CAPÍTULO 15

1

Todo a su alrededor era un recordatorio de que era la víspera de la fiesta y se trabajaba media jornada. En Moscú había muchas flores durante todo el año pero resultaba difícil suponer siquiera que ¡podían ser TANTAS! Casi todos los hombres se dirigían a sus lugares de trabajo enarbolando un ramo de flores comprado junto a una estación de metro cercana, y unas horas más tarde, las mujeres llevarían esas mismas flores, al salir del trabajo. Como por arte de magia, los pasos subterráneos se habían llenado de paradas comerciales cuyos escaparates exhibían perfumes, productos cosméticos, bisutería y medias. Las novelas románticas de blandas tapas multicolores se vendían como rosquillas, y las mujeres que se encaminaban apresuradamente al trabajo parecía más bien que se dirigían a un caro restaurante, aunque por un engorroso malentendido la limusina que debía recogerlas en la puerta de sus casas les había fallado.

A primera hora de la mañana, Vadim Boitsov recibió las llaves hechas con los moldes de las del piso del principal responsable del aparato. Litvínova le había dicho que el dueño del piso pensaba marcharse después del trabajo al campo, ya que su mujer había invitado a su hija, a su yerno y a los padres de éste a comer allí el día de fiesta. Desgraciadamente, en casa tenían un perro, por lo que no valía la pena intentar entrar en el piso mientras los dueños estaban en sus respectivos trabajos. Convenía esperar a que se fuesen al chalet.

La visita al piso del creador del aparato se aplazaba, por consiguiente, hasta la tarde, y Vadim decidió hacer algo que había planeado para más tarde: dar una vuelta por el distrito Este y comprobar con sus propios ojos si era cierto lo que le había contado Kaménskaya.

Tras aparcar el coche cerca de la boca del metro y adentrarse en el barrio a pie, se encontró delante del edificio del instituto. Era el sitio donde, según el mapa, se juntaban los dos bucles. Miró a su alrededor tratando de orientarse y encontrar la dirección que le interesaba, y se dirigió a paso rápido hacia un bonito hotel de una docena de plantas. Vadim percibió que, al ser la mañana de un día víspera de fiesta, no era buena hora para las averiguaciones, pues si el efecto del que le había hablado Anastasia existía de verdad, ahora su expresión debía reducirse al mínimo. El odio y la agresividad explotaban con especial facilidad por la noche, cuando la gente volvía a casa cansada e irascible tras una jornada laboral, o cuando había tenido tiempo de emborracharse. Pero Boitsov estaba impaciente por empezar las averiguaciones para, al menos, sacar algo en claro de todo esto. No esperaba que la historia del «bucle inverso» fuera a calarle tan hondo.

Decidió comenzar por las tiendas de alimentación. Lo habitual era que tanto los dependientes como los clientes viviesen cerca, fuesen vecinos del barrio, por lo que como objeto de observación cumplían con los requisitos. En la primera tienda en la que entró, le sorprendió lo desproporcionado de los conflictos que estallaban provocados por cualquier motivo, por nimio que fuese. A pesar de que el público escaseaba y no había cola delante de ningún mostrador, los dependientes se las arreglaban para sacar de sus casillas a las señoras mayores a las que atendían, que se deshacían en lágrimas, mientras que otras señoras mayores, que ponían peros a todo, volvían histéricas a las dependientas.

—¿Cómo es que no tienen queso normal, y sí sólo quesitos para los niños? —inquirió una cliente con severidad.

—No lo sé —contestó la dependienta encogiéndose de hombros—. Sólo vendemos lo que nos traen.

Siguió una perorata salpicada de alusiones vejatorias sobre todo lo que se había prometido cuando se iniciaba la privatización, y cómo nada había cambiado, que los dependientes eran unos ladrones, que como ahora nadie controlaba los precios, seguramente los subían por cuenta propia, pues había que ver lo rollizos que estaban todos: les estaban quitando a los jubilados, que cobraban unas pensiones de hambre, el último bocado de la boca. Al principio, la dependienta replicó algo con apatía, luego perdió los estribos, se puso a gritarle a la anciana y, llena de ira, arrojó sobre el mostrador el trozo de jamón dulce que acababa de pesar como si el jamón fuese una granada y el mostrador, la propia cliente odiosa.

En otra tienda, Vadim vio a una joven mamá que, sosteniendo la mano de un niño de cinco o seis años, le estaba leyendo la cartilla a la dependienta porque el mostrador de helados era de cristal.

—El niño tiene todos los helados a la vista, se pone a llorar y a pedirlos, ¡pero el médico se los ha prohibido! ¿Qué quiere que haga ahora?

En efecto, el niño se estaba desgañitando y, atragantándose con las lágrimas y con los mocos, exigía el helado Bounty.

—A vosotros, lo único que os importa es vender más género —continuó despotricando la mamá—, y no se os pasa por la cabeza pensar que hay cosas que un niño no puede entender. Encima, colocáis sobre el cristal conejitos y ositos, para estar seguros de que el niño se fije en vuestras porquerías. ¡Descarados!

—¡Todos los niños pueden comerlos helados! ¿Qué tiene de especial el tuyo? —contestó la dependienta, que poseía una voz tan poderosa que se hacía oír sin esfuerzo por encima de las protestas de la indignada progenitora y de los herreos del fruto de las entrañas de ésta—. Los helados se fabrican especialmente para que los niños los coman y si al tuyo le están prohibidos, ¿qué haces trayéndolo a la tienda?, ¡haberle dejado en la calle! ¡Ahora a todo el mundo le ha dado por parir disminuidos!, y ¡luego se atreven a pedirnos cuentas a nosotros! ¿Acaso los hemos inventado nosotros, esos mostradores? Usamos los que nos dan, ¡y ya está! Todo el mundo los usa, y si a ti no te gustan, ¡allá tú! ¡Si tu hijo está enfermo, tienes que curarle en vez de andar buscando culpables!

—¡Los únicos culpables sois la gentuza como tú! —declaró la mamá con aplomo.

Vadim no escuchó más, los gritos le habían producido una jaqueca instantánea. Salió corriendo a la calle y respiró hondo varias veces, disfrutando con el aire fresco que le henchía el pecho. «Qué mosca les habrá picado», pensó recordando las caras desfiguradas por la rabia de las mujeres peleando. Entró en un jardincillo pensando cruzarlo y visitar otra tienda cuando vio de pronto a un chaval de unos diez años que, acuclillado junto a un enorme árbol, estaba torturando con visible deleite a un gato. El gato aullaba enloquecido por el dolor e intentaba en vano soltarse de las pequeñas manos que lo aferraban; una extraña sonrisa iluminaba el rostro ensimismado del chiquillo, como si estuviera entregado a su hobby más querido, que reclamaba toda su atención pero que al mismo tiempo le aportaba un placer indecible.

—Oye, déjalo —le ordenó Boitsov sin levantar la voz—. Suelta al gato, le estás haciendo daño.

El chaval levantó rápidamente la cabeza, la sorpresa le hizo aflojar la presión de las manos. En ese instante, el desdichado gato se soltó y se dio a la fuga cojeando y aullando. Al parecer, el joven verdugo de los felinos había estado rompiéndole las patas una tras otra.

—¿Por qué lo haces? —preguntó Vadim en tono apacible.

Pero el chico le miró con tal odio que a Boitsov se le cortó el aliento. El muchacho se giró sin decir palabra y se fue corriendo.

Vadim prosiguió su camino escrutando las caras de los transeúntes. Tenía la impresión de que ni uno solo de esos rostros estaba marcado por el sello de aquello que le habían contado. Era gente de lo más normal, era gente corriente. No veía nada especial en los que pasaban a su lado. Debería acercarse también al colegio a la hora en que terminaban las clases y echarles una ojeada a los adolescentes.

Estaba dando vueltas, paseando sin prisa, fijándose en las casas, callejones y patios, grabándolos en la memoria por costumbre, por si acaso, no porque pensase que un día ese conocimiento iba a resultarle útil. Hacia la una se acercó al colegio y buscó con los ojos un sitio desde donde le fuese fácil observar a los chicos. Vio un banco medio oculto tras los árboles y matorrales, se dirigió hacia él y sólo entonces se percató de que allí estaba sentada una muchacha de unos veinte años con un libro en las manos. Vadim estuvo a punto de dar la vuelta pero de repente la joven levantó la vista del libro y le sonrió.

—¿También espera a que salgan de la clase? Siéntese, hay sitio de sobra.

Vadim se sentó a su lado. La muchacha, de pelo muy corto, como de un chico, nariz levemente respingona y ojos azules y redondos, irradiaba simpatía.

—Y usted, ¿a quién viene a recoger?

—A mi hermano. Aquí al lado hay una escuela de formación profesional y para ir a casa tenemos que pasar delante.

—¿Y qué? —preguntó Boitsov desconcertado, y sólo entonces se acordó de que Katnénskaya le había hablado de esa escuela.

—Ya le han dado varias palizas, así que ahora no le dejamos ir por allí solo. Siempre venimos a recogerle, mis padres o yo.

—¿Cuántos años tiene su hermano?

—Seis. Estudia primero.

—¿Seis años? —repitió Boitsov estremeciéndose—. ¿Cómo es eso? ¿Es que pegan a niños de seis años? ¿Los ha denunciado a la policía?

—Cómo no —contestó la joven claramente dispuesta a continuar la conversación—. Y no sólo nosotros. En total fuimos unos treinta los que denunciamos lo mismo pero no ha servido de nada. No van a meter en la cárcel a todos los alumnos de la escuela de FP, además, los crios no se acuerdan bien de quiénes son los que les han pegado. De miedo cierran los ojos… —En su voz tintinearon las lágrimas—. Recuerdan que ha ocurrido frente a la escuela de FP pero no saben decir nada más. ¿Cómo va a detener la policía a nadie?

—Pero ¿por qué pegan a unos niños tan pequeños?

—Por nada. Necesitan desfogarse. ¡Hijos de puta! —exclamó, y soltó un sollozo pero pudo dominarse enseguida—. La primera vez pegaron a Pavlusa porque le habían pedido dinero y él les dijo que no tenía. La segunda vez le ordenaron que se quitara la chaqueta y se la entregara, tenían una litrona para tomársela en los arbustos pero la tierra estaba fría, así que decidieron quitarle a alguien la chaqueta para sentarse encima. También entonces volvió a casa lleno de moretones y magulladuras. No se puede hacer nada con ellos. Dígame ¿qué generación es ésa que está creciendo, eh? Son unos monstruos. Tal vez porque desde pequeños comen todos esos productos químicos en lugar de los naturales, o tal vez porque toda nuestra nación se está degenerando por culpa de tantos años de alcoholismo.

—No tiene por qué trasladar a toda la nación los defectos que ve en los chicos de una escuela de FP —observó Vadim.

—Pero es que si sólo fuese esa escuela —objetó la joven con pasión—. También veo a los niños que estudian con Pavlusa. A los de su curso y a los de cursos superiores. Son completamente distintos, no se parecen en nada a cómo éramos nosotros cuando teníamos su edad, ¿entiende? A la mínima saltan y organizan una gresca, agarran piedras, tiran a dar. ¡Y lo que echan por esas bocas entonces, si les oyera usted! «¡Así te mueras! ¡Que te atropelle un camión!», y otras cosas por el estilo.

—Quizá no se les educa lo suficiente —sugirió Vadim—. Cuando se hagan mayores, aprenderán a comportarse.

—Pero qué dice —repuso la joven dejando caer las manos con exasperación—. Qué tiene que ver la educación con todo esto. ¡Los ojos se les llenan de odio, las caras se les ponen coloradas de la furia, en sus voces se oye tanta ira! Cuando los ves, te das cuenta de que va en serio, que de verdad desean la muerte a aquel con quien se pelean. La muerte o un daño grave. Quieren destruir al que se les ha cruzado en el camino para impedirles hacer su real gana, ¿comprende?, aunque se trate de un caprichito pequeñísimo, como montar en la bici de otro chico o tomarse una botella de vino sentados en la tierra sobre una chaqueta que han quitado al primero que pasaba por allí. Y ya no le digo nada de los que tienen dieciséis años, y ese caprichito es acostarse con una mujer. Mire por ejemplo, las chicas procuramos no pisar la calle después de las ocho de la noche por temor a que nos violen. Pero para qué se lo voy a contar si ya estará enterado de todo eso.

—Pues no —confesó Boitsov—. Es la primera vez que lo oigo. No sé por qué pero no me había dado cuenta de que la nueva generación fuese tan agresiva.

—Pero ¿cómo es posible no darse cuenta? —preguntó la joven sorprendida, fijando la vista en la puerta del colegio de donde habían empezado a salir en tropel los niños saltando y agitando las carteras y mochilas—. ¿Qué curso hace?

—¿Cómo? ¿Qué curso qué? —preguntó Vadim desorientado.

—Pues ¿qué curso hace su niño? Ha venido a recoger a un niño, ¿no?

—No, a decir verdad, simplemente estaba cansado, he tenido que caminar mucho y sólo buscaba un sitio donde poder sentarme un rato.

—Ya veo —musitó la joven, que seguía estirando su delgado y grácil cuello para observar con atención a los niños que se agolpaban delante del colegio—. Pues yo creí que venía a recoger a su hijo o hija.

—No tengo hijos —dijo Boitsov sin saber por qué y, como para colmar su propio asombro, añadió—: Ni siquiera estoy casado.

—¿De veras?

La muchacha le miró sin disimular su repentino interés. Dejó de prestar atención a la puerta del colegio, por la que tenía que salir su hermano, y examinó al desconocido. ¡Estaba pero que muy bien! Realmente bien. Mentón firme, rostro de rasgos firmes y viriles, ojos grises. ¿De verdad que no estaba casado? Seguro que había mentido. Pero si mentía, entonces le había puesto los puntos y quería volver a verla. ¿Por qué no? Se preguntaba cuántos años tendría. Aparentaba unos treinta, quizás algunos más. También su edad le gustó.

—De modo que es usted un rancio solterón —exclamó riéndose—. ¿O está divorciado?

—No, no, soy un rancio solterón, muy rancio, ha dicho bien. No he estado casado nunca.

—¿Y eso? ¿Por qué? Me cuesta creer que no haya encontrado a ninguna que quiera casarse con usted.

—¿Sabe?, sencillamente nunca he tenido tiempo para averiguar si hay alguien que quiera casarse conmigo o no. El trabajo me absorbe demasiado tiempo y energía, los cortejos y galanteos me pillan de lejos.

Este juego le resultaba familiar a la joven, si no por su propia experiencia, cuando menos por los libros, películas y relatos de las amigas. Cuando un hombre se empeñaba en darle a entender a una que estaba disponible, lo más frecuente era que se inventara algún trabajo complicado y tenso que por una u otra razón le impedía cortejar a las mujeres. Al mismo tiempo, sus palabras servían de advertencia: por casualidad, en ese momento tenía un rato libre y estaban juntos, pero en lo que se refería a encuentros futuros y a la evolución posterior de sus relaciones, no podía garantizar nada.

—Entonces, ¿también ahora está trabajando? —dijo la joven con gesto de comprensión y reprimiendo la risa.

—Allí está su hermano, viene corriendo —repuso Vadim obviando la respuesta.

Hacia ellos venía a todo correr un crío de seis años vestido con una chaqueta roja con capucha, y con una mochila de color caqui bailándole en la espalda.

—¿Cómo sabe que es él? —preguntó la joven sorprendida.

—Se le parece mucho.

La chica se levantó del banco y se puso a arreglar la bufanda del niño y el gorro de lana que llevaba debajo de la capucha. Era evidente que estaba esperando que el desconocido le pidiese permiso para acompañarles, pero el hombre no parecía dispuesto a moverse del sitio y continuaba sentado cómodamente en el banco, la espalda apoyada en el tronco de un viejo roble.

—Bueno, tenemos que irnos —dijo la chica indecisa mientras pensaba deprisa qué otra parte de la vestimenta de su hermano requería algún otro ajuste que le permitiese aplazar la despedida—. Que descanse bien.

—Gracias —contestó Vadim—. Y ustedes, que lleguen bien a casa, sin sorpresas desagradables. ¿Quiere que les acompañe? ¿O de día no tiene miedo?

La incapacidad y la desgana de seguir las reglas del juego establecidas por las mujeres habían llevado a Vadim a elaborar sus propios métodos para establecer las relaciones con el bello sexo. Lo que estaba haciendo en ese momento era delegar la toma de la decisión en esa joven de ojos azules y nariz respingona, ya que, según su criterio masculino, cualquier decisión que uno adoptaba le obligaba a dar ciertos pasos, pero si era otro u otra quien adoptaba tal decisión, uno quedaba libre de cualquier obligación. Si hubiera dicho: «Permítame que la acompañe, ya que este barrio es tan peligroso», con eso mismo habría reconocido que la joven le gustaba y que, por tanto, le preocupaba su seguridad. Una confesión de ese tipo era un arma potentísima si la manejaban unas manos poco escrupulosas. Pero ahora, al construir hábilmente la pregunta, se despojaba de toda iniciativa para pasarle la pelota a la muchacha con una sencilla estratagema. Si le había gustado y quería que la acompañase, ahora no tendría más remedio que decir: «Sí, también de día tengo miedo, acompáñeme si es tan amable». Bueno, en una situación así quedaría como un verdadero caballero si acompañaba a una mujer POR QUE ELLA SE LO HABÍA PEDIDO pero nada más que eso. No le debería nada.

—No, no se moleste —respondió la chica educadamente—. Si usted mismo acaba de decirme que está cansado, que ha caminado mucho y quiere descansar.

«Bien por ti, pequeña —pensó Boitsov con admiración—. Resulta que también sabes enseñar los dientes. Hay que ver cómo le has dado la vuelta al asunto: si ahora te coloco por encima de mi cansancio, equivaldrá a hacer la famosa confesión, porque si te acompaño a pesar de que estoy cansado y preferiría permanecer sentado, significa que me gustas. Es cierto que me gustas pero eres tú la que debe tomar la iniciativa, es la única manera de que yo mantenga la capacidad de maniobra y las manos libres de ataduras».

—Le propongo un compromiso —dijo Vadim con una sonrisa—. Es cierto que estoy muy cansado, llevo andando desde las seis de la mañana, hasta ahora no he tenido ocasión de sentarme ni un instante. Si se espera unos veinte o treinta minutos, habré restablecido mis fuerzas de pleno y podré acompañarla. Siéntese y lea el libro; mientras tanto, Pavlusa puede jugar con los niños delante del colegio.

«¿Y ahora qué me dices, bonita? ¿Dónde están tus dientes? —se regodeó para sus adentros—. ¿Qué te parece esta nuez? ¿Podrás partirla? Si quieres que te acompañe, siéntate a esperar hasta que me reponga. Si me haces esta concesión, significa que estás dispuesta a asumir un sacrificio, por minúsculo que sea, pero ese sacrificio es indicio de que sientes interés por mí. Por supuesto que me gustas, eres una buenaza simpatiquísima, y a todo esto, sin un pelo de tonta. Pero eres tú la que debe dar el primer paso».

—No, no, no hace falta, no se preocupe —respondió la muchacha con la misma sonrisa serena—. Para mí ha sido interesante hablar con usted y claro que me encantaría charlar un ratito más por el camino. Pero está cansado y no puedo exigirle sacrificios tan importantes —dijo bajando la voz, en tono burlón y abriendo mucho los ojos—; además, de día no tengo miedo. En este barrio, de día son sobre todo los niños y los adolescentes los que hacen esas gamberradas. Pero de noche, cuando los creciditos salen a la calle, entonces sí que da miedo. Así que, muchas gracias por su preocupación y que le vaya bien.

Agitó una mano despidiéndose alegremente, agarró con la otra los extremos de la larga bufanda blanca de Pavlusa y, dándoles tironcitos, guio al niño hacia el edificio de la escuela de FP situada al lado. Boitsov siguió con la mirada la esbelta silueta embutida en un abrigo de piel color turquesa que se alejaba y, para su propia sorpresa, sintió tristeza. De golpe comprendió que la muchacha no había estado jugando con él, que todas sus refinadas argucias habían sido vanas, tontas y ridículas. La joven había tomado sus palabras al pie de la letra, ni siquiera había comprendido que le gustaba. O —lo que sería aún peor— se había asustado al pensar que se pondría pesado, que trataría de meterle mano, por lo que se había deshecho de Vadim con buena educación y sin esfuerzo. ¡Qué idiota! Una chica así nunca intentaría meterle en su cama al primer día de conocerse, ésa habría esperado pacientemente a que él se animase, y cuanto más hubiese tardado en tocarla, mejor opinión le hubiese merecido. Vaya, y él creía que chicas así ya no existían…

Vadim miró el reloj. Iba siendo hora de ponerse en camino para ir a casa del creador del aparato. De mala gana se levantó del banco y se dirigió hacia la estación de metro junto a la que había dejado el coche.

2

Al salir del instituto, cogió el coche y se fue a Kúntsevo, donde trabajaba su mujer. Juntos recorrieron varios supermercados, pasaron por un mercadillo donde compraron verduras y carne fresca, y se dirigieron a casa.

Una vez allí, la mujer se fue corriendo a cambiarse y a preparar un gran envoltorio con el elegante vestido que se pondría al día siguiente para recibir a los invitados al chalet.

—¿Qué camisa quieres que coja para ti? —le gritó desde el dormitorio—. ¿Qué te pondrás mañana? ¿El traje?

—Sólo faltaba… —farfulló él por lo bajo.

—¡No te oigo! ¿El traje o el jersey?

—¡El jersey! —respondió colérico.

—Entonces, te cogeré aquella camisa gris claro, ¿te parece?

—Coge lo que quieras pero déjame en paz —masculló en un susurro apenas audible y, ya en voz alta, contestó en un tono perfectamente apacible—: Está bien, coge la gris claro.

Tenía los nervios a flor de piel, estaba tan tenso que por primera vez en su vida temió perder los estribos. Se sentía mucho más tranquilo cuando mató a Galaktiónov. Tal vez porque era la primera vez que mataba a alguien y no sabía aún lo espantoso que era un asesinato. En cambio, ahora sí lo sabía, y la idea de que tenía que pasar por todo aquello una vez más le llenaba de pavor. Entonces, al romper el extremo de la ampolla y echar en la taza de café unos cristales, sabía que todavía estaba a ESTE lado de la raya. Y mientras Galaktiónov revolvía sin prisas la cucharilla en el café esperando a que se disolviese el azúcar, aún seguía a ESTE lado de la raya. Incluso cuando Alexandr dejó la cucharilla y empezó a acercarse la taza a los labios, incluso en ese momento se encontraba todavía a ESTE lado de la raya, porque aún estaba a tiempo de detenerle, de empujarle para que la taza se le escurriese de las manos, y fingir que lamentaba su propia torpeza. Sólo cuando Galaktiónov dio el primer sorbo, la raya que hacía un instante estaba delante de él, se encontró de repente a sus espaldas. Se había convertido en un asesino. Esos pocos segundos le parecieron horas llenas de complicadas torturas, y hoy tenía que volver a pasar por todo aquello de nuevo.

Salió del estudio al recibidor y descolgó la correa y el collar de perro.

Diamante, ¡a pasear! —llamó.

Lanzando aullidos de alegría, el setter de largo pelo negro vino corriendo y se sentó delante del amo, ofreciéndole el cuello y levantando, primero una, luego otra, las patas delanteras para facilitarle al amo la tarea del cierre del collar y de los arreos.

—Te esperamos abajo —le dijo a su mujer, y bajó a la calle.

La mujer no se hizo esperar y salió del portal unos minutos más tarde. Su capacidad de arreglarse con rapidez y al mismo tiempo, sin olvidarse de nada, era una de las cualidades que valoraba en ella.

La mujer y el perro subieron al coche, lo puso en marcha y salieron con rumbo al chalet.

3

Tras convencerse de que los dueños del piso se habían retirado a su residencia campestre y se habían llevado a Diamante, Boitsov esperó, como se recomendaba hacer en esos casos, veinte minutos y subió a la planta donde se encontraba el piso del creador del aparato. La cerradura cedió al primer intento, se notaba que Litvínova había trabajado a conciencia para hacer los moldes con cuidado y precisión. Vadim entró en el piso y cerró la puerta extremando las precauciones para evitar que la cerradura chasquease, cosa que consiguió. Sólo cuando se encontró dentro del piso bien cerrado, dejó de contener el aliento y respiró. No era la primera vez que hacía lo que acababa de hacer pero en cada ocasión se ponía terriblemente nervioso.

En la calle había charcos y barro, por lo que no debía entrar en las habitaciones con los zapatos puestos, dejaría huellas demasiado visibles. Pero tampoco podía quitárselos, cualquiera sabía lo que podía pasar, descalzo no iría muy lejos, y calzarse significaría perder preciosos segundos que tal vez le costarían la vida. Boitsov sacó del bolsillo unas bolsas especiales, parecidas a botas de plástico, que se ponían sobre los pies y se ataban debajo de las rodillas, introdujo en ellas los pies embutidos en zapatos cubiertos de húmeda suciedad y empezó a recorrer el piso despacio. Aunque, en realidad, sólo un observador extraño hubiese tenido la impresión de que estaba trabajando lentamente. De hecho, cada movimiento suyo estaba meticulosamente calculado y todo el sistema del examen de la vivienda se basaba en una parsimonia extraordinaria: no había ni un paso de más, ni un instante malgastado. Tenía ante sí dos cometidos inmediatos. En primer lugar, penetrar en la personalidad de ese hombre, del dueño del piso, del principal artífice del aparato, y basándose en sus características, tratar de comprender si su hogar podía contener pruebas e indicios que le vinculasen a su crimen. El segundo era hacerse una idea de la clase de pruebas que podía encontrar allí y sacar conclusiones sobre dónde debía buscarlas.

El piso tenía tres habitaciones: salón, dormitorio y estudio. Ni que decir tiene que empezó por el dormitorio. El dormitorio lo revelaría todo sobre la vida conyugal del implicado.

El lecho era amplio, a ambos lados de la cama había sendas mesillas de noche. Sobre cada mesilla, un despertador. La aguja de la alarma de uno marcaba las siete, la del otro, las siete y cuarto. «No es muy razonable —pensó Boitsov—.

Si uno de los cónyuges tiene que levantarse a las siete y el otro puede permanecer en la cama quince minutos más, ¿qué falta les hace el segundo despertador? El que se levanta antes puede despertar al otro un cuarto de hora más tarde. Probablemente, quien se levanta a las siete en punto es el dueño del piso, que enseguida saca a pasear al perro, por lo que a las siete y cuarto ya no está en casa. Pero ¿por qué no se despertarán juntos? Mientras él pasea al perro, ella prepara el desayuno…».

Vadim abrió el voluminoso armario ropero. Toda la ropa estaba colgada en las perchas y colocada sobre los estantes con algo más que simple orden. Los que guardaban su ropa en ese ropero no eran dos cónyuges que se amaban y que llevaban veinte años juntos sino dos huéspedes de un hotel que por accidente se habían visto obligados a compartir la misma habitación. No había un solo estante donde se guardasen las prendas masculinas y las femeninas juntas. No había una sola percha en la que estuviera colgada una blusa de mujer encima de una camisa de hombre, o una falda debajo de una americana. Todo estaba separado, aislado. Enajenado. Las cajas de zapatos de la señora estaban a la derecha, las del calzado del caballero, a la izquierda.

El contenido de las mesillas de noche le sorprendió aún más. En ambas había medicinas, y en su mayoría eran las mismas. Es decir, que cuando uno de los cónyuges enfermaba, se tomaba las pastillas de su respectiva mesilla, y no de un botiquín común del matrimonio. La situación resultaba evidente: el marido y la mujer coexistían en su piso, cada uno llevaba su vida, con sus propios problemas y secretos. Ninguno se entrometía en los asuntos del otro, cada uno guardaba celosamente sus secretos, no estaban unidos ni por la amistad ni por una intimidad verdadera. Había llegado el momento de echarle un vistazo al estudio.

Si lo que estaba buscando se encontraba en ese piso, sólo podía estar en el estudio.

Unos minutos más tarde, Vadim descubría la caja fuerte empotrada, y en el minuto siguiente, sudando hielo, se daba cuenta de que le había faltado poco para que todo el plan se fuese al garete. Abrir la caja fuerte no habría representado el menor problema para Boitsov, que tenía experiencia más que suficiente para que ni las cerraduras más sofisticadas pudieran resistírsele. Pero en el momento mismo en que se disponía a tirar de la pesada portezuela, se fijó en que el panel delantero parecía levemente combado. La caja fuerte llevaba incorporado un mecanismo que prendería fuego a su contenido instantáneamente en cuanto alguien intentase abrir la cerradura por un procedimiento que no era el debido. Y en ese momento la estaba abriendo precisamente por un procedimiento que no era el debido.

Vadim permaneció varios segundos pensativo mirando la caja fuerte, luego, oprimió la zona combada del panel delantero con un gesto decidido y abrió la portezuela. El examen superficial del contenido le probó que sus esfuerzos no habían sido en vano. Aquí estaba, aquí lo tenía, el sumario de la causa criminal abierta a raíz del asesinato de Yevguéniya Voitóvich y del suicidio de su marido, Grigori Voitóvich. Y aquí estaba también la carta que Voitóvich había escrito antes de morir y en la que lo contaba todo sobre el maldito aparato. Aunque sus palabras no las entendería cualquiera, para aquel que sí sabía de qué se trataba, cada palabra de esta carta estaba cargada de profundos significados. Pero a cualquiera que no estuviera enterado, la carta se le antojaría el delirio inconexo de un suicida chiflado.

Se descolgó del hombro la bolsa deportiva, extrajo de ella una cámara fotográfica equipada con un flash y tomó varias fotos. El estudio, la mesa y al lado, la caja fuerte abierta. Un primer plano: la mesa y la caja fuerte. Un encuadre separado: la caja fuerte con el sumario en su interior. Para que se pudiera leer bien la inscripción de la carpeta tuvo que colocar sobre la estantería una linterna eléctrica. Por supuesto, para la instrucción del caso y para los tribunales esas fotografías no significarían nada, no tendrían validez legal, pues no estaban hechas por un representante oficial en presencia de testigos jurados. Pero serían perfectamente válidas para someter al creador del aparato, en caso de necesidad, a una presión psicológica.

Sacó una decena y media de fotografías más de varios documentos del sumario, entre otros, la carta de Voitóvich. El mecanismo montado en la caja fuerte era una prueba elocuente de que, si se agarraba al dueño del piso por el estómago y se le exigía abrir la caja fuerte, el sumario sería destruido de inmediato. Y entonces ya nadie podría demostrar que esa caja había sido utilizada para guardar precisamente el sumario del asesinato de la mujer de Voitóvich. Había algo guardado allí, cierto, pero ¿qué era? Pues nada especial, unas revistas pornográficas que el dueño del piso quería ocultar a su mujer. O cartas de amor. O unos diarios. Vayan ustedes a saber qué era exactamente. Y una vez destruida la carpeta con el sumario, ya nunca nadie leería la carta de despedida de Grigori Voitóvich.

Al salir del piso, Vadim Boitsov miró el reloj y comprobó satisfecho que todo el trabajo le había ocupado diecisiete minutos y medio. Era un buen resultado.

4

Como siempre, provocar la pelea resultó fácil a pesar del talante pasmosamente reconciliador y transigente de su mujer. Pero es que tampoco necesitaba que se enfadase con él, esta vez tenía más que suficiente con estar enfadado él solo.

Ya había iniciado el conflicto en el coche, cuando se acercaban a la urbanización. El objeto de la discusión eran, por enésima vez, los padres del yerno, gente, a su modo de ver, pretenciosa y mentecata. Cuando llegó el momento de meter el coche en el garaje y trasladar a la cocina los productos que habían comprado para la comida festiva, su indignación había alcanzado su apogeo.

—¿Por qué demonios no puedo estar tranquilo y en paz ni siquiera en mi día libre? —gritó—. Ya que me obligas a pasar mañana el día entero entreteniendo a esos subnormales, me marcho ahora mismo al lago. Necesito calma y soledad, si no las tengo, no puedo trabajar, llevo veinte años repitiéndotelo pero tú no paras de meter en casa a toda clase de abortos mentales para que les dé conversación. ¡Déjame en paz al menos hoy! Diamante, ¡nos vamos al lago!

Salió disparado del chalet, dio un portazo, sacó el coche del garaje y se fue haciendo bramar el motor. Mientras conducía por la carretera de Minsk volvió a repasar mentalmente la secuencia de las acciones programadas para ese día. En el asiento de atrás estaba su maletín, en cuyo interior se encontraban un disquete y una pequeña cajita que contenía una ampolla envuelta en algodón. Al parecer, había pensado en todo, no iba a necesitar nada más. Ay, por poco se le olvidaba. Las llaves. Las llaves del piso de Sitova. Le harían falta si no la encontraba en casa. Lo había planeado todo, había considerado todas las variantes. Si la mujer estaba en casa, seguiría un guión, si no estaba, otro, pero el resultado sería el mismo: Nadezhda Sitova moriría envenenada con cianuro antes de que le diera tiempo de comprender que se había equivocado al identificar al asesino.

Guennadi Lysakov sería culpado de su muerte, iban a encontrar pruebas a puntapala, ¡tendrían pruebas para dar y tomar! Pruebas que en su vida lograría negar. Suerte que, después de matar a Galaktiónov, se había llevado su juego de llaves y, entre otras, en el llavero estaban las del piso de Sitova. Sin pérdida de tiempo, fue a un taller donde le hicieron duplicados, no tardaron nada, apenas unos cuarenta minutos. Aquella misma noche, abrió silenciosamente la puerta de aquel piso y dejó las llaves de Galaktiónov en su sitio, sobre el mueble del recibidor, allí mismo donde las había recogido unas horas antes. Era imprescindible devolver las llaves para el caso de que tuviese una buena suerte inaudita y la policía creyese que Alexandr había muerto porque él mismo había decidido quitarse de en medio. Si se daba el caso, la desaparición de las llaves podría impedir el curso afortunado de los acontecimientos. Por eso no se llevó la ampolla con los restos de cianuro sino que la dejó junto al cadáver, después de frotarla bien y de apretarla contra los dientes todavía tibios del difunto. Un día aparecería un testigo que declararía que Galaktiónov le había pedido el ácido cianhídrico. Él mismo se lo había pedido, él mismo se lo había tomado y se había envenenado. Pues allí estaba el veneno, encima de la mesa, ¿dónde iba a estar si no? Y también las llaves seguían en su sitio. Todo se combinaría formando un cuadro precioso, una obra de arte. Pero al parecer algún detalle falló y la obra de arte no granó a pesar de que la idea era buena. Les gustaría saber en qué había patinado, qué había pasado por alto, qué se le había escapado. Por qué la bofia comprendió que Galaktiónov había sido asesinado.

Al entrar en la ciudad, escogió el camino más corto para llegar a la calle donde vivía Guennadi Lysakov. Paró el coche junto al portal y permaneció unos minutos sentado en el interior, ordenando los pensamientos, revisando una y otra vez todo el plan, recordando las palabras y las acciones. Al fin, bajó del coche con resolución. Diamante, que esperaba el cumplimiento de la promesa de llevarle «al lago», sintió que le habían engañado, que en vez de llevarle a pasear junto al lago, le habían traído de vuelta a la ciudad. Los olores aquí eran diferentes, y también los sonidos eran otros, en absoluto parecidos a los que se oían en la orilla de un lago situado en medio de un bosque. Había hecho el viaje tendido en el asiento de atrás, no necesitaba levantar la cabeza y mirar por la ventanilla para comprender que el amo le había mentido. El perro resopló con enfado, hundió la cabeza entre las patas, y ni siquiera intentó bajar del coche para seguir a su adorado amo.

Subió la escalera y pulsó con gesto decidido el timbre del piso de Lysakov. La puerta se abrió casi al instante.

—Buenas noches —le saludó Guennadi Ivánovich perplejo.

Su aspecto dejaba que desear. A pesar del afeitado apurado, del pantalón bien planchado y de la camisa fresca (seguramente, se había arreglado porque en cualquier momento podía llamarle el juez instructor o el fiscal), parecía demacrado, exhausto, aplastado. Era la imagen exacta del aspecto que tendría un hombre que no entendía qué le ocurría ni de qué se le acusaba pero que ya había tenido tiempo de comprender que intentar demostrar su inocencia era inútil y que lo único en que podía confiar era en que se obrase un milagro.

—Buenas noches, Guennadi Ivánovich —dijo esforzándose por imprimir a sus palabras la máxima amabilidad y simpatía—. He llamado a Petrovka y me han dicho que podía ir a verle, que no estaba prohibido.

—Pase, por favor —balbuceó Lysakov—. Me alegra mucho que usted… Que usted…

La voz le tembló y se calló.

—Guennadi Ivánovich, estoy seguro de que se ha producido un lamentable equívoco y espero que muy pronto todo se aclare y los policías le pidan disculpas. Pero entretanto no vamos ni a mencionar esta desagradable incidencia. He venido a verle por un asunto de trabajo, como si usted estuviera de baja médica o de vacaciones y en el instituto hubiera surgido un problema que requiere una decisión inaplazable. ¿Está de acuerdo?

—Claro, claro —contestó Lysakov asintiendo varias veces con la cabeza y sin disimular su alivio.

Llevó a su visita a un cuarto espacioso y bien iluminado, de mobiliario cómodo y mullido. En un rincón junto a la ventana había una mesa con un ordenador y una impresora.

—¿Le apetece tomar algo? —preguntó Lysakov—. ¿Té, café? ¿O tal vez prefiere una copa?

—Una copa sí que me iría bien —declaró—. Pero sólo si usted me acompaña.

—No puedo. Ésta fue una de las condiciones que me impusieron cuando me mandaron a casa en vez de meterme en los calabozos.

—Ya entiendo —respondió con aire grave—. Entonces, café. Ponga el agua en el fuego, y mientras se pone a hervir discutiremos algunos asuntos administrativos.

Lysakov fue a la cocina. Entretanto, su visita sacó del maletín una delgada carpeta de plástico con el disquete y unos papeles dentro. Colocó la carpeta delante de sí, encima de la mesa, y se guardó el disquete en el bolsillo.

—Guennadi Ivánovich, usted es miembro de la comisión que supervisa la destrucción de documentos secretos —dijo cuando Lysakov regresó a la habitación—. Justamente ayer elaboramos una nueva lista del material que ha de ser aniquilado, nos pusimos a firmar el acta y… usted ya no estaba. Así que le he traído el acta, todos los miembros de la comisión ya la han firmado, sólo falta usted.

Lysakov estampó su firma en silencio sin detenerse a leer el acta.

—Sigamos. Este año nos hemos retrasado con los premios a nuestras trabajadoras con motivo del 8 de marzo. Hasta esta mañana no hemos empezado a redactar la orden que tienen que rubricar todos los jefes de los grupos sindicales. Sin su visto bueno, Contabilidad no nos admite la orden, puesto que no ha sido sustituido. Por lo demás, espero que no sea necesario hacerlo —añadió—. Aquí la tiene, haga el favor de echar una firmita.

También este papel Lysakov lo firmó sin leer. Se le notaba en la cara que no comprendía del todo las palabras de su visita y que tampoco quería comprenderlas, pues tenía otras cosas en la cabeza.

—Gracias. Ahora, Guennadi Ivánovich, hablemos de las reseñas. Usted tiene que reseñar dos trabajos de nuestros colaboradores, ¿verdad?

—Sí. He escrito las reseñas, las tengo encima de la mesa en mi despacho pero no he tenido tiempo de pasárselas a las mecanógrafas. Pensaba llevárselas ayer pero…

—No se preocupe, Guennadi Ivánovich, hemos encontrado las reseñas, y su secretaria, Lénochka, ya las ha mecanografiado, de modo que se las he traído también, para que las firme. En realidad, sólo le traigo una porque con la segunda hay un pequeño problemilla. Imagínese, en el último momento nos llama el autor, la buena de Lénochka le lee la reseña por teléfono, y el hombre comienza a suplicar que retoque un poco una frase. Resulta que le parece que formula una observación con excesiva brusquedad. Por supuesto, Lénochka se niega a asumir la responsabilidad, le dice que usted está enfermo y que necesita su permiso para modificar la redacción. Guennadi Ivánovich, aquí tiene su borrador, y aquí, ya lo ve, Lénochka ha anotado la frase tal como la quiere el autor. Si usted autoriza el cambio, inmediatamente después de la fiesta volverá a mecanografiar la reseña.

Lysakov miró de reojo su borrador y se encogió de hombros con indiferencia.

—Que vuelva a mecanografiarlo, a mí qué más me da —dijo en voz baja—. Qué me importan el autor y su tesis.

—De acuerdo, gracias —contestó exhalando un suspiro de alivio—. Entonces, pasado mañana le enviaremos la reseña mecanografiada para que la firme. ¿Estará en casa? Vaya, qué tontería acabo de decir —se rectificó—. En su situación es difícil que sepa a ciencia cierta dónde estará. Tal vez le citen en la comisaría o en la Fiscalía, o quién sabe lo que puede ocurrir… Ay, Dios, no queda bien, hemos prometido al autor que podrá recoger la reseña el jueves a las tres con absoluta seguridad. Y ya no podemos cancelarlo, tiene que venir desde otra provincia, y a esta hora ya está todo cerrado, todo el mundo se ha ido a sus casas. Y mañana es fiesta. ¿Cómo podemos solucionarlo? ¿Sabe?, Guennadi Ivánovich, vamos a hacer una cosa: usted me firmará una hoja en blanco, y luego Lénochka intentará situar el texto de modo que su firma quede donde tiene que estar.

—Bueno —contestó Lysakov con la misma indiferencia, encogiéndose de hombros.

Se diría que la conversación se le hacía más inaguantable por momentos.

—¿Tiene una hoja de papel? —preguntó su interlocutor.

Guennadi Ivánovich abrió un cajón de la mesa en silencio y sacó varios folios.

—Aquella reseña, si mal no me acuerdo, tiene cuatro páginas completas y unos párrafos más que ocupan aproximadamente una tercera parte de la hoja. Así que la firma debe ir más o menos por aquí.

Indicó el lugar apoyando la punta del lápiz levemente sobre el papel en blanco.

Lysakov acercó hacia sí la hoja de papel y la rubricó sin vacilar un instante.

—Por si acaso, vamos a firmar una hoja más —propuso su visita—. Por si el texto no cupiese o Lénochka se equivocase.

Guennadi Ivánovich cogió otra hoja de papel y volvió a estampar su firma debajo del tercio superior de la página.

—Bueno, esperemos que ahora todo salga bien —dijo el visitante animado—. ¿No se nos habrá olvidado que el agua está al fuego?

—¡Vaya por Dios, claro que se me ha olvidado! —exclamó Lysakov—. ¿Qué café prefiere, el instantáneo, o le gusta más el natural?

—El natural si no es mucha molestia —respondió el invitado—. Por cierto, Guennadi Ivánovich, ¿me permite utilizar su impresora? La mía se ha estropeado, y el jueves a primera hora de la mañana tengo que llevar al ministerio un documento. Sólo necesito imprimir un par de páginas, nada más.

—Claro que sí, puede imprimir todas las que quiera —contestó el dueño del piso desde la cocina.

Extrajo el disquete del bolsillo con una sonrisa de satisfacción, se calzó finos guantes de cabritilla y enchufó el ordenador. Introdujo rápidamente en la impresora las páginas en blanco que Lysakov acababa de firmar, y empezó a imprimir. Había aprovechado la opción de impresión en borrador, y unos segundos más tarde ya tenía en las manos dos cartas firmadas por Guennadi Lysakov. Ambas llevaban únicamente las huellas dactilares del propio Lysakov y venían rubricadas de su puño y letra. Aunque los peritos forenses estuviesen escrutándolas hasta el día del Juicio Final, las firmas demostrarían ser auténticas. Miró las páginas impresas y comprobó que la suerte volvía a sonreírle. Resultaba que esta impresora tenía un defecto de funcionamiento muy particular: convertía todas las letras minúsculas en mayúsculas. Que él supiese, ninguna impresora del instituto presentaba ese fallo. ¡Magnífico!

Volvió a guardar las hojas en la carpeta de plástico, apagó el ordenador, se quitó los finos guantes y metió la carpeta y el disquete en el maletín. Ahora podía tomarse rápidamente el café para que su anfitrión no sospechase nada, e iría a ver a Sitova. Ojalá que estuviese en casa…