CAPÍTULO 1
1
Olga Krásnikova estaba colérica y arrojó el auricular sobre la horquilla.
—¿Otra vez? —preguntó su marido frunciendo el entrecejo.
Olga asintió con la cabeza en silencio. Desde hacía dos semanas un hombre les hacía la vida imposible. Les llamaba por teléfono y les amenazaba con contar a su hijo Dima que era adoptado, si los Krásnikov no le pagaban diez mil dólares.
—Bueno, Olia, tenemos que hablar con Dima. No podemos seguir ocultándole la verdad por más tiempo.
—¡Pero qué dices! —exclamó Olga agitando las manos—. ¿Contarle la verdad? ¡No, nunca, ni hablar!
—Oye, ¿es que no lo entiendes? —dijo Pável Krásnikov, ahora ya seriamente enfadado—. No debemos ceder al chantaje. Si no, tendremos que cargar con ese muerto toda la vida. ¿De dónde vamos a sacar tanto dinero? ¿Y si luego no nos deja en paz y hay que seguir pagándole? Empezarán a desaparecer cosas del piso, tendremos que ahorrar en la comida, en las primeras necesidades. ¿Y cómo quieres que le expliquemos a nuestro hijo todo eso? Tarde o temprano, será preciso decirle la verdad.
Olga se dejó caer sobre la silla pesadamente y se echó a llorar.
—Pero… no sé, yo… Es que tiene esa edad… Tú mismo lo sabes, es una época difícil para él, le está cambiando el carácter. Aquella historia con los tejanos… ¿Cómo le sentará que se lo contemos precisamente ahora? Pasha, me da miedo. Quizá no haga falta decirle nada.
—Sí que hace falta —respondió Pável tajante—. Y voy a hacerlo ahora mismo.
Salió de la cocina con resolución y dejó sola a la mujer, que continuaba llorando.
Dima, su hijo de quince años, estaba en su cuarto haciendo los deberes. Alto, desgarbado, con el cuello largo y delgado, de niño, y zapatos del 44, parecía un avestruz. Desde siempre había sido un chico tranquilo y hogareño pero hete aquí la sorpresa, aquella historia tonta y que escapaba a cualquier explicación: los tejanos que había intentado robar en una tienda. Le pillaron al instante, las dependientas le agarraron del brazo y avisaron a la policía enseguida; en la comisaría levantaron el atestado y metieron al chaval en el calabozo. Olga y Pável actuaron de inmediato, pidieron prestado y contrataron a un abogado, quien sin pérdida de tiempo se encargó de buscar un modo de evitarle al niño, si no ser procesado por una causa penal, al menos el calabozo. Los padres se devanaron los sesos intentando comprender qué mosca le habría picado a su hijo, normalmente tranquilo, hogareño y obediente. El propio Dima se mostró incapaz de proporcionarles una explicación mínimamente coherente. Desde entonces habían pasado ya cuatro meses, y Dima Krásnikov se había vuelto más tranquilo todavía, más obediente, e incluso empezó a sacar mejores notas en el colegio. Se diría que ni él mismo comprendía cómo se le había ocurrido aquella locura…
Pável entró en el cuarto del hijo con paso decidido y se sentó en el diván.
—Tenemos que hablar de un asunto serio, Dmitri.
El chico levantó la vista de la libreta y miró al padre con temor.
—No creo que lo sepas, hijo, pero tu mamá y yo tenemos un problema —dijo Krásnikov.
—¿Es… por aquellos tejanos? —preguntó Dima con timidez.
—No, hijo mío. Un hombre lleva dos semanas llamándonos para exigirnos dinero. Mucho dinero, diez mil dólares.
—¿Por qué? —susurró Dima atónito—. ¿Acaso habéis cometido un crimen?
—Debería darte vergüenza, Dmitri —respondió Pável con gravedad—. No se te ocurra ni pensarlo. Se trata de otra cosa. ¿Recuerdas que tu abuelo Mijaíl, el padre de mamá, tenía un hermano, Borís Fiódorovich, que era mucho mayor que el abuelo y murió cuando tú no habías nacido aún?
—Sí, me lo habéis contado alguna vez. También he visto sus fotos en el álbum.
—¿Sabes, además, que el tío Borís, o mejor dicho, el abuelo Borís, tenía una hija, Vera?
—Sí, mamá me ha hablado de ella, me ha contado que también murió hace mucho tiempo.
—Bien, pues lo que ocurrió es que murió dando a luz a un niño. Le pusieron Dima.
—¿Igual que a mí? —dijo el muchacho sorprendido.
—No igual que a ti. Precisamente a ti.
Dima arrugó la frente y clavó la vista en el libro de física que tenía abierto.
—No lo entiendo —articuló al final con un hilo de voz, sin mirar al padre.
—Tu madre murió, hijo mío —le explicó Pável con suavidad—. Te adoptamos. Ha llegado el momento de contártelo.
Dima volvió a sumirse en un prolongado silencio esforzándose por asimilar lo que acababa de oír y eludiendo la mirada de Pável. El silencio empezaba a llenarse de angustia, pero a Krasnikov padre no se le ocurría nada para romperlo sin causarle al niño un dolor aún más grande.
—¿Y mi padre? —preguntó Dima—. ¿Quién es?
—Pero ¿qué importancia tiene eso, hijo? —repuso Pável con cariño—. Tu madre no estaba casada, y es muy posible que tu padre ni siquiera sepa que existes. Nosotros, los Krasnikov, somos tus padres. Estás con nosotros desde el momento en que naciste, llevas nuestro apellido, hemos vivido juntos quince años y pico. Reconoce que no es poco. Ya eres suficientemente mayor para que se pueda hablar contigo sin disimular nada y sin mentirte.
—¿Así que no somos nada? ¿No somos familia? —preguntó Dima con tozudez.
—No digas tonterías —le cortó Pável—. Primero, Vera era prima hermana de mamá, así que somos parientes consanguíneos. Segundo, ¿qué significa «ser familia» y «no ser familia»? La familia es la gente a la que uno quiere y aprecia, la que le resulta cercana, eso no lo pongas en duda. De modo que sí somos familia en el sentido más estricto de la palabra. Y no te atrevas ni a pensar otra cosa.
—De acuerdo, papá —respondió el chico con voz apenas audible.
Pável se puso en pie. Era un buenazo pero de trato algo seco, y estaba desconcertado al no saber qué tenía que hacer ahora.
—Creo que necesitas estar solo y reflexionar sobre lo que te he dicho —declaró titubeando—. Voy a ver cómo está mamá, se ha puesto muy nerviosa.
En la cocina, Olga secaba los platos que acababa de fregar. Tenía los párpados hinchados y estaba temblando.
—¿Qué ha pasado? —gritó corriendo hacia el marido—. ¿Se lo has dicho?
—Sí.
—¿Y él qué…?
—No sé qué decirte. Está pensando.
—Pero ¿no llora? —preguntó Olga alarmada.
—No creo.
—Ay, Señor —gimió la mujer—, ¿qué hemos hecho para que nos mandes estas pruebas? ¿Qué pecados hemos cometido? Ojalá que no se encierre en su caparazón, que no se aleje de nosotros, que no nos eche la culpa.
—¡Pero qué cosas dices! —exclamó Pável con indignación—. ¿Por qué iba a echarnos la culpa? ¿La culpa de qué?
—¿Cómo quieres que lo sepa? —respondió Olga con desesperación—. ¿Acaso hay forma humana de comprender qué sucede en su cabeza?
Empezó a poner la mesa para la cena, sacó de la nevera la sartén llena de carne asada, cortó el pan.
—Hay que llamar a Dima, la cena está lista —dijo con timidez al cabo de un rato—. Pero me da miedo.
—¿Miedo de qué?
—No lo sé. Estoy asustada. Me da apuro verle. ¿Y si le llamas tú?
Pável se encogió de hombros y gritó:
—¡Hijo! ¡Lávate las manos y ven a cenar!
La voz se le entrecortó y sonó ronca, algo así como falsa. No tenía ni idea de que también él se había emocionado, y sonrió a su mujer con aire compungido.
Resonaron unos pasos apresurados. Dima entró en el cuarto de baño, se oyó el rumor del agua cayendo en el lavabo.
—Tranquila —susurró Pável por lo bajo a su mujer—. Todo irá bien, estoy seguro. Lo hemos hecho todo bien. Si nos lo hubiéramos callado, más adelante habría sido peor, créeme.
Cuando el muchacho se presentó en la cocina, sus labios temblorosos delataban una emoción comparable a la de sus padres. Se sentó a la mesa sin decir palabra y empezó a comer. Olga y Pável no probaron bocado. Al final, Olga no pudo contenerse:
—Dime, hijito, cariño, ¿estás muy disgustado?
Dima levantó los ojos del plato y dirigió la vacilante mirada a la madre.
—No lo sé. No, creo que no. En el cine he visto que los hijos suelen ponerse histéricos cuando se les dice algo así, bueno, y en general… A lo mejor tendría que echarme a llorar, ¿no?
—Pero qué dices, hijo mío, no tienes motivo para llorar. Nada ha cambiado, ¿verdad? Pase lo que pase, sigues siendo nuestro hijo, y nosotros, tus padres. Lo que muestran en el cine son bobadas, lo hacen adrede, para crear tensión.
Pável sonrió contento. Estaba seguro de que todo iba a salir bien, de que su Dima no le fallaría. Como tampoco le fallaría Olia.
—Pues, a partir de ahora, que nos llame quien quiera —dijo con coraje—. Ahora no tenemos nada que temer, ¿verdad?
Pero su alegría fue prematura porque cuando, dos días más tarde el chantajista les llamó de nuevo, simplemente no dio crédito a lo que Olga le explicó.
—Venga ya, ¿me está tomando el pelo? —le dijo echándose a reír con descaro—. Va lista si piensa que me lo voy a tragar. Que se ponga su hijo y me diga que está enterado, sólo entonces me lo creeré.
—Pero es que ahora no está —murmuró Olga, desconcertada ante el inesperado giro que tomaba la conversación.
Además, era cierto, en ese momento Dima no estaba en casa.
—Claro, claro, qué otra cosa me va a decir —refunfuñó el chantajista—. Escúcheme bien, mamaíta querida. Preparen el dinero, el plazo de las negociaciones ha terminado. Pasado mañana volveré a llamar a la misma hora. Que para entonces todo esté organizado de la mejor manera. ¿Lo pilla?
Pável, que había estado observando en silencio a su mujer mientras hablaba con el chantajista, explotó de pronto:
—¡Ya basta! ¡Esto se ha terminado! A los sinvergüenzas hay que darles su merecido. Ahora mismo voy a la policía y presento la denuncia. ¡Hasta aquí hemos llegado!
—Pasha, cálmate, haz el favor —dijo su mujer tratando de hacerle entrar en razón—. Que llame todo lo que le dé la gana, no le tenemos miedo. Nos llamará un par de veces más y se cansará.
—¿Que se cansará? ¿Y si se le ocurre llevar a la práctica sus amenazas? Si no cree que se lo hemos contado todo a Dima, cualquier día puede abordarle por la calle para abrirle los ojos e informarle sobre los detalles de su nacimiento. ¿Estás segura de que Dima se lo va a tomar con calma? ¿Que no le romperá la cara? ¿O que el susto no le producirá un shock nervioso? No quiero que ese degenerado le salga a mi hijo al encuentro en algún callejón oscuro.
En dos zancadas se encontró en el recibidor, poniéndose el abrigo. Olga corrió tras él pero se detuvo al comprender que su marido tenía razón. Tenía toda la razón del mundo.
2
Al entrar en el despacho del jefe de la unidad de instrucción de la Fiscalía de Moscú, Konstantín Mijáilovich Olshanski no se sentía ni cohibido ni intimidado. Primero, conocía a su superior desde hacía muchos años y le conocía bbien; segundo, sabía igual de bien que su propio talante hosco, en ocasiones rayano en simple grosería, le servía de coraza para protegerse de los caprichos de los superiores. Olshanski no era nada popular en la Fiscalía. A los demás, sus raptos de ira les daban miedo, pero todos reconocían en justa medida su profesionalidad y una intachable preparación jurídica.
La naturaleza había sido generosa con Konstantín Mijáilovich al dotarle de gran atractivo viril y, sin embargo, el hombre se las apañaba para parecer patoso y desaliñado; se presentaba en todas partes ataviado con su invariable traje arrugado, zapatos sin lustrar y gafas de montura anticuada, mil veces rota y apresuradamente pegada con cola. Lo más asombroso era que Nina, la mujer de Olshanski, prestaba muchísima atención a la indumentaria del marido, quien cada mañana abandonaba la casa con un aspecto más que decente, aunque, ya a mitad de camino hacia la Fiscalía, todos los esfuerzos de la esposa se venían por tierra. Ni ella, ni el propio Konstantín Mijáilovich, ni sus mejores amigos lograban explicarse las causas de ese misterioso fenómeno, mientras que sus dos hijas, lectoras ávidas de obras de ciencia ficción, sostenían que su papá poseía un «campo biológico peculiar».
De modo que también en ese momento, cuando se encontraba en el despacho del jefe de la unidad de instrucción ofreciendo, como de costumbre, una imagen zarrapastrosa y desdichada, su aspecto podría haber confundido a cualquiera, menos a los que alguna vez habían tenido la ocasión de tratar con el juez de instrucción Olshanski.
—Kostia, necesito que conviertas este caso en una obra de orfebrería.
Con estas palabras, el jefe le tendió a Olshanski una carpeta delgada que sólo contenía unas pocas hojas.
—¿Qué es esto? —preguntó Olshanski cogiendo el sumario de la causa penal, todavía casi ingrávida.
—Se trata de un caso de delito contra la intimidad mediante llamadas telefónicas agravado con la extorsión. Cierto ciudadano exige al matrimonio Krasnikov dinero amenazándoles con divulgar el secreto de la adopción de su hijo.
—No he comprendido nada.
Konstantín Mijáilovich colocó la carpeta sobre la mesa con suma delicadeza como si pudiera explotar.
—Los gamberros que usan el teléfono para hacer sus gamberradas no son de nuestra incumbencia, es la policía la que se ocupa de esas cosas. ¿Para qué me necesitas?
—Te necesito para que instruyas un caso de divulgación del secreto de adopción.
Olshanski abrió la carpeta y hojeó los documentos, leyéndolos «en diagonal».
—Falta la declaración de las víctimas sobre la divulgación del secreto. Lo único que hay aquí son denuncias de llamadas molestas realizadas por un ciudadano sin identificar.
—Incoarás la causa de la divulgación del secreto —dijo el jefe—. Eres juez de instrucción nato, te viene que ni pintado.
Olshanski le miró con suspicacia.
—¿Quieres explicarme por qué he de hacerlo? ¿Qué es lo que te propones? Y, por cierto, ¿cómo es que un caso de agresión verbal ha ido a parar a tus manos?
—No me propongo nada en especial, Kostia. ¿Qué te pasa, amigo, que en todo ves una trampa? El fiscal de la ciudad realizó una comprobación por muestreo de las causas abiertas por los fiscales de la provincia, y dio con una carta de la DI, la Dirección del Interior, de nuestra provincia. En ella se le solicitaba autorizar la escucha de las conversaciones efectuadas desde el teléfono instalado en el piso de los ciudadanos Krásnikov, en relación con una denuncia presentada por estos últimos contra un comunicante anónimo que sistemáticamente les amenaza con divulgar el secreto de la adopción y les exige dinero a cambio de su silencio. El fiscal ha planteado a los funcionarios de la policía una pregunta perfectamente legítima: ¿por qué medios el listillo del chantajista pudo enterarse de un secreto celosamente guardado? Sin lugar a dudas, alguien tuvo que contárselo y, con eso mismo, incurrir en el delito de divulgación de secreto. Dicho delito está contemplado en el apartado 1 del artículo 124 de nuestro fervorosamente amado, y de momento por nadie abolido, Código Penal. Ésta es toda la historia.
—No me convence —dijo el juez de instrucción cabeceando—. ¿Cómo ha llegado hasta aquí este atestado? ¿Qué pasa, es que los Krásnikov esos tienen amistad con nuestro fiscal? ¿Por qué no ha enviado el expediente a la Fiscalía Provincial?
—Por qué, por qué —rezongó el jefe de la unidad de instrucción—. Porque sí. Porque le ha venido en gana obtener un sumario ejemplar, paradigmático, algo así como un libro de texto para los jóvenes jueces de instrucción, un sumario que les sirva de modelo. Hace cinco años nada más, ¿quién iba a suponer que un día nos tocaría instruir expedientes sobre los delitos de injurias y calumnias? En aquel entonces, aparecía uno cada cien años, y los jueces los procesaban como querellas presentadas por la acusación particular. Ahora, en cambio, tenemos las cajas fuertes llenas a reventar de causas de la protección del honor y de la dignidad. Está claro que no son sumarios penales sino civiles pero, de todas formas, supervisarlos entra en las atribuciones de la Fiscalía. Además, la divulgación del secreto de adopción, lo quieras o no, nos corresponde a nosotros, por narices, y de un día para otro esta clase de sumarios empezarán a llegar aquí a raudales, saldrán a chorros como sale el arroz de un saco roto.
—¿De dónde procede tal pronóstico?
—De nuestros analistas, de dónde si no.
—¿Y desde cuándo te crees todo lo que te dicen? —le espetó Konstantín Mijáilovich soltando una risita despectiva.
—Bueno… No siempre, pero en este caso sí que me lo creo. El dinero puede comprar cualquier información, y cuanto más dinero tiene la gente, más a menudo lo utiliza precisamente con este fin. Esto es lo primero. Y lo segundo: la divulgación de un secreto puede ser un buen instrumento para obligar al imputado a soltar la pasta, a pagar con dinero contante y sonante por los daños morales causados. Así que tenemos que estar preparados para procesar esta clase de denuncias, para que nadie, ni los abogados ni los jueces, puedan echarnos en cara que no sabemos recoger pruebas o presentarlas como Dios manda. El extinto KGB sabía «montar» las causas de este tipo a la perfección, la divulgación del secreto de estado era para ellos pan comido. A nosotros, en cambio, nos falta todavía aprender a hacerlo. Quiero que reflexiones sobre ello, que elabores todo un sistema de la instrucción de los sumarios de este tipo, que definas las posibles procedencias de las pruebas, que redactes prototipos de protocolos y resoluciones. Con este fin te doy el caso de los Krásnikov. De todos los jueces de instrucción eres el más preparado, nadie más podrá hacerlo como es debido. Confío en ti, Kostia, confío en tu profesionalidad y en tu habilidad. Sé que no me fallarás y que no pasaré vergüenza cuando tenga que presentar tu sumario al fiscal.
—Tu confianza me halaga —dijo Olshanski inclinándose, con sonrisa socarrona, en una esmerada reverencia—. Por lo que veo, cuando se trata de cocinar casos modélicos, Kostia es imprescindible. Pero en cuanto se menciona una subvención, entonces, querido Konstantín Mijáilovich, lamentándolo mucho, debemos comunicarle que su petición ha sido denegada. Tienes un morro que te lo pisas, amigo mío.
El jefe torció el gesto, disgustado.
—Vamos, vamos, lo de la subvención es agua pasada. Sabes muy bien que en aquel momento la caja no tenía liquidez. Ya se te explicó entonces.
—Cómo no. Tenían lo justo para pagarte una prima equivalente a tres salarios mensuales. Oye, no me vengas con cuentos. Instruiré esta causa y cumpliré con tu encargo, pero no hace falta que me tires flores ni que me jures tu amistad. Para mí, con tenerte de jefe me sobra y me basta.
—Hay que ver qué mala baba tienes, Konstantín —se lamentó el jefe de la unidad de instrucción.
—Mala o buena, es toda la que tengo, en el almacén no queda otra, tómala o déjala, es oferta limitada —repuso Olshanski desabrido, y abandonó el despacho de su superior, con el delgado expediente penal bajo el brazo.
3
Leonid Líkov, de veintiocho años de edad, con una mitad de la cabeza calva y la otra cubierta de rizos muy, pero que muy rizados, con una tripita «cervecera» compacta y ojillos rápidos y brillantes, se revolvía en la silla frente a la mesa de Olshanski como un pez fuera del agua. Le habían detenido hacía unas horas, cuando una vez más utilizó el teléfono para tratar de convencer a Olga Krásnikova de que le regalara diez mil dólares a cambio de mantener en secreto la información que ya no tenía ningún valor. Y ahora Konstantín Mijáilovich le estaba sacando con pinzas la respuesta a la pregunta: ¿de quién había obtenido dicha información el propio Líkov?
—Me la proporcionó Galaktiónov Alexandr Vladímirovich —respondió Líkov bajando los ojos.
—¿Para qué se la proporcionó? ¿Con qué fin? ¿Iban a compartir el dinero que pensaba cobrar a los Krásnikov?
—Nooo —protestó Líkov indignado—, Galaktiónov no se mezcla en esas cosas. Yo tenía deudas, y él me aconsejó sobre el modo de conseguir el dinero. Lo hizo desinteresadamente.
—¿Y cómo se enteró él de la adopción?
—¡Y yo qué sé! —contestó Líkov encogiéndose expresivamente de hombros.
—¿No se lo preguntó?
—Nooo… ¿A mí qué más me da? Les llamé para probar, observé la reacción y comprendí que no me había mentido.
—¿No tiene idea de cómo pudo haber conseguido aquella información? Procure recordar, Líkov. ¿No le mencionó algo que pudiera indicar que eran sus amigos o familiares? Piénselo.
—¡No hay nada que pensar! Se lo digo sin sombra de duda, no lo sé. Fui a verle, le pregunté si podía prestarme un dinerillo por tres meses, con intereses, y él va y me dice que no es un fondo de beneficencia, que si estoy en apuros, aquí tengo un número, que por qué no intento pegarles un telefonazo, que se trata de un matrimonio que ha adoptado a un chico. Me dio los nombres, las señas, el teléfono. Eso fue todo.
—De acuerdo —contestó Olshanski suspirando—, deme los datos de ese tal Galaktiónov; voy a comprobar ese cuento chino. Dirección, teléfono, lugar de trabajo.
—¡Pero si los tiene! —exclamó Líkov sinceramente extrañado.
—¿Qué es lo que tengo? —inquirió Olshanski frunciendo el entrecejo.
Líkov calló mirando perplejo al juez instructor. Incluso dejó de removerse en la silla.
—Los d… Los datos… —tartamudeó.
—¿Qué datos?
—De G… de G… de Galaktiónov. Ha muerto. Quiero decir, le han matado.
—¿Qué?
Olshanski se arrancó las gafas bruscamente y fulminó con la mirada al desgraciado de Líkov. Konstantín Mijáilovich era muy miope y, detrás de las gruesas lentes, sus ojos parecían pequeños e inexpresivos. En realidad, tenía unos ojos hermosos, grandes y oscuros que, cuando el juez se disgustaba, se encendían con ira y literalmente dejaban al interlocutor clavado en su asiento. Siempre que, por supuesto, Konstantín Mijáilovich se acordase de quitarse las gafas en el momento oportuno.
—Haga el favor de repetir lo que acaba de decirme —le ordenó con una calma gélida—. Y procure no tartamudear.
—Galaktiónov Alexandr Vladímirovich fue asesinado hace unas tres semanas. A mí ya me interrogaron entonces. ¿Es que no lo sabía?
—¿Cómo quiere que lo sepa? —contestó el juez furioso—. No fui yo quien le interrogó. Vuelva a la celda y esfuércese por recordar todo lo que le dijo Galaktiónov cuando le proporcionó la información sobre los Krásnikov.
Pulsó un botón y llamó al guardia. Permaneció sentado un largo rato, frotándose con los dedos el puente de la nariz. Luego recogió de la mesa los papeles y abandonó el acogedor bloque de reclusión preventiva.
A la mañana siguiente tenía encima de la mesa la memoria de la causa criminal incoada con motivo del descubrimiento del cadáver del ciudadano Galaktiónov A.V. Encontraron a Galaktiónov en el piso de su amante cuatro días después de que su esposa presentara la denuncia de su desaparición. En el momento del hallazgo del cuerpo, Galaktiónov llevaba muerto una semana como mínimo. Su amante, Sitova Nadezhda Andréyevna, había pasado todo ese tiempo ingresada en una clínica por un embarazo ectópico. Causa de la muerte del interfecto: intoxicación con cianuro.
Como objeto de investigación de homicidio, Alexandr Galaktiónov demostró ser un personaje sumamente incómodo, ya que su círculo de amistades era tan amplio y sus actividades tan variadas, que un agente operativo joven alcanzaría la edad de jubilación sólo formulando y desechando posibles hipótesis. Primero, Galaktiónov era director del Departamento de Hipotecas de un banco comercial que grupos de toda índole escogían con regularidad como objetivo de sus maniobras. Segundo, era un mujeriego impenitente y absolutamente incapaz de comportarse con discreción, a consecuencia de lo cual cada poco tenía encontronazos tanto con los maridos y novios como con su propia esposa. Tercero y, quizá, lo más importante, era un tahúr de mucha nota. Por todo ello, había hipótesis en abundancia pero escaseaba gente que pudiera encargarse de comprobarlas.
Olshanski echó un vistazo a la lista de los amigos, conocidos y familiares de Galaktiónov que habían sido sometidos al interrogatorio, y en efecto, el nombre de Leonid Líkov constaba en ella. El espabilado chantajista no le había mentido. Konstantín Mijáilovich comprendió que se había metido en una situación de lo más idiota: si Líkov estaba enterado del fallecimiento de Galaktionov desde hacía tiempo, nada le impedía nombrarle como fuente de sus informaciones sobre los Krásnikov, suponiendo con razón que comprobar sus declaraciones resultaría imposible. Pero si no le había mentido al afirmar que fue Galaktiónov quien le proporcionó los datos de Dima Krásnikov, en este caso, para intentar detectar el hilo que conduciría al origen de las informaciones de marras, habría que volver a interrogar a toda la interminable lista de los allegados del difunto. Antes de echarse a ese espeso monte, valía la pena hablar una vez más con los denunciantes, los Krásnikov. Quién sabría mejor que ellos a qué manos pudo ir a parar la noticia sobre la adopción.
4
Los chorros de agua, abrasadoramente helados, le hicieron estremecerse y comprobó con satisfacción la plétora de energía que despertaban en él mientras se restregaba la piel con un guante de crin hasta hacerla enrojecer. Se secó con toalla de rizo y empezó a afeitarse disfrutando con el placentero ardor que se expandía por su cuerpo rescatado de la gélida ducha. Se sentó a desayunar con un humor excelente y engulló con mucho apetito unos huevos fritos, dos salchichas, unas tostadas con queso y el café.
—¿No vas a llegar tarde? —le preguntó la mujer echando una mirada al reloj y enganchando en las orejas unos pendientes de plata—. Ya son las ocho y diez.
—Hoy trabajaré en casa, quiero terminar de una vez el artículo.
—Ay, qué envidia me das —dijo ella suspirando—. ¡Ojalá yo pudiera trabajar en casa! No sé cómo os lo montáis los tíos para buscaros esos chanchullos. Vale, pues me voy pitando. Cuando te apetezca parar un rato, ve a recoger los trajes a la tintorería, los recibos están encima de la nevera.
—Ya los recogeré, ya los recogeré —respondió el hombre afable—. Cuando saque a pasear a Diamante me acercaré a recogerlos.
Después de que la mujer se marchó, permaneció un rato sentado en la cocina, luego entró en la habitación, extrajo de su maletín unos papeles y los colocó en la mesa. El artículo estaba casi terminado, sólo faltaba escribir con rotulador negro las fórmulas y añadir dos o tres párrafos con las conclusiones. Una hora y media más tarde, el trabajo estaba terminado. Tecleó a máquina la última página, con el texto añadido, ordenó las hojas comprobando su numeración y las sujetó con un clip de plástico de color. Se quedó mirando la primera página, que encabezaban las mayúsculas del título del artículo, debajo del cual estaban impresos los nombres de los cuatro coautores. Sonrió, volvió a coger el rotulador y trazó alrededor de uno de los nombres un preciso rectángulo negro. Ahora sí que estaba satisfecho con su trabajo.
5
Al acercarse al edificio de la DGI, Dirección General del Interior, de Moscú situada en la calle Petrovka, Anastasia Kaménskaya pensó con angustia que, seguramente, no iba a eludir el resfriado. El primer charco en que, con su maña peculiar, metió el pie hasta el tobillo, se lo había encontrado nada más salir de casa. Sus botas se llenaron de agua por segunda vez cuando se acercaba a la entrada del metro. Las botas eran nuevas pero, a pesar de esto, dejaban pasar el agua. Al parecer, a los fabricantes ni se les ocurría suponer que alguien fuera a ponerse sus botas de piel con forro de invierno para caminar en medio del agua y el barro que llegaban hasta la rodilla. Evidentemente, la tecnología del calzado había perdido su carrera de competición con el efecto invernadero.
Durante todo el viaje en metro, Nastia no dejaba de notar el asqueroso chapoteo en el interior de las botas, pero una vez en la calle pensó que el mal ya estaba hecho; puesto que ya tenía los pies completamente empapados, dejó de mirar a la acera y se entregó a otras reflexiones. Semejante ligereza condujo a que, en los pocos minutos que necesitaba para llegar desde la estación de metro Chéjov hasta Petrovka, se las arreglase para meterse en cuatro charcos como mínimo. Ahora, además de la humedad el frío también le torturaba los pies.
Al entrar en el despacho, se quitó las botas y se miró los pies con perplejidad. Las medias estaban empapadas. Gotas de agua se deslizaban despacio por ellas para caer con tristeza al suelo. Echó la llave, se quitó los tejanos, luego, las medias y se quedó pensativa, tratando de decidir qué era lo que tenía que hacer.
Alguien movió el pomo de la puerta, después llamó.
—Abre, Aska, te he visto llegar. Vamos, abre, tengo que decirte algo.
Era la voz de Yura Korotkov, amigo y colega de Nastia, que la había escogido de confidente y siempre compartía con ella sus problemas sentimentales, que en su vida nunca escaseaban.
—No puedo —le contestó sin abrir la puerta—. Me estoy cambiando.
—Tonterías, abre, no voy a mirar —insistió Korotkov.
—¡Y dale! —replicó Nastia flemáticamente mientras extraía del armario el uniforme: la falda, la camisa y la guerrera con charreteras de comandante.
Lo malo era que tenía que ponerse los zapatos sin medias ni calcetines, pero no le quedaba otro remedio, sus intentos de acostumbrarse a llevar en el bolso unas medias de repuesto no habían servido de nada.
—Venga ya, Aska —rezongaba con voz quejumbrosa Korotkov al otro lado de la puerta, tirando del pomo con desesperación—. Tengo que contarte una cosa, si no, reviento.
—Oye, un poco de paciencia —respondió Nastia enfadada—. Si has aguantado toda la noche, no te pasará nada por esperar un poquitín más.
—Toda la noche, no, nada de eso —volvió a protestar Yura—. Acabo de enterarme, y he venido corriendo para contártelo. Se trata de Galaktiónov. ¿Qué, me abres o no?
La puerta se entornó lentamente. Cuando se trataba de asuntos de trabajo, Anastasia Kaménskaya se olvidaba del decoro, de modo que apareció delante de Korotkov ataviada con la falda gris de uniforme y una camiseta blanca nada seria. Iba descalza y en las manos sostenía la guerrera azul.
—Entra, deprisa —le susurró, y volvió a cerrar la puerta con llave—. Vamos, desembucha, cuéntame qué ha pasado.
—Kostia Olshanski acaba de llamar al Buñuelo para hablarle de Galaktiónov. Yo estaba en su despacho, lo he oído todo.
—¿Olshanski? —dijo Nastia con extrañeza—. ¿Qué tiene que ver Olshanski con esto? El caso de Galaktiónov lo lleva Igor Lepioskin. ¿Es que se lo han quitado?
—Ahí está. Hasta donde he podido entender, de las respuestas del Buñuelo se desprende que Kostia ha encontrado una relación entre un caso completamente distinto y el de Galaktiónov. Dentro de media hora tenemos la reunión operativa, el Buñuelo volverá a exigirnos cuentas sobre su asesinato, y tú tienes cero conclusiones, tú misma me lo dijiste ayer. Date prisa y llama a Kostia, tal vez en esa media hora se te ocurre algo.
—Yura, eres un verdadero amigo. Lo único que me temo es que Kostia me recomiende visitar cierto lugar muy, pero que muy alejado. Ya sabes lo que suele echar por su boca. Hazme el favor, abróchame la corbata.
—Oye, acabo de darme cuenta, ¿a qué viene ese uniforme?
—A que tengo las botas llenas de agua y los tejanos mojados casi hasta la rodilla. Los he puesto a secar —explicó Nastia intentando encajar los pies en los zapatos estrechos e incómodos.
—¿Te llevas mal con Kostia? —preguntó Korotkov, abriendo el ventanillo y sacando un paquete de tabaco—. ¿Cómo es que te da miedo llamarle?
—Nos llevamos regular. Simplemente no me gusta la gente mal educada.
—Ay, amiga, eres demasiado sensible, trabajando en lo que trabajamos hay que ser más sencillos.
—No acaba de perdonarme lo de Lártsev. Por lo demás, yo tampoco acabo de perdonármelo a mí misma.
—Déjate ya de tonterías, Aska, nadie tuvo la culpa de lo que ocurrió. Kostia lo entiende perfectamente. No le des más vueltas. Vamos, anda, llámale. A lo mejor, si aunamos los esfuerzos, conseguiremos apañar algo para dejar al Buñuelo contento.
Pero sus esperanzas se frustraron, o casi. Olshanski se mostró altivo y correcto, prescindió de las habituales pullas, pero lo que se dignó comunicarles no era en absoluto suficiente para preparar un informe que a su jefe le pareciera mínimamente aceptable.
Con las mejores intenciones, los subordinados habían distinguido al coronel Víctor Alexéyevich Gordéyev con el apodo de Buñuelo. Hacía unos treinta años que nadie se permitía tomarle a broma, y el apodo —que se le había adherido en sus años mozos y se mantenía pasando de generación en generación, pues los jubilados lo transmitían a los recién llegados— poseía en la actualidad unas connotaciones poco menos que amenazadoras. «No hagáis caso de mi figura oronda ni de mi cabeza calva, lo que soy en realidad es una bola de plomo».
Abrió la reunión operativa, como de costumbre, en tono calmoso y amable. Pero todos sus subordinados sabían que, aunque a uno de ellos le esperase una amonestación seria, el Buñuelo nunca lo dejaría traslucir de antemano. Les tenía cariño a sus chicos, los trataba con respeto, convencido como estaba de que los tirones de orejas innecesarios y, sobre todo, prematuros no facilitaban en absoluto la investigación de crímenes violentos graves.
—¿Cómo es que llevo tanto tiempo sin tener noticias del caso del parque Bítsev? —preguntó Gordéyev—. Lesnikov, le escucho.
Igor Lesnikov, el detective más atractivo y, al mismo tiempo, uno de los funcionarios más meticulosos, serios y eficientes de Petrovka, procedió a informar con profusos detalles sobre el trabajo efectuado con el fin de resolver una serie de violaciones ocurridas en un solo mes en el parque Bítsev. Llevaban ya cuatro meses investigando el caso y el fervor inicial había decaído; cuando eso ocurría, el Buñuelo les pedía informes aproximadamente una vez a la semana. Nastia escuchaba con atención a Igor, luchando por no pensar en el asesinato de Galaktiónov, pues había hecho una considerable aportación en la labor de la investigación de las violaciones de Bítsev, había trabajado larga y minuciosamente creando un esquema que le permitiese establecer los factores comunes a todos los crímenes. Partiendo de esos factores comunes, Nastia e Igor trazaron un perfil psicológico del criminal, definieron las características de su comportamiento y ahora, con paciencia y perseverancia, estaban investigando a todos los sospechosos posibles. Mejor dicho, era el propio Igor quien los investigaba y cada tarde le presentaba los resultados de sus desvelos a Nastia, que se encargaba de analizar la información recibida.
—Vais despacio, muy despacio —gruñó Gordéyev—. Pero, visto todo en su conjunto, creo que estáis avanzando en buena dirección. Bueno, ahora, el asesinato de Galaktiónov. ¿Quién puede informarme? ¿Kaménskaya?
—Con su permiso, Víctor Alexéyevich, le voy a informar yo —incidió Korotkov—. Se han planteado nuevas circunstancias. El círculo de amistades de Galaktiónov es extraordinariamente amplio, como por lo demás ya sabe. Durante tres semanas hemos interrogado a más de setenta personas susceptibles de proporcionarnos información tanto sobre el propio Galaktiónov como sobre los posibles motivos de su asesinato. Sólo hace tres días creíamos…
—¿Creíamos? ¿Quiénes? —le interrumpió el Buñuelo con sorna—. ¿Yo? ¿Anastasia? ¿El zar Nicolás Segundo?
Yura respiró hondo y, tras una breve pausa, explicó:
—En primer lugar, así lo creyó el juez instructor Lepioskin, y yo compartí plenamente su opinión. Por ese motivo también convencí a Kaménskaya…
—¿Qué pasa? ¿Acaso Kaménskaya no es capaz de pensar por cuenta propia? Vale, continúa.
—Creíamos haber identificado a todos los que tenían algo que contar sobre Galaktiónov. Las informaciones que nos han proporcionado se repiten constantemente, hay coincidencias en las declaraciones, se citan siempre los mismos hechos, nombres, apellidos, direcciones. Todas las hipótesis formuladas a partir de los datos recabados están siendo verificadas al tiempo que se están proponiendo otras nuevas. Pero ayer recibimos una nueva información que nos hace pensar que no todos los conocidos de Galaktiónov están incluidos en nuestra lista, y que el interfecto desarrollaba ciertas actividades de las que ninguno de los interrogados tiene la más remota idea. ¿Por qué no nos enteramos antes? No tengo respuesta a esta pregunta, Víctor Alexéyevich. Lo único que tengo son conjeturas que de momento preferiría no mencionar para no molestar a nadie con reproches que aún carecen de fundamento.
Gordéyev levantó la vista de la hoja de papel, sobre la que había estado dibujando algo pensativo, mientras escuchaba a los agentes operativos, y miró a Nastia con aire interrogativo. «¿Estás al corriente? ¿De qué me habla?», le preguntó con la mirada. Nastia inclinó la cabeza de forma apenas perceptible: «Todo es correcto, si quiere más detalles, luego se los daré».
—Me parece bien que no quieras molestar a nadie, en eso tienes razón —sentenció Víctor Alexéyevich asintiendo con la redonda y calva cabeza—. Pero, por otro lado, me parecería mucho mejor que fueras al grano. ¿Cómo piensas actuar a partir de ahora? ¿Cómo te propones averiguar cuáles son esas misteriosas actividades de Galaktiónov?
—En primer lugar, quiero volver a analizar escrupulosamente todas las declaraciones que hemos recogido, con el fin de tratar de encontrar defectos en el modo de conducir los interrogatorios.
—Dicho de otra forma, quieres comprobar si la gente que ya os ha llamado la atención puede contaros algo más. Quieres cerciorarte de que entre esa gente hay alguien que se está callando algo a propósito. ¿He traducido correctamente tu discurso al lenguaje de los humanos?
—Así es, camarada coronel. No tenemos posibilidad de seguir ampliando el número de interrogados hasta el infinito para buscar a alguien dispuesto a contarnos lo que nos interesa a la primera. Considero que debemos seguir el procedimiento de intensificación y procurar aprovechar al máximo a los testigos que ya hemos identificado.
—Ya.
Los ojos del Buñuelo recorrieron, fríos y sin parpadear, uno a uno, los rostros de todos los presentes.
—Nuestro estimado colega, Korotkov, ha decidido brindarnos un curso intensivo de alfabetización, con tal de camuflar sus fracasos bajo las brumas verbales. Pero mucho más triste me parece el hecho de que en todos esos años trabajando en el departamento todavía no haya llegado a asimilar la idea de que nadie debe avergonzarse de reconocer sus fracasos. Como tampoco debe avergonzarse de sus errores. Puede resultar desagradable pero de ninguna de las maneras, vergonzoso. Es más, reconocer un error o fracaso a tiempo permite rectificar y salvar la situación, mientras que, cuanto más largo sea el retraso, menos posibilidades hay de salvar nada. Os lo he dicho millones de veces. ¿O no?
Su mirada volvió a posarse en cada uno de los presentes.
—Sigamos trabajando —dijo el Buñuelo en tono inesperadamente reconciliador—. Todos los que se ocupan del caso de Galaktiónov se quedarán aquí después de la reunión.
Nastia dejó escapar un suspiro de alivio. Le daba muchísima pena Yura Korotkov, que voluntariamente había asumido el papel de cabeza de turco, pero sus cálculos habían demostrado ser correctos. El Buñuelo se había visto obligado a calentarles las orejas, cosa que era justa en todos los sentidos, aunque, por supuesto, cómo iban a saber que a Lepioskin no se le podía dejar a solas con los testigos del sexo femenino. Y, por si fuera poco, tampoco podían fiarse de lo que estaba escrito en los protocolos de los interrogatorios de esas testigos. Ya a finales de la primera semana de trabajo conjunto Nastia notó que había algo raro en Igor Lepioskin, pero se calló pensando que alguien que llevaba casi veinte años dedicándose a la instrucción debía tener suficiente oficio para no contaminar de valoraciones y emociones subjetivas los hechos y las pruebas de las causas penales. Además, el propio Gordéyev solía mostrarse muy molesto cuando sus detectives se quejaban de los jueces de instrucción. «Si no conseguís entenderos con un juez instructor, como agentes operativos no valéis nada», no se cansaba de repetirles. Además de Nastia y Korotkov, también Misha Dotsenko trabajaba en el asesinato de Galaktiónov. Entre los tres interrogaron a todos los testigos que pudieron, simultaneando mal que bien esta investigación con una decena larga de otros casos. Los otros testigos fueron interrogados por Lepioskin. Y aquí estaban los resultados… En una palabra, se amilanaron, no se atrevieron a hacerse valer, y al final Gordéyev les echó el rapapolvo merecidamente. Pero lo más importante era que en media hora habían conseguido inventarse un guión que, una vez interpretado en la reunión operativa, hizo que el jefe, de repente, viese la luz. No fue una casualidad que al principio les pusiese tibios, les leyese la cartilla y luego, de sopetón, sin previo aviso, cambiase de actitud y abordase otro asunto del orden del día, como si nunca hubiera dicho una palabra sobre Korotkov y sus fracasos. No fue una casualidad que ordenase a Nastia, Korotkov y Dotsenko quedarse después de la reunión. Esto significaba que también él se había acordado de Lepioskin y había comprendido que sus chicos no tenían la culpa de nada. Sus chicos no entraban ni salían en la asignación de los jueces de instrucción. En cambio, él, como jefe, sí había patinado. Debió haberse acordado a tiempo de cómo era Igor Yevguényevich Lepioskin, y dar a sus subordinados instrucciones oportunas, sin esperar a que se hicieran pupa, acumulando sus propias y penosas experiencias.
Cuando la puerta se cerró detrás del último de los agentes operativos que salían del despacho de Gordéyev, éste levantó bruscamente la cabeza y clavó la mirada en Korotkov.
—¿Qué clase de parvulario me habéis organizado aquí? ¿Por qué no habéis venido a verme enseguida? ¿Por qué no me habéis dicho que Lepioskin os está aguando la fiesta?
—Víctor Alexéyevich, pero si a usted no le gusta que le vengamos con quejas. ¿Cuántas veces nos ha pegado la bronca porque nos quejábamos de un juez? Usted mismo nos ha machacado hasta la saciedad que el juez instructor es el número uno, que no somos más que sus recaderos, y que dejemos los hobbies para las horas libres, para después de la jornada laboral —dijo Nastia sentándose en su sillón favorito, situado en un rincón del despacho.
—¡Qué más da lo que os he machacado! —gruñó el Buñuelo—. A lo mejor lo decía en broma. Así que, chicos, para resumir, os he fallado, he pasado por alto a Lepioskin. Hace siglos que le conozco, apenas lleva dos meses en la Fiscalía Municipal pero antes de esto ha pasado muchos años en las de distrito y de provincia. Gracias a Dios, hasta ahora no habéis tenido ocasión de conocerle, llevaba casos de delitos económicos. Cuando me dijeron que habían dado el asesinato de Galaktiónov al juez de instrucción Lepioskin, debí haberos avisado enseguida de que teníais que interrogar a las mujeres vosotros; si no, nunca llegaríais a ninguna parte. No lo hice y reconozco mi culpa. Sobre esta cuestión, no tengo nada más que deciros. Ahora, otra cosa. Hoy me ha llamado Konstantín Mijáilovich Olshanski para pedirme un favor un poco raro. Necesita ciertos datos del caso de Galaktiónov. Su eminencia Lepioskin, naturalmente, ha denegado su petición. Bueno, está en pleno derecho para hacerlo, el secreto del sumario es sagrado. En un principio, Kostia podría obtener esos datos por cuenta propia pero le llevará cien veces más tiempo que a vosotros tres junto con Lepioskin. Os explico de qué va todo esto: Olshanski lleva un caso de descubrimiento y revelación del secreto de adopción. Un tal Líkov intentaba conseguir dinero presionando a unos padres adoptivos con amenazas de divulgar el mencionado secreto. Cuando, sin mucha dificultad, le echaron el guante, Líkov declaró que había obtenido dicha información de Galaktiónov, recién asesinado. La pregunta del millón es: ¿cómo llegó la información a las manos del propio Galaktiónov? Lamentablemente, ya no podremos hacérsela a él. De aquí que Kostia no tiene más que una solución: trabajarse a toda la gente del entorno del difunto para intentar encontrar el hilo que le conduzca hasta cierto individuo propenso a irse de la lengua. Si ahora Kostia se pone a torturar una vez más a los familiares, amigos y conocidos de Galaktiónov con nuevas preguntas, que además de distintas les sonarán extrañas, invertirá una cantidad enorme de tiempo y fuerzas y, al final, lo único que conseguirá será alarmarlos sin necesidad. Lo tendría mucho más fácil si pudiera acceder a la lista de testigos y al resumen de sus declaraciones, pero Lepioskin se niega a dejarle ver el sumario. ¿Habéis entendido qué es lo que se os pide?
—Pero si Lepioskin tampoco nos deja ver el sumario a nosotros —objetó Korotkov—. Lo único que podemos darle a Olshanski es lo que hemos hecho nosotros, pero no tenemos ni idea de a quién o cómo ha interrogado Lepioskin. Sólo tenemos algo así como una idea general, a partir de lo que tuvo a bien mascullarnos entre dientes.
—Chicos, hay que echarle una mano a Kostia.
—Claro que sí, Víctor Alexéyevich, ni que decir tiene, Olshanski es un tío legal, con ése se puede trabajar. Le ayudaremos. Oiga, ¿por qué no se encarga él del caso de Galaktiónov?
—¿Y cómo queréis que se haga cargo, eh? ¿Quién es Olshanski para quitarles los casos a otros? Para hacerlo, debería, como mínimo, probar que el asesinato y la divulgación del secreto pueden ser unidos en una misma causa penal. ¿Tienes motivos para pensar que eso es así? Exactamente, eso es, no los tienes. Yo tampoco los tengo. Y él, tampoco. Segundo, habría que demostrar que esa nueva causa combinada debe llevarla Olshanski y no Lepioskin. Por regla general, el expediente del crimen menos grave se agrega al del más grave, y no al revés. Es posible quitarle el caso de la adopción a Kostia para entregárselo al degenerado de Lepioskin. Pero lo contrario es poco probable.
Después de salir del despacho del jefe, Nastia se estaba acercando al suyo cuando la abordó Misha Dotsenko, alto y de ojos negros, el detective más joven del Departamento de Lucha Contra los Crímenes Violentos Graves.
—Anastasia Pávlovna, ¿puedo hablar con usted?
—Adelante, Misha, entre.
Le sonrió con amabilidad y le dejó pasar. Misha le caía bien porque era tenaz, tenía un deseo inextinguible de aprender cosas nuevas y se caracterizaba por una sinceridad, un candor y una ingenuidad casi infantiles. El propio Misha trataba a Kaménskaya con timidez, le hablaba sin apearle nunca el patronímico, cosa que en todos esos tres años no había dejado de turbarla y de sacarle los colores, pero el joven se negaba en redondo a tutearla.
—¿Le apetece un café? —le preguntó sacando del armario una gran jarra de cerámica y un infiernillo.
Era incapaz de sobrevivir más de dos horas sin café, y si no conseguía meterse al coleto una taza de líquido caliente y fuerte a tiempo, las fuerzas le fallaban, la atención se dispersaba y los ojos se le cerraban.
—Muchísimas gracias, si no es una molestia —contestó Misha con timidez—. Anastasia Pávlovna, ¿podría explicarme qué ocurre con Lepioskin? No he entendido bien a qué se refería Víctor Alexéyevich.
Misha Dotsenko tenía un rasgo distintivo más: era el único funcionario del departamento de Gordéyev que nunca llamaba a su jefe el Buñuelo, ni a sus espaldas ni en pensamientos.
—Verá, Míshenka, yo misma me acabo de enterar esta mañana. Resulta que hace algún tiempo la mujer dejó a Igor Yevguényevich por un hombre rico y guapo. Sospecho que hubo algo más que eso pero usted es demasiado joven y no necesita saber ciertos detalles sucios. Igor Yevguényevich se lo tomó muy a pecho, tanto que, al parecer, se formó una idea propia sobre el adulterio. El hombre, ya sea soltero o casado, puede hacer lo que le venga en gana, pero la mujer que le pone los cuernos a su marido se merece todos los reproches. Odia a su ex pero no culpa en absoluto a su nuevo marido. ¿Lo entiende?
—De momento, sí —dijo Misha sin apartar de Nastia la atenta mirada de sus ojos negros—. El agua está hirviendo.
—Gracias.
Se volvió hacia la mesilla donde había colocado la jarra y el infiernillo y sacó la clavija del enchufe.
—¿Lo quiere fuerte?
—Mediano.
—¿Azúcar?
—Dos terrones, por favor, si no es mucha molestia.
—No lo es, aquí tiene —respondió Nastia, y le echó en la taza dos terrones de azúcar—. Míshenka, sus buenos modales me traen de cabeza. ¿A usted mismo no le cansan? Bueno, perdone, he dicho una barbaridad. Volvamos a Lepioskin. Cuando a Igor Yevguényevich le toca hablar con una mujer que tiene amante, su conversación ya se puede dar por perdida. Se muestra extremadamente brusco, intolerante, mal educado, incluso grosero, no para de darle a entender que su comportamiento va en contra de las normas morales y que, en general, no tiene nada que hacer entre los seres humanos. Bien entendido, en estas condiciones, prácticamente cualquier mujer se encerrará en sí misma y no dirá una palabra de más, con tal de perder de vista a ese desagradable sujeto cuanto antes. Además, como Galaktiónov no se privaba de relaciones amorosas ni de aventuras de una noche, resulta más que evidente que sus amigas constituyen una parte considerable de las fuentes de información para este caso. Por ello esta mañana nos hemos visto obligados a poner en tela de juicio la validez de las informaciones procedentes de esas fuentes, al menos en lo que se refiere a su integridad, es decir, a que no les falte nada. Kostia Olshanski sabe muy bien cómo es Lepioskin, y me lo ha explicado todo con detalle.
—¿No quiere contármelo?
—¿El qué? —preguntó Nastia confusa.
—Lo que le ha dicho Olshanski. Nunca había oído nada de eso hasta ahora, cuando lo ha mencionado Víctor Alexéyevich.
—Ay, Míshenka, querido, ¡perdóneme, por el amor de Dios! —exclamó Nastia dándose cuenta de su despiste.
En efecto, antes de empezar la reunión operativa, no había tenido tiempo de hablar con Misha, y ahora parecía que, al no haberle explicado nada, había apartado a su joven compañero del caso.
—Mire, lo que pasa es que echar la culpa a un difunto resulta feo pero, por desgracia, ocurre muy a menudo. Olshanski sospecha que el chantajista, Líkov, está mintiendo y que la información sobre la adopción no procede de Galaktiónov. Comprobarlo es muy difícil pero Olshanski se ha agarrado a este caso como si fuera un hueso, y él, un perro. Quiere que le ayudemos en lo posible. Por un lado, tenemos al matrimonio Krásnikov y, por otro, a Galaktiónov, que presuntamente estaba enterado del secreto de esta familia. Nos corresponde intentar trazar una línea que los una. Para conseguirlo, hemos acordado que Konstantín Mijáilovich avanzará hacia nosotros desde el lado de los Krásnikov y de su entorno, mientras que nosotros, por nuestra parte, volveremos a analizar el círculo de amistades de Galaktiónov, y esta vez lo haremos teniendo en cuenta los contactos con la gente relacionada con los Krásnikov. ¿Capta la idea?
—Ahora sí, ahora lo he comprendido todo —dijo Dotsenko sonriendo con alivio.
—Bueno, pues si lo ha comprendido, manos a la obra. Tráigame todo lo que tiene sobre Galaktiónov, lo ordenaré dentro de un sistema, mientras que usted, Míshenka, entrevista a las testigos que interrogó Lepioskin. Invéntese algún cuento convincente, suélteles cualquier rollo pero procure hacerlas hablar. Ni uno solo de los testigos que hemos interrogado nosotros ha dicho una palabra que nos permita suponer cómo pudo Galaktiónov haber accedido a la información sobre la adopción. Nadie ha mencionado ni que tuviera amigos en los juzgados de primera instancia, ni que tuviera relación con las clínicas de maternidad, ni que estuviera nunca en la ciudad de Sarátov, donde el chico nació y fue adoptado. ¿No lo habría soñado, verdad?
Alguien tuvo que habérselo dicho. Y nosotros debemos identificar a ese alguien.
Cuando Mijaíl le entregó todas las libretas con los apuntes sobre el caso de Galaktiónov, Anastasia Kaménskaya se encerró en su despacho, se preparó otro café, despejó la mesa y quedó absorta revisando la lista de los que habían mantenido unas u otras relaciones con Galaktiónov Alexandr Vladímirovich.
6
Inna Litvínova, bajita, ancha de hombros y de constitución robusta, subía la escalera con ligereza; llevaba una abultada cartera en una mano y una pesada bolsa de la compra en la otra. En cuanto abrió la puerta del piso y entró en el recibidor, supo enseguida que Yula estaba en casa.
—¡Gatito! —le llamó con alegría—. ¡Soy yo!
No recibió respuesta. Inna se despojó de las sucias botas deprisa y, sin quitarse siquiera el chaquetón de piel, irrumpió en tromba en el dormitorio. Yula estaba tumbada sobre la cama con un libro en las manos; su larga melena rojiza, resaltada por el color azul de la almohada, resplandecía con brillos dorados; la expresión de su bello rostro era la de displicencia y aburrimiento.
—Gatito, ¿por qué no me contestas? ¿Te encuentras mal? —preguntó Inna con cariño.
—Regular —murmuró Yula, apática.
—La cena estará lista enseguida. ¿Te apetece una ensalada de cangrejo? He comprado…
—Buah —masculló con la misma apatía la joven—. Quiero champiñones, te lo dije ayer. Quiero gallina con champiñones. Y gambas a la marinera.
—Te he comprado todo esto, gatito, no te enfades, dentro de nada te traigo todo eso que dices —respondió Inna nerviosa.
—¿De veras?
Yula se animó visiblemente. Parecía mentira que esa muchacha tan joven tuviera esa pasión por la alta cocina. Comía poco, mantenía una silueta esbelta y grácil, pero sus preferencias gastronómicas eran realmente principescas, y era consciente de que Inna, cegada por el amor, se desvivía por complacerla.
Inna le sirvió la cena en la cama. Se sentó en el borde, observando con emoción a Yula, que englutía con buen apetito las gambas preparadas al vapor y aliñadas con una salsa especial.
—¿Está bueno? —le preguntó Inna con expectación.
—Regular —contestó la joven con indiferencia—. Me habías prometido llevarme al Mediterráneo, allí en los restaurantes se pueden comer ostras, gambas y langostinos. ¿Cuándo iremos?
—Pronto, gatito. Pronto tendremos mucho dinero, muchísimo. No sé si voy a poder acompañarte, pero no te importará hacer el viaje sola, ¿verdad?
Inna tenía muchas ganas de oír que era una pena que no pudieran ir al Mediterráneo juntas. Sin embargo, tal como esperaba, la respuesta que recibió fue distinta.
—Vale, a mí no me importa nada ir sola. Incluso será mejor así. Entonces ¿qué? ¿Cuándo me marcho?
—No sabría darte la fecha exacta. Creo que tendré el dinero dentro de dos o, como mucho, tres meses. Estamos en enero, así que lo más probable es que en mayo puedas marcharte.
—De acuerdo —dijo Yula satisfecha—. Entonces, en mayo me voy a Italia, a la playa, a comer ostras.
En la cocina, Inna fregó escrupulosamente los platos y limpió el suelo con un trapo húmedo. Tenía que mantener el piso impoluto porque a Yula le gustaba andar descalza y se pasaba los días ataviada con un salto de cama, a veces blanco, a veces azul celeste, a veces malva, y cuidado con que se encontrase sobre la mesa de la cocina el circulito húmedo dejado por una taza de café o por un bote de mermelada.
Al terminar la limpieza, se metió en el cuarto de baño. Se quitó la falda y la blusa, oscuras y formales. Una vez en paños menores, se echó por costumbre una mirada al espejo. Hombros rectos, un torso macizo, una cintura totalmente inexistente y caderas estrechas y vigorosas. Una cara sin atractivos, de rasgos toscos. Pelo cortado casi al rape y con canas prematuras. «Cierto, Inna Litvínova, eres cualquier cosa menos una belleza pero, en el fondo, es lo de menos. Un hombre no tiene por qué ser guapo, con que sea un poquito menos feo que un gorila, resulta más que suficiente».
Debajo de la ducha pensó con ternura en Yula, en sus cabellos de oro y en su cuerpo blanco como la leche tendido sobre la sábana azul, y sintió cómo en la parte baja del abdomen nacía una agradable y extenuante pesadez. Yúlechka… Yúlechka… Gatito…