes me dedicaba a hacer demostraciones de productos capilares. (Ríe, simula echarse un chorro de champú en el pelo). Ya sabe, en grandes almacenes. Una vez casi salgo en la tele. (Inclinando la cabeza por debajo del mentón de él). Es que tengo una buena mata de pelo, ¿sabe? Lo he heredado de mi madre. Y muy suave. ¿Se ha fijado en que no tengo las puntas abiertas? A muchas mujeres se les abren las puntas. Mire, toque, toque aquí… (Le levanta la mano, se la lleva a la cabeza y la suelta de pronto). ¡Uy, perdone!
QUENTIN: ¡No se preocupe!
MAGGIE: Es que se me ha ocurrido que a lo mejor le apetecía tocarlo.
QUENTIN: Claro.
MAGGIE: Pues toque. Bueno, si quiere. (Inclina de nuevo la cabeza hacia él. Él le toca la coronilla).
QUENTIN: ¡Es verdad! Muy suave.
MAGGIE (con orgullo): Una vez que tenía el pelo a lo paje me hice un cardado ¡en menos de diez minutos!
QUENTIN: ¿Y por qué dejó ese trabajo?
(Un estudiante sentado cerca de ellos la mira).
MAGGIE: Les dio por mandarme a congresos y cosas de ésas. Se supone que hay que entretener al personal, ya sabe…
QUENTIN: Sí, claro.
MAGGIE: Había cosas que no me gustaban…, ya no. (Mira al estudiante, que aparta la vista avergonzado). ¿A que están monísimos cuando levantan la vista de los libros?
(El estudiante se aleja, abochornado. Ella se vuelve hacia Quentin, riendo. Él la mira con una sonrisa afectuosa. Un reloj da las ocho en un campanario lejano).
QUENTIN: En fin, tengo que irme ya.
MAGGIE: Perdone que le haya hecho tocarme la cabeza.
QUENTIN: Ah, no se preocupe. Tan timorato no soy. (Ríe en voz queda, avergonzado).
MAGGIE: Ser tímido no es malo.
(Pausa. Se miran).
QUENTIN: Es usted muy guapa, Maggie. (Maggie sonríe y se yergue como aceptando el cumplido). Y ojalá supiera cuidar de sí misma.
MAGGIE: Uy… (Llevándose una mano al dobladillo descosido del vestido): Se me ha enganchado en el autobús esta mañana. Cuando llegue a casa me lo coso.
QUENTIN: No lo decía por eso. (Ella lo mira a los ojos de nuevo; parece compungida). No pretendía criticarla. Ni mucho menos, ¿entiende?
(Ella asiente, absorta en su rostro).
MAGGIE: Entiendo. Creo que voy a dar un paseo por el parque.
QUENTIN: Yo que usted no lo haría. Está oscureciendo.
MAGGIE: Pero si por la noche está precioso. Una noche en que hacía mucho calor en mi habitación dormí en el parque.
QUENTIN: Ay, Dios, no debería hacer eso. (Lanzando una ojeada a los que merodean por el parque): La mayoría de los animales que rondan por aquí no son del zoo.
MAGGIE: Bueno, pues iré a por el disco entonces. Perdone si le he hecho pasar un mal rato con lo del pelo.
QUENTIN (ríe): Nada de eso.
MAGGIE (llevándose una mano a la coronilla mientras se aleja): Es que lo tengo muy suave. (Él asiente con la cabeza). Cuando llegue a casa me coso esto. (Él asiente. Maggie señala hacia el parque, al fondo del escenario). No fui a dormir allí adrede. Es que me quedé dormida.
(Se levantan varios jóvenes y la observan).
QUENTIN: Entiendo.
MAGGIE: Bueno…, ¡ya nos veremos! (Ríe). ¡Si no me despiden!
QUENTIN: Adiós. (Maggie pasa junto a dos hombres que luego le siguen el paso, susurrándole algo al oído a la vez. Ella no se vuelve ni responde. Luego un grupo de hombres la rodea. Quentin, angustiado, va hacia allí y la aleja de los hombres). ¡Maggie! (Saca un billete del bolsillo mientras cruza el escenario tirando de ella). Tome, ¿por qué no toma un taxi? Yo se lo pago. Vamos, ¡ahí mismo hay uno! (Señala en dirección al fondo del escenario, a la derecha, y da un silbido). ¡Vamos, llámelo!
MAGGIE: ¿Adónde…, adónde le digo que me lleve?
QUENTIN: Que recorra la calle Cuarenta y las siguientes… con eso ya es suficiente.
MAGGIE: Bueno, pues ¡adiós! (Saliendo del escenario): ¿Usted…, usted se va a quedar descansando otro poco?
QUENTIN: No lo sé.
MAGGIE: ¡Fíjate qué bien!
(Los hombres se alejan mientras Louise sale a escena entre Quentin y Maggie y se dirige a su asiento en el proscenio. Maggie se vuelve, va hacia la segunda plataforma y se queda tumbada en el mismo lugar de antes. Quentin se dirige hacia Louise y se queda a unos metros de distancia, contemplándola con talante optimista. Ella está leyendo y sigue sin advertir su presencia).
QUENTIN: Sí. Tiene piernas, pechos, boca, ojos…, ¡qué preciosidad! ¡Y es toda mía! ¡Qué milagro! ¡Y en mi propia casa! (Se inclina y besa a Louise, que levanta la mirada hacia él con asombro, desconcertada, y se enciende un cigarrillo). Hola. (Louise mantiene la vista levantada hacia él, consciente de la distancia abisal que los separa). ¿Qué pasa? (Louise guarda silencio). Dime, ¿qué te pasa?
LOUISE: Nada. (Louise vuelve a concentrarse en el libro. Intrigado, desilusionado, Quentin se queda observándola y luego abre la cartera y empieza a sacar papeles). Si vas a escribir a máquina, cierra la puerta.
QUENTIN: Siempre la cierro.
LOUISE: Siempre no.
QUENTIN: Casi siempre. (Amaga una risa, se siente contento, pero ella no está de humor y devuelve otra vez la atención al libro). ¿Y si salimos mañana a cenar? ¿Antes de la reunión de padres?
LOUISE: ¿Qué reunión de padres?
QUENTIN: La del colegio.
LOUISE: Era hoy.
QUENTIN (asombrado): ¡No me digas!
LOUISE: Pues claro. Acabo de volver de allí.
QUENTIN: ¿Por qué no me lo has recordado cuando te he llamado por teléfono? Sabes que a veces se me olvidan estas cosas. Te dije que quería hablar con la maestra.
LOUISE (con cierta retranca): Uno hace lo que quiere hacer, Quentin. (Elevando la voz sin proponérselo): ¡Además dijiste que esta noche tenías trabajo! (Vuelve a su libro).
QUENTIN: No he estado trabajando.
LOUISE (sin levantar la vista del libro): Ya sé que no has estado trabajando.
QUENTIN (sorprendido, con un asomo de alarma): ¿Cómo lo sabes?
LOUISE: Pues para empezar porque Max ha llamado a casa a las siete y media.
QUENTIN: ¿Max? ¿Para qué?
LOUISE: Por lo visto tenía a la junta directiva en pleno reunida en el despacho, esperando a que tú aparecieras. (Quentin se lleva la mano a la cabeza, con semblante visiblemente alarmado). De hecho, ha llamado tres veces.
QUENTIN: ¡Dios santo!… ¿Cómo he podido olvidarme? ¿Tienes su teléfono de casa?
LOUISE: El listín está en el dormitorio.
QUENTIN: Íbamos a hablar sobre si debo llevar el caso de Lou o no. DeVries se ha quedado en Nueva York exclusivamente para… zanjar el asunto. (Se interrumpe). ¿Cuál es el número de Max? Murray Hill 3… ¿qué más?
LOUISE: El listín está junto a la cama.
QUENTIN: Pero si te lo sabes de memoria, Murray Hill 3 no sé qué…
LOUISE: Viene en el listín. (Pausa. Quentin mira a Louise, perplejo). No soy tu guía telefónica. Puedes aprenderte los números tan bien como yo. No llames por ese teléfono, haz el favor, que la vas a despertar.
QUENTIN (volviéndose): No pensaba llamar desde ahí.
LOUISE: Pensaba que querrías hablar en privado.
QUENTIN: Esto no tiene nada de «privado». Se trata del pan que te llevas a la boca. La reunión se convocó para decidir la conveniencia de que deje el bufete hasta que se resuelva el caso de Lou… o para siempre, a saber. (Recordando el número, se dirige hacia el teléfono). Ya me he acordado: Murray Hill 3…
(Louise lo observa mientras va hacia el aparato, levanta el auricular y marca un dígito. Y aun a su pesar…).
LOUISE: Ése es el número antiguo.
QUENTIN: Murray Hill 3-4598.
LOUISE: Ha cambiado. (Pausa). Cortland 7-7098.
QUENTIN (si bien ella no lo está mirando, él intuye cierto regodeo): Gracias. (Empieza a marcar y enseguida cuelga). No sé qué decirle. (Louise guarda silencio). Habíamos quedado en volver a reunirnos después de cenar. Si digo que me he olvidado, voy a quedar como un idiota.
LOUISE: Será que tenías miedo.
QUENTIN: ¡Pero si llevo toda la tarde tomando notas de lo que iba a decir esta noche! ¡No me lo puedo creer!
LOUISE (con segundas): Seguramente no eres consciente del miedo que tienes.
QUENTIN: Supongo que no. Hoy me ha dicho algo tremendo…, Max me refiero. Estaba intentando persuadirme para que dejara la defensa de Lou y le he dicho: «Deberíamos tener cuidado de no adoptar una conducta distinta sólo porque la histeria se haya apoderado del país». Un comentario de lo más normal, me parece a mí, pero él… nunca me había mirado así, como si de pronto nos habláramos con un precipicio de por medio, y me ha dicho: «Yo no veo histeria por ninguna parte. Al menos en este bufete».
LOUISE: Pero ¿por qué te sorprende todo eso? Max no va a poner a la empresa entera en peligro por la defensa de un comunista. Tiendes a ver a la gente como si fueran familia.
QUENTIN: Lo que quiere decir…
LOUISE: Lo que quiere decir que no se puede tener todo; si tan convencido estás de lo de Lou, quizá deberías renunciar a tu puesto.
QUENTIN (tras una pausa): ¿Tú crees que debería?
LOUISE: Pues depende de hasta qué punto te importe Lou.
QUENTIN: Es lo que estoy intentando averiguar. Todavía no estoy seguro. ¿Tú qué opinas?
LOUISE (exasperada): No soy yo quien tiene que decirlo, Quentin.
QUENTIN (confuso y sorprendido): Pero a ti te concierne, ¿no?
LOUISE: Desde luego que me concierne.
QUENTIN: Sólo tengo curiosidad por saber a ti qué…
LOUISE: ¿Tú? ¿Curiosidad por mí?
QUENTIN: Ah. Ya veo que estamos hablando de otra cosa, ¿no?
LOUISE (cabeceando enfáticamente): Tienes que decidir lo que sientes sobre un ser humano en concreto. Por una vez en la vida. Y entonces tal vez decidas lo que sientes sobre otros seres humanos. Con claridad y firmeza.
QUENTIN: Es decir…, se trata de dónde he estado esta noche.
LOUISE: Me da igual dónde hayas estado esta noche.
QUENTIN (tras una pausa): He estado un rato sentado en el parque. Y he pensado lo siguiente. (Con dificultad): Yo no me acuesto con otras, pero creo que me comporto como si lo hiciera. (Louise le presta oídos; él lo advierte y la esperanza lo anima). Quizás alimento tus sospechas para…, para bajar de una especie de estrado, para dejar de juzgar tan implacablemente a los demás. Porque juzgo, sí, y además con severidad, cuando en realidad lo que siento es desconcierto. Me pregunto si no dejé la carta de aquella chica a la vista para que la leyeras…, para, de algún modo, empezar a mostrarme como lo que soy en realidad. (Con temor, pero animado por la evidente perplejidad de Louise): Esta noche he conocido a una chica. Nos hemos encontrado de casualidad, trabaja en la centralita del bufete. Probablemente no debería contártelo, pero lo haré de todos modos. No tiene muchas luces, es un poco locuela. Duerme en el parque, tenía el vestido descosido. Ha dicho bastantes tonterías. Pero lo que me ha llamado la atención es que no defendiera nada, que no intentara demostrar nada, y tampoco acusar… Simplemente estaba allí, igual que puede estar un árbol o un gato. Y me he sentido extrañamente abstracto a su lado. Y me he dado cuenta de que nos estamos matando unos a otros con abstracciones. Estoy llevando la defensa de Lou porque lo quiero, y sin embargo la sociedad transforma ese amor en una especie de traición, en lo que ellos consideran un problema, con lo cual termino siendo un individuo bajo sospecha, odiado. ¿Por qué no podemos hablar con la voz que hay detrás de esos «problemas», con nuestra verdadera incertidumbre? Al llegar hace un momento a casa… he sentido unos deseos tremendos de abrirme… a ti. Y de que tú te abrieras conmigo. Suena absurdo, pero esta ciudad está repleta de gente que está deseando conocerse. De gente dispuesta a amarse.
LOUISE: ¿Y ella qué te ha dicho?
QUENTIN: Supongo que no debería habértelo contado.
LOUISE: ¿Por qué no?
QUENTIN: Louise, ya no sé lo que está permitido decir.
LOUISE (asintiendo): Lo que no sabes es cuánto ocultar.
QUENTIN (enojándose): Está bien, pues no ocultemos nada; habría sido fácil hacerle el amor. (Louise se sonroja, se tensa). Y no lo he hecho porque he pensado en ti, y de otro modo…, como en una extraña a la que nunca había llegado a conocer. Y milagrosamente aquí estabas esperándome, en mi propia casa.
LOUISE: ¿Qué quieres, que te felicite? No imaginarás que una mujer de verdad se acuesta con el primero que pasa, ¿no? ¿O que un hombre de verdad se acuesta con la primera que está dispuesta? Y menos con una fulana, como es ésa a todas luces.
QUENTIN: ¿Quién te dice que es una…?
LOUISE (se ríe): Uy, perdona, ¡no pretendía insultarla! ¡Lo tuyo es increíble! Imagínate que yo llego a casa y te cuento que en la calle acabo de conocer a uno con el que me apetecía irme a la cama… porque me ha hecho ver la ciudad repleta de gente dispuesta a amarse.
QUENTIN (humillado): Comprendo. Perdona. Yo también me enfadaría, pero sería capaz de ver tu lucha. Y me preguntaría —quizás incluso tendría la valentía de preguntarte a ti— en qué había fallado yo.
LOUISE: Bueno, pues ya estoy avisada; mensaje recibido. (Hace ademán de marcharse).
QUENTIN: Louise, ¿tú nunca dudas de ti misma? ¿Es suficiente con demostrar un caso, con ganarlo incluso (levanta la voz) cuando nos estamos muriendo?
(Entra Mickey por el borde del escenario. Y Elsie, en la segunda plataforma, se abre el albornoz como antes).
LOUISE (volviéndose, con control absoluto): Yo no me estoy muriendo. No soy yo quien ha querido romper esto. Y de eso se trata, nada más. De eso viene tratándose desde hace tres años, nada más. De que no me deseas. (Sale de escena).
QUENTIN (a sí mismo): ¡Dios mío! ¿Será verdad?
MICKEY: Yo sólo te puedo decir una cosa con seguridad, amigo: nunca te sientas culpable.
QUENTIN: ¡Sí! (Tratando de reunir fuerzas, se estira hacia arriba). ¡Sí! (Pero su convicción flaquea; se vuelve hacia la visión). Pero si tú te hubieras sentido un poco más culpable, puede que no hubieras…
ELSIE (envolviéndose en el albornoz): ¡Es un idiota moral!
QUENTIN: ¡Sí! En eso tiene razón. Aunque… ¿qué demonios es la moral? ¿Y qué soy yo, puestos a preguntar? Eso es algo que uno debería saber… ¡Una persona respetable reconoce eso tan fácilmente como su propia cara!
(Entra Louise con una sábana doblada y una almohada).
LOUISE: No quiero acostarme contigo.
QUENTIN: ¡Louise, por el amor de Dios!
LOUISE: ¡Me das asco!
QUENTIN: Pero cuando Betty se levante por la mañana verá…
LOUISE: Haberlo pensado antes. (Suena el teléfono. Quentin mira las sábanas y no hace intención de atender la llamada). ¿Le has dado este número? (Suena el teléfono de nuevo). ¿Le has dado el teléfono a esa chica? (Dicho esto, se acerca en dos zancadas al auricular). ¿Diga? Ah, sí. Aquí está. Un momento, por favor.
QUENTIN: No puedo acostarme en esta habitación; no quiero que Betty me vea. (Va hacia el teléfono con una mirada de odio).
LOUISE: Es Max.
(Sorprendido, Quentin toma el auricular).
QUENTIN (al teléfono): ¿Max? Lo siento, se me ha pasado por completo. No encuentro explicación, supongo que se me ha ido el santo al cielo. (Pausa). ¿La radio? No, ¿por qué?… ¿Qué dices? ¿Cuándo? (Larga pausa). Gracias…, gracias por avisarme. Sí, lo era. Buenas noches… Sí, mañana nos vemos. (Cuelga el auricular. Pausa. Se queda paralizado, con la mirada perdida).
LOUISE: ¿Qué pasa?
QUENTIN: Lou. Ha muerto, esta noche. Arrollado por un tren en el metro.
LOUISE (ahoga una exclamación): ¿Cómo?
QUENTIN: No se sabe. Parece que se cayó o se tiró.
LOUISE: ¡Imposible! ¡Lo empujaría la gente!
QUENTIN: A las ocho no están tan llenos los andenes. Y pasó a las ocho.
LOUISE: Pero ¿por qué? ¡Lou se conocía a sí mismo! ¡Tenía clara su postura! ¡Es imposible!
QUENTIN (con la mirada fija): Puede que no baste con eso…, con conocerse a uno mismo. O puede que sea demasiado. Yo creo que se tiró.
LOUISE: Pero ¿por qué? ¡No puedo creerlo!
QUENTIN: Cuando nos vimos la semana pasada, me dijo algo terrible. Intenté no prestarle oídos. (Pausa. Louise aguarda). Dijo que al final yo había resultado ser su único amigo.
LOUISE (sinceramente): ¿Y eso por qué es terrible?
QUENTIN (con aire evasivo, casi furtivo): Porque sí. No sé por qué. (Con lágrimas en los ojos, va hacia el Oyente): ¡No me atrevía a saber el porqué! Pero ahora sí me atrevo. Era terrible porque tampoco yo era su amigo, y él lo sabía. Yo habría llevado su caso hasta el final, pero detestaba el riesgo que corría con ello, y él no se creyó mi lealtad; no me estaba diciendo qué buen amigo suyo era, estaba rezando por que lo fuera. «¡Me estoy ahogando, lánzame una cuerda!», eso estaba diciéndome. Porque yo quería escurrir el bulto, y volver a ser un buen patriota, un hombre legal… y eso se demostró en la dicha…, la dicha…, ¡la dicha que sentí cuando aquel riesgo quedó derramado sobre las vías del metro! Por eso no lo encuentro aberrante. (La torre cobra vida con un súbito resplandor, y él avanza con la vista puesta en ella). No me parece una loca aberración de la naturaleza humana. Veo fácilmente a los contratistas, fumando sus puros tan normales, a los carpinteros, los fontaneros, sentados tan campantes en el almuerzo con sus fiambreras; los veo instalando los desagües que evacuarían la sangre de esta morada; buenos padres, hijos devotos, agradeciendo no ser ellos los que encontraran la muerte aquí, ¿y cómo se puede comprender eso, si se es inocente? ¿Si en algún lugar de tu alma no llevas a ese cómplice…, el cómplice de esa dicha, esa dicha, la dicha de que una carga muera…, dejándote a ti a salvo? (Se oye la respiración agitada de Maggie. Quentin se vuelve angustiado al oírla y se detiene al ver las sábanas y la almohada en el suelo, a los pies de Louise). Tengo que dormir; estoy muy cansado. (Se agacha para coger las sábanas. Ella hace un intento fallido de asir la almohada).
LOUISE (con gran dificultad): Yo…, yo siempre me he sentido orgullosa de que aceptaras llevar la defensa de Lou. (Quentin coge las sábanas y la almohada y se queda de pie esperando). Fue…, fue muy valiente por tu parte. (Louise se queda de pie ante él con las manos vacías, sin atreverse a mirarlo a la cara).
QUENTIN: Me alegro de que lo veas así. (Pero tampoco él hace ningún movimiento. Los segundos pasan. Ninguno de los dos cede en su demanda de disculpa o perdón. Con dificultad): Y de que me lo hayas dicho. Gracias.
LOUISE: Pero… eres sincero, en ese sentido. Te lo he dicho muchas veces.
QUENTIN: ¿Últimamente?
LOUISE: Buenas noches.
(Louise hace ademán de marcharse, y Quentin percibe la resistencia que hay en ella).
QUENTIN: Louise, si algo he intentado ha sido ser sincero contigo.
LOUISE: No, lo que has intentado es mantener el orden en casa mientras seguías viendo mundo.
QUENTIN: O sea que lo único que hay en mí es engaño y malicia.
LOUISE: Lo único, no, pero casi.
QUENTIN: O sea que no hay lucha. No hay dolor. ¿No he luchado para encontrar el modo de recuperarte?
LOUISE: Ésa no es la lucha.
QUENTIN: Entonces, ¿qué haces aquí?
LOUISE: Yo…
QUENTIN: ¡Para qué demonios te estás comprometiendo si eres tan condenadamente sincera!
(Hace ademán de ir hacia ella con el puño cerrado y Louise recula, aterrada y extrañamente viva. Su semblante acusa el conato de violencia, y ella se yergue, si bien dispuesta para huir).
LOUISE: Llevo tiempo esperando a que la lucha empezara.
(Quentin se queda anonadado ante la sinceridad y la rotundidad de Louise. Ella lo mira a los ojos, se da la vuelta y se va).
QUENTIN (a solas, para sí): ¡Dios santo, lo que faltaba! ¿Y ahora qué más? (Volviéndose al Oyente): ¿Ves? Eso es lo increíble…, ¡tres años más! ¿Qué pensé que nos iba a salvar? De pronto, Dios sabe por qué, ella me tendía una mano, yo le tendía la mía, y nos reíamos, lo tomábamos a risa, todo eran risas y el recuerdo… de aquel rostro sincero y querido levantándose hacia mí… (Se interrumpe, con la mirada perdida en la distancia. A lo lejos, al fondo del escenario, Louise lo mira con orgullo, como antiguamente). El recuerdo de cierta sonrisa eterna capaz de salvarnos. Tal vez por eso he venido; creo que todavía me parece posible. ¡Que en el fondo somos todos muy amigos! No me puedo creer este mundo; ¡para mí todo este odio no es real! (Se vuelve hacia su «sala de estar», hacia las sábanas. Louise ya se ha ido). Dormir en la sala de estar como si fuera un perro, ¿qué necesidad hay? Y después entrar en su habitación, hablarle, abrirle el corazón, confesar la lascivia, el misterio de las mujeres, confesarlo todo… (Se ha desplazado hacia el punto por donde Louise ha salido, pero se detiene). Pero todo eso ya lo hice. O sea que, a fin de cuentas, tal vez la verdad lo único que hace es matar. La verdad mató a Lou, la verdad destrozó a Mickey… Entonces, ¿cómo hay que vivir? ¿Una mentira viable? ¡Pero para eso se necesita una conciencia tranquila! O muerta. No ver la maldad en uno mismo…, ¡ahí está la fuerza! ¡Y la rectitud también!… Así pues, hay que acabar con la conciencia. Hay que acabar con ella. (Echando un vistazo hacia el lugar por donde Louise ha salido): Saberlo todo, no admitir nada, afeitarse como es debido, recordar los cumpleaños, abrir la puerta del coche, pretender a Louise no con la verdad sino con atención. Reservar la incertidumbre para los momentos a solas, en la cama ser absoluto. Y así ser un hombre… e integrarse en el mundo. Y por la mañana, ¡una puñalada en el corazón de mi pequeña! (Arrojando el improperio hacia el punto por donde Louise ha salido): ¡Mala pécora! (Se sienta). Le diré que estaba resfriado. Que no quería pasarle el resfriado a mamá. (Con angustia): ¡Papi! ¡Papipipapi! (Se sorbe la nariz, pone voz gangosa): Papá tiene mocos, chiquitina… (Gime. Pausa. Mira al vacío; impasse. Se oye un reactor. Aparece un mozo de aeropuerto, cargado con dos maletas, mientras Holga, vestida para salir de viaje, aparece en el nivel superior, buscando a Quentin con la mirada. En la lejanía, se oye el despegue de un reactor. Quentin echa un vistazo al reloj y baja hacia la silla…). Las seis en punto, aeródromo de Idlewild. (Ahora levanta la vista hacia Holga, que sigue buscando alrededor con la mirada, como entre un tropel de gente). La cuestión es que las pruebas no incitan a hacer promesas. Pero ¿cómo se acerca uno al mundo, sino con una promesa? Aun así, no debo olvidar mis despertares; abro los ojos cada mañana como un niño, incluso ahora; incluso ahora. Ésa es una verdad irrefutable, pero ¿dónde están las pruebas? ¿O será simplemente que mi corazón todavía late?… Por supuesto, vete, te espero. (Sigue con la mirada al Oyente, que se marcha; luego se levanta y va tras «él» hasta el fondo del escenario). ¿No te importa que me quede? Me gustaría zanjar este asunto. Aunque, en realidad, yo (ríe) sólo había venido a saludarte. (Se vuelve hacia el público. Tiende la mirada al frente; a solas, una calma distinta se apodera de él. La única luz en el escenario es el foco que lo ilumina. Luego se ve la torre y a Maggie en la segunda plataforma, cerca de él. De pronto Maggie se levanta).
MAGGIE: ¿Quentin? ¿Quentin?
QUENTIN (con profundo dolor): Ahora voy a eso, cariño. (Cierra los ojos). Ahora voy.
(Acerca la lumbre de un encendedor a un cigarrillo y saltan chispas. Todo queda a oscuras).