Cap. XVIII

Definitivamente, Pedro José e Itzayana habían construido un verdadero hogar. Desde el momento que supieron que tendrían gemelos y además, niño y niña, su decisión de no tener más hijos fue irrevocable. Querían tener tiempo para ellos y para dedicárselo a sus carreras.

Lilì, la niñera que contrataron desde que nacieron, no solo era una profesional en el sentido de la palabra, sino  además muy amorosa, por lo cual los niños la querían mucho, sin embargo, jamás se acostaban a dormir sin que alguno de sus padres estuviese presente para arroparlos, leerles y quedarse con ellos hasta que se durmiesen. De hecho, la mayor parte de las noches estaban los dos. Cuando tenían algún compromiso, primero dejaban a sus hijos dormidos antes de salir. Esto fue siempre así, incluso cuando ya  más grandecitos, comenzaron a asistir al preescolar. Si entre semana no podían comer siempre juntos, los fines de semana eran sagrados. No salían durante el día a ningún lado donde no pudiesen llevarlos.

La vida se deslizaba armoniosamente. La empresa Gálvez crecía y se había expandido, y D. Alfredo apenas hacia acto de presencia; solo cuando se realizaba alguna Junta de Directorio. Sin embargo, a Pedro José, no lo habían convencido para dejar su puesto e incorporarse al negocio.

Pocas veces se reunía Itza con sus amigas. La mayoría se  habían  casado, incluyendo a Maritza, pero tampoco perdían el contacto por completo.  Por lo menos una vez al mes hacían lo que llamaban una noche de chicas, y se encontraban en el viejo bar a tomarse una copa y contarse los últimos chismes. Por allí, de vez en cuando, se les unía Rafael, que todavía permanecía soltero, y a quien Itza se figuraba que alguna de sus amigas usaba como comodín sexual.

Por la época en que los niños comenzaron la escuela primaria, un buen día, intempestivamente, Pedro José les dijo en una cena con sus suegros:

—Si aún me aceptan, me incorporo a la Empresa Gálvez.

Todos lo miraron sorprendidos, incluyendo a Itza, que ignoraba esta decisión.

—Y eso amor, ¿cuándo lo decidiste?

—¿Tú no lo sabías?, le preguntó el papá.

—No, no lo sabía, —respondió Pedro José—. Decidí decírselos esta noche cuando estuviésemos juntos. Pero, ¿qué me contestan?

Casi al unísono dijeron: ¡qué bueno!, ¡es estupendo!

—Y, ¿por qué ahora? ¿Algún problema en tu empresa?, inquiría Itza.

—No, en lo absoluto. Es que me he dado cuenta que aquí ya no voy crecer más, pues para hacerlo tendría que trasladarme a la matriz en España, y eso no me interesa. Creo que lo lógico es que trabaje en lo que algún día será de nuestros hijos.

Decía esto, mientras tomaba la mano de Itzayana.

—Solo tengo que realizar un último viaje por el interior, y ya de regreso, me incorporo. Apenas hoy les comuniqué a mis jefes de esta decisión.

Don Alfredo se levantó para abrazar a su yerno.

— No sabes hijo el gusto que me das. ¡Y vaya que te hiciste de rogar!

—Es que así es él, papá, acotó Itza. ¿Acaso no recuerdan como me costó conquistarlo?

Todos rieron.

A Itza le agradaba el hecho de tenerlo trabajando junto a ella. Sabía que podría tomarse más tiempo para estar con los niños, supervisar sus tareas, en fin, pasarse algunas horas más en su casa, que a veces sentía que no la disfrutaba lo suficiente.

Esa mañana se reunió con Juan Antonio –quien ya se había casado hacia algunos años— y con Carmen, para ponerlos al tanto. La reacción de él fue la que ella esperaba; de total aceptación.

— ¡Va a ser maravilloso para ti, para tus gemelos!

—Si,  es lo que creo yo también, aceptó Itza.

A Carmen le caía muy  bien, así que le pareció estupendo.

Cuando le comentó a Maritza, esta le dijo:

—Amiga, ¿no será contraproducente que estén todo el tiempo juntos?, casa, trabajo...

—Lo he pensado, no lo creas, pero solo va a ser al principio. A Pedro José no le va costar nada interiorizarse de los asuntos de la empresa, y a partir de ese momento, seguramente  yo cada vez iré menos.  ¡Es lo que más deseo! Quiero estar con mis niños. Por otro lado, me gustaría dedicarme un  poco más a mis obras sociales, en vez de aportar solo dinero.

Esa noche esperó a su marido metida en su enorme bañera. Sabía que él no tardaría en llegar, y como saldría de viaje al día siguiente, preparaba toda una noche romántica, al estilo de sus inicios. No podía quejarse de su vida sexual, pero no cabe duda que hay que hacer todo lo posible para evitar caer en la rutina; el cementerio del romance, se dijo.

A sus 37 años se conservaba espléndidamente. Había cuidado mucho su peso cuando se embarazó, incorporándose al gimnasio en cuanto le fue permitido. Su amiga Lourdes solía decirle:

— ¡Me das envidia, de verdad!,  ¿Cómo puedes mantenerte así?

—No es de gratis, bien lo sabes. Es que jamás he abandonado mi ejercicio.

—¿Cómo tienes tempo, con tu trabajo, los niños, el marido?

—Mira, el tiempo siempre aparece cuando una se lo propone. Además, ya  no puedo vivir sin ejercitarme, incluso compré algunos aparatos para hacerlo en casa. Solo voy al gimnasio de vez en cuando, a que me cambien las rutinas.

Lo sintió llegar, y lo llamó desde el baño: mi amor, ven, acompáñame.  Tráete una copa.

Pasaron una noche maravillosa. Pedro José le decía unas horas después. Realmente somos afortunados. Hacemos el amor con la misma pasión que en nuestros comienzos. Me siento cada vez mas enamorado de ti. No sabes cómo  te agradezco lo que llamas “tu insistencia para conquistarme”. Hubiese sido un verdadero idiota si dejo que te me escapes.

En la mañana lo acompañó hasta su auto para despedirlo.

Estoy contentísima de pensar que a partir de la próxima semana, saldremos juntos para nuestro trabajo todos los días. Ha sido una acertadísima decisión la que has tomado, amor.

Se despidieron con un beso.

—En tres días estaré de vuelta, mi preciosa. En unas horas te llamo.

A las 5 de esa tarde, entró D. Alfredo Gálvez a la oficina de su hija, pálido, desencajado.

—Papá, ¿Qué te sucede?, ¿le pasó algo a mamá?

—Hija,  hubo un accidente. Pedro José...

—¿Cómo?, ¿Y dónde está? ¿Cómo está? Dime que te han  dicho papá, ¡por Dios!

Don Alfredo la tomó por los hombros, mientras le decía: hija, Pedro José falleció.

—Justamente yendo hacia su destino,—agregó—, un camión sin frenos se saltó el camellón y se llevó varios autos en su loca carrera. Hubo varios muertos; entre ellos, Pedro José Montemayor.

Lo primero que Itzayana pensó fue: ¿cómo les digo esto a mis hijos?

Ese carácter sólido e indomable que esta especial mujer había mostrado en todos los aspectos de su vida, se veía hoy por hoy bastante menguado, sin embargo, el espíritu, cuando es fuerte, muestra rápido signos de recuperación, así le haya caído encima la fuerza de todas las tragedias,  en una sola dosis.

Sus hijos estaban primero y por ellos tenía que continuar.

Los niños ya tenían una edad en la que podían entender que su padre había fallecido. Que ya no estaría más a su lado. Itzayana quiso que estuviesen presentes en el sepelio, no así en el velorio, donde la gente da pésames, llora, se acerca al féretro, etc. Sin embargo, en el  sepelio, los niños iban a tener una clara conciencia, al ver que el féretro era sepultado, que la despedida iba a ser para siempre; al menos, mientras ellos tuviesen vida. Tampoco quiso hacer en su casa un altar de recuerdos. Para la salud mental de todos y el mejor bien espiritual del difunto, al menos así eran sus creencias, a las personas había que aprender a dejarlas ir.

Como al mes de la partida de Pedro José. Itza se dedicó a revisar sus cosas. A apartar aquéllas que significaran recuerdos especiales para sus hijos y para ella, y a desechar lo inútil. Igualmente hizo con su ropa. Todo fue debidamente empacado y donado a una de las asociaciones a las que ella pertenecía.

Con respecto a su trabajo tomó una decisión de momento irrevocable. Asistiría a la oficina, única y exclusivamente en los horarios que sus hijos estuviesen en la escuela. Digamos de 9 a 2. El resto del tiempo lo pasaría con ellos. Tenemos, les dijo a todos, teléfonos y computadoras, tanto aquí como en mi casa, así que puedo mantenerme al día, sin estar todo el tiempo presente en mi despacho...

La vida, necesariamente, continuaba...

Como sus hijos algunas tardes tomaban clases extracurriculares, especialmente el piano de la niña que era su pasión, y la natación del varón que mostraba también dotes que iban más allá de solo aprender a nadar,  las otras tardes, solía llevarlos a la casa de los abuelos. Les venía bien la presencia de su padre. Allí hacían sus tareas, y ella se distraía conversando con su mamá.

Una tarde le preguntó Dña. Luz:

—¿Y no te has vuelto a reunir con tus amigas, hija?

—No mamá. Me han llamado varias veces, pero no he asistido.

—Deberías; al menos a esas reuniones que realizan de vez en cuando,  con el fin de no perder el contacto.

—Tienes razón. Esta semana voy.