CAPÍTULO 11
1
Boitsov empezó a seguir a Anastasia Kaménskaya desde el propio edificio de la DGI situado en Petrovka. Era viernes, el 3 de marzo. Una vez más, había terminado de trabajar muy tarde, y de nuevo iba a tener que pasar delante de aquel aparcamiento privado donde hacía poco habían intentado agredirla.
Salieron del metro a la calle. Cuando ya se acercaban a la parada de autobús, Boitsov vio delante de sí un coche familiar. Era el mismo Saab, cuya matrícula dos días antes había apuntado aquella vieja sentada delante del portal de la casa de Kaménskaya.
Cuando sólo unos metros separaban a Nastia del coche, éste se puso en marcha y avanzó hacia ella despacio, con las luces apagadas. Vadim llegó a fijarse en que la ventanilla del lado derecho del asiento de atrás empezaba a bajar. No tenía ni una décima de segundo para tomar la decisión. Se precipitó hacia adelante abriéndose paso entre los peatones a codazos y, dando un desesperado y larguísimo salto, alcanzó a la mujer de chaqueta azul que caminaba delante. Juntos cayeron sobre la sucia y húmeda acera. El Saab aceleró bruscamente y desapareció.
Kaménskaya permanecía inmóvil, y se asustó pensando que se había golpeado la cabeza y estaba inconsciente.
—Por el amor de Dios, le ruego que me perdone —dijo Vadim poniéndose en pie—. Permítame que la ayude a levantarse.
Se inclinó sobre Nastia y tropezó con su mirada, furiosa y brillante por las lágrimas que le asomaban a los ojos. La mujer le tendió la mano sin decir palabra, y Vadim la ayudó a incorporarse con delicadeza. La chaqueta de color azul celeste se había vuelto parda, los tejanos estaban empapados.
—Santo cielo, ¡qué he hecho! Señorita, por favor, la culpa es toda mía, ¿qué tengo que hacer?, no se me ocurre nada. ¿Quiere que la acompañe a casa en taxi?
—No —masculló Nastia entre los dientes—. Vivo aquí al lado. ¿Adónde iba con esas prisas?
—A la parada de autobús —dijo Vadim con aire contrito—. Se lo suplico, déjeme purgar mi culpa. ¿Qué puedo hacer por usted? ¿Quiere que le compre otra chaqueta?
—Sí quiero —contestó ella sorprendiéndole con una sonrisa—. Pero que sea ahora mismo. La necesito para llegar a casa, porque tal como estoy me va a detener la policía, pensarán que soy una vagabunda o algo así. ¿Sabe si por aquí cerca hay una tintorería? Aunque con toda seguridad a esta hora ya estará todo cerrado.
—La hay —contestó Boitsov con ímpetu—. Aquí al lado hay un hotel, tienen una tintorería que está abierta las veinticuatro horas del día, es autoservicio. Venga conmigo, la acompaño.
—¿En un hotel? —preguntó Nastia con suspicacia—. ¿Se refiere a El Zafiro? Pero si allí sólo aceptan dólares.
—Tienen servicio de cambio. Vamos.
—No —dijo Nastia negando con la cabeza—. De todas formas, saldrá demasiado caro. No llevo tanto dinero encima.
Pasó la mano por la húmeda chaqueta y se la acercó a los ojos. La palma de la mano estaba casi negra de suciedad.
—¡Por qué demonios tenía que hacerme esto! —exclamó con ira—. ¿Qué quiere que me ponga mañana para ir al trabajo?
—Por eso mismo necesita la tintorería —apostilló Boitsov—. Si no tiene dinero, le prestaré. Palabra de honor, me sabe tan mal, necesito hacer algo por usted. Se lo ruego, haga el favor, deje que al menos le pague la tintorería. Escuche, señorita, se lo pido por favor.
—De acuerdo, vamos allá —dijo ella lanzando un suspiro de cansancio—. Pero déjeme su teléfono, mañana le llamaré y le devolveré el dinero.
—¿Tiene que ser así? —preguntó Boitsov con sonrisa picara.
—Tiene que ser así —respondió Nastia con firmeza.
Se encaminó con decisión hacia el hotel El Zafiro y acto seguido se llevó la mano a la espalda lanzando un gemido.
—Hay que fastidiarse, creo que he vuelto a lastimarme la espalda. ¡Lo que faltaba!
—¿Qué ocurre? —preguntó Boitsov alarmado—. ¿Le duele la espalda?
—Me duele horrores. Desde hace ya algunos años. También entonces tuve la mala suerte de caerme y como resultado…
Se encogió de hombros con gesto de perplejidad.
—Ahora tendrá que ayudarme a llevar la bolsa.
—Claro que sí, claro que sí —contestó el hombre apresuradamente—. Démela, se la llevo. Y los médicos, ¿qué le dicen de su espalda? ¿Cómo tiene que tratarla?
—No voy al médico, no tengo tiempo.
—Mal hecho. No deben tomarse a broma los dolores de espalda, sobre todo, una mujer nunca debe descuidarlos. Se dejan notar mucho durante el parto, ¿sabe? ¿Tiene hijos?
—No.
—Pues los tendrá —vaticinó Vadim con aplomo—. Por eso es imprescindible que se trate la espalda.
—Bueno, lo haré el día que tenga un rato libre —le prometió Nastia flemáticamente.
—¿Y cuándo lo tendrá, ese rato libre?
—Creo que cuando esté a punto de jubilarme —contestó ella riéndose—. Por cierto, ¿está seguro de que nos dejarán entrar en ese paraíso de divisa convertible? Tengo un aspecto que a decir verdad…
—Entraremos, por las buenas o por las malas —contestó Boitsov con indolencia—. Lo más importante es poner cara de poca vergüenza y tirar para adelante.
El portero les dejó pasar sin rechistar, cosa que a Nastia le sorprendió muchísimo.
—Vivir para ver —dijo quitándose la chaqueta húmeda y sucia—, resulta que para entrar en un hotel de divisas hay que tener el peor aspecto posible, entonces creerán que eres extranjera. En realidad, no les falta razón, hace tiempo que vengo observando que los turistas llevan ropa sencilla y cómoda. Bueno, ¿cuánto me costará el placer de poner en orden mi indumentaria?
—Doce dólares —respondió Vadim, que estaba estudiando los anuncios pegados junto al mostrador detrás del cual se sentaba la empleada de la tintorería.
—¡Toma ya! Cincuenta y cinco mil rublos, más incluso. Su autobús me está saliendo por un ojo de la cara —apostilló Nastia mientras metía la chaqueta dentro del tambor y lo cerraba con fuerza—. Los sacrificios inútiles no me hacen ni pizca de gracia.
—No la comprendo —dijo Boitsov dirigiéndole una mirada interrogativa—. ¿A qué se refiere eso de «sacrificios inútiles»?
—Sabe de sobra a qué se refiere, señor benefactor. Si se ha sentado con esta calma aquí, a esperar conmigo a que mi chaqueta esté lista, significa que no tenía tanta prisa. ¿A qué venía eso de correr como un loco detrás de un autobús? ¿Por qué corría?
«Por salvarte la vida, Anastasia Kaménskaya, sólo por esto —le contestó para sus adentros—. Cuando la ventanilla del coche empezó a bajar, comprendí que iban a dispararte. Te habrían dado, de esto no te quepa duda, caminabas despacio y ellos justo, justo acababan de poner el coche en marcha. En estas condiciones, hay que apuntar con los pies para fallar. Pero los disparos hechos desde un coche no me parecen la mejor forma de asesinarte. Los disparos hechos desde un coche siempre denotan que se trata de un asunto serio, que detrás hay un deseo de eliminar a una persona en concreto y no se dejan confundir con un asesinato accidental, cuya víctima puede ser cualquiera. El otro día, cuando te salieron al encuentro junto al aparcamiento, el plan era bueno. Si no hubiera sido por el coche patrulla que apareció a dos pasos de allí, todo esto se habría acabado ya entonces. Incluso la bomba que anteayer te colocaron en la puerta podría haber pasado por una gamberrada o por un acto terrorista aleatorio, sobre todo si hubiésemos adoptado medidas oportunas y filtrado a ciertas personas la información pertinente reivindicando el atentado como acción dirigida contra los funcionarios policiales en general. Habríamos inventado algo, si no hubiera sido por la pesada de tu vecina coja, que tomó nota del número de la matrícula de aquellos chicos. En cambio, el atentado de hoy ha sido un disparate morrocotudo. El típico asesinato perpetrado por unos mercenarios. Justo lo que debemos evitar. Bueno, pues ya que hemos tenido que conocernos, déjame que intente averiguar cuánto sabes y, de paso, por qué te urge tanto casarte».
—Es cierto, no tenía prisa por llegar a ningún sitio —dijo justificándose—. Lo que ocurre es que, simplemente, los autobuses pasan con intervalos tan grandes que, si se me hubiera escapado, sabe Dios el tiempo que habría tenido que esperar allí en la parada.
—Lástima que también tenga sucio el pantalón —dijo Anastasia con un suspiro—. Si no, podríamos ir al bar a tomar un café; en cualquier caso, tenemos que esperar veinte minutos.
—¿Le apetece un café? Enseguida se lo traigo.
—¿Cómo? ¿Va a traérmelo aquí?
—¿Por qué no? Perdone, no sé cómo se llama…
—Anastasia.
—Vadim —correspondió el hombre cumpliendo con el trámite de las presentaciones—. Pues escuche, Anastasia, los hoteles de divisas lo que tienen de bueno es que también se rigen por unas normas de divisas. ¿Ha estado en el extranjero?
—Alguna vez.
—Sabrá entonces que allí, después de pagar, usted puede llevarse del bar su vaso, copa o taza adonde le parezca, aunque sea al fin del mundo, bueno, se entiende que dentro del recinto del hotel, y nadie le dirá ni una palabra. Se considera perfectamente normal que uno desee tomarse su café allí donde le guste, ya sea al aire libre, ya en la entrada, ya debajo de la escalera. ¿Quiere que le traiga algo más aparte del café?
—No, gracias, nada más. Sólo el café.
—Tal vez, ¿le apetece un pastel? ¿Frutos secos? ¿Un zumo? ¿Una copita?
—No, el café únicamente, gracias.
Vadim se marchó al bar a pedir dos cafés. «Qué rara es esta mujer, no se parece a nadie», pensó. Cuando se cayó, se diría que estaba a punto de echarse a llorar del dolor y, sin embargo, no le alzó la voz, no le echó una bronca. Sólo accedió a aceptar el dinero a condición de devolvérselo porque no le gustaba estar en deuda con nadie. Había rechazado su invitación a coger el taxi, por tanto, era cautelosa. Tampoco reaccionó a sus intentos de entablar una conversación sobre sus problemas de la espalda y los futuros hijos, así que seguramente no se casaba porque estuviese embarazada. Y no quiso aprovecharse de su generosidad, no le pidió nada además del café.
Todo esto la hacía tan distinta de todas las mujeres con las que Vadim había tratado… Comprobó con asombro que no se sentía nada violento, como habitualmente le hacía sentirse la compañía de las mujeres. Cierto, Kaménskaya no se parecía a otras pero por algún motivo eso no le provocaba tensión, no le ponía en guardia ante posibles desmanes. Kaménskaya le producía la impresión de sencilla y asequible, ajena a las peligrosas profundidades y las puñaladas traperas. Qué raro. Tal vez era porque era feúcha y nada llamativa, y no la percibía como una mujer con la que uno podía flirtear, a la que podía cortejar y con la que podía acostarse.
Después de recoger en el bar dos tacitas de café, las llevó con sumo cuidado hasta la sala de la tintorería. Kaménskaya continuaba sentada en la misma postura, igual que cuando la dejó, y parecía estar absorta en sus pensamientos. Le pareció que ni se dio cuenta de que había vuelto.
—Aquí tiene.
Con gesto solemne colocó las tazas sobre la pequeña mesa situada al lado de su sillón.
Kaménskaya cogió la taza en silencio y bebió a sorbitos. Vadim miró la mano que sostenía la taza, y apreció las líneas gráciles de la palma y de los dedos. Tenía unas manos delicadas y bien cuidadas, aunque las largas uñas almendradas no estaban pintadas. Daba la impresión de que era consciente de que tenía unas manos bonitas pero que no quería atraer atención hacia ellas.
—¿Está permitido fumar aquí?
—Aquí todo está permitido —contestó riéndose—. Si se lo acabo de explicar. Espere, ahora le traigo un cenicero, voy al vestíbulo a buscarlo.
Vadim le trajo un cenicero y, mientras Nastia fumaba manteniendo el mismo silencio pensativo, estudió a hurtadillas a su nueva amiga. Tenía un rostro extraño, de rasgos austeros y correctos: una nariz recta, pómulos altos, labios de hermoso contorno. Pero por algún motivo, el conjunto producía la impresión de algo inexpresivo e incoloro. ¿Sería porque tenía las cejas y las pestañas claras, porque en su cara no había ni una sola mancha de color? A lo mejor, si se maquillaba, era una belleza. ¿Es que no lo sabía? Y si lo sabía, ¿por qué desperdiciaba la posibilidad de ser atractiva? No, definitivamente, no se parecía a ninguna otra mujer.
Unos minutos más tarde, el tambor dejó de girar. Vadim se levantó de un salto, extrajo la chaqueta que ahora estaba impoluta y la colgó en una percha para que se aireara.
—¿Por qué lo hace? —preguntó Nastia sorprendida.
—Para quitarle el olor. Los productos que utilizan para la limpieza en seco son de una fetidez inaguantable —le aclaró—. En todo caso, aún no ha terminado su café, así que, entretanto, acabará de tomárselo.
—Déme su teléfono —dijo Nastia sacando del bolso un bolígrafo y la libreta—. ¿A qué hora puedo llamarle?
Le dictó su número.
—Es de mi casa, puede llamar a la hora que quiera a partir de las seis de la mañana.
—¿Tanto madruga? —preguntó Nastia asombrada.
—A veces me levanto incluso antes. Pero a las seis siempre estoy en pie. Aunque quisiera dormir más tiempo, el perro no me dejaría. A las seis en punto viene a mi lado y me lame la nariz, y si intento fingir que todavía estoy durmiendo, tira con los dientes de la manta. Así que puede llamarme a primera hora de la mañana, a última de la noche, no se preocupe, no despertará a nadie. Vivo solo.
Nastia le miró fijamente pero no dijo nada. Esa mirada le produjo escalofríos a Vadim. ¿Qué le sucedía? ¿No le creía o qué? ¿O se había permitido demasiadas confianzas?
—Muchas gracias por todo, Vadim —dijo Nastia poniéndose la chaqueta de nuevo limpia, que todavía desprendía un fuerte olor a sustancias químicas—. Mañana mismo le llamaré y quedaremos para devolverle el dinero.
Se echó al hombro la gran bolsa de deportes con un gesto brusco e hizo una mueca.
—¿Le duele mucho? —preguntó Boitsov con compasión.
—Mucho. Bueno, de alguna manera podré arrastrarme hasta casa.
—Tal vez quiera coger el taxi a pesar de todo. La acompañaría.
—No —contestó Nastia tajante—. Cogeré el autobús. Si quiere, puede acompañarme hasta la parada, me ayudará con la bolsa.
Salieron del hotel y se dirigieron despacio hacia la parada de autobús.
—Para ser la bolsa de una mujer bonita, pesa demasiado —bromeó Vadim—. ¿Qué lleva aquí? ¿La compra?
—No se moleste en piropearme de esta forma tan exagerada, no soy una mujer bonita, en absoluto. Y en la bolsa no llevo más que tonterías.
—¿Herramientas de trabajo?
—Bueno, puede llamarse así —contestó Nastia sonriendo.
—¿En qué trabaja?
—Sabe, Vadim, hay profesiones que más vale no confesar, puede resultar peligroso. Por ejemplo, dices que eres médico y enseguida tu interlocutor se pone a contarte sus enfermedades y a reclamarte el diagnóstico y el tratamiento. O dices que eres técnico de televisores y te piden que vayas a ver algún electrodoméstico. No te apetece pero tampoco quieres quedar mal y decir que no.
—Entonces, ¿es médico?
—No. Soy técnico de televisores.
—¿Lo dice en serio?
—Completamente en serio. Y si piensa pedirme que revise su televisor, le quito mi bolsa y sigo el camino sola. Que le remuerda la conciencia porque una pobre mujer que padece de dolores de espalda lo está pasando mal por culpa de su tozudez.
Vadim prorrumpió en carcajadas.
—Escuche, es usted una mujer absolutamente extraordinaria. No sólo no me ha roto la cara cuando la tumbé ocasionando daños de consideración a su espalda, chaqueta y tejanos, no sólo ha rechazado que le repare esos daños pagándole o acompañándola en taxi, no sólo tiene un talante asombrosamente apacible sino que, para colmo, sabe reparar televisores. ¡Eso es imposible!
—¿Por qué imposible? Estoy aquí, puede tocarme, soy real. Es nuestro autobús, adelante.
Una vez en el autobús, Vadim, como no podía ser menos, sacó de la cartera dos billetes y los pasó por la máquina.
«Por si fuera poco, Kaménskaya, también eres discreta. Tienes derecho a utilizar el transporte público gratis, como cualquier funcionario de la policía. ¿Por qué no me has parado cuando saqué dos billetes? ¿Te empeñas en ir de técnico de televisores? Bueno, bueno».
Cuatro paradas más tarde bajaron. Nastia se dirigió hacia el callejón que Vadim ya había visitado hacía unos días.
—Qué sitio más desagradable —observó él—. ¿No le da miedo andar por aquí sola?
—Sí que me da miedo, pero qué quiere que haga. Por la calle se tarda diez minutos más y, por cierto, no está mucho mejor. Tampoco hay mucha luz ni gente.
Boitsov pensó que le iba a contar cómo había estado a punto de sufrir un atraco en ese mismo callejón. Pero por algún motivo la mujer calló.
—Pida que salgan a buscarla cuando vuelva a estas horas.
—¿Qué es eso, la noche de consejos gratis? —replicó Nastia esbozando una sonrisa—. Primero me dice que tengo que tratarme la espalda, luego me hace recomendaciones sobre cómo tengo que volver a casa.
—Perdón —dijo Vadim con turbación—. No quería molestarla. Es usted muy independiente, ¿cierto?
—Cierto. Soy muy independiente. Pero ya basta, Vadim, gracias, ya hemos llegado. Vivo en esta casa. Déme la bolsa.
Le tendió la pesada bolsa sin entusiasmo y comprobó con sorpresa que no tenía ganas de decirle adiós. ¿Sería posible que le gustara? No, en absoluto, como mujer no le atraía ni lo más mínimo. Y, sin embargo, había despertado su interés justamente porque era mujer y porque no se parecía a otras mujeres. Por primera vez en su vida le hablaba a una mujer con franqueza, sin cortarse, sin acobardarse, como si le hablara a un hombre. Así que era posible tratar con las mujeres con esa facilidad, con esa desenvoltura, disfrutando con la conversación y sin pensar con horror en lo que le esperaba cuando se acercase el momento crucial. Porque cuando estaba con ESTA mujer, lo crucial era otra cosa completamente distinta. Con esta mujer no se debía fingir, a esa mujer no se le debía contar mentiras. Era demasiado… Ni siquiera podía encontrar la palabra correcta que le permitiese formular la idea. ¿Inteligente? ¿Dura? ¿Reservada? No sabía qué clase de mujer era, sólo que, si un día necesitase algo de ella, el único camino sería una franqueza absoluta. La sinceridad.
—Le ruego que me perdone, Anastasia, no quisiera parecerle banal y descarado, por lo que omito alusiones a una tacita de té en su cocina. Podrían ser mal interpretadas. Pero deseo que sepa que lamento profundamente que el camino hacia su casa haya sido tan corto. Palabra de honor, lo lamento mucho. No le pido su número de teléfono pero espero sinceramente que me llame.
—Por supuesto que le llamaré —contestó Nastia muy seria—. Me repatea tener deudas, y para mí doce dólares son mucho dinero. Así que no se preocupe, le llamaré sin falta. Buenas noches, Vadim.
La vio desaparecer en el portal, permaneció unos minutos delante de su casa inmóvil, sumido en sus pensamientos. Luego dio la vuelta y se dirigió hacia la parada de autobús caminando deprisa. Se preguntaba cuándo le llamaría.
La situación se había complicado de forma inesperada y confundía todos sus planes. No quería conocerla pero ese día no había tenido más remedio que hacerlo, para salvarla. Ahora iba a tener que encargar su vigilancia a alguien más, iba a tener que confiar la misión de controlar los intentos de matarla. A él mismo, a Boitsov, en cambio, en ese nuevo reparto de tareas le tocaba el papel de admirador que intentaría sonsacarle a Kaménskaya informaciones. Presentía que ese papel le vendría ancho. Era obvio que Anastasia no pensaba reconocer que trabajaba en la policía criminal ni confesar su interés en el instituto. Para inducirla a sincerarse había que intimar con ella, trabar amistad, cosa que su situación de novia a punto de casarse no propiciaba en absoluto. Para conseguirlo, debería como mínimo asumir el papel de enamorado que cedía al ímpetu de la pasión con prontitud. ¿Iba Kaménskaya a morder al anzuelo? Lo dudaba. Además, jamás podría demostrarle nada, puesto que jamás podría amarla. No, había que encontrar algún otro método para trabajarse a Kaménskaya. Algo diferente…
2
Nastia apagó la luz, se tapó bien con la manta y se hizo un ovillo. Sabía que tardaría en conciliar el sueño, los somníferos se le habían acabado y por una cosa o por otra no conseguía comprar más. Unas veces no los tenían en la farmacia, otras le exigían la receta y para obtenerla tenía que ir a la clínica, pero lo que más veces ocurría era que cuando Nastia superaba su prodigiosa pereza y se acercaba a una farmacia, ya estaba cerrada.
Intentó ordenar sus pensamientos porque había algo que la inquietaba. Antes que nada tenía que comprender qué era. «Todo —se contestó a sí misma sin vacilar—. Todo esto me da mala espina. No me gusta ese Vadim a pesar de que parece un tipo simpático y bonachón. ¿Por qué no me gusta? Esto es lo que necesito aclarar. Además, hay otra cosa que me preocupa pero no acabo de captar de qué se trata. Algo de lo que ha ocurrido esta mañana me ha dejado mal sabor de boca. Empecemos por el principio».
Como siempre se había despertado con dificultad, a duras penas se había obligado a levantarse. En eso no había nada nuevo, eso le ocurría cada día. Luego se había metido en la ducha, había esperado allí a que despertase el organismo. A modo de gimnasia, se había dedicado a recordar el italiano, se había impuesto la tarea de recordar como mínimo ocho líneas de la Divina comedia de Dante. Luego se había tomado un café. Ahí estaba, ahí… ¿Qué tendría de desagradable un café si los granos estaban recién molidos y estaba preparado tal como le gustaba? ¡Qué disparate! Luego había encendido un cigarrillo, después se había vestido. Y no había ocurrido nada más esa mañana. ¿De dónde le venía entonces esa sensación de desasosiego?
¡Alto! Mientras el café se estaba haciendo a fuego lento, había salido a la escalera para sacar la basura. Como de costumbre, el cubo estaba lleno hasta los bordes, y había tenido que caminar aguantando con una mano el asa de plástico y con otra, dos cajetillas de tabaco vacías que estaban encima de la basura y todo el tiempo querían escaparse. Al llegar a la puerta había tenido que apartarla mano de esas cajetillas para abrir la cerradura. Había franqueado el umbral y en ese momento, cómo no, las cajetillas se habían caído al suelo… Se había inclinado para recogerlas y entonces… ¡Ahí! Y entonces, ¿qué? ¿Qué había pasado luego? Entonces había pensado en algo… ¿En algo desagradable, en algo que la había puesto de mal humor? ¿Qué podía haber pensado al recoger del suelo dos cajetillas de tabaco vacías? Pensaría que era una patosa y una lerda pero eso no era suficiente para dejarla con la moral por los suelos. ¿Que le dolía la espalda y le costaba inclinarse? Pero a lo largo de los años se había acostumbrado al dolor, y notar su presencia había dejado de emocionarla.
Los pensamientos de Nastia retornaron al dichoso cubo de basura.
Se acerca a la puerta, la abre, da un paso hacia la escalera, murmura una maldición, deja el cubo en el suelo y se inclina para recoger las cajetillas. Y ve que el forro de polipiel de la puerta está desgarrado…
¿Qué había pensado en aquel momento? Que era una manazas y jamás conseguiría remendar aquel roto. Que iba a tener que pedirle a Liosa que lo hiciera y que en general en una casa debía haber un hombre. Hacía mucho que el piso necesitaba reformas, todos los enchufes se habían desprendido de las paredes y soltaban chispas, por las rendijas de la balconera se colaba el aire frío; en el recibidor, el papel pintado se estaba despegando. ¿Sería posible que en el fondo de su alma anidase la repugnante sospecha de que no se casaba con un hombre amado y compañero fiel sino con unas manos masculinas sin las que una casa no era una casa? Probablemente, había sido ese pensamiento el que la había puesto de mal humor. Sí, cierto, eso era lo que había ocurrido.
En un pispas, la imagen del forro roto de la puerta se había unido a la del coche que se ponía en marcha y avanzaba hacia ella con las luces apagadas. Vio el coche pero en aquel momento, unas horas antes, no lo había relacionado con el repentino empujón y la caída sobre la acera. El coche significaba una cosa, y el hombre que tenía prisa por coger el autobús, otra distinta.
Nastia sintió su corazón detenerse, un escalofrío le recorrió la espalda. Se envolvió con la manta apretándola con fuerza, luego, de un gesto decidido, sacó una mano fuera y encendió la luz. El reloj marcaba las doce y unos minutos. A esa hora no tenía a nadie a quién llamar. Si acaso, a Vadim… Pero ¿en qué podía ayudarla? Necesitaba a un experto, a Oleg Zúbov, sin consultar con él no se arriesgaría a comprobar el desgarrón en el forro de la puerta. ¿Y si dentro había un artefacto explosivo? Mientras vacilaba y se asustaba y no se decidía a abandonar el lecho caliente, su piso podía salir volando por los aires. ¿Qué podía hacer? ¿Llamar a Oleg? No se atrevía, el hombre tenía hijos pequeños, con su llamada despertaría a toda la familia. ¿Liosa? Tampoco vivía solo, tenía a los padres en casa. ¿Korotkov? Mujer, dos hijos y la suegra parapléjica. ¿Dotsenko? Vivía con su madre. El único que quedaba era Vadim.
Se levantó de la cama, se trajo el bolso del recibidor y sacó de él la libreta, donde había apuntado su teléfono.
3
Cuando sonó el teléfono casi a las doce y media de la madrugada, Boitsov no se había acostado todavía. Lo primero que hizo al volver a casa fue llamar a su jefe, Suprún, para informarle de un nuevo atentado contra la vida de Kaménskaya y de que había tenido que darse a conocer. Suprún le ordenó que fuera a verle a primera hora del día siguiente, hacia las ocho, para discutir las nuevas circunstancias, le pidió la dirección de Kaménskaya y le prometió asignar la tarea de su protección a otro hombre.
Luego sacó a pasear a Bill, su galgo afgano, cenó lo primero que encontró en la nevera, enchufó el vídeo y puso una de sus películas viejas favoritas, Sonrisas y lágrimas, de producción norteamericana. Le gustaban las películas en las que el amor entre los protagonistas no surgía a consecuencia de la atracción carnal sino que nacía como sentimiento de una tierna unión y mutua necesidad, y disfrutó viendo por enésima vez la historia de las complicadas relaciones entre un viudo entrado en años, y padre de una familia numerosa, y de una joven institutriz. Fue en el momento en que la protagonista explicaba a los crios la escala musical y juntos entonaban una simpática cancioncilla, cuando sonó el teléfono. Vadim paró la cinta con desgana y descolgó.
—Soy Anastasia —oyó en el auricular—. ¿Me permite hacerle una pregunta?
—Claro que sí —contestó Boitsov sonriendo de oreja a oreja—. Me alegra que me haya llamado. ¿Qué es lo que quiere preguntarme?
—Quería preguntarle por qué lo ha hecho.
—No la entiendo —respondió con cautela sintiendo cómo se le helaban las entrañas.
«Ya estamos, lo que faltaba, ya tienes aquí las sorpresas. Con lo sencilla y comprensible que parecía esa mujer…».
—¿Por qué quería salvarme? Vadim, no voy a jugar al escondite con usted, no voy a obligarle a decir mentiras para luego cogerle en ellas, así que será mejor que hablemos claro desde el principio. Hace unos días impidió que me agrediesen cuatro hombres. No voy a engañarle, no pude verle la cara cuando pasó a mi lado pero sí me fijé en el olor de su colonia. Hoy ha vuelto a impedir que me maten. Supongo que no tengo que decirle que se lo agradezco. Pero quiero saber por qué lo ha hecho. Y si me contesta a esta pregunta, le haré otra.
Boitsov se quedó de una pieza. Convulsamente tragó saliva varias veces perdiéndose en febriles consideraciones sobre lo que tenía que hacer y qué podía contestarle.
—¿Me escucha, Vadim? Espero su respuesta.
—Verá… —balbuceó el hombre—. Tenía que haber hablado con usted, tenía que haberle explicado cierto asunto delicado. Pero antes quería observarla para asegurarme, ¿entiende? Y mientras estaba observándola, ocurrió lo que ocurrió.
—¿Qué es lo que tenía que explicarme?
—Por favor, Anastasia —le suplicó—. Dejemos esta conversación para mañana. No niego nada, lleva toda la razón pero entiéndame bien, soy un mandado a las órdenes de un jefe, no soy un detective privado.
—¿Necesita recibir instrucciones? —preguntó Nastia con regodeo.
—Bueno… Algo así. Le juro que no quería hacerle daño. Se lo explicaré todo mañana, ¿vale?
—No me vale en absoluto —contestó ella con enfado—. Pero no tengo elección. Entonces, contésteme al menos a mi segunda pregunta. ¿Cómo es que tengo un desgarrón en la puerta? ¿Han colocado allí algo?
—Sí. Anteayer le colocaron un artefacto explosivo.
—¿Sigue allí?
—No, yo lo saqué.
—¿Cuándo?
—El mismo día.
—¿Puedo dormir tranquila y tener la seguridad de que aquí no va a explotar nada?
—Sí.
—¿Seguro? —insistió Nastia.
—Absolutamente seguro. Después de lo que pasó no puedo pedirle que me crea pero le doy mi palabra de honor, el artefacto ya no está allí.
—De acuerdo. Buenas noches —dijo despidiéndose con brusquedad, y arrojó estruendosamente el auricular sobre la horquilla.
Boitsov casi ni se atrevía a respirar. ¡En menudo lío se había metido! No podía permitirse engañarla, habría sido peor. Si Kaménskaya había llegado a desentrañar lo ocurrido, si había sabido vincular unos hechos con otros y reconstruir correctamente el cuadro completo, le habría cogido en la primera mentira y se habría cerrado en banda para siempre. Por si fuera poco, contrariamente al plan inicial que Suprún había aprobado, no haber podido permanecer invisible si quería evitar el atentado y haber tenido que establecer contacto personal con Kaménskaya, encima, como resultado, ahora todo podía irse al garete si intentaba consolidar ese contacto. Para un profesional, esta clase de fallos era de todo punto inadmisible. Existía una regla de hierro: las cosas se presentaban llanas sólo sobre el papel, uno debía saber superar los baches y salir triunfador. Había que sacar el máximo provecho de cada error, de cada patinazo imprevisto, y saber convertirlos en victoria.
La rectitud de Kaménskaya le había dejado anonadado. Mientras que la rapidez y la precisión de sus razonamientos le habían asustado. Y para remate, ese último numerito suyo le llenó de perplejidad. Sí, sí, ese numerito, ésta era la palabra exacta, no podía dar otro nombre a lo que acababa de hacer. Percatarse de que alguien estaba jugando con ella y no intentar devolver la jugada y meter al adversario en cintura, esto se apartaba del modo de proceder de los verdaderos agentes operativos. Precipitarse a aclarar acto seguido quién y por qué la estaba engañando, acribillar a preguntas y aporrear todas las puertas, esto no era una conducta profesional. Ahora le tocaba a él, a Boitsov, hacer una contrapregunta, idéntica a la que la propia Kaménskaya acababa de plantearle: ¿por qué lo había hecho? ¿Porque era tonta? ¿O le estaba devolviendo la jugada pero se trataba de un juego aún más enrevesado?
No disponía de tiempo suficiente para tratar de comprenderlo. Ya era la una, a las ocho de la mañana tenía que estar en el despacho de Suprún.
4
—Menuda la has armado —gruñó Suprún con el cejo fruncido, mirando a Boitsov que estaba sentado delante de él—. Una cosa está clara: esos artistas de Merjánov son incapaces de liquidar a Kaménskaya como Dios manda. El primer intento aún podía pasar, era aceptable, lástima que no diera resultado. Pero luego todo fue de mal en peor. Es comprensible, el tiempo apremia, ya no pueden permitirse preparar algo a conciencia, pensar a fondo todos los detalles. Hemos cometido un error al confiar en ellos, nunca harán nada a derechas. ¿Se te ocurre alguna solución?
—Propongo contarle a Kaménskaya la verdad. Tratar de engañarla no servirá de nada, acabaremos por estropearlo todo.
—¡Estás loco! —le espetó Suprún bufando de indignación—. ¿Qué quieres que le digamos? ¿Que nos proponemos hacernos con el aparato que están fabricando en el instituto para Merjánov?
—No, para qué íbamos a decirle eso, Igor Konstantínovich. Korotkov sólo va al instituto con la intención de averiguar quién mandó aquella solicitud para que pusieran en libertad a Voitóvich. No nos dejará en paz hasta que lo consiga. Pero como no lo conseguirá en su vida, el trabajo con el aparato no se reanudará jamás. Creo que podemos decirle a Kaménskaya que fuimos nosotros los que pedimos que soltasen a Voitóvich. Y entonces los de Petrovka se darán por satisfechos.
—Supongamos que tienes razón —contestó Suprún ya más tranquilo—. Pero ¿por qué dices que no se la puede engañar? ¿Qué pasa, tiene algún olfato especial para las mentiras?
—No, no creo —dijo Vadim pensativo—. No es probable que tenga un olfato especial. Pero discurrir, discurre muy bien. Sorprendentemente bien. Aunque despacio. Tarda en ver el engaño pero luego, cuando se pone a reflexionar sobre los hechos en su conjunto, sabe encajarlo todo a la perfección. Por lo visto, posee una memoria prodigiosa y una gran capacidad de razonamiento lógico. Aunque no enseguida, tarde o temprano descubrirá el engaño. Además, es desconfiada y suspicaz. En mi opinión, lo mejor sería adoptar esta táctica: no decirle ni una palabra falsa pero tampoco contarle toda la verdad.
—En tu opinión —refunfuñó Suprún—. Ojalá hubieses tenido esa opinión tan acertada ayer, entonces no habrías metido la pata hasta el corvejón. Y si aún no lo sabes, tu información operativa no vale un pimiento, no le sacarías ningún beneficio aunque la pusieras en subasta. Pero adelante con los faroles, ahora ya es tarde para echarnos atrás, ya tiene tu número de teléfono, así que ya no podrás esconderte, te identificará en un periquete. Será mejor que le confieses de plano a qué te dedicas, antes de que se entere por cuenta propia. Por cierto, ¿has averiguado algo sobre su boda?
—Me ha sido imposible. Lo único que puedo decirle es que no está embarazada.
—Vaya —dijo Suprún con regocijo—. De lo otro no has conseguido nada de nada pero de ese matiz tan sutil sí te has enterado. Pues dime, ¿existe al menos una remota esperanza de que un día la hagas hablar? ¿Sabrás ganarte su confianza?
—Lo intentaré. Pero es muy reservada, va a ser difícil.
—¡No me vengas con ésas ahora! —explotó Igor Konstantínovich—. «¡Es reservada, va a ser difícil!». ¿Quién es reservado?
Sacó de la carpeta la fotografía de Kaménskaya y la arrojó sobre la mesa.
—Mírala, ésta se mearía de felicidad si un tío como tú se encaprichase de ella. Con esa cara, en su vida se ha comido una rosca. ¡No me digas nada, no quiero oírlo! Si padeces de impotencia, si tienes problemas, no me salgas por peteneras, dímelo y asignaré a otro, ya me encargaré yo de buscar a un garañón que los tenga bien puestos y que deje contenta a esa cacatúa. Bueno, Boitsov, eso es todo. Vete y tráeme un informe detallado sobre los mercenarios que la están cazando. Después irás a buscar a Kaménskaya, hoy es sábado, de modo que estás libre hasta el lunes. Y no te lo tomes tan a la tremenda, ¿entendido? A la policía ahora lo único que le interesa es el asesinato de ese periodista de televisión, no dispone de efectivos para trabajar en otras cosas, así que, si Dios quiere, la sangre no llegará al río. Puedes irte.
Una hora y media más tarde, Igor Suprún tenía encima de la mesa el informe de Boitsov sobre los sicarios que en tres ocasiones habían intentado matar a Anastasia Kaménskaya. Descolgó el auricular y mandó venir a un subalterno de rango igual al de Boitsov pero que estaba al mando de otro grupo.
—Encárgate de esos capullos —le dijo Suprún tendiéndole el informe—. Pero que no se entere la policía criminal. Un accidente de tráfico, un incendio, una inundación, lo que sea, lo que mejor te parezca. Siempre que sus fotografías no lleguen al Departamento de Lucha Contra los Crímenes Violentos Graves. Allí podrían identificarlos. ¿Lo pillas?
—A sus órdenes —contestó el otro utilizando la lacónica fórmula castrense.
Cuando se quedó solo, Igor Konstantínovich se arrellanó en el sillón adoptando su postura habitual y fijó la vista en el cuadro que representaba las exóticas flores del estrecho florero de cristal. ¿Por qué se habría complicado tan de repente la situación con el aparato? Durante mucho tiempo todo había estado quieto como una balsa de aceite, ni siquiera el asesinato cometido por Voitóvich y su consecutivo suicidio habían atraído tanta atención como la que de pronto se había centrado en aquel estúpido incendio y en el sumario que había destruido. ¿De veras la causa de todo esto era aquella carta a la Fiscalía? Había que comprobarlo para estar más tranquilo. De paso, iba a aclarar el asunto del cianuro. Litvínova afirmaba que se trataba de una inspección extraordinaria y que se debía al incremento de casos de intoxicación. Pero ¿era verdad?