CAPÍTULO 14
1
El lunes por la mañana, al caminar por el largo y lóbrego pasillo del edificio de Petrovka hacia su despacho, Nastia Kaménskaya tropezó con un compañero del Estado Mayor de la DMI, que salía a todo correr del despacho del coronel Gordéyev.
—Menudo jefe que tienes, Kaménskaya —murmuró su colega del Estado Mayor pasando al lado de Nastia como una exhalación—. Te compadezco.
Ya en su despacho, apenas le había dado tiempo a quitarse la chaqueta y las botas cuando sonó el teléfono interior. El Buñuelo quería verla.
En contra de lo esperado, Víctor Alexéyevich no parecía ni enfadado ni furioso. Nada de eso. Más bien daba la impresión de avergonzarse por adelantado de lo que tenía que decirle a Nastia.
—Desde primera hora de la mañana, el Estado Mayor no me deja respirar —dijo evitando su mirada—. Me exigen que destaque a tres agentes para que trabajen en la unidad creada para investigar el asesinato del periodista de televisión.
—¿Tantos? ¿Por qué? —preguntó Nastia extrañada—. Nos quedaremos sin gente si les mandamos tres agentes. ¿Es que en todo Moscú no hay otros detectives?
—Es justamente lo que les he dicho —declaró el coronel con cara contrita y lanzando un suspiro—. Entonces, me han ofrecido una solución de compromiso.
—¿Cuál? —dijo Nastia con voz repentinamente ronca, presintiendo una noticia desagradable.
—Están dispuestos a conformarse con un solo agente en lugar de tres. Pero tienes que ser tú la que vaya a trabajar con ellos.
—No.
Contestó enseguida y con un sentimiento tal de aprensión como si le hubieran ofrecido comerse un sapo crudo.
—Pero ¿por qué no, Stásenka?
—Lo sabe perfectamente, Víctor Alexéyevich. Tengo varios casos pendientes, no puedo dejarlos aparcados así como así sólo porque a algún jefe se le ha metido en la cabeza que debe tener un analítico propio.
—Nastasia, ¿te das cuenta de lo que estás diciendo? —la voz de Gordéyev sonó seca y áspera—. Han asesinado a un hombre de enorme popularidad en nuestro país, lo mejor y lo más granado de los efectivos de la policía y de la Fiscalía está trabajando en la resolución de este crimen, se ha creado una unidad especial para coordinar los esfuerzos y dirigir la investigación criminal. Y a ti, a una mocosa, te ofrecen asumir la responsabilidad del trabajo analítico de esa unidad. Debes estar orgullosa de esta muestra de confianza. Significa que se han fijado en ti y aprecian lo que haces. Significa que al fin han reconocido que tenía razón cuando te contraté para trabajar en el departamento. ¡Significa que, a pesar de todo, hemos ganado! Y ahora ha llegado la hora de la verdad, cuando de ti depende demostrar que tenemos razón, no sólo a Petrovka sino a todo el cuerpo policial. Trabajarás en esa unidad especial y les demostrarás a todos, ¿me oyes?, a todos, desde un simple agente operativo hasta el ministro, lo importante y necesario que es el trabajo analítico, no sólo para tomar decisiones a escala municipal sino para resolver crímenes concretos, les demostrarás lo bien que sabes hacerlo. Y una cosa más. No te olvides de que en nuestro departamento falta gente, tenemos vacantes sin cubrir. Unos se van y por algún motivo nadie viene a reemplazarlos. Es decir, claro que vienen pero no les admito porque veo que les falta aquello que debe tener todo buen detective. De aquí que si consigues demostrarles que vales, si les enseñas cómo eres y cómo es tu trabajo, con esto nos harás publicidad a mí y a todo nuestro departamento. ¿Lo comprendes? La gente empezará a pensar: «¿Quién será ese Gordéyev, que ha tenido la feliz idea de crear en su departamento un puesto especial para un especialista en el trabajo analítico? ¿Qué departamento será ése, que tiene un analista que les ayuda a investigar los crímenes?». Al principio despertaremos su curiosidad, luego aparecerán los interesados en trabajar aquí, no la escoria que viene ahora sino lo mejor de lo mejor. Así que, querida, déjate de historias y ponte a disposición de la unidad especial.
—No puedo —repitió Nastia con obstinación, de repente apartando su mirada de la cara del jefe para fijarla en la superficie pulida de la larga mesa de conferencias.
—¿Por qué?
—Tengo que terminar mi trabajo en el instituto. Tengo que averiguar qué es esa antena que tienen montada en el tejado, lograr que la quiten y que los culpables de su instalación reciban su castigo. No pararé hasta que lo consiga.
—¡Pero con esto me atas de pies y manos! —exclamó el Buñuelo con desesperación—. Si te quedas, tendremos que darles tres agentes. ¡Tres! ¡Y esto, cuando tenemos más vacantes que personal! En torno a ti se está creando una extraña situación y hasta que se despeje es preciso escoltarte cada vez que sales de casa para ir al despacho y viceversa. Esto supone que un agente más tendrá que interrumpir su trabajo dos veces al día como mínimo. El funcionamiento de todo el departamento se viene abajo, y todo por culpa de tu tozudez. Ten en cuenta que sólo me entretengo con estas mundanas conversaciones porque te tengo afecto pero en mi mano está darte la orden, y allá tú. Y te la daré si no cambias de opinión.
—Víctor Alexéyevich —contestó Nastia despacio, entre dientes, como exprimiendo las palabras a duras penas—. No quiero trabajar en esa unidad porque lo considero amoral. Comprendo que se creen unidades y brigadas especiales para cazar a un criminal peligroso que, si permanece en libertad, puede perpetrar otros crímenes graves. Cuando el problema se plantea así, me parece justo. Pero crear esas unidades y brigadas para investigar un solo asesinato es el colmo del cinismo, es una grosería y una cerdada, esto es escupir en el alma de toda la población, de todos nosotros. Y no quiero, no puedo y no voy a participar en esa barbaridad.
—¿Qué te pasa, Stásenka? Creo que no te entiendo —dijo Gordéyev desconcertado; la sorpresa ya le había hecho olvidar que acababa de decirle que se dejase de historias, y que la había amenazado con abandonar la persuasión amistosa para pasar a órdenes administrativas.
—Pues lo que ocurre es que han matado a un hombre. Es cierto que era famoso, es cierto que era popular y que mucha gente lo quería, pero se trata de un asesinato igual a casi todos los que se cometen en nuestro país. Víctor Alexéyevich, la gente es diferente sólo en vida pero en la muerte todos son iguales. Porque cada víctima de asesinato tenía familia y amigos que le lloran, y esa pérdida ha abierto en sus almas una herida que tardará en cerrarse. No hay víctimas más dignas o menos dignas, no hay víctimas cuyos asesinatos tienen que ser investigados sin falta y otras objeto de unos crímenes que se pueden dejar sin resolver. No las hay, ¿comprende? No las hay y no puede haberlas. Hoy nuestro magnífico país se parece demasiado a la Roma antigua, donde había esclavos, donde el asesinato de un patricio se consideraba asesinato y el de un esclavo ajeno, destrucción del bien ajeno. Ajeno, fíjese bien, puesto que el asesinato de un esclavo propio ni siquiera era contemplado en la jurisprudencia de aquel entonces. El difunto periodista de televisión es nuestro patricio, y el país ha dirigido lo mejor de sus fuerzas del orden a investigar su asesinato. Han destituido al jefe de la DMI de Moscú y al fiscal de la ciudad. Se plantea la moción de confianza contra el ministro del Interior y el fiscal general. ¿Cómo cree que les ha sentado a las madres cuyos hijos murieron de la mano de criminales sin identificar, o a las mujeres y maridos que perdieron a sus amados cónyuges, o a los niños que quedaron huérfanos? ¿Se ha parado alguna vez a pensar qué pasa por sus mentes cuando oyen esas noticias? Para ellos, la persona que han perdido era y sigue siendo el eje alrededor del cual se concentran su dolor, sus sufrimientos, sus lágrimas. ¿Y qué? Nadie creó ninguna brigada especial para investigar la muerte de SU familiar. Cuando mataron a SU ser querido, por algún motivo nadie destituyó y ni siquiera abrió expediente a nadie. Entonces, ¿mi hijo es peor? Mi niño, mi marido, mi hermano ¿no son dignos de que se busque a su asesino? ¿Por qué? ¿Porque son pobres? ¿Porque no trabajan en la televisión y por tanto, no tienen acceso al medio de información más popular? ¿Porque no fueron elegidos en la Duma? ¿Por qué? ¿POR QUÉ? ¿Y MI HIJO, MI MARIDO, MI HERMANO…? Víctor Alexéyevich, lo que está ocurriendo es una mofa a la gente que ha perdido a sus seres queridos. ¡Y no pienso participar en esa mofa!
Ni se había dado cuenta de que había empezado a gritar. De lo más hondo de su alma subía un dolor que hacía vibrar sus cuerdas vocales y que, al fin, escapó fuera tomando forma de lágrimas incontenibles. Nastia rompió a llorar. El Buñuelo se levantó enseguida de su sillón de jefe y en dos zancadas se plantó a su lado.
—Pero ¿qué te pasa, pequeña?, ya está bien, cálmate, querida —balbuceó acariciándole la cabeza—. No te lo tomes tan a pecho. Tenemos trabajo que hacer, y tenemos que hacerlo bien, ésta es toda nuestra filosofía. En cuanto al asesinato del periodista, es un asesinato como otro cualquiera, y hay que investigarlo también. No podemos negarnos a investigarlo sólo porque el Estado hace esas cochinadas, ¿verdad? Es cierto que las autoridades han actuado mal pero da igual, tenemos trabajo que hacer y vamos a hacerlo pase lo que pase, aunque no estemos de acuerdo con las autoridades. El periodista asesinado no tiene la culpa de que alrededor de su muerte se haya montado ese circo con coros y danzas. Sus familiares tienen derecho a confiar en que se coja al asesino y que reciba el castigo merecido. Vamos, pequeña, seca esas lágrimas, tranquilízate y pensemos mejor en lo que podemos hacer. ¿Cuánto tiempo necesitas para terminar con el instituto?
—Tres días —sollozó Nastia enjugándose los ojos con el enorme pañuelo azul que le había tendido Gordéyev—. Si he vuelto a fallar, dentro de tres días lo sabré. De todas formas, ya no se me ocurre nada.
—De acuerdo —asintió Víctor Alexéyevich—. Les mandaré a tres chicos para estos días que me pides. Para el lunes, el martes y el miércoles. Y les prometeré que a partir del jueves tú los sustituirás. ¿Te parece?
—¿Y si en esos tres días se me ocurre alguna solución para el caso del asesinato de Galaktiónov? ¿Entonces no me mandará a la unidad especial? —preguntó Nastia con una tímida esperanza mirándole a los ojos.
—No regatees, no estás en un mercado —gruñó el Buñuelo—. Trabaja como hemos convenido. Si hay resultados, bien. Si no los hay, será una pena pero no te lo echaré en cara, habrás hecho todo lo humanamente posible. Tanto en un caso como en otro, a partir del jueves empezarás a trabajar en la brigada especial. Y si para entonces hay algún cambio, entonces ya decidiremos qué es lo que se hace. Hay que superar las dificultades a medida que se presentan, no antes. ¿Has hablado con Dotsenko?
—Sí, tiene que empezar esta misma mañana. Seguramente ya lo habrá hecho. Menos mal que Sitova es una mujer como Dios manda. Creo que ha quedado encandilada con nuestro Misha y por eso accedió gustosísima a intentar una vez más restaurar sus recuerdos. Pobre Misha, con cada sesión de ésas, cuando se mete en las profundidades, pierde dos kilos de peso.
—¿De veras? —preguntó el coronel, y se quitó las gafas y se metió una patilla en la boca, señal de que se estaba concentrando preparándose a reflexionar sobre la información recibida—. ¿Y cómo lo hace, eh? A lo mejor me iría bien probarlo. Pronto no voy a caber en este sillón.
—No diga tonterías, Víctor Alexéyevich —le contestó con una sonrisa Nastia, que ya había recuperado el dominio de sí misma y algo de serenidad—. Seguiremos queriéndole igual aunque esté gordo.
2
Nadezhda Andréyevna Sitova cumplió obedientemente todas las indicaciones de Misha Dotsenko. Se puso el mismo traje que se había puesto para ir al trabajo la mañana del 22 de diciembre, el día en que fue hospitalizada, y volvió a colgar en el perchero del recibidor la ropa de invierno que justamente acababa de meter en bolsas especiales: una chaqueta forrada, un abrigo de piel vuelta, otro caro, de visón, otro más ligero, de seda forrada en piel. Tal como Misha se lo pidió, puso sobre el estante que había encima del perchero gorras de piel, bufandas y pañuelos de lana, en una palabra, todo cuanto se encontraba allí el 22 de diciembre.
Después pasaron al dormitorio. Sitova se quedó reflexionando un rato, luego trajo de algún sitio objetos que claramente habían pertenecido al difunto Galaktiónov: un despertador con la dedicación grabada: «A mi papá de Katiusa», un cenicero macizo y un encendedor de sobremesa, un pequeño y elegante casete y una pila de cintas, pues a Alexandr Vladímirovich le gustaba escuchar música tumbado en la cama. Tras colocar esos objetos del mismo modo que en vida de Sasha, dio unos pasos atrás y revisó con mirada crítica los resultados de su trabajo. Luego se acercó, movió algunas cosas de forma casi imperceptible y sonrió satisfecha.
—Ahora todo está como antes.
—¿Entró usted en la cocina? —preguntó Dotsenko.
—No. Me encontraba muy mal, pasé del recibidor directamente al dormitorio, me cambié y me eché. Luego me sentí un poco mejor y decidí tomarme un té. Fue justamente en aquel momento, cuando me levanté de la cama, que se rompió la trompa y tuve la hemorragia interna. Así que no llegué hasta la cocina.
—Muy bien, entonces nos olvidamos de la cocina. ¿Lista?
—¿Qué vamos a hacer? —quiso saber Sitova.
Lamentó que el simpático agente operativo de ojos negros la hubiese hecho ponerse el sobrio traje que solía llevar al trabajo. Nadezhda hubiera preferido charlar con él ataviada con algo más interesante, por ejemplo, con el mono, al que dejaría los botones superiores desabrochados, o con la larga falda que llevaba en casa y que tenía cuatro rajas larguísimas. Aunque Mijaíl le había pedido también que tuviese a mano la bata que se puso entonces, así que tal vez todavía…
—Vamos a hacer algo parecido a una sesión de hipnosis —explicó Dotsenko muy serio—. Para empezar la ayudaré a relajarse, a desconectarse por completo de todo cuanto ocurrió en las últimas semanas. Luego recorreremos paso a paso, empezando por el principio mismo, todo el camino desde que regresó a casa aquel día, hasta el momento en que abrió los ojos y vio al hombre que vino aquí para hablar con Alexandr Vladímirovich y que le aconsejó avisar a la ambulancia. Después volveré a enseñarle las fotografías. No piense que va a ser fácil. Le exigirá grandes esfuerzos y mucha concentración.
Misha la hizo sentar en el salón y se puso manos a la obra. Ese día el trabajo avanzaba con más facilidad que de costumbre, ya que Nadezhda no escatimaba esfuerzos. Al parecer, tenía muchas ganas de complacer a Misha Dotsenko, y para eso había que ayudarlo. Al fin y al cabo, no había venido para torturarla porque sí, sino que quería resolver el asesinato de su amante, de su compañero. Cuando Misha decidió que por fin podían empezar, tenía la espalda empapada en sudor y estaba exhausto, como si acabase de descargar un vagón lleno de carbón.
Le pidió a Sitova que cerrara los ojos, la llevó al recibidor, la ayudó a ponerse el abrigo de visón e hizo chasquear la cerradura abriendo la puerta del piso.
—Bueno, Nadezhda Andréyevna, empecemos. Ha llegado a casa… No olvide, por favor, hemos quedado en que va a pensar en voz alta.
—Sí, abro la puerta, entro, enciendo la luz, miro el perchero y enseguida veo la chaqueta de Sasha y al lado, un abrigo que no me es familiar, y pienso que no es ni Gosa Sarkisov ni Stásik…
Sitova se fue quitando el abrigo y las botas de invierno despacio, habló con Galaktiónov, que le explicó que tenía una visita importante y le pidió que no les interrumpiera y no entrara en el salón. En ese momento, Sitova pensó que Sasha, con toda seguridad, no iba a organizarle la fiesta de cumpleaños y también que se encontraba muy mal y que si al día siguiente no se ponía mejor, tendría que llamar al médico. Al ponerse la bonita y gruesa bata pensó en la colada que había planificado para el día siguiente por la noche y que, a todas luces, tendría que dejar para más tarde si seguía enferma. Se notó tan espantosamente débil que llegó a asustarse y, cuando se metió entre las sábanas frescas y recién lavadas, pensó que hacía mucho que había dejado de ser una jovencita pero que nunca antes se le había pasado por la cabeza que las enfermedades y los achaques empezarían tan pronto. Si resultaba que tenía algo grave, ¿la abandonaría Sasha? Y si la abandonaba, ¿supondría esto algún cambio sustancial en su vida, o todo transcurriría de forma suficientemente indolora? En duermevela echó sus cuentas, valorando los bienes y las comodidades que Alexandr Galaktiónov había aportado a su vida y preguntándose si su pérdida era inevitable en el caso de que Sasha decidiera decirle adiós. Era la primera vez que se le ocurría la idea de la separación, y se sorprendió de la confianza en sí misma que había tenido antes: hasta que cayó enferma no pensó en eso.
Misha, de pie junto a la cama, escuchaba con atención a la mujer tendida bajo la manta. Daba la impresión de que se empleaba a fondo, y se lo agradecía. No era la primera vez que Dotsenko realizaba esta clase de experimentos pero lo habitual era que los testigos le hicieran trabajar larga y penosamente. Las chicas jóvenes esbozaban risitas tontas y no conseguían por ningún medio tomar en serio lo que hacían. Las mujeres de más edad se cohibían y se empeñaban en decidir por cuenta propia qué detalles eran significativos y cuáles no, y de pronto abandonaban su papel para anunciarle en un tono que no admitía reparos:
—Bueno, esto lo omitimos, aquí no hay nada que merezca la pena.
En estos casos, a Misha le costaba duros esfuerzos contenerse y no echarles una bronca. Siempre trataba de conservar la calma y los buenos modales para no «espantar» al testigo, para evitar que sus recuerdos se saliesen del carril. Sin embargo, se le había grabado en la memoria el caso de una testigo que declaró con esa misma firmeza «esto lo pasamos por alto» porque no veía nada digno de atención en el hecho de que al salir del portal y dirigirse a la estación de metro fuese tarareando una cancioncilla. En un primer momento, Misha se dejó impresionar por lo tajante de su tono pero luego recuperó los sentidos y le preguntó qué canción era aquella que había estado tarareando. Resultó que se trataba de Si no existieras, ¿qué sentido tendría vivir? del repertorio de Joe Dassen. ¿Por qué cantaba esta canción precisamente? El cantante había muerto hacía muchos años, el apogeo de su popularidad pertenecía al pasado, hoy sus canciones no se oían ni por la radio ni por la televisión, y eran pocos los hogares donde se conservaban todavía sus discos y casetes. Misha se puso pesado con la desventurada testigo, y como resultado se enteró de que, al salir del ascensor, había tropezado con un hombre que se parecía muchísimo al cantante. La misma mata de pequeños rizos castaños y una cara de tipo semítico, de nariz grande y labios sensuales bien contorneados. El retrato verbal que le proporcionó la testigo permitió destacar a un solo hombre de una lista interminable de potenciales sospechosos. Después de aquel incidente, Dotsenko se dijo que cuando se trabajaba con la memoria de un testigo, cada momento era importante, puesto que en ese instante podía deslizarse un pensamiento clave.
Por eso ahora, al escuchar el murmullo relajado de la mujer arropada con la manta, estaba pendiente de cada palabra suya, de cada suspiro, de cada pausa.
—Preguntó si estaba embarazada. Sasha le contestó por mí que precisamente acababa de consultar con el médico y que el médico había dicho que no lo estaba. Entonces preguntó por qué había ido al médico, es decir, si tenía motivos para creer que podía estarlo. Le conté que sí, que los había tenido hasta el día anterior, cuando me bajó la regla, aunque lo cierto es que con un retraso muy grande. Entonces murmuró que no era la regla sino, lo más probable, una hemorragia. Allí donde trabajaba había ocurrido un caso similar, una mujer se sintió indispuesta, y lo primero que le preguntó el médico de la ambulancia fue justamente eso…
—Nadezhda Andréyevna, ¿recuerda lo que me ha prometido? —preguntó Dotsenko sacando un sobre del bolsillo.
—Sí —contestó ella en voz baja sin abrir los ojos.
—Entonces, abra los ojos y mire.
No dijo nada más, no se enzarzó en advertencias sobre lo importante que era que no se equivocase, prescindió de recordarle los dos meses y pico de trabajo minucioso y extenuante que duraba la búsqueda del asesino de Galaktiónov ni cuánto dependía del funcionamiento correcto de su memoria. Dotsenko no quería confundirla. Todo debía seguir su curso natural: el 22 de diciembre, en ese momento, Nadezhda abrió los ojos y vio al hombre que, según sospechaba, dos días más tarde envenenó a Galaktiónov. Pues que volviese a abrir los ojos y mirase una cara. Era todo lo que se le pedía.
Sitova se giró de cara a Misha y entreabrió los ojos. Delante de ella, Dotsenko sostenía cinco fotografías, dos con una mano y tres con otra.
—Es éste —anunció Sitova sin vacilar cogiendo una de las fotos que Misha le mostraba.
—¿Seguro? —preguntó él.
—Segurísimo —confirmó la joven con rotundidad—. Al ciento por ciento.
—Gracias —dijo Dotsenko sonriendo con alivio—. Dios mío, si supiera lo cansado que estoy.
Nadezhda bajó de la cama con agilidad, ajustando con deliberada negligencia la bata, que había desabrochado previsora y astutamente mientras estaba tumbada debajo de la manta.
—Descanse, Mijaíl Alexándrovich, ahora déjeme que cuide de usted un poco. Como he cogido el día libre, no tengo ninguna prisa.
—Pero yo sí la tengo —objetó Misha agotado hasta el punto de que la cabeza empezaba a darle vueltas.
¡Se moría por una buena comida y al menos una hora de sueño!
—Tonterías, suponga que lo he hecho todo mal y que ha tenido que estar conmigo el doble de tiempo. ¿Pudo haber sucedido así? Claro que sí.
—En un principio, sí —convino Dotsenko, que tenía muchas ganas de dejarse convencer.
Estaba al límite de sus fuerzas. Sitova le gustaba. Era una chica alegre y campechana y, a pesar de su llamativa belleza y elevadas exigencias económicas, parecía simpática y generosa. La mujer era, en efecto, muy guapa.
—¡Lo ve! Vamos a la cocina, allí tengo un pequeño sofá, se echará y yo le serviré toda clase de golosinas.
—Tengo que hacer una llamada.
—Claro que sí, claro que sí. El teléfono está en la cocina, y así de paso lo enchufa.
—¿Es que está desconectado? —preguntó Misha sorprendido.
—Por supuesto. Teníamos que hacer un trabajo serio. ¿Cree que hubiéramos llegado a alguna parte si cada quince minutos sonase el teléfono?
—¡Qué inteligente es usted! —exclamó Dotsenko con admiración, introduciendo la clavija en el enchufe y marcando un número.
—He hecho lo que he podido —le dijo Sito va con una sonrisa seductora—. Tenía muchas ganas de ayudarle.
—Soy yo —dijo Misha cuando al otro lado cogieron el teléfono—. Según nuestros resultados, es Lysakov. Sí, Guennadi Ivánovich Lysakov. ¿A las cinco? —preguntó echando una ojeada al reloj—. De acuerdo, Anastasia Pávlovna, a las cinco delante del instituto.
Colgó y miró a Sitova con aire contrito.
—Nadezhda Andréyevna, necesito pedirle un favor más. Tenemos que estar a las cinco en un sitio. Lo que vamos a hacer allí nos llevará una hora como máximo, y luego la acompañaré a casa. ¿Podrá venir conmigo?
—Con una condición. Que ahora vuelva a desenchufar el teléfono —respondió Sitova mientras extraía de la nevera varios envoltorios y paquetes.
—¿Para qué? ¿Hay otro trabajo serio que tenemos que hacer? —bromeó Dotsenko perfectamente consciente de adonde conducía esa charla, e igualmente consciente de que no tenía nada en contra.
—Y que lo diga. Muy serio. Cuidar de un detective cansado y darle de comer es el trabajo más serio del mundo.
—¿Y no podríamos dividir el proceso de la alimentación del detective en dos partes? —preguntó Misha con aire inocente.
Ahora todo se aclararía. Él lanzaba una señal, aparentemente inofensiva, y si Sitova quería, le contestaría, y si no, fingiría no haberla captado. Misha continuó:
—Podríamos realizar la primera parte antes de cuidar del detective, y la segunda, después.
Nadezhda alzó hacia Misha sus ojos oscuros y expresivos, le estudió larga y atentamente, y finalmente esbozó una sonrisa apenas perceptible.
—Podríamos. Si no tiene nada en contra, vamos a aligerar la primera parte al máximo para que no se duerma en la fase de los cuidados.
Misha dejó de sentir el hambre y el cansancio de golpe, lo único en que pensaba era que delante de sí tenía a una mujer joven y apetecible, que vestía una bata a medio abrochar, que tenía unas piernas estupendas y unos ojos oscuros y enormes; una mujer a la que él, a todas luces, gustaba y que le gustaba a él, y como no era nada frecuente que dos personas se sintiesen tan atraídas una hacia la otra, y para las cinco faltaba mucho todavía…
Alargó la mano, le quitó el cuchillo que había cogido para cortar un fiambre y apretó con cariño los dedos cálidos y tiernos.
—No tendré nada en contra si omitimos la primera parte por completo —susurró Misha.
3
Vadim Boitsov pensó que desde el día anterior ya no conseguía mirar a los ojos a su jefe, Igor Suprún. Se diría que nada había cambiado, no era la primera vez que Igor Konstantínovich le reprendía, también había habido otras situaciones en que no ocultaba estar en desacuerdo con sus superiores. Sin embargo, hasta ahora, sus discrepancias nunca habían puesto en entredicho la atmósfera de amistad, que permitía a Suprún respetar a Boitsov y confiar en él. Pero después de la conversación que habían mantenido el día anterior en el coche, todo cambió. Boitsov no se daba cuenta siquiera de la causa de esos cambios pero los percibía, igual que un animal percibe la proximidad de un terremoto y huye hacia un lugar seguro sin comprender por qué y de qué está huyendo.
—Dígame, Igor Konstantínovich —le pidió Boitsov mirando por la ventana a las aburridas brumas de un día de primavera.
—Durante un tiempo, la gente de Merjánov no molestará más a Kaménskaya, así que, si piensas seguir trabajando con ella, tenlo presente. Esta madrugada los mercenarios que viste el otro día han sido ingresados en la clínica Sklifosovsky a causa de una aguda intoxicación alimentaria. Si no he entendido mal, han fallecido los cuatro. Si a Merjánov le parece poco, es igual, necesitará tiempo para encontrar nuevos sicarios, y éstos, a su vez, necesitarán tiempo para tomarle el pulso a Kaménskaya. Creo que durante la próxima semana estará fuera de peligro. Te lo comunico por si acaso, tal vez la información te resulte útil.
—Lo tendré en cuenta —contestó Boitsov con voz incolora, eludiendo la mirada del jefe.
—Ahora, otra cosa. Hoy irás a ver a Litvínova, te entregará los moldes de las llaves. Debe decirte qué planes tiene nuestro artífice del aparato para las fiestas. Habrá que dar una vuelta por su piso, a ver si por casualidad guarda allí alguna prueba comprometedora que podría interesar a los de Petrovka. ¿Alguna pregunta?
—No.
—Entonces, puedes irte.
Boitsov salió del despacho del jefe y se dirigió hacia el suyo pensando hurañamente que no iba a poder mantenerse a distancia de los horrores de los que le había hablado Kaménskaya. Suprún tenía razón, el prestigio del país era un asunto tan importante que muchos otros palidecían a su lado. Pero también Kaménskaya tenía su parte de razón: un país que trataba los sufrimientos de sus ciudadanos con desprecio, no era digno de que se defendiese su prestigio. Pero si se dejaba de luchar por ese prestigio, la comunidad internacional perdería el respeto al país en cuestión, se acabarían los préstamos, y como consecuencia, la economía no despegaría nunca, la vida se iría haciendo cada vez más dura y penosa, y la población del país conocería aun nuevos sufrimientos. Pero si en este caso concreto se concedía al prestigio un papel preponderante, sería a costa del sufrimiento de una parte minúscula de la población, aquellos que tenían la mala suerte de vivir en el distrito Este de la capital. Y ni siquiera afectaría a los habitantes del distrito Este en su totalidad, sino sólo a los que residían en una parte de su territorio. Planteado así el problema, Suprún tenía toda la razón. Pero bastaba recordar que esa minúscula parte de la población pagaba el mantenimiento del prestigio del país con su salud, e incluso con sus vidas, para que quedase claro que era Anastasia Kaménskaya quien tenía la razón. Pero ¿y si le había mentido? ¿Y si las fotos que le había enseñado no tenían ninguna relación con el dichoso «bucle inverso»?
Iría al distrito Este para ver con sus propios ojos qué era lo que pasaba allí. Por la noche pasearía por sus calles, se acercaría a los bares y discotecas, observaría a los borrachos, charlaría con los viejos, que siempre acogían con los brazos abiertos a cualquier interlocutor. Iría allí y lo vería todo con sus propios ojos. Y entonces, si resultaba que Kaménskaya le había dicho la verdad, tendría que tomar una decisión, probablemente, la más difícil de su vida pero también la más importante.
4
Habían llegado al instituto casi en el mismo momento, Korotkov, en el coche patrulla blanco con la franja azul, y Dotsenko, al que Sitova había traído en el suyo. Hablaron unos minutos, entraron en el edificio y sin pérdida de tiempo se dirigieron al despacho del director del instituto Nicolai Nikoláyevich Aljimenko. Korotkov entró en el despacho mientras Sitova y Dotsenko se sentaban en silencio en la antesala, frente a la secretaria que atendía varios teléfonos que no paraban de sonar.
Se encendió el piloto del interfono, la secretaria pulsó el interruptor.
—Dígame, Nicolai Nikoláyevich.
—Llame a Lysakov, dígale que venga a verme, por favor —dijo por el altavoz la voz de Aljimenko.
—Enseguida.
Descolgó con prontitud el auricular de uno de los numerosos aparatos.
—¿Gueorgui Petróvich? Buenos días. Nicolai Nikoláyevich necesita que Lysakov venga aquí urgentemente.
Dotsenko notó cómo se tensaban las manos de Sitova, que estaba sentada a su lado.
—Relájate —le susurró con voz apenas audible—. ¿De qué tienes miedo? Entrará un hombre, pasará a tu lado, le observarás en vivo y en directo, y nada más. La secretaria le hará alguna pregunta, él contestará, y así podrás oír su voz. Tengo que estar seguro de que no te has equivocado.
—Sé a ciencia cierta que no me he equivocado —le contestó Nadezhda, también en un susurro—. Estoy terriblemente nerviosa.
—No tienes por qué estarlo —dijo Mijaíl encogiéndose de hombros con indolencia, aunque sentía un desagradable frío recorrerle las entrañas.
Ya habían emprendido algunas acciones partiendo del supuesto de que Lysakov era el hombre al que buscaban. ¿Y si Nadezhda se había equivocado?
Ésta se había acercado a Misha aún más, de modo que el joven pudo sentir el calor de su cuerpo incluso a través de la gruesa tela de la americana.
—Misha, y si resulta que me he equivocado, ¿te reñirán?
—Claro que sí —murmuró él casi sin mover los labios.
Sentado sobre el mullido sofá de la bien caldeada antesala, tenía que esforzarse por combatir el sueño. El proceso de los cuidados del detective emprendido por Sitova en su piso se había prolongado tanto que la segunda parte de trabajos de mantenimiento tuvo que ser sumamente intensa y acelerada. En diez minutos, Nadezhda consiguió meterle entre pecho y espalda una cantidad tal de comida que en condiciones normales Misha habría necesitado como mínimo una hora para ingerirla. Luego bajaron la escalera de dos en dos, corrieron hacia el coche, y Nadezhda condujo a velocidad vertiginosa para llegar al instituto a las cinco en punto. La tensión producida por aquella carrera automovilística había remitido, y ahora Misha Dotsenko se sentía como correspondía a un hombre que veinte minutos antes se había hinchado de comida rica y abundante. Le costaba esfuerzos sobrehumanos mantenerse justo al borde del abismo sin fondo del sueño.
La puerta que comunicaba la antesala con el pasillo se abrió, y entró Guennadi Lysakov. Nadezhda le miró de reojo procurando no volver la cabeza.
—Tánechka, ¿me ha llamado? —le preguntó Lysakov a la secretaria sin hacer caso de la pareja sentada en el sofá.
Sitova estaba sentada de modo que los que entraban en la antesala no podían ver su cara, casi del todo oculta tras el perfil viril de Misha Dotsenko.
—Espere un momento, está con una visita —respondió Tánechka en tono desabrido pulsando otra vez el interfono—. Nicolai Nikoláyevich, Lysakov está aquí. Bien. Ya puede pasar —le dijo a Guennadi Ivánovich con una breve inclinación de la cabeza.
Misha apretó con fuerza la mano de la mujer sentada a su lado.
—¿Qué me dices?
—Estoy completamente segura —contestó Nadezhda con firmeza.
—De acuerdo, vamonos.
Salieron de la antesala y se adentraron en el laberinto de largos pasillos dejando atrás una tras otra las puertas de despachos personales, de oficinas, de rellanos de escaleras donde se reunían los fumadores, de salas de conferencias.
—Nadiusa, vamos a entrar en algunos despachos, necesito leer un comunicado oficial a los empleados. Por favor, no les digas ni una palabra, ¿de acuerdo? De momento, todo está en precario, no se debe decir nada a nadie. Les diré sólo lo que necesitan saber. Es por aquí.
Empujó una puerta que llevaba el letrero «Secretario Académico Gúsev V. E»..
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Aparcó el coche delante de su casa pero no acababa de animarse a subir al piso. Con toda seguridad, su mujer estaba en casa, y tendría que hablar con ella, esforzarse por tragar la cena que ella le había preparado con gran cariño. La sola idea de la comida le hizo torcer el gesto involuntariamente. No, se quedaría un rato en el coche, prolongando la deliciosa soledad. Tenía que reflexionar sobre tantas cosas…
De modo que la querida de Galaktiónov, por algún motivo, había identificado a Lysakov. Claro, en aquel momento estaba casi inconsciente, tenía las ideas confusas y no pudo ver gran cosa. El otro día, cuando apareció delante del edificio de Petrovka, no le reconoció, su mirada se deslizó por su rostro sin detenerse ni un instante. Y hoy había identificado a Guennadi. Había sido un golpe de suerte increíble pero era ya un hecho consumado. Había visto con sus propios ojos cómo sacaban a Lysakov del instituto y cómo le metían en el coche policial. Y antes de esto, había visto a Sitova acompañada de un funcionario de policía. Por supuesto, Guennadi protestaba, agitaba las manos, gritaba que era una tropelía, un atentado contra la legalidad. Todo el mundo decía eso cuando le detenían, incluso los delincuentes sorprendidos con las manos en la masa, por lo que su enardecida oratoria no conmovió a nadie. ¡Qué suerte, qué suerte más extraordinaria!
Así estaban las cosas en ese momento. Pero ¿y si Sitova cambiaba su declaración? ¿Y si miraba a Lysakov con un poco más de detenimiento y se daba cuenta de su fallo? Claro que esto no supondría, ni mucho menos, que luego identificase al verdadero criminal al que Galaktiónov recibió en su casa aquel día. Entonces, soltarían a Lysakov, pero el mundo no iba a acabarse por eso. Seguirían buscando. Lo malo era que seguirían pululando por el instituto. Había que aprovechar la situación al máximo, y cuanto antes mejor, antes de que nadie comprendiera que se trataba de un error. Por suerte, al día siguiente sólo se trabajaba hasta el mediodía y luego era fiesta. Todo el trabajo se iba a parar, y para el jueves ya lo tendría todo arreglado de tal manera que a nadie le cupiese duda de la culpabilidad de Guennadi Lysakov. Se preguntaba cómo habían logrado relacionar a Sitova con el instituto. Era algo que no debía haber ocurrido. ¿Cómo había ocurrido? ¿En qué se había equivocado? Probablemente, en lo del cianuro. Sí, claro, el cianuro era la causa. Cuando Galaktiónov le entregó las ampollas, lo primero que hizo fue mirar las marcas. Le llamó la atención que las ampollas provenían del mismo laboratorio que hacía suministros para el instituto. Eso no le gustó pero ya era tarde para echarse atrás. Tal vez la policía, al investigar el asesinato de Galaktiónov, se dio cuenta de que en el instituto se utilizaban unas ampollas idénticas y decidió que era allí donde tenían que buscar al asesino. Nada que objetar, su razonamiento había sido correcto aunque al final se habían equivocado de hombre.
O tal vez todo había ocurrido de otra forma, pues Sitova, como había resultado, era amiga de aquella policía rubia. Las mujeres siempre eran mujeres, incluso las que trabajaban en la policía criminal. Siempre tenían que contárselo todo unas a otras. Quizá la rubia le mencionó a Sitova que estaban buscando al asesino entre los empleados del enorme instituto, le enseñó un montón de fotos para darle una idea de lo difícil que era identificar a un hombre entre dos centenares de candidatos. Sitova les echó un vistazo y dijo que había reconocido a Lysakov. ¿Pudo haber sido así? No era muy probable pero sí posible. Las coincidencias se daban, el caso del cianuro era un ejemplo. ¿Acaso no era una coincidencia el que Sitova tuviese una amiga que trabajaba en la policía criminal? Era una coincidencia con todas las de la ley. ¿O el que Sitova tuviese la ocurrencia de marcharse a casajusto cuando él estaba allí hablando con Galaktiónov, y no media hora más tarde? ¿No era una coincidencia acaso?
Bueno, el porqué de la detención de Lysakov era lo de menos. Lo que sí era importante era que le habían detenido, y tenía que aprovecharlo. Los funcionarios de la policía habían difundido un comunicado secreto informándoles de que Lysakov permanecería en casa y que se le haría firmar un documento en el que se comprometía a no abandonar la ciudad, porque los calabozos estaban llenos y no había sitio para nuevos detenidos. Nada menos que una semana antes, a Guennadi le habrían puesto a buen recaudo pero ahora, debido a la intensa búsqueda del asesino del periodista de televisión, se había reforzado la vigilancia policial, las patrullas se llevaban de las calles a toda la escoria delictiva, a todos los cacos, y los metían en los calabozos. Estaban como sardinas en lata. Tenía su lógica: a mayor número de efectivos policiales, más tupidas eran las redes, y cuanto más tupidas eran las redes, más abundante era la pesca.
Tenía que formular el objetivo final y luego pensar en el modo de alcanzarlo. Había que impedir que Sito va se diese cuenta de su error y comprendiese que se había equivocado al señalar a Lysakov. Sólo por eso era preciso silenciarla para siempre jamás. Además, había que hacerlo de modo que la culpa recayese sobre Lysakov, quien, gracias a Dios, se encontraba en su casa y podía desplazarse libremente por toda la ciudad. Su compromiso de no abandonar la ciudad no le impedía salir del piso todo lo que le viniese en gana.
Tenía la dirección y el teléfono de Sitova. Y también tenía la segunda ampolla de cianuro. Había sido una afortunada intuición la que le aconsejó decirle a Galaktiónov que le consiguiese dos ampollas. Bueno, parecía que tenía todo lo necesario para poner en práctica su plan. Sólo faltaba calcular el tiempo. Mañana estaría en el instituto hasta el mediodía. Luego había prometido acompañar a su mujer al supermercado. Después la llevaría al chalet y regresaría a Moscú. Si lo hacía todo bien, por la noche tendría tiempo suficiente para realizar lo que había planeado. Y luego volvería al chalet. Estos días, Lysakov estaba solo en casa, su mujer se había marchado a ver a sus padres, que vivían en otra ciudad. De manera que, pasase lo que pasase, no tendría a nadie que corroborase su coartada.
Se miró las manos, grandes y fuertes, que reposaban en el volante, y comprobó con satisfacción que no le temblaban. Estaba concentrado y sereno, tenía seguridad en sí mismo y en la validez de sus cálculos. Podía hacerlo. Podía apartar de sí el peligro, terminar el aparato, cobrar los honorarios y obtener la libertad. Exactamente por este orden y con este resultado.
Permaneció sentado unos minutos más, relajado, con los ojos cerrados. Luego, de mala gana, cerró el coche y entró en el portal.