CAPÍTULO 13

1

A diferencia de Nastia Kaménskaya, el juez de instrucción Olshanski adoraba los días de fiesta. No tenía que madrugar, y le despertaban los ricos olores procedentes de la cocina y el tintinear de los platos. Para él, en el mundo no había nada más maravilloso que esos sonidos y olores que invariablemente acompañaban un día pasado en compañía de su mujer e hijas. Los días laborables se levantaba antes que Nina, que trabajaba en una clínica situada al lado de la casa, mientras que él necesitaba más de una hora para llegar a la Fiscalía Municipal.

Konstantín Mijáilovich se desperezó dulcemente, dejó caer la cabeza sobre la almohada de la mujer e inhaló el apenas perceptible y tan familiar olor del pelo de Nina. No tenía ganas de levantarse.

—¡Papá! —dijo la hija menor, embutida en el pijama de franela de color azul celeste con estampado de flores, asomándose al dormitorio—. Mamá dice que te levantes, si no, los blinis se van a enfriar.

—¿Por qué motivo comemos blinis? —preguntó perezosamente Olshanski apoyándose en el codo.

—¿Cómo que por qué motivo? Se termina el Carnaval, hoy es el último día, ¿qué pasa?, ¿te has olvidado? —contestó la niña indignada—. Mamá dice que hoy tenemos que comer todo lo que podamos porque luego empieza la Cuaresma y durará hasta la Pascua de Resurrección.

Konstantín Mijáilovich se desternillaba de risa. Qué alegría le daba y, al mismo tiempo, cuánto le divertía observar a la generación que había crecido ajena al ateísmo beligerante.[9] Sus hijas, por supuesto, no eran nada religiosas y se habían enterado de las historias bíblicas leyendo no el original sino la obra de divulgación de Zenón Kosidovsky, y sin embargo, conocían las fiestas ortodoxas y se las tomaban muy en serio. Los de su propia generación, en cambio, nunca estaban seguros de en qué fecha caía la Semana Santa ese año, y en cuanto al Carnaval, ya ni se acordaban de que existía.

—¿Piensas ayunar? —preguntó afectando gravedad—. Ten en cuenta que es muy difícil, sobre todo cuando uno no está acostumbrado. Tendrás que decir adiós a los pasteles que tanto te gustan. ¿Podrás aguantarlo?

—Pero si los pasteles no llevan carne —objetó la pequeña—. Mamá ha dicho que lo único que no se puede comer es aquello que viene de organismos vivos. Están prohibidos la carne y el pescado pero todo lo demás está permitido.

—¡No me digas! ¿De qué crees que está hecha la crema de los pasteles? De la leche y de la mantequilla, y nos las dan las vacas, unos organismos perfectamente vivos.

—Venga ya, papá —dijo la niña riéndose—, tú lo que quieres es confundirme. Levántate, si no, mamá te reñirá. ¡No te imaginas lo ricos que han salido los blinis! Una maravilla. ¡De chuparse los dedos!

Y se fue corriendo a la cocina. Konstantín Mijáilovich apartó la manta sin prisas y empezó a ponerse el chándal. Entró en la cocina bien afeitado y sonriente. Desprovista de las gafas de montura antañona, rota y mal que bien remendada, su cara sorprendía por su belleza.

—¿Qué progama tenemos para hoy? —le preguntó la esposa mientras le servía el té recién hecho y le acercaba una gigantesca fuente llena de blinis, un bote de crema agria y tres boles con tres tipos de mermelada.

—El que Dios nos depare —respondió Olshanski saliéndose por la tangente.

Los largos años de experiencia profesional como juez de instrucción le habían enseñado que era preferible no hacer planes de antemano ni aun para los días de asueto si uno no quería llevarse un disgusto, porque siempre podía presentarse un imprevisto que le obligase a abandonar los deleites hogareños para salir corriendo rumbo al despacho.

—A primera hora de la mañana te ha llamado Gordéyev, le he dicho que estabas durmiendo. Que le llames en cuanto te hayas despertado —le comunicó Nina.

—¿Está en su casa?

—En el despacho. Parece ser que Dios ya te ha deparado tu programa. Lala —dijo a la hija mayor—, corre, tráele el teléfono a tu padre.

Konstantín Mijáilovich miró a su mujer con agradecimiento. En los veinte años de matrimonio ni una sola vez se había mostrado descontenta porque el trabajo le robase demasiado tiempo a su marido y porque casi nunca encontraba la posibilidad de estar con su familia. No era porque Nina Olshánskaya fuese de talante reservado ni por buena educación, sino porque creía que tal orden de cosas era el más natural del mundo. Al casarse con un joven juez instructor que todavía no había completado su período de prácticas, tenía una idea muy clara de las dificultades que la esperaban, y las aceptó con plena conciencia. Sus padres eran cirujanos, y desde pequeña se había acostumbrado a jornadas laborales irregulares y avisos urgentes en días festivos. Del mismo modo, desde pequeña se había familiarizado con los conceptos de «trabajar en lo que a uno le gusta» y «el deber profesional».

Los padres del propio Olshanski eran completamente distintos, su infancia había transcurrido en medio de peleas continuas, de intercambios de reproches y escándalos. En los últimos veinte años no había pasado un día sin que Konstantín Mijáilovich, por un motivo u otro, diese gracias al destino por la increíble suerte de tener a la mujer que tenía. Por si fuera poco, Nina era una magnífica ama de casa, hospitalaria y obsequiosa, que no se cansaba de invitar a amigos y compañeros del marido, quien experimentaba un placer especial e incomparable al escuchar los piropos llenos de indisimulada envidia que aquéllos prodigaban a su mujer.

—¿Tardarás mucho?

Ésta fue la única pregunta que le hizo Nina cuando Konstantín Mijáilovich colgó el auricular.

—Espero que no. Una compañera de Gordéyev tiene algún problema, vamos a reunimos para discutirlo.

—¿Sólo reuniros y discutirlo?

—Sí. ¿Por qué?

—Si no me engañas, Olshanski, invítales a venir aquí. Podéis estar en el salón y allí discutiréis todo lo que os apetezca, ni yo ni las niñas os estorbaremos. Luego despediremos todos juntos el Carnaval, tengo preparado para hoy un programa gastronómico extraordinario, será una pena si todo se echa a perder.

—¿Tú crees? —preguntó el hombre dudando.

—Claro que sí. Llama a Gordéyev y plantéale esta opción. ¿Qué me dices, Kostia? —le pidió Nina con gesto de súplica.

—Voy a intentarlo —dijo Olshanski con un suspiro, y volvió a marcar el número—. Víctor Alexéyevich, soy yo de nuevo. Escuche, ¿por qué no vienen todos aquí? Mi mujer dice que hoy para comer tenemos algo absolutamente excepcional. ¿Qué molestias? Ha sido ella misma la que lo ha propuesto. Hace mucho que no recibimos gente a comer, y ella, buena profesional que es, no aguanta mucho tiempo sin público, dice que está perdiendo el hábito. Ah, ya veo, ya… —Tapó el auricular con una mano y se volvió hacia Nina—. Aquella compañera suya tiene miedo a salir sola de casa. Parece ser que es algo serio.

—Olshanski, que Dios te confunda —contestó Nina con reproche—. Ve a buscarla y tráela aquí si le da miedo. Tu querido Gordéyev no tiene remedio, debía habérsele ocurrido. El viaje te ocupará dos horas pero luego, en cambio, estarás todo el día en casa.

—Víctor Alexéyevich, ¿y si voy a buscarla? ¿Le parece? Ahora mismo la llamo y se lo digo.

Después de desayunar, Konstantín Mijáilovich empezó a vestirse para ir a casa de Nastia Kaménskaya.

—No tenía ni idea de que en la policía criminal trabajasen mujeres —observó Nina tendiendo a su marido la bufanda y alisándole el cuello del abrigo.

—Son poquísimas —replicó el juez—. Si de mí dependiese, compondría toda la plantilla de la PMI de mujeres como Kaménskaya, no dejaría más que dos o tres tíos, para las operaciones donde hace falta fuerza física.

—¿Qué tiene de particular esa Kaménskaya? —preguntó Nina afectando celos.

—Nada. Es una chica común y corriente. Ya lo verás —le prometió Konstantín Mijáilovich, y abrió la puerta.

2

Llevaban ya dos horas hablando, encerrados en el salón grande del piso de los Olshanski. Nina y las niñas no les molestaban, además, Konstantín Mijáilovich había advertido que no pensaba ponerse al teléfono excepto si le llamaba Korotkov o Dotsenko.

—Es como si esos cinco empleados del instituto estuviesen embrujados —se lamentaba Nastia—. Ha habido tres atentados, y todos tienen coartada para cada uno de los tres. Además, mientras la noche del 24 de febrero deja un mínimo lugar a dudas, el 1 y el 3 de marzo todos estaban asistiendo al Consejo Académico y al cóctel, decenas de invitados les vieron allí, de modo que sus coartadas son sólidas. Hay que ver, qué mala suerte, no podemos ni identificarlos ni probar nada contra ellos.

—¿Ha podido averiguar algo Dotsenko en el Ministerio de las Ciencias? —preguntó Olshanski.

—Misha ha tenido la suerte de dar con una mujer maravillosa que trabaja en la secretaría. Se le ocurrió pensar que si había alguien que se enteraba de todos los secretos, había que buscarlo entre los empleados de una secretaría. Todos los papeles pasan por sus manos, no sólo los recibidos desde los organismos externos sino también los que circulan por los despachos del propio ministerio. Las notas que cada destinatario escribe encima permiten ver quién encarga a quién qué tareas, y todo el curso que el asunto sigue luego. La secretaría es la primera instancia adonde llegan las noticias de futuros nombramientos y relevos, antes incluso de que se planteen oficialmente. Pongamos por caso que los documentos relacionados con cierta materia se remiten siempre a un funcionario determinado considerado como el más competente y el mejor puesto en el asunto. Pero de pronto, sin motivo aparente, un documento sobre esa materia es remitido a otro funcionario aunque el que llevaba esos asuntos antes no está enfermo ni se ha ido de vacaciones. ¿Cuál es la conclusión? Exacto. Ha caído en desgracia y han dejado de confiarle los asuntos en cuestión. O tal vez piensa dimitir, y han empezado a poner al corriente al futuro sucesor. En una palabra, Misha Dotsenko tuvo en cuenta todo esto cuando decidió trabar amistad con alguna empleada de la secretaría conocida por su inclinación a curiosear en los documentos y a ser la primera en enterarse de todo. ¿Saben?, en todas partes hay entrometidos, gente curiosa que siempre tiene que estar al cabo de la calle. Pues esa mujer le contó que hacía dos meses el ministerio había recibido un anónimo que hablaba del instituto. Misha, por supuesto, empleó todos sus encantos y malas artes, y como resultado, nuestra amiga de mente inquieta se acordó de que se trataba en concreto de los resultados de un experimento que habían sido falsificados con el fin de ocultar los efectos nocivos de uno de los aparatos creados por el instituto. El anónimo también mencionaba el efecto de inversión. Y fue enviado, con el fin de que se verificaran los hechos, a Nicolai Adámovich Tomilin, el mismo que con tanto ardor trató de convencerme de que era una idiota indocumentada y el efecto de inversión no existía. Por ese motivo, en este momento, Yura Korotkov está comprobando quién de nuestros cinco sospechosos tiene tratos con Tomilin y goza de su simpatía. Si este indicio nos permite destacar a uno de los cinco, se podrá suponer que fue gracias a su intervención que no se hizo caso del anónimo. Dicho de otro modo, se trata de alguien interesado en ocultar los verdaderos resultados del trabajo y ha de ser la misma persona que convenció a Voitóvich de abstenerse de publicarlos. Pero mucho me temo que volverá a ser una pérdida de tiempo.

—¿Por qué? —preguntó Gordéyev apurando de un trago otro vaso de agua mineral.

Delante de sí en la mesa tenía nada menos que tres botellas de Narzán vacías y alargó la mano hacia el abridor para destapar la cuarta. Últimamente, el hombre, ya de por sí rollizo y orondo, había empezado a engordar muchísimo, y alguien le había recomendado un extraño régimen que consistía en beber grandes cantidades de agua mineral.

—Porque es casi seguro que los cinco tienen estrechas relaciones con Tomilin. El director del instituto, el secretario académico, el jefe de laboratorio, ésos por descontado que las tienen, no hace falta consultar la bola de cristal para adivinarlo, ya que Tomilin es el monitor científico del instituto. Lysakov y Jarlámov, por su parte, aunque no ocupan puestos directivos, también encajan en ese ambiente, pues llevan muchos años trabajando en el instituto y en tiempos pasados, cuando estaba preparando el doctorado, Tomilin se dejaba caer por allí a menudo. ¡Ojalá supiéramos por qué ese artista anónimo puso tanto empeño en ocultar los resultados de las pruebas! Debía tener motivos de mucho peso para emplearse tan a fondo con el fin de que no salieran a la luz. Encontró un modo de taparle la boca a Voitóvich, le sorbió el seso a Tomilin, contrató a Galaktiónov para que robara el sumario y luego le dio el pasaporte a él también. La gente no suele tomarse tantas molestias con el único fin de conseguir la gloria académica.

—¿Que no suele…? ¡Qué dices! —refunfuñó Olshanski—. ¿Es que ya no te acuerdas de Irma Filátova? Si la memoria no me falla, la mataron justamente para hacerse con su tesis doctoral, la había escrito para el asesino y éste no quiso pagarle.

—No, no, Konstantín Mijáilovich, eso no fue así. Es decir, en el fondo; es cierto, se trataba del doctorado pero el asesino no temía el escándalo porque pudiese afectar a su reputación como científico sino porque no podía permitirse que un escándalo de cualquier índole salpicase su nombre. Allí había una trama montada por los peces gordos de la mafia aunque nunca pudimos probar nada —explicó Gordéyev el Buñuelo—. Oye, Konstantín Mijáilovich, esos aromas me van a provocar un soponcio agravado por un patatús. ¿Qué festín nos está preparando tu señora? Por más que huelo, no acabo de adivinar qué es. Parece pescado pero al mismo tiempo no lo parece…

Olshanski sonrió y abrió la puerta.

—¡Nina! —llamó—. Ven aquí un momento.

Nina, con la cara arrebolada y ataviada con un delantal de lino bordado, salió de la cocina corriendo con las manos y los antebrazos, cubiertos de harina, en alto y separados del cuerpo.

—Nina, cariño, si eres tan amable de explicarle al camarada coronel qué es lo que huele tan bien, está que se muere de curiosidad.

—¿De curiosidad o de hambre? —precisó Nina risueña.

—De momento, sólo de curiosidad, pero poco le falta para que también el hambre le agarre del cuello con su mano huesuda.

—En el asador se está haciendo salmón, y en el horno, cochinillo con trigo sarraceno. Creo que le confunde la mezcla de los olores —aclaró la señora de la casa con seriedad—. Dentro de media hora ya estará todo listo.

Cuarenta minutos más tarde, todos estaban sentados a la mesa festivamente engalanada. Nastia miraba con angustia los platos humeantes y olorosos, y pensaba que difícilmente conseguiría probar nada. Todavía no se había recuperado del terror que la asaltó la noche anterior, cuando advirtió que en tres ocasiones había estado a punto de morir.

Nina le añadía solícita un bocado apetitoso tras otro, y Nastia le sonreía con agradecimiento pero no podía comer. Nina empezó a lanzarle miradas de preocupación, hasta que no aguantó más y le hizo señas invitándola a salir de la cocina.

—¿Se encuentra bien? —le preguntó estudiando a su invitada con la mirada de una profesional de neuropatología—. ¿Por qué no come nada? ¿Le duele algo?

—El alma —dijo Nastia sonriendo con parsimonia—. Llevo dos noches sin dormir.

—¿Mucho trabajo?

—No es tanto el trabajo como los nervios y el miedo. Ayer me dio la tiritera, pensé que se me iba a fundir el cerebro. Todo me daba vueltas, los pensamientos se me escabullían, las manos me temblaban tanto que no conseguía ni siquiera marcar un número, confundía todas las cifras.

—¿La han asustado?

—Sí, un susto tremendo. Aunque, tal vez, no era para tanto sino que simplemente soy una miedica empedernida.

—¿Ha tomado alguna medicación?

—No tenía nada a mano, justamente se me habían acabado todas las pastillas. ¡Mala suerte!

—¿Qué toma habitualmente para calmar los nervios?

—Algún benzodiazepino. Fenazepam, tazepam, etcétera.

—Ya veo —dijo Nina asintiendo con la cabeza—. Ahora le daré dos pastillas de Valium, coloque las pastillas debajo de la lengua y échese. Venga conmigo, podrá descansar en el cuarto de las niñas, allí nadie la molestará. Túmbese media hora, nada más, y se sentirá mejor. Luego le daré dos pastillas más para que se las lleve a casa, se tomará una antes de acostarse y la otra, guárdesela por si acaso, por si mañana, cuando vaya a trabajar, vuelve a encontrarse mal, entonces podrá tomársela.

—¿Y qué será de mí pasado mañana? —intentó bromear Nastia.

—Y pasado mañana le mandaré con Kostia una cajita completa. No se preocupe por esas nimiedades.

Resultó que Nina Olshánskaya tenía razón, y al cabo de poco Nastia se sintió mucho mejor y volvió junto a la mesa festiva.

—Ha llamado Korotkov —le dijo enseguida Gordéyev—. Tú, Stásenka, tienes el mal de ojo, ni que fueras gitana. Los cinco son viejos amigos de Tomilin.

—Ya me lo imaginaba —murmuró Nastia con desesperación—. No nos queda más que un último recurso, que me reservaba para un caso extremo. Si tampoco funciona, entonces no nos quedará otro remedio que darnos por vencidos y cruzarnos de brazos. Ya no se me ocurre nada más.

Hacía tiempo que Nina Olshánskaya había quitado la mesa y fregado todos los platos, pero los tres permanecían sentados en el salón discutiendo los modos de poner en práctica el «último recurso».

3

La tarde de ese domingo fue dura también con Igor Suprún. No le gustaba ir al despacho en días festivos, por lo que citó a Boitsov y habló con él en el coche.

—Esa Kaménskaya tuya, a la que, como dices, no se debe mentir, te está tomando el pelo —declaró nada más llegar Vadim y trasladarse de su coche al del jefe—. El sumario de Voitóvich no se quemó, en el edificio de la DI nunca ha habido ningún incendio. Pero el juez que instruía el caso está teniendo serios problemas porque de su despacho desaparecieron cuatro sumarios. Se da la casualidad de que sucedió por las mismas fechas en que supuestamente se produjo el dichoso incendio. ¿Lo coges? ¿A santo de qué nuestros valerosos amigos de la policía han ido contando a todo el instituto sus milongas sobre un incendio que nunca ocurrió?

—Pero si está clarísimo —objetó Boitsov—. ¿No van a pregonar a los cuatro vientos que sus jueces de instrucción son unos ineptos? Velan por el honor del uniforme, no me parece una actitud reprochable. No veo el menor motivo de preocupación, Igor Konstantínovich.

—¿Ah, no? Entonces, deja que te cuente unas cositas más. Ellos dijeron en el instituto que estaban revisando las condiciones del almacenamiento de sustancias tóxicas porque en Moscú se había producido una serie de intoxicaciones con cianuro. Pues es otra mentira podrida. El año pasado sólo hubo un caso de asesinato mediante envenenamiento con cianuro. Uno solo, ¿comprendes? ¿Qué pasa entonces, es que a causa de un solo caso están revisando todas las empresas de la ciudad que utilizan ácido cianhídrico? ¿También esto te lo crees?

—¿Y por qué no? —dijo Boitsov encogiéndose de hombros—. ¿Acaso va contra la ley? Un trabajo normal de investigación de un asesinato.

—Ya, claro, cómo no —se regodeó Suprún desdeñoso—. Esta clase de revisiones se llevan a cabo cuando la víctima es un personaje de primera fila, alguien poderoso. ¿Y qué era ése? Jefe del departamento de préstamos de un banco, nada más. Ahora tenemos bancos en cada esquina. El instituto no tiene ninguna relación con ese bancario, así que, dime, ¿a qué viene ese cuento sobre una serie de envenenamientos?

—Mienten porque han recibido la orden de mentir. Me parece que está viendo fantasmas.

—A ver, a ver, dime ¿por qué los defiendes? —inquirió Suprún entornando los ojos con suspicacia—. Ahora que tú y Kaménskaya sois buenos amigos, ¿te ha dado por proteger sus intereses? Por cierto, ¿cómo reaccionó a tu confesión sobre lo de la carta a la Fiscalía?

—Me creyó —dejó caer Boitsov con indiferencia—. Pero lo que se niega a creer es que no sepa quién quiere matarla.

—¿Se niega a creerlo? ¿Por qué?

—Porque no es verdad, sólo por eso —dijo fijando en el jefe la mirada de sus fríos ojos grises—. Igor Konstantínovich, ¿estaba enterado usted de lo de la antena?

—¿De qué antena? —dijo Suprún con un asombro que no podía ser fingido.

—De la que está instalada en el tejado del instituto y amarga la vida a todos los que pasan por el distrito Este. ¿Lo sabía o no?

—Es la primera vez que lo oigo —contestó Suprún con total sinceridad—. ¿Qué antena es ésa?

Despacio, escogiendo cuidadosamente cada palabra para evitar dar la impresión de ser un baboso sentimental y, al mismo tiempo, comunicar al jefe todo el terror que la noche anterior le había revelado la inefable Kaménskaya, Boitsov le contó la historia de Voitóvich y la antena.

Cuando Vadim concluyó su relato, Suprún se sumió en un largo silencio. Fumó dos cigarrillos y sólo entonces reanudó la conversación.

—De modo que éste es el motivo de su interés en el instituto —dijo pensativo—. Saben algo sobre uno de los que trabajan en el proyecto y quieren echarle el guante. Lo más probable es que sospechen que fue él quien robó el sumario de Voitovich, en este caso se puede comprender por qué se han inventado lo del incendio. No quieren espantarle. Bueno, Vadim, veo que tendremos que seguirles la corriente a los de Petrovka, no podemos permitirnos un conflicto con esa gente, están en su perfecto derecho a hacer lo que hacen. ¿Lo pillas?

—De momento no.

—Tenemos que sacrificar a ese colega del instituto, si no, no nos dejarán en paz nunca. Litvínova terminará la fabricación del aparato, ya he hablado con ella, cree que podrá hacerlo. Que entregue el aparato a Merjánov y que le cobre. Por supuesto, sería mucho más fácil recoger el aparato nosotros y ahorrarnos las negociaciones con Merjánov, pero esto nos saldría demasiado caro. No podemos pagarle a Litvínova sus honorarios, no tenemos presupuesto para soltar tanto dinero. Nos han concedido la cantidad de divisas justa para pagarle los servicios extra y cubrir los costes de la intercepción del aparato cuando se encuentre en poder de Merjánov. Ya que Litvínova va a cobrar los honorarios completos y no las migajitas que pensaba apoquinarle nuestro sabio varón, no tendremos por qué pagarle los servicios extra. Así obtenemos al menos un mínimo ahorro. Nosotros dos vamos a colaborar con los policías, para que se larguen del instituto cuanto antes. Nos hemos metido en un buen lío, hay que admitirlo. Los policías saben de algún crimen pero ignoran quién lo cometió. Y nosotros dos sabemos quién es el criminal pero ignoramos de qué se le acusa. Esperemos que sólo sea el robo del sumario. Pues bien, nuestra tarea consiste en encontrar las pruebas y hacérselas llegar a Kaménskaya y Korotkov. Ojalá supiésemos qué pruebas les hacen falta. Hoy mismo hablaré con Litvínova, le daré un encargo, y más adelante también tú entrarás en acción. Vamos a buscar por dónde lo podemos coger, a nuestro genio de la ciencia. ¿Por qué pones esa cara de muermo? ¿No estás de acuerdo?

—Igor Konstantínovich, creo que debemos renunciar al aparato —declaró Boitsov en voz baja.

—¿Y eso por qué? —exclamó Suprún.

—Porque todo eso es amoral. Una cosa es la guerra, y otra muy distinta, la población civil. Si hubiera visto las fotos que me enseñó Kaménskaya…

—Ya estamos —dijo Suprún; sacó un nuevo cigarrillo e hizo chasquear el mechero—. Conque haciendo pucheros, ¿eh? ¿Te han mostrado los cadáveres de niñitos inocentes y te lo has tragado? Gusano. Mamarracho. De este aparato depende el prestigio del país, y tú te me sales con esos disparates. Está en juego el prestigio del país, ¿te das cuenta? Si dejamos que se conozca la historia de la antena, se enterarán de lo del aparato enseguida.

—Entonces, ¿usted quiere que la antena siga donde está y que todo vaya como hasta ahora?

—Escucha, Boitsov, no me hagas enfadar —dijo Suprún en tono amenazador—. Con sacrificar a nuestro científico ya habremos hecho suficiente. Con esto van que arden. ¿Has entendido bien qué tenemos que hacer exactamente?

—Tenemos que encontrar pruebas que permitan a los policías pedirle cuentas al principal responsable de la creación del aparato —respondió Boitsov, inexpresivo y algo así como distante, mirando a otro lado.

—Correcto. ¿Y qué más?

—¿Y qué más? —repitió Vadim con la misma falta de interés.

—Tenemos que estar seguros de que él no le dirá nada a nadie por su cuenta. ¿Por qué?

Boitsov callaba. De pronto sus mejillas estaban hundidas, los pómulos parecían más marcados, los labios apretados formaban una línea delgada.

—No te hagas el estrecho —le reprendió Suprún con desprecio—. Las pruebas tienen que ser palpables, auténticas, convincentes. Tienen que estar vivas. Y el criminal, muerto. Vete y piensa en el modo de hacerlo. Le pediré a Litvínova que haga moldes de sus llaves, todo lo demás corre de tu cuenta. Y no se te ocurra ponernos chinitas, porque no salvarás el pellejo, puedes creerlo.

Boitsov bajó del coche en silencio y dio un portazo todo lo fuerte que pudo.

—¡Mocoso! —masculló entre dientes Igor Konstantínovich—. Niñato. Ahora admiten en el servicio a cada inútil…

Hizo girar con brusquedad la llave de contacto, pisó el acelerador y arrancó.

4

Después de hablar con Suprún, Inna Fiódorovna Litvínova recuperó la moral de forma visible. Estaba segura de que sería capaz de realizar todas las pruebas de control necesarias y de llevar la construcción del aparato a su término. Qué suerte que pronto fueran a quitarse de encima a los pesados de los policías, por su culpa el trabajo se había quedado suspendido durante un período indefinido. Dentro de nada podrían reanudarlo, concluirlo y, al fin, cobrarlo. Aunque Suprún había mencionado que el aparato no se le tendría que entregar a él sino a alguien más, quien le pagaría el precio convenido. Cuando el aparato estuviese listo, le indicaría cómo ponerse en comunicación con ese alguien. Inna era consciente de que allí había gato encerrado. Pero no tenía ganas de pensar en trampas y engaños. Al día siguiente haría todo lo posible y aún lo imposible por acceder a las llaves y obtener moldes de ellas, y luego venga lo que viniere. Lo más importante era Yúlechka. Ahora ya iba a poder pagarle el viaje al Mediterráneo.

Casi volando de felicidad, Inna irrumpió en el dormitorio, donde Yúlechka, como de costumbre, se encontraba tumbada en la cama con un libro en las manos.

—Gatito, todo está arreglado, tendrás el dinero para marcharte, ya puedes preparar las maletas —anunció con júbilo.

—¿De veras? —se alegró la bella pelirroja—. ¿No me estarás tomando el pelo? Inna, cielo, pichoncito mío, ¡no sabes cuánto te quiero! —gorjeó la joven mientras tiraba la novela romántica sobre la cama y atraía a Litvínova hacia sí—. ¡Eres la mejor del mundo! Sabía que no me fallarías, Inna, preciosa, tesoro mío, vida mía, corazón mío.

Inna hundió la cara en el pecho blanco y sedoso de Yula y exhaló un suspiro de felicidad. Por un momento así, estaba dispuesta a todo. Ojalá que Yúlechka siguiese amándola, ojalá que no la abandonase. Al notar que la mano de Yula empezaba a bajar por su espalda, deteniéndose sugestivamente en las nalgas firmes y musculosas, Inna se dijo que en el mundo no había fuerza capaz de impedirle trabajar en el aparato y cobrar la cantidad prometida. Conseguiría ese maldito dinero a cualquier precio.

5

—Lástima que no hayas podido ir conmigo al chalet —observó su mujer quitándose en el recibidor el abrigo—. ¡Qué bien se está allí! Aire fresco, sol… La primavera ya ha llegado. Y tú aquí, encerrado en el estudio, sin moverte del sitio, pareces un buho. No te cuidas nada.

El hombre pensó que era una pena que el sábado y el domingo hubieran pasado tan deprisa. Por supuesto que no había acompañado a su mujer al chalet. Siempre procuraba evitar ir allí con ella, unas veces se marchaba solo y se llevaba a Diamante, o si no, se quedaba en casa mientras su mujer se iba de fin de semana a la casa del campo. Esos dos días pasados en soledad le permitían cargar las baterías para toda la semana laboral, para los cinco días de comunicación continua con la gente y de lucha incesante con la irritación y el odio que le abrasaban las entrañas.

—He invitado para el 8 de marzo a los niños y a los padres de Sasha, así que nos iremos el 7 enseguida de comer. Después del trabajo, ven directamente a casa, por el camino tendremos que parar a comprar comida.

Miró a la cara ingenua de la mujer con odio. ¡Lo que le faltaba, pasar un día entero tratando con los subnormales de los padres del yerno, sin hablar ya del propio yerno, que tampoco le caía especialmente bien! ¿Quién le mandaba a su mujer organizar esa comida? Iba a ser una tortura china, esforzarse por mantener la conversación, interpretar el papel de anfitrión obsequioso, ver sus caras de imbécil. Ellos mismos se tenían por superinteligentes y se dedicaban a pontificar, con gesto solemne, sobre la política, sobre la posible dimisión del alcalde de Moscú y los ceses de los altos cargos de las fuerzas del orden público provocados por el asesinato del famoso periodista de televisión. Esos días, nadie hablaba de otra cosa, como si no hubiera asuntos más importantes e interesantes. Mientras que a él lo único que le preocupaba era su paz interior, su libertad, su soledad.

—Oye, ¿qué es eso?, ¿no has comido nada en dos días? —le gritó la mujer desde la cocina—. Todo está intacto, y yo que te preparé tanta comida antes de marcharme… ¿O es que has pasado todo el fin de semana fuera y no estabas en casa?

—Sí que estaba en casa, no te preocupes.

—Entonces, ¿cómo es que no has comido nada?

—No tenía hambre. Además, sí que he comido. Me tomaba bocadillos y té, me preparaba huevos fritos.

—Siempre haces lo mismo —le reprochó la mujer—. Me paso el día preparándote comida, y tú no la tocas, dale que te pego con los bocadillos y huevos fritos. Pero ¿por qué no quieres cuidarte un poco? Como sigas así, tienes la úlcera del estómago asegurada. ¿Oyes lo que te digo?

—No —contestó con desprecio—. Ya lo he oído todo.

—No me hables de este modo, haz el favor —replicó la mujer con calma.

Una de sus indudables virtudes, para el marido, era que no se enfadaba nunca.

Regresó al estudio y se sentó delante de sus cálculos. Pero sus pensamientos retornaban, una y otra vez, al mismo problema. Merjánov había vuelto a fallar, pero tal vez era mejor así. No estaba bien decirlo pero el asesinato de aquel periodista le venía al pelo. Gracias a ese crimen, ahora toda la policía iba de coronilla, y transcurriría mucho tiempo hasta que volviesen a ocuparse del sumario destruido por el incendio, si es que volvían a ocuparse de él. El peligro estaba disminuyendo por días. Aunque la policía se había olido la tostada, habían estado comprobando las coartadas por nada. Para lo que les sirvió. Tenía una coartada a toda prueba, sólida, intachable. Aquella niñata no había vuelto por el instituto, el comandante se dejaba caer por allí de uvas a peras, hacía alguna cosilla deprisa y corriendo, y se marchaba pitando. Pues ahora no iba a tener tiempo ni para esas visitas relámpago. Lo habían dicho por la televisión, para investigar el asesinato del periodista se había creado toda una unidad especial, ya no trabajarían en nada más hasta que cogieran a los asesinos. «¡Ya veremos cómo los cogen!».

Todo habría ido como una seda si no hubiera sido por Grisa Voitóvich. ¡Con qué fervor reclamó tomar medidas en cuanto detectó que el comportamiento de los conejos y de las ratas del laboratorio manifestaba un brusco cambio hacia la agresividad! ¡Qué ganas tenía de ir corriendo a informar a todo el mundo! A duras penas consiguió entonces hacer entrar en razón a Grigori, convencerle de que se callara la boca por el momento, puesto que comprendió enseguida qué partido podría sacarle al efecto de inversión para cobrar por él un buen puñado de billetes. Fue la mención de esa pasta gansa la que le ayudó a convencer a Voitóvich. Tenía una mujer joven, un hijo recién nacido, el dinero le hacía mucha falta, muchísima. ¿Con qué otra cosa, si no, podía uno retener a su lado a una joven hermosa, con qué si no era ofreciéndole una existencia desahogada, viajes, vestidos, bienestar? ¿Cómo iba a conseguirlo sin dinero? Intencionadamente fue avivando los celos de Grisa, se lo trabajó a conciencia para llevar esos celos a un extremo casi patológico. Se inventó chismes que supuestamente le contaban unos amigos que trabajaban en la televisión, sobre un actor u otro, un director, un periodista famoso que cortejaban a Yevgueniya. Hizo lo imposible por pulsar las dos palancas que le parecían las más potentes, el amor y el dinero. Durante un largo tiempo le dio buenos resultados.

Prometió a Voitóvich una cantidad suculenta si participaba en la construcción del aparato, después de asegurarle que cierta institución civil necesitaba un ingenio exactamente igual al que habían montado en el instituto para recibir y emitir ondas desde una instalación situada en un terreno montañoso. Eran cinco en total. Además de él mismo, Voitóvich e Inna Litvínova, también colaboraban otro científico y un técnico. Pero sólo él y Grisa sabían que el aparato producía efectos secundarios tanto en el campo de acción directa como en el del «bucle inverso». En cuanto al verdadero destino del proyecto, nadie más estaba enterado. Sólo él. Por supuesto, el honrado de Voitóvich no paraba de darle la lata, de vez en cuando se le desmandaba e intentaba leerle la cartilla, se ponía a perorar sobre la moralidad y el sentido del deber. Por un lado, su desaparición le había venido bien. Había dejado de estorbarle, de incordiarle, de llorarle. Pero por otro lado, había escrito aquella maldita nota de despedida y con eso le obligó a dar unos pasos difíciles y arriesgados. Pasos que ahora estaba pagando al verse forzado a permanecer provisionalmente inactivo, al tiempo que la llegada del ansiado dinero se aplazaba. Dinero que le traería libertad e independencia. Dinero que le traería la dulce soledad…