CAPÍTULO 9
1
En el bar nocturno había poca luz, mucho ruido y una atmósfera irrespirable. Lo frecuentaban prostitutas, no demasiado baratas pero tampoco inasequibles, y elementos criminales de categoría superior a la del común ratero pero por debajo de la de los tiburones del gremio. La clase media del ambiente marginal. La parroquia tenía su cuota de jóvenes en busca de sensaciones fuertes, deseosos de comulgar con los misterios de la vida nocturna. El bar no tenía nada de elitista, el suelo pedía a gritos que lo fregasen y los vasos podrían estar más limpios. Cuando los diseñadores estaban decorándolo, se suponía que iba a ser un local decente y tranquilo, adonde gente decente y respetable acudiría para discutir sus asuntos y donde los enamorados hablarían de los asuntos del corazón alrededor de una copa de champán. Como suele suceder, nada salió según se esperaba. El primer dueño del bar, el que lo concibió como un establecimiento elegante y decoroso, desapareció como por arte de magia; después el local, junto con su mobiliario, cambió de manos varias veces hasta degradarse y convertirse en un antro de la clase media del mundo de la delincuencia. Allí no se celebraban ajustes de cuentas y hasta ese momento nadie se había liado a puñetazos con nadie, pero el espíritu de agresión furibunda y temeraria ya se había instalado en el bar hacía mucho tiempo, amenazando con materializarse de un momento a otro en una explosión de violencia perfectamente real y palpable.
Yula estaba sentada en su lugar favorito, la mesa del rincón, y sorbía licor de plátano de una copa diminuta. A su lado estaba su nueva amiga, Oxana, más conocida como la Cobra. Una morena alta y esbelta de pelo lacio que tenía la extraña costumbre de fijar en el interlocutor sus oscuros ojos almendrados, que no parecían parpadear nunca, lo que le mereció su apodo. En efecto, su mirada era inquietante y algo así como hechicera. A sus clientes les resultaba excitante. La Cobra era una cliente habitual. En el bar, todo el mundo la conocía. Cuando, hacía unas semanas, Yula entró allí por primera vez, la Cobra sospechó que venía a hacerle la competencia, que se proponía pastar en los pastizales ajenos, y se apresuró a cantárselas claras a la novata. Pero resultó que la muñequita, Yula, no era, como se dice, de su cuerda y no tenía la menor intención de arrebatarle las atenciones de los clientes potenciales. Además, a la Cobra le encantó saber que a Yula los tíos en general la traían sin cuidado. No es que fuera frígida o alguna cosa rara como lesbiana, por ejemplo, no, ni mucho menos, lo que ocurría era que los hombres, sencillamente, la aburrían. Las muchachas se hicieron amigas enseguida.
Ese día estaban planeando su viaje al mar. La idea de la excursión era de Yula, que tenía muchas ganas de tomar el sol en una playa mediterránea pero le daba corte ir allí sola.
—Llévate a algún chorlito —le aconsejaba la Cobra—. Por un lado, estarás segura; por otro, no te aburrirás.
—No me vengas con esas bobadas —replicó Yula torciendo el gesto—. Me fastidiaría las vacaciones. Oye, ¿por qué no vamos juntas?
—¿Qué dices? —preguntó la Cobra desconcertada—. Estoy sin blanca, tengo que amueblar el piso, necesito cada céntimo.
—Tonterías —dijo Yula acompañando la palabra con un gesto expeditivo de la mano—. Tendré dinero suficiente para las dos.
—Nunca vivo de prestado —le advirtió la Cobra.
—No te ofrezco un préstamo. Te invito sin más. Es una ley de la buena sociedad, ¿sabes? El que invita, paga.
La Cobra miró a la muchacha con curiosidad. Yula no tenía en absoluto el aspecto de alguien que tuviese la menor idea de lo que era la buena sociedad.
—No serás por casualidad…
La Cobra clavó en la chica su mirada pesada, nunca atenuada por el parpadeo. Sólo le faltaba pasar las vacaciones en compañía de una tortillera.
—No, no —la tranquilizó Yula—. Soy normal. No me echo encima de las tías. Pero también estoy hasta las narices de los tíos. Mira, si me voy con un tipo fijo, no me dejará salir de la cama en todo el tiempo. ¿Y si dos días más tarde deja de gustarme? Un paso a la derecha, un paso a la izquierda; se considera intento de fuga y se dispara sin avisar. ¿A que sí?
—Según qué chorbo, puede ser verdad —convino la Cobra—. Hay algunos que no consienten faltas disciplinarias.
—Es justo lo que te estoy diciendo. En cambio, si me busco el plan en el sitio, no habrá nada de compromisos ni problemas. Nos divertimos un par de días y luego adiós muy buenas, cada uno se va por donde ha venido. Sencillamente, ir sola me da miedo. Nunca he estado en el extranjero, no conozco el idioma y en general… Ven conmigo, ¿eh?
La proposición era atractiva pero demasiado insólita. ¿Ir a un país extranjero con una chica a la que apenas conocía, por simpática que pareciese, y que, encima, le prometía asumir todos los gastos? Seguro que se metería en un buen lío o incluso tal vez se jugaría el tipo.
—Oye, ¿cómo es que tienes tanto dinero? —inquirió la Cobra, siempre precavida y suspicaz.
—Pierde cuidado, bonita, no lo he robado —contestó Yula con una sonrisa cínica—. Sale del bolsillo de mi mami.
—Caramba, ¿así que tenemos una mamaíta forrada? —exclamó Oxana sorprendida.
Yúlechka, con su vulgaridad, no encajaba en su idea de hija de una mamá con posibles. Cierto, era una niña antojadiza; cierto, era una niña mimada; pero la infancia pasada en la miseria no había modo de ocultarla, se transparentaba debajo del caro vestido y de las pretensiones de gran señora, la Cobra tenía mucho ojo para esas cosas.
Sin embargo, fuese como fuese, aceptó acompañar a Yula a la costa mediterránea. Las muchachas decidieron que harían el viaje en mayo. Aunque el mar estaría todavía fresquito, el sol sería el mejor para ligar un bronceado fenomenal. Y bañarse, ya se bañarían en la piscina.
2
Mientras se preparaba para marcharse a casa, Inna Litvínova contemplaba horrorizada la perspectiva de tener que explicarle a Yúlechka que su viaje al Mediterráneo se aplazaba. Acababan de comunicarle que había que darle un parón a la «chapucilla». Todo por culpa de aquel absurdo incendio que destruyó el sumario del caso de Grisa Voitóvich, por lo que ahora por el instituto pululaban los funcionarios de la policía. ¡Tantas ganas tenían de saber quién había solicitado la excarcelación de Grisa, supuestamente para concluir cierto importante proyecto! En todo el instituto, Inna era la única que estaba enterada de la dichosa solicitud y del proyecto en cuestión. Ahora los policías habían reclamado los planes de investigaciones científicas y andaban indagando sobre los últimos trabajos de Voitóvich. Empezaba a ser preocupante. Pero en todo el instituto sólo había dos personas que sabían lo preocupante que era. Una de las dos era Inna Fiódorovna Litvínova.
Camino del instituto a casa pasó por varias tiendas buscando alguna golosina para Yúlechka. Tal vez una deliciosa comida e insólita la ablandaría, y entonces le hablaría de su viaje a la costa. Ya junto al portal, Inna echó una ojeada al reloj e intentó imaginar por dónde andaría en esos momentos su tesoro de piel blanca y cabellos rojos. Si estaba en casa, difícilmente podría hacer la llamada y necesitaba hacerla. Para que le echasen una mano. Inna se metió en una cabina con resolución.
—El trabajo sobre el proyecto se ha parado —anunció cuando al otro lado descolgaron el teléfono.
—¿Por qué?
—Por la policía. Se empeñan en averiguar por qué soltaron a Voitóvich y quién mandó aquella carta.
—Espero que no les haya dicho que fuimos nosotros.
—Por supuesto que no. Pero seguirán en el instituto hasta que obtengan respuestas a sus preguntas. Durante todo ese período, los trabajos permanecerán suspendidos, y su conclusión queda aplazada hasta una fecha indefinida. Escuche, lo que ocurre es que en el instituto nadie tiene la menor idea de lo que ocurre, y la policía tardará muchísimo en sacar en claro lo que sea. Esto significa que pasará mucho tiempo hasta que podamos reanudar los trabajos. Debe hacer algo.
—¿Por qué le preocupa eso, Inna Fiódorovna? ¿Tiene algún problema?
—Necesito dinero. Con urgencia. Mucho dinero. No puedo esperar a que esa historia de Voitóvich se desvanezca sola.
—¿Cuál de los funcionarios de la policía representa, en su opinión, el mayor peligro?
—Son tres. Dos hombres y una mujer. Yo personalmente tengo la impresión de que el más peligroso es Korotkov Yuri Víctorovich. Pero hoy me han dado a entender que a la que hay que temer es a la mujer. Se llama Kaménskaya. No sé su nombre de pila, no he hablado nunca con ella.
—Pero a usted esa Kaménskaya no le parece peligrosa, ¿verdad?
—Ya se lo he dicho, no he hablado con ella nunca, así que difícilmente puedo opinar. Pero no está en el instituto, al menos últimamente no la he visto por allí. En cambio, los dos hombres están allí plantados.
—Está bien, Inna Fiódorovna, no se preocupe. Nos encargaremos de todo y haremos lo que podamos. Gracias por avisarnos.
Inna salió de la cabina y se arrastró hacia la casa. Por primera vez desde que Yula había aparecido en su vida, no tenía ganas de volver a casa.
Yula estaba allí y, como de costumbre, se encontraba tumbada en la cama.
—¿No se te habrá olvidado que me has prometido enviarme al mar? —le espetó nada más cruzar Inna el umbral—. Me marcho en mayo. Ya me he informado de todo en una agencia de viajes. En las próximas dos semanas tengo que entregar en la embajada el formulario y el pasaporte; luego, antes de mediados de marzo, hay que abonar la reserva del hotel y el importe de los billetes. Son dos mil ochocientos dólares. Además, tengo que llevar otros quinientos para los gastos. ¿Me los darás?
—¿Tanto? —balbuceó Inna atónita—. Creía que todo el viaje costaría mil quinientos como mucho. ¿Qué lugar has elegido? ¿Por qué es tan caro?
—Un sitio muy bueno —contestó Yula con brusquedad—. Si no quieres pagarme el viaje, dilo de una vez. Me has sorbido el seso, me has dado esperanzas, me hace tanta ilusión, y de pronto, tú…
Estaba casi llorando de rabia.
Inna se apresuró a calmarla:
—Pero qué dices, qué dices… Nunca te negaría ningún dinero. Pero ¿sabes una cosa, gatito?, no estoy segura de que pueda tener esa cantidad para mediados de marzo. Se han presentado ciertas complicaciones…
—¡Pero si lo habías prometido!
Yula prorrumpió en sollozos.
—Yúlechka, cariño, no siempre las cosas salen como uno quiere. Escúchame, pequeña, tendrás el dinero, lo tendrás seguro, pero quizás algo más tarde. Oye, podrás ir en otoño, ¿por qué no? En otoño será aún mejor, el mar está más caliente, está como la leche recién ordeñada…
Pero Yula no la escuchaba. Se estremecía con todo el cuerpo, lloraba amargamente y golpeaba la manta con los pequeños puños.
—¡Me lo habías prometido! ¡Me hacía tanta ilusión! ¡Había hecho mis planes! Me estabas tomando el pelo, en realidad, no quieres que vaya. ¡Has montado todo este tinglado sólo por fastidiarme, cabrona, cabrona!
Inna estaba sentada en el borde de la cama en silencio, doblada hacia delante y apretándose las sienes con las manos. Cualquier cosa antes que escuchar los sollozos de Yúlechka. Había que conseguir el dinero por cualquier medio. Aunque tuviera que matar a alguien. Cualquier cosa menos hacer enfadar a Yula. Cualquier cosa antes que dejar que Yula la abandonase. Si no, volvería la soledad, una soledad de muchos años. Si no, volvería el humillante sentimiento de insatisfacción que la despertaba por las noches y la lienaba de repugnancia hacia sí misma. Y volverían las amistades casuales, que tanto costaba encontrar y que a menudo la dejaban con un mal sabor de boca por su incapacidad de comprender y de sentir el encanto del amor femenino, y por sus fingimientos, puesto que lo único que les interesaba era la posibilidad de ganar un poco de dinero. Inna necesitaba una compañera fija que, además de compartir con ella el lecho, le permitiese cuidarla como se cuida a un ser cercano y querido. Como Inna cuidaba a Yúlechka…
3
Después de hablar con Inna Litvínova, Igor Suprún se reclinó pensativo en su sillón. Litvínova necesitaba el dinero con urgencia. Ése era su problema. Pero ellos necesitaban el aparato. Y también con urgencia. Y sin que nadie se enterase. Los soldados no querían pelear, hacía tiempo que habían desgarrado y tirado a la papelera sus sentimientos patrióticos como si fueran un papelito que no servía de nada. No entendían por qué tenían que seguir derramando su sangre. El Estado, por su parte, no tenía fondos para pagar a unos chicos jóvenes por participar en combates. Para pagarles un sueldo que les sirviese de acicate, que despertase en ellos el interés por la guerra. No había interés. No había patriotismo. No había nada.
De aquí que el aparato resultara imprescindible.
Pero unos polizontes se empeñaban en pasarse de listos y se habían metido en medio.
Suprún descolgó el teléfono interior.
—Que venga Boitsov —dejó caer lacónico.
Esperando la llegada del subalterno, Suprún clavó los ojos en el cuadro por costumbre. Las flores exóticas de tallos largos en un alto florero de cristal. ¿Qué tenía ese sencillo lienzo? ¿Por qué le causaba ese efecto tranquilizador?
Vadim Boitsov hizo su entrada de forma casi inaudible. Era un hombre de unos treinta años, de estatura media, esbelto, de cara inteligente y distinguida, y ojos fríos y grises. Tenía estudios y sangre fría. Suprún confiaba en él más que en nadie.
—Me interesan dos funcionarios de la policía criminal, de Petrovka. Korotkov y Kaménskaya. Quiero saberlo todo sobre ellos. Lo antes posible.
4
En la cantina del instituto hacía calor y se oía un rumor continuo de voces. El salón de los directivos estaba provisionalmente cerrado por obras, y el director tenía que almorzar en la sala común. El solo olor, tan inexpugnable, a comedor colectivo le producía náuseas, y apenas si lograba contener su irritación, intentando sin éxito cortar un correoso filete con un cuchillo romo.
A su lado estaba sentado Viacheslav Yegórovich Gúsev, el secretario académico del instituto. En un principio, no acostumbraba almorzar en el trabajo pero últimamente la visita al comedor le brindaba una de las raras ocasiones de charlar con el director en privado. Aljimenko había introducido la extraña regla de ahorrar a sus visitas las esperas en la antesala, por lo que la secretaria dejaba pasar, sin rechistar, a todos cuantos venían a verle, a excepción, por supuesto, de gente ajena al instituto, a consecuencia de lo cual la cola se formaba en el propio despacho, y cada conversación se desarrollaba en presencia de dos o tres testigos.
—Nicolai Nikoláyevich —dijo Gúsev—, seguimos sin aprobar el plan de trabajos de investigación científica para el año en curso.
—¿Cuál es el problema? —preguntó Aljimenko enderezando la espalda.
—Hemos recibido varias demandas oficiales de incluir en el plan ciertas tareas puntuales. He mandado las copias a todos los laboratorios para que presenten proposiciones antes del 1 de febrero. Hasta el momento no he recibido una sola respuesta. Los laboratorios no quieren asumir cargas adicionales, para este año ya tienen planes de trabajo suficientemente intensos. Y a decir verdad, comparto su postura totalmente. Si de mí dependiera, denegaría esas demandas. No pasa un año sin que nos veamos obligados a incluir en nuestro programa de trabajo científico proyectos de encargo y, como resultado, nuestras propias tareas de importancia vital mueren antes de nacer. Me gustaría que lo discutiéramos. Como secretario académico, me preocupa que el instituto esté perdiendo su identidad científica. ¡Mire a su alrededor! Lysakov sigue sin poder ultimar su doctorado, y tenemos que ir concediéndole prórrogas de año en año puesto que le falta simplemente el tiempo para sentarse a pensar. Ya ha presentado dos solicitudes de vacaciones para poder concluir el doctorado, y cada vez hemos tenido que denegárselas, pues está muy comprometido con las tareas de encargo, que suponen unos ingresos altamente lucrativos para el instituto. Nicolai Nikoláyevich, tengo muy presente que somos pobres y que este dinero nos es de gran ayuda, puesto que nos permite pagar equipos y primas a los trabajadores, pero lo que ocurre es que nos amenaza la perspectiva de quedarnos sin un solo doctor en ciencias. El año pasado, cuatro doctores se jubilaron, este año van a jubilarse otros tres, mientras que los científicos jóvenes no consiguen doctorarse porque de hecho arrastran todo el presupuesto del instituto. Como sigamos así, pronto no tendremos ni aspirantes a doctorarse. Todo el mundo trabaja de sol a sol, y no se ven por ningún lado nuevos doctorados.
—Ha pronunciado un discurso ciertamente encendido —contestó Aljimenko con frialdad—. Puede darme por convencido de lo penoso de la situación de nuestro instituto. ¿Tiene alguna proposición concreta o debo catalogar su intervención como unos llantos en el hombro del director?
—Nicolai Nikoláyevich, el instituto puede pedir al Ministerio de las Ciencias que nos autorice a ampliar la plantilla. Si nos asignaran unos efectivos adicionales, seleccionaríamos a unos jóvenes espabilados recién diplomados y aliviaríamos, aunque sólo fuese un poco, la carga de nuestros doctorandos.
—¿Está seguro de que alguien vendrá a trabajar aquí para cobrar esos sueldos de hambre que pagamos?
—Si no viene nadie, podremos organizar pagas extra para nuestros trabajadores. ¡Tenemos que darle a la gente algún aliciente, Nicolai Nikoláyevich! Si no, jamás saldremos del agujero en que nos hemos metido. Tendremos cada vez más trabajo y menos científicos.
—El ministerio no nos dará esa autorización jamás —manifestó Aljimenko apurando de un sorbo el té en el que flotaba una rodaja transparente de limón.
—¿Por qué no? —objetó Gúsev—. Creo que Nicolai Adámovich Tomilin tiene una excelente opinión tanto del instituto como de usted mismo. Es nuestro monitor, será a él a quien encargarán estudiar el asunto. Estoy seguro de que querrá complacerle en su petición.
—Pues yo no lo estoy tanto.
—De todas formas, tiene que intentarlo —insistió el secretario científico—. No podemos quedarnos de brazos cruzados mirando cómo el potencial científico del instituto se viene al suelo. Voy a redactar la carta al ministerio, ¿de acuerdo?
—No —respondió Aljimenko con rotundidad—. No quiero deberle favores a Tomilin. No vamos a pedirle nada al ministerio. Comparto su inquietud y pensaré en lo que se puede hacer. Pero a Tomilin vamos a dejarlo en paz.
El director se levantó de su asiento con brusquedad y se dirigió a la salida sin desearle siquiera buen provecho a Gúsev. Por lo demás, la fórmula de cortesía difícilmente habría surtido efecto: después de hablar con el jefe, el secretario académico se sentía completamente desganado.
5
Konstantín Mijáilovich Olshanski irrumpió en su despacho en tromba y, colérico, dio un portazo. No aguantaba que le hablasen como a un párvulo. Atrás quedaban los tiempos en que se esgrimían las consignas de transparencia para exigir respuestas claras y comprensibles a todas las preguntas. Las aguas volvían por do solían ir, retornaban los secretos, los silencios preñados de significados, las alusiones a la miopía política y a la necesidad de prestar apoyo al poder legítimo.
Acababa de hablar con el fiscal de la ciudad, de quien había intentado obtener la respuesta a una pregunta: ¿por qué, al fin y al cabo, se había puesto en libertad a Grigori Voitóvich? El juez de instrucción Baklánov no supo darle ninguna explicación razonable, ya que últimamente tenía la mente ocupada exclusivamente con los problemas de la legislación inmobiliaria: todas las horas que le quedaban después de satisfacer su necesidad de sueño y alimentación, las dedicaba a colaborar como consultor en una empresa que explotaba el negocio de desalojar a los inquilinos de los antiguos pisos comunales para luego comprarlos y revenderlos. Había llegado a descuidar sus obligaciones profesionales hasta el punto de que simplemente ignoraba cualquier orden extraña o sorprendente de sus superiores. Lo único que recordaba era que a Voitóvich le habían dejado ir en lugar de imponerle, como medida preventiva, el ingreso en prisión. En aquel momento tenía la condición de detenido y sólo podía permanecer en la celda durante tres días. Al transcurrir esos tres días, se debía adoptar la decisión sobre su detención o libertad de cargos. La decisión adoptada le declaraba libre de cargos. ¿Y qué? ¿Qué más daban los criterios de los superiores para tomar una u otra resolución?
—Pero ¿qué tienen que ver con eso sus superiores? —se indignó Olshanski—. Usted es juez instructor, posee autonomía procesal, tomar esa resolución era de su incumbencia, sus superiores no tenían nada que decir al respecto. Los superiores pueden aprobarla o desautorizarla. Pues, ¿por qué ha dictado usted esa resolución precisamente?
—Bueno —dijo Baklánov encogiéndose de hombros—, me dieron a entender que sería lo deseable, así que la dicté. Es lo que se suele hacer, no se me haga de nuevas.
—¿Quién le dio a entender tal cosa?
—El fiscal del distrito.
—Y ése, ¿qué le dijo? ¿Quién le dio a entender a él que debía hacerlo?
—El fiscal de la ciudad.
El fiscal de la ciudad, prodigando finas sonrisas y frases escurridizas, acababa de explicarle a Olshanski que existían cosas que se aceptaban sin discutir, y menos, con los jueces de instrucción. Que la resolución tenía sus fundamentos, unos fundamentos de gran solidez, ¡de una solidez enorme! Créalo, Koristantín Mijáilovich, los tenía. No consiguió sacarle nada más excepto vagas alusiones a ciertos intereses nacionales y una solicitud verbal de ciertos organismos implicados. ¿Qué intereses nacionales eran aquéllos? ¿De qué organismos se trataba? Silencio…
Olshanski se sentó a la mesa sin quitarse el abrigo ni encender la luz. A última hora de un día gris de invierno, el despacho estaba casi completamente a oscuras. Pensó que hacerle frente al fiscal era posible pero ¿valía la pena? Había palancas que podía pulsar para obligarle a revelar la identidad de los solicitantes de la libertad para Voitóvich, el problema era que, tal vez, no debía pulsarlas.
Tendió la mano hacia el teléfono sin encender la luz y, forzando la vista para distinguir los botones, marcó el número de Kaménskaya.
—Resulta extraño que en el instituto nadie sepa nada de tal solicitud, ¿no cree? —le preguntó ella.
—Eso es exactamente lo que creo —dijo el juez instructor—. Y no me gusta nada. Una de dos: o bien los del instituto están ocultando algo, o bien nos hemos vuelto a meter en algún sucio asunto y nos estamos jugando el pellejo. ¿Qué me dices, pues, Kaménskaya: nos arriesgamos o nos refugiamos en el fango como las truchas?
—El fango, eso está bien, el fango —repitió Nastia riéndose—. El fango es el lugar ideal para nosotros. Lo importante es que nadie nos vea, ni nos huela, ni se entere de lo que estamos tramando.
—¿Y si nos ahogamos?
—Nos llevaremos botellas de oxígeno, y así podremos respirar. En un principio, no soy partidaria de arrebatarle nada a nadie por la fuerza. Si su estimadísimo fiscal no quiere hablar, no le presionemos. Es la regla de oro, la formuló Bulgákov, ¿se acuerda? Nunca pidas nada a los que son más fuertes que tú. Llegará el día en que te lo ofrecerán ellos mismos, incluso te suplicarán para que lo aceptes.
—Lo que es de oro son tus palabras, Kaménskaya —respondió el juez de instrucción sonriente—. Piensas exactamente igual que yo. No sé qué hacíamos todo este tiempo peleándonos si en realidad nos parecemos tanto. ¿Lo sabes tú acaso?
—A lo mejor nos peleábamos precisamente porque nos parecemos —dijo Nastia riéndose a su vez—. Yo, por mi parte, me enfadaba porque me soltaba cada grosería…
—Bueno, te pido perdón. Pero ten en cuenta que seguiré diciéndote groserías porque soy así, ya es tarde para reformarme. Pero no hace falta que me las toleres, te permito que me correspondas, que me pongas a parir. No soy rencoroso, no temas.
—No sé poner a parir a la gente —se lamentó Nastia lanzando un suspiro—. Será mejor que procure tratarme con educación.
—Si lo hiciera, mañana mismo el dólar caería en picado. Oye, Kaménskaya, no pidas peras al olmo. Escucha, echa el freno a las indagaciones en el instituto, redúcelas a su mínima expresión, a preguntas aburridas y rutinarias, que produzcan la impresión de que sólo se trata de cubrir el expediente. Que los del instituto no se olviden de que estamos allí, pero de momento no les des pie para tomar medidas contra nuestra presencia. Tenemos que convertirnos en algo así como un pesado moscardón. Aparentemente, no hace daño puesto que no pica, pero tampoco es posible ignorarlo porque no para de zumbar junto a la oreja y de vez en cuando intenta posarse en la nariz, no para hacer daño sino porque es tonto. ¿Comprendido?
—Hummm —farfulló Nastia.
—Y otra cosa. Es una pregunta delicada, así que si no quieres, no me contestes. ¿Sabes que han juntado el caso de los Krásnikov con el de Galaktiónov y que ahora lo llevo yo?
—Lo sé.
—¿Sabes también que esta decisión ha dejado a Lepioskin en estado comatoso?
—Me lo suponía.
—¿Quién lo ha arreglado? ¿Ha sido Gordéyev?
Nastia calló. No tenía la menor intención de explicarle a Olshanski lo de la carpetita verde que el Buñuelo guardaba en su caja fuerte.
—Comprendo —dijo Konstantín Mijáilovich sin inmutarse—. No eres una tía, eres una roca.
—Ya empezamos.
—Vale, vale, lo retiro, ¿de acuerdo?
Después de hablar con el juez instructor, Nastia se ocupó de asuntos pendientes que se habían acumulado sobre su mesa formando un montoncito muy estimable. Hacia el final de la jornada habló con Korotkov y Dotsenko, y juntos trazaron a vuelapluma el guión de la «vida en el fango». La panorámica resultante no era nada risueña, no incluía efectos de impacto pero sí prometía ser muy relajante.
6
El hombre de Merjánov dio un respingo de indignación cuando oyó que los trabajos en el aparato iban a ser suspendidos y, por si fuera poco, que la suspensión duraría un tiempo indefinido.
—¡No podemos esperar tanto! —protestó.
—Tendrán que esperar, si no, existe la posibilidad de que no le suministremos nada en absoluto. Debe entenderlo, la policía anda husmeando en todos nuestros proyectos.
—Debe hacer algo —insistió el hombre de Merjánov.
—¿Yo? —se extrañó su interlocutor—. Yo no puedo hacer nada aparte de suministrarle el aparato. Además, no soy un mandamás del Ministerio del Interior sino un científico.
—Y si liquidamos a los que les estorban, ¿reanudarán el trabajo?
—Por supuesto. Pero tenga cuidado, procure no empeorar la situación.
—¿Qué quiere decir? ¿Por qué iba a empeorarla?
—Porque cuando se liquida a un policía que lleva un caso concreto, todo el mundo se da cuenta de que se le ha liquidado por este caso. Y entonces, literalmente, no dejan piedra por remover. Esto es lo que quiero decir.
—No le dé tantas vueltas al asunto. Nos encargaremos de resolverlo para que puedan trabajar tranquilamente en nuestro encargo.
—Con una condición.
—¿Qué condición es ésta?
—Necesito tener una coartada a toda prueba. Si piensa emprender lo que sea, debe ocurrir en un momento en que me encuentre en algún lugar público, en medio de la gente que luego pueda confirmar que estuve allí.
—De acuerdo.
—Voy a consultar mi agenda. Aquí está, el miércoles 1 de marzo tenemos la reunión del Consejo Científico del instituto, que empieza a las tres. Se presentan dos doctorados y se debatirá sobre unos cuantos asuntos corrientes, de modo que pasaré allí unas tres horas y media. Sigamos. El 3 de marzo, que será viernes, tenemos un acto de homenaje al académico Mináyev con motivo de su sesenta aniversario. Al principio habrá una sesión solemne, luego se ofrecerá un cóctel al que están invitados todos los científicos del instituto. Empieza a las cuatro y supongo que no terminará hasta las tantas de la madrugada.
—¿No tiene en su agenda nada para alguna fecha más próxima?
—Para una fecha más próxima… Sólo mañana pero será poco tiempo, de nueve a diez de la noche.
—De acuerdo, vamos a ver si podemos hacer algo.
7
Vadim Boitsov cumplió con la tarea en un plazo sorprendentemente breve. Pero esto tenía explicación: sólo había tenido que recabar información completa sobre el comandante Korotkov. La relacionada con Anastasia Kaménskaya llegó a sus manos, por así decirlo, sola.
—Está a punto de casarse —le comunicó a su jefe, Suprún, esbozando una tenue sonrisa—. ¿Y sabe quién es el novio?
—¿Quién?
—El profesor Chistiakov del Centro de Investigaciones número 34.
—¿No me digas? —exclamó Suprún sorprendido—. ¿Aquel mismo Chistiakov?
—Aquel mismo. Hace mucho que empezamos a investigarle, cuando todavía era un doctorando, una joven promesa de la ciencia. Fue entonces que se empezó a completar su dossier. Nuestra Kaménskaya tiene en aquel dossier una presencia constante. Resulta que se conocen desde el año 1976. Estudiaron en el mismo colegio. Los materiales operativos la califican de su amante.
—Muy interesante —murmuró Suprún pensativo—. ¿Es que Chistiakov nunca ha estado casado?
—Pues no, sigue soltero.
—¿Y Kaménskaya? ¿Tampoco?
—Tampoco.
—Hay que ver, llevan tantos años juntos y hasta ahora nunca han pensado en casarse. ¿Qué crees que significa? ¿A qué viene casarse ahora si han vivido tanto tiempo sin formalizar su relación y no les iba nada mal?
—No sabría decírselo, Igor Konstantínovich. Tal vez está embarazada o algo por el estilo.
—Eso es, algo por el estilo. Échales un vistazo, quizás el quid de la cuestión está en ese «algo por el estilo». Tenemos que agarrarla por allí, para que no nos dé ningún disgusto.
8
Yuri Korotkov hojeaba distraídamente el abultado plan de trabajos de investigación científica del instituto para el año 1994. Le costaba sacar algo en claro, puesto que la mayor parte de términos y expresiones le resultaban a Yura completamente ininteligibles. Lo único que le interesaba eran los temas de proyectos en que había participado Grigori Voitóvich. ¿Cuál de esos proyectos fue la causa para que un anónimo benefactor intercediese por Voitóvich ante la jefatura de la Fiscalía? Si identificase el proyecto en cuestión, podría intentar identificar también a los interesados en ese proyecto o, dicho con otras palabras, al desconocido benefactor.
El jefe de laboratorio Borozdín esperaba con paciencia a que el pesado del detective satisficiese su curiosidad científica.
—En diciembre, Voitóvich colaboraba con seis proyectos. Uno era un encargo del Ministerio de Agricultura, otro, del de Sanidad, dos eran para la Compañía de Radio y Telecomunicaciones de Rusia. El sexto proyecto era de orientación, no tenía patrocinador.
—¿Qué significa «proyecto de orientación»? —preguntó Korotkov.
—Significa que un científico tuvo alguna idea que tal vez podría dar resultados interesantes. O podría no darlos. Para averiguarlo, hace falta estudiar el problema, llevar a cabo una serie de experimentos. En una palabra, hincarle el diente. Con este fin, nuestros planes de trabajo a menudo incluyen «proyectos de orientación». Se les suele asignar un plazo de seis meses aunque alguna vez pueden ampliarse hasta nueve. Luego se redacta un informe científico que se presenta ante el Consejo Académico del instituto. Después de discutirlo se adopta la resolución: cerrar el proyecto o, por el contrario, recomendar su inclusión en el plan de trabajos de investigación científica.
—¿De modo que en diciembre, Voitóvich no participaba en ningún proyecto supersecreto?
—Así es —le confirmó Borozdín.
—¿Quién, entonces, pudo haber presentado la solicitud?
—No tengo ni la más remota idea —contestó el jefe de laboratorio con sinceridad—. No había el menor fundamento para presentarla, eso se lo puedo asegurar. ¿Sabe una cosa, Yuri Víctorovich?, le compadezco de corazón. Por si fuera poco tener que hacer un trabajo tan ingrato como reconstruir los materiales de un sumario que se ha quemado, encima le ha tocado hurgar en problemas tan oscuros. Seguramente se está muriendo de aburrimiento leyendo nuestro plan. ¿Estoy en lo cierto?
—Totalmente —dijo Korotkov sonriendo—. Y para acabar de arreglarlo, me han quitado a Anastasia. Digan lo que digan, como ayudante no tiene precio. Es cumplidora, espabilada. Le endosaría la mitad de esas tareas. Pero tal como están las cosas, tengo que cargar con mi cruz yo solito.
—¿Le han quitado a su ayudante? ¿Cómo es eso?
—Hay más gente que necesita que les echen una mano, a nadie le amarga un dulce. No lo tome a mal, Pável Nikoláyevich, pero en nuestra lista de prioridades el caso de Voitóvich se sitúa tal vez en el lugar número veinticinco. Ya lo sé, ha sido una tragedia y se trata de un compañero suyo con quien llevaba trabajando muchos años pero… En Moscú se cometen a diario una docena de asesinatos, los asesinos pasean por las calles tan tranquilos, y para nosotros estos crímenes son los más importantes. En cambio, Voitóvich abandonó este mundo por voluntad propia, no hay culpables, de modo que nos dedicamos a la reconstrucción del sumario en los ratos libres. ¿Me explico?
—Cómo no, cómo no, se explica perfectamente. Tengo que darle la razón, mal que me pese. Ya veo que problemas no les faltan, nuestro Voitóvich es sólo uno de ellos. Por cierto, Yuri Víctorovich, siempre se me olvida preguntarle una cosa: ¿para qué quería su ayudante comprobar las condiciones del suministro de cianuro al instituto? ¿Acaso tiene alguna relación con lo de Voitóvich?
—De ninguna de las maneras. Ocurre que el año pasado en Moscú hubo varios casos de envenenamiento intencionado con cianuro, por lo que el Comité de Investigaciones Fiscales nos mandó a Petrovka una circular demoledora diciendo que la situación era caótica, que en ningún sitio se observaba lo dispuesto por las ordenanzas para el trabajo con sustancias tóxicas y venenosas. Supongo que se imagina cómo reaccionan los jefes ante esta clase de papeles. Vamos a comprobar a todo el mundo, a rajatabla, vamos a detectar las infracciones y a cortar cabezas. Como ve, padecemos la misma burocracia que cualquier hijo de vecino.
Korotkov echó una mirada al reloj.
—Santo cielo, todo el mundo se ha marchado a sus casas, y yo aquí, entreteniéndole. Le ruego que me perdone, Pável Nikoláyevich.
—Tranquilo, tranquilo —dijo Borozdín con sonrisa bonachona—. No tengo prisa, no es que en casa me espere un kilo de hijos llorando de hambre. Venga, le acompaño hasta el ascensor, tengo que pasar por el laboratorio.
Tras despedirse de Korotkov, Pável Nikoláyevich cruzó la galería en dirección al bloque de laboratorios. Los largos pasillos estaban bien iluminados pero casi todas las puertas se encontraban cerradas y precintadas. Borozdín pasó al lado del gran tablero de anuncios donde cada semana se exhibían los horarios de la asignación de unas u otras instalaciones a distintos laboratorios, dobló la esquina y empujó una puerta que no estaba cerrada con llave. En la espaciosa sala llena de equipos de lo más variado estaba trabajando un solo empleado, Guennadi Ivánovich Lysakov. Al oír los pasos, volvió hacia Borozdín una cara desencajada, de ojos enrojecidos.
—Buenas tardes, Pável Nikoláyevich.
—Muy buenas. ¿Qué hace aquí a estas horas? Tiene un aspecto horrendo, está usted hecho un guiñapo, amigo mío. Esto es una locura, deje enseguida lo que está haciendo y váyase a casa, a descansar.
—No puedo. Necesito terminar algunas cosas. Me quedaré por lo menos hasta las nueve, hay mucho trabajo —contestó Lysakov huraño.
—No diga tonterías, Guennadi Ivánovich —le cortó Borozdín enfadado—. ¿Quiere que hable con sus jefes para que no le den tantas cosas? Se lo digo en serio, tiene una cara que asusta. Vamos, vamos, bueno está lo bueno. Le llevo a casa en coche. Póngase el abrigo y vamonos.
—De verdad se lo digo, no puedo, Pável Nikoláyevich. Tengo conejos dentro de la instalación, todavía faltan… —dijo echando un vistazo al gran reloj digital de la pared—, tengo que esperar una hora y quince minutos todavía para ver los resultados, y luego introducir los datos en el diario. Serán dos horas como mínimo. Vayase a casa, no me espere.
—Bueno, como quiera —respondió Borozdín encogiéndose de hombros contrariado—. ¿Se trata al menos de un trabajo propio o es un encargo de fuera?
—Propio. Es mi doctorado.
—Entonces, vale. No me maltrate a los conejos y ratoncitos, no les dé pócimas ponzoñosas. Que se divierta.
—Por cierto, hablando de pócimas ponzoñosas —dijo Lysakov, de pronto animado—. ¿No sabrá qué hacía la policía comprobando el cianuro en todos los laboratorios? Voitóvich no se envenenó sino que se ahorcó.
—Resulta que están pasando inspecciones en todas las empresas de la ciudad. El agente operativo, aquel de Petrovka que ha estado aquí hoy, me ha contado que en Moscú se ha cometido una serie de asesinatos, uno tras otro, y en todos los casos se ha utilizado ácido cianhídrico, por lo que han decidido poner orden en esta cuestión. Ya sabe cómo se hacen las cosas en este país: mientras se está aún a tiempo para evitar el mal, pasamos del orden, pero cuando la desgracia ya ha ocurrido y toca meterle el puro a alguien, entonces nos acordamos de las medidas preventivas. Bueno, se lo pregunto por última vez: ¿viene conmigo?
—No, Pável Nikoláyevich, gracias por la invitación pero me quedo a trabajar.
—Como quiera. ¿Está solo aquí o hay alguien más trasnochando?
—Creo que está Inna. Ésa también tiene algún trabajo urgente.
—Qué va a tener trabajos urgentes, no me haga reír —replicó Borozdín abriendo la puerta—. A esa pobre solterona lo que le pasa es que no le apetece ir a casa, prefiere quedarse aquí. Por lo menos, la echaré a ella, ya que usted no se deja.
Salió y cerró la puerta con cuidado. El colaborador científico superior Guennadi Ivánovich Lysakov se quedó un largo rato escuchando los pasos que se alejaban por el pasillo, luego su mirada se posó en su mano, que asía un rotulador. La mano le temblaba tanto que pensó que jamás lograría trazar una línea recta. Demonios, ¿es que de veras había llegado a ese extremo de extenuación y se encontraba al borde de una crisis nerviosa?
9
Nastia caminaba fatigosamente de la parada de autobús a casa. Era muy tarde, había pocos transeúntes y, como le solía ocurrir, no se sentía nada a gusto sola en una calle oscura. Nunca había sido ni valiente ni temeraria, y los callejones oscuros y desiertos le daban miedo, por lo que siempre procuraba escoger el camino mejor iluminado y más cercano a las calles de mucho tráfico, incluso si tal itinerario resultaba más largo.
Tras doblar la esquina, fue bordeando la valla del aparcamiento de una cooperativa. El lugar era aislado y repugnante. Una vez, por pura curiosidad, llamó a la garita del vigilante, le preguntó la primera tontería que se le pasó por la cabeza, sólo para oírle hablar, y comprendió que en caso de apuro no podría contar con él. Había tres vigilantes que se turnaban, los tres eran unos viejos antipáticos que preferían pasar el tiempo emborrachándose, durmiendo la mona y «prohibiendo todo aquello que no estaba autorizado»; todo lo demás les traía al fresco.
Sintió una opresión en el pecho aun antes de darse cuenta de que delante de ella se habían dibujado las siluetas de hombres. «Vaya, ya lo sabía, un día u otro tenía que suceder», pensó exasperada, agarrando con fuerza las asas de su abultada bolsa de deporte. En la bolsa estaban su carnet de policía y las llaves del piso y del despacho de Petrovka. Llevaba el monedero casi vacío, además, no le habría importado que le quitasen el dinero, puesto que al lado de la perspectiva de perder el carnet y tener que afrontar luego toda clase de disgustos, ninguna cantidad habría sido demasiado grande.
La bolsa era lo único que podían quitarle. No llevaba ni pendientes ni sortijas, su chaqueta era de lo más corriente, así que si esos hombres de veras tenían la intención de atracarla, con toda seguridad, se llevarían la bolsa. Por un instante sintió la débil esperanza de que, tal vez, no había peligro… Pero al ver a las siluetas reagruparse y avanzar hacia ella, comprendió que sí lo había. En la oscuridad, Nastia no podía ver sus caras pero sintió de pleno el arrebato de una ola de rabia y agresividad que desprendían. «Al diablo con la bolsa, quiera Dios que salga de ésta con vida», eso fue todo lo que llegó a pensar mientras el miedo la hacía bizquear los ojos. Uno de los hombres vino a su lado, incluso pudo sentir cómo su aliento, con olor a chicle de fresa, rebotaba en su cara.
En ese instante, sonó un disparo a poca distancia.
En el instante siguiente, se oyó el ulular histérico de la alarma de un coche.
Las sombras que rodeaban a Nastia se inmovilizaron. Lo que más la sorprendió fue que los hombres no pronunciasen ningún sonido, no intercambiasen una sola palabra.
Pasó un segundo más, y echaron a correr, cada uno en una dirección diferente. Por un momento, tuvo la impresión de que nada de esto había sido real, que lo había soñado todo. La alarma continuaba ululando de forma intermitente aunque iba bajando de intensidad hasta reducirse a un asqueroso chirrido. Nastia miró a su alrededor y vio un coche patrulla que se le acercaba. El coche, que circulaba ni demasiado deprisa ni demasiado despacio, pasó de largo y se perdió detrás de una esquina. Probablemente, se dirigía al lugar del que procedía el disparo.
Nastia permaneció inmóvil, petrificada. Del susto, las piernas habían dejado de obedecerle; la mano, convulsamente cerrada sobre las asas de la bolsa, se le había entumecido; gotas de sudor se deslizaban a lo largo de su columna vertebral. Unos pasos resonaron a sus espaldas, y el miedo volvió a asaltarla. Pero el hombre que se le acercó siguió su camino sin volver la cabeza, simplemente pasó a su lado como si no estuviera allí. Se dominó y fue detrás de él. En la oscuridad no podía distinguir si era viejo o joven pero, a juzgar por su porte y el modo de andar, sería capaz de socorrerla si volviese a ocurrir algún imprevisto.
Al llegar a casa estaba destrozada. Hurgó desganada con el tenedor en una lata de maíz dulce, se comió un bocadillo y se tomó un café. Poco a poco, la tensión fue menguando, incluso se animó un poco al recordar que, según las estadísticas militares, un proyectil nunca daba dos veces en el mismo blanco. Trasladando este razonamiento a las estadísticas celestiales, resultaba que si estaba destinada a convertirse en víctima de un atraco, podía dar el hecho por consumado y a partir de ahora contaba como mínimo con uno o dos años para deambular por los callejones oscuros con total tranquilidad. Consolada con sus elucubraciones matemáticas, se tomó una ducha caliente y se fue a la cama.
10
Vadim Boitsov pasó junto a Kaménskaya y tuvo que hacer cierto esfuerzo de voluntad para no volver la cabeza y no mirarla a la cara. Tenía una vista magnífica, y había visto de lejos a los hombres agazapados en las tinieblas. La experiencia y el olfato le advirtieron de que su «cliente» iba a ser asesinada. Al primer pronto pensó que, tal vez, sería la solución óptima del problema. Que le ocurriese algo gordo y por un tiempo (si no para siempre) quedase fuera de juego y dejase de importunar a los creadores del aparato. Pero acto seguido prevaleció su criterio profesional. En la calle adyacente había visto un coche patrulla, si Kaménskaya se ponía a gritar o si hacía uso del silbato policial, todo terminaría de una forma en absoluto tan apetecible como pensaba. Y si llegaban a detener a uno solo de sus agresores, no tardarían en descubrir la verdad. Vadim no podía menos que reconocer que todo había sido planeado de la mejor manera: había poca luz, ningún testigo, habría parecido un atraco con asesinato común y corriente. Era una pena tener que cancelar una acción tan perfecta pero… Pero los atacantes, sin lugar a dudas, no habían advertido la presencia de aquel maldito coche policial, con el motor en marcha y tres agentes dentro. Se plantarían allí en un periquete.
Boitsov vio, a unos pasos de él, dos coches estacionados. Detrás del parabrisas de uno brillaba el piloto rojo de la alarma. Sacó la pistola de aire comprimido, descerrajó un tiro al aire y simultáneamente golpeó con todo el cuerpo el capó. La alarma se disparó llenando las penumbras circundantes de inaguantable estruendo intermitente.
El truco funcionó. La oscuridad pareció tragarse a los matones, y Boitsov exhaló un suspiro de alivio. Ahora tenía que procurar eludir a la policía.
Tenía muchas ganas de acercarse a Kaménskaya y entablar una conversación. Le gustaría saber si había pasado miedo. Si llevaba un arma y si había pensado en utilizarla. Si había comprendido lo que acababa de ocurrir. Si pudiese hablarle, se aclararían tantas cosas… Si pudiese…
Pero no podía.
11
A la mañana siguiente, Vadim Boitsov informó a su superior de lo ocurrido. Suprún pareció muy contento.
—Magnífico —dijo una y otra vez entrelazando y desenlazando los largos dedos de manos grandes y cuidadas—. Así que el creador del aparato ha tenido tiempo de irle con el cuento a Merjánov y de llorarle sus penas, de quejarse de que nuestro pajarito le estorba. Lógicamente, Merjánov, hombre impulsivo y resuelto donde los haya, no quiere esperar y decide ponerle al problema un remedio radical. Bueno, allá él, que se lo ponga. Tu tarea, Vadim, consiste en evitar que sus hombres metan la pata. No tengo nada en contra de que Kaménskaya desaparezca del horizonte pero hay que hacerlo de tal modo que nadie llegue a descubrir los motivos verdaderos. ¿Comprendes? Tu reacción de anoche ha sido todo un acierto, sigue manteniendo esta capacidad de reaccionar correctamente. Ve pisándole los talones y vigila que el atentado esté preparado a la perfección. Los gatillazos son inadmisibles, jamás obtendríamos el aparato. Nos quitaremos a Kaménskaya de encima con las manos de Merjánov sin mancharnos nosotros. ¿De acuerdo?
Boitsov asintió en silencio, sin apartar sus fríos ojos grises de los de Suprún. Como siempre, su cara no expresaba nada, y Suprún no comprendió si su subalterno compartía su opinión. Pero era lo que menos le preocupaba a Igor Konstantínovich. Sabía que Vadim nunca tomaba iniciativas y nunca desobedecía las instrucciones de un superior. Era un hombre sumamente disciplinado. Y pensar, podía pensar todo lo que le apeteciera, sus pensamientos no le importaban un pimiento a nadie. Además, ¿qué iba a pensar que mereciese la pena conocer?
—Por cierto, amigo mío, ¿has hecho lo que te pedí? ¿Has averiguado por qué Kaménskaya y Chistiakov han decidido casarse?
—De momento no, Igor Konstantínovich. Creo que la única que puede responder a esta pregunta es la propia Kaménskaya. A juzgar por los datos de que disponemos, es una mujer reservada y no acostumbra hacer confidencias a nadie, sobre todo, tratándose de una información tan… íntima.
—En este caso, hazte su amigo y entérate. ¡No eres un niño pequeño, qué demonios! —exclamó Suprún de repente irritado—. ¿Es que tengo que explicarte esas cosas tan sencillas?
—Me gustaría evitar trabar amistad con ella. Me impediría seguir vigilándola, puesto que conocería mi cara.
La de Suprún pareció helarse. ¿Qué se creía que era ese mocoso? ¿Suponía acaso que Suprún no había pensado en eso? Ese desgraciado, ese pelagatos…
—Eres el jefe del grupo. Te lo recuerdo por si se te ha olvidado. Cuando te digo «haz», no quiero decir que tengas que salir disparado a hacerlo todo tú solito. Encárgaselo a alguien. Tú respondes de que se haga, de que se obtenga el resultado final deseado. Pero la manera en que se cumpla cada trabajo es asunto tuyo. Y si no lo entiendes, entonces es que me he precipitado al ascenderte y como jefe no vales nada.
Boitsov permaneció en silencio, la fría mirada fija en los ojos de su superior. Esa mirada llenó a Suprún de desasosiego. Claro, tenía plena confianza en Vadim. Apreciaba su profesionalidad. Creía en su honradez personal. Pero nunca lograría comprenderle.