17
A las nueve de la mañana, la gran sala de la
14a B.T. estaba llena de rumores, llamadas telefónicas y teclear de
máquinas de escribir. De pie sobre las mesas, con las cámaras
levantadas por encima de sus cabezas, los fotógrafos de prensa
actuaban. Otros, escurriéndose por entre un bosque de piernas,
buscaban el mejor ángulo. Uno de ellos, con la Rolleiflex en las
manos, se arrastraba sobre su vientre sin preocuparse por las
colillas y los escupitajos que llenaban el suelo. Sentado en una
silla, con la espalda vuelta hacia las enrejadas ventanas, el Pirao
les dejaba hacer, frío, tranquilo y duro. Sus pálidos ojos, tan
expresivos como los de un pescado muerto, apenas parpadeaban bajo
los flashes.
Le habían quitado las gafas y su extraño
sombrero y habían curado someramente su brazo, cuyo codo sólo se
había dislocado. Su abrigo a cuadros colgaba, como una capa, de sus
hombros. Sus zapatos sin cordones bostezaban sobre unos calcetines
tejidos a mano. No llevaba ya corbata y por la abertura de la
camisa su nuez sobresalía del flaco cuello.»
Encadenadas, sus manos de campesino, de las
que la derecha estaba hinchada, reposaban inertes e indiferentes
sobre el tejido marrón del pantalón...
Entre la multitud que rodeaba al asesino,
Dufour, hinchado de orgullo, respondía a las preguntas de un
periodista americano. Estaba orgulloso de sí mismo y de poder
mostrar que también Francia poseía su enemigo público número
uno.
Felicitados y admirados por Barot, Muffieux
y Falzer, que se habían cambiado, posaban para Detective, Muffieux
con su eterno sombrero de gángster sobre el cráneo, Falzer, digno y
severo.
A la derecha del Pirao, pero no lejos,
Cricri estaba sentada detrás de la pequeña barrera, junto a un
joven malhechor que sólo tenía ojos para el Pirao. A un extremo del
banco estaba sentado un hombre vestido de cura sumido en sus
pensamientos.
Los fotógrafos no olvidaban a Cricri. Ella
satisfacía sus demandas sonriendo a boca llena, pensando en la
envidia de sus compañeras. Ni siquiera parecía advertir que aquello
iba a costarle muy caro. No denunciar a un malhechor. Eso se
pagaba. Sobre todo si se trataba de un tipo como el Pirao, al que
esperaba la guillotina.
Los dos agentes que, por medida de seguridad
especial, custodiaban la puerta de entrada metralleta en mano, se
apartaron ante Vardier. Deteniéndose en el umbral, el O.P., con las
manos en los bolsillos, paseó una vaga mirada por encima del
tumulto. Cayendo de su sombrero echado hacia atrás, un mechón de
cabellos trazaba una coma negra en su frente inteligente. Sus
mejillas estaban sin afeitar, sus vestidos sin cepillar ni
planchar. Una colilla se consumía en sus labios y el humo subía
hacia sus oscuros ojos turbados por el alcohol. Porque ahora bebía.
Y mucho. No por debilidad, no. Ni para olvidar. ¿Qué podría querer
olvidar? ¿Acaso un hombre como él...? No, si bebía era, más bien,
por náuseas y por desprecio. Tras haber sido el héroe, se había
convertido en el apestado de la brigada. Los demás apenas le
saludaban. Y la mayoría le hacían ver a las claras que ni iba a
permanecer mucho tiempo entre ellos. Se vengaban a su modo. Antes,
si no les caía bien, al menos le respetaban. Mientras que ahora...
Y como su orgullo le impedía explicarse, confesar que sentía lo del
viejo Taillis... Al fin y al cabo, ¿acaso no había arriesgado
veinte veces su vida también él? ¿No habría dado su piel, si
hubiera podido, para salvar la del viejo?
Escupió su colilla, se encogió de hombros.
Había cometido una estupidez. Una gran estupidez. Peor para él.
Tenía que encajar. Como un hombre. Y lo más duro era, además, ver
allí al Pirao y no haber participado en su detención. Brevet le
había negado este último placer. Y sin embargo, qué feliz habría
sido yendo a ver a Lebouvier, paralizado en su cama, para
anunciarle: «¡Ya está, amigo. Le tenemos!» Mientras que hoy, todo
lo que podría decirle...
Apartando a periodistas y colegas, se abrió
camino hacia la mesa del fondo. A su paso, Barot le tendió la
mano.
—Buenos días, Paul —gritó—. ¿Has visto?,
¡ahí está! ¡Le tenemos!
Ignorando la mano que se le ofrecía, Vardier
siguió su camino. Chasqueado, Barot le miró con ojos lastimeros.
Didier le palmeó el hombro.
—No hagas caso —dijo—. Está medio borracho
todavía.
Sin sacarse el abrigo, Vardier se sentó en
la mesa más alejada. Estaba rabioso. Sólo faltaba que uno de los
pocos que le saludara fuera, precisamente, Barot. Había para
echarse a llorar. ¿Qué esperaban Brevet o Dufour, para ponerle al
corriente, para decirle que Vardier había intentado quitarle a su
mujer? Eso simplificaría las cosas. Pero no. Se callaba. Todos
callaban. Y él debía soportar las sonrisas lastimeras del novato,
sus apretones de mano, su admiración. Pues el colmo era que seguía
admirándole. No quería saber nada cuando le decían que Vardier era
responsable de la muerte del viejo Taillis y, por poco, también de
la suya. No. Barot respondía que la culpa era de él y confesaba su
miedo.
Vardier hurgó en sus bolsillos y sacó un
cigarrillo arrugado. Se lo llevó a los labios y lo encendió. Una
verdadera pena... Alargando el brazo se puso a jugar con las
municiones y los tres revólveres desarmados del asesino, que se
encontraban allí. Con el espíritu vacío, la mirada apagada, se
divirtió amontonando los cargadores y haciendo rodar las balas...
Ni siquiera levantó la cabeza cuando escuchó los gritos de
Brevet.
—Vamos, muchachos ¿No tenéis ya vuestros
artículos y vuestras fotos? Entonces, sed amables, ¡dejadnos solos!
¡Nos queda todavía mucho que hacer!
En medio de una nube de humo, los
periodistas se dirigieron bromeando a la salida. Atrapado en el
remolino, Barot se halló junto al cura, que también se iba.
—Le están empujando un poco, ¿verdad?
El rostro del sacerdote se iluminó.
—No es nada, hijo mío. ¡Esos jóvenes son tan
impetuosos!
—Espere, voy a abrirle paso —propuso
cortésmente el joven Barot.
Cuando, seguido del cura, llegaba ante uno
de los agentes de guardia, retumbó una voz:
—¿Adónde vas, Gilbert, Dios santo?
Barot se volvió cubriendo la salida. Pandraz
se acercaba a grandes pasos. Barot desorbitó sus ojos.
—¡Pero si no me iba, señor principal! —dijo
señalando al sacerdote—. ¡Sólo acompañaba al señor cura!
Un brillo divertido se encendió en la mirada
del coloso. Agarrando al sacerdote por la sotana, le devolvió a la
sala y dijo:
—Conque al señor cura, ¿eh? ¡Vamos, no
bromeemos!
Dirigiéndose al pretendido cura, le amenazó,
señalando con el brazo hacia el banco donde estaba Cricri:
—Corre a sentarte, pillastre. ¡Rápido! Si
no, te doy una patada en el culo.
Y precisó al joven Barot, que le miraba
horrorizado de verle maltratar a un santo varón:
—Es un cura de pacotilla, muchacho. Un
ladrón de cepillos. Le hemos echado el guante esta mañana, durante
una misa. ¡Presta más atención en el futuro!
Los ojos de Barot se abrieron
desmesuradamente. Su mandíbula cayó.
—Caramba, eso sí que... —farfulló—. Si me lo
hubieran dicho...
Pandraz soltó una carcajada, le palmeó la
espalda y se unió a Brevet en el centro de la sala.
Desaparecido el último periodista, la puerta
dejó entrar a cuatro hombres, dos de ellos O.P. Uno de los hombres
iba esposado. Pandraz interrogó con la mirada a los O.P.
—Un carterista —explicó uno acercándose con
el grupo—. Acabamos de cogerle, hace un instante, en el autobús. El
es su víctima.
Y señaló al otro, un caballero de edad,
corpulento y de rostro colorado. Viendo que aludían a él, éste dijo
en seguida con ojos furibundos:
—¡Miren lo que me ha hecho, señores! ¡Miren!
¡Hacerme esto a mí!
Levantaba el tejido del bolsillo de su
abrigo que colgaba, cortado por una hoja de afeitar.
—¡Hacerme esto a mí! —continuó con aire
trágico—, ¡A mí, que acabo de llegar de Béziers! Esos parisinos...
¡Es un escándalo!
En la sala florecieron, furtivas, las
sonrisas. Divertidos, algunos O.P. se detuvieron cerca del hombre,
que seguía en el mismo tono:
—¡Y llevaba conmigo una fortuna! ¡Una gran
fortuna! ¡Una enorme fortuna!
Conteniendo una sonrisa, Brevet se hizo el
asombrado.
—¿Pero lleva su dinero así, en el bolsillo?
¿En un bolsillo del abrigo?
—Claro —dijo el hombre—, ¿Dónde iba a
llevarlo? ¡Ocupa mucho lugar! ¡Llevaba un millón!
Un silbido admirativo general le animó a
proseguir.
—¡Como les estoy diciendo, caballeros! Un
millón en buen dinero envuelto en un periódico. Y ese ladrón...,
ese malhechor...
Su dedo tembloroso acusaba al hombre
esposado.
—...ese traidor..., ese perdido... ese
asesino...
—¿No le han encontrado nada? —tosió Brevet,
dirigiéndose a sus hombres.
Estos sacudieron la cabeza. Uno dijo:
—No. patrón. ¡Y eso que hemos actuado de
prisa! Estábamos en la plataforma, a un metro de ellos. Pero el
tipo ha debido de pasar el paquete a un tercero. Ya sabe cómo
actúan.
¡Vaya si lo sabía! Miró con detalle al
hombre esposado, un rubiales de piel clara. ¡Rediez, otro polaco!
No había mejores especialistas para el carterismo que ellos y los
italianos...
A lo lejos, el Pirao vigilaba la escena.
Parecia mirar con fijeza un punto indeterminado ante él, pero en
realidad no quitaba el ojo del grupo de policías. Ningún músculo se
movía en su chupado rostro, al que el tinte negro de cabellos y
bigotes hacían macilento.
Con los pies separados, bien plantados en el
suelo, el busto erguido, la cabeza rígida, los ojos como ausentes,
parecía de piedra. Pero bajo los faldones del abrigo, que había
llevado hacia sus rodillas, las encadenadas manos se movían. Por su
bragueta desabrochada, tiró del alambre al que estaba atada la
granada. La soltó con precaución. Cuando sintió en la mano el
objeto asesino, liso y tibio, un reflejo de odio brotó de su pálida
mirada. Dejó escapar un breve suspiro. Una mueca lívida levantó las
comisuras de sus labios. ¡No se iría solo! Con el pulgar, acarició
la delgada envoltura metálica del ingenio, cuyo poder destructivo
conocía. Su amigo el artificiero se lo había explicado al
prepararla: ochenta gramos de explosivo nitratado, casi la potencia
de una granada ofensiva ordinaria. Con un radio de acción de una
decena de metros y estallido al cabo de algunos segundos. ¡Bastaba
para hacer saltar a los polizontes de mierda!
Sin mover una pestaña, comenzó a arrancar el
pasador de seguridad. Ya que estaba frito, completamente frito, iba
a permitirse el lujo de marcharse a lo grande. Mejor era reventar
en seguida que esperar una futura madrugada, cuando en el patio de
la Santé... Porque ahora ya nunca podría evadirse. Condenado a
muerte en rebeldía, iban a encerrarle en el recinto de alta
vigilancia, donde no tendría ninguna oportunidad ya. Ninguna. De
modo que... Con la mano derecha apretando la palanca del
disparador, terminó de sacar el pasador con la izquierda. Como las
esposas dificultaban sus movimientos, lo mejor era empujar la
granada con el pie hacia el grupo de polizontes. Fríamente. Ellos
desconfiarían menos y eso le evitaría tener que hacer un movimiento
con sus brazos trabados. Iba a inclinarse lentamente, poner la
granada en el suelo, soltar la palanca del disparador y, con una
ligera patada... ¡No podía fallar el blanco...! Los malditos
polizontes estaban a cinco o seis metros, un poco a su
izquierda...
Desde hacía algunos instantes, Vardier había
dejado de manosear los cargadores y las balas puestos en la mesa. A
la altura del sombrero, su ojo derecho, advertido, no dejaba de
mirar al Pirao. El O.P. intentaba comprender, adivinar lo que
pasaba bajo los faldones del abrigo que cubrían la rodilla del
asesino. Aquel temblor bajo el tejido le intrigaba, despertando sus
instintos de cazador. Frunció el ceño al ver que el Pirao se
inclinaba. ¿Qué se llevaría entre manos? ¡No tenía armas! Ahí
estaban, en sus manos. De pronto vio que la pierna del asesino se
distendía. Un objeto casi plano, brillante, resbaló por el suelo y
se detuvo blandamente, como un tejo, a cincuenta centímetros de
Barot y de Pandraz, que le volvían la espalda. Rápido, Vardier
llevó su atención hacia el asesino que, por reflejo, se protegía la
cabeza con sus manos encadenadas, esperando algo. En una décima de
segundo, el O.P. lo vio claro. Saltó, se lanzó hacia adelante con
las manos extendidas ante sí. Su sombrero revoloteó en el aire. El
banco donde estaba sentado cayó con estruendo. Todas las cabezas se
volvieron, los ojos se desorbitaron. En vuelo planeado, Vardier
cayó a los pies de Barot, con la mano derecha tendida hacia el
objeto liso y brillante que recogió. Vardier aún no había tocado el
suelo cuando ya estaba de pie, giraba sobre sí mismo con la mano
izquierda hacia adelante y el hombro hacia atrás, en la postura de
un lanzador de pesos. Pero no terminó su movimiento. En un instante
acababa de comprender que el ingenio atravesaría los cristales pero
quedaría bloqueado por el enrejado. No se lo pensó dos veces. Con
los dientes prietos en su decisión, sin una palabra, saltó en el
aire y se dobló en dos mientras colocaba brutalmente su mano
derecha contra su vientre. Apenas su cuerpo tocó el suelo cuando la
granada explotó bajo él, destrozando el suelo de madera,
lacerándole las entrañas. El ruido sonó en la sala con el estruendo
de un trueno. Pedazos de madera cruzaron el aire. Los cristales
saltaron a pedazos. El olor de la pólvora se extendió por la
estancia. Cricri soltó un aullido. Tendidos en el suelo, los dos
gendarmes apuntaban con sus metralletas sin saber a quién. Algunos
cascotes cayeron al suelo. Hendiendo una nube de polvo, Pandraz y
Brevet saltaron. El primero sobre el Pirao, quien, asombrado de
estar todavía vivo, les miraba con ironía.
Brevet hacia Vardier, ante quien se
arrodilló.
—¡Paul —gritó—. Paul!
El O.P., cuyo brazo mutilado era invisible
bajo el cuerpo ensangrentado, levantó una mirada velada hacia el
jefe de la 14a B.T.
—Estoy bien, patrón —murmuró con voz débil—.
Es...
De pronto, se puso rígido. Las puntas de sus
zapatos rascaron el suelo levantando dos nubecillas de polvo.
Brevet, descompuesto, se levantó. Sonó un teléfono. El O.P. de
guardia descolgó estornudando, antes de decir con tono
maquinal:
—Aquí la 14a B.T. Dígame...
Un silencio. Estaba tomando unas notas. Por
fin, su voz crepitó, cruzando la sala donde caía el polvo.
—¡Didier, Barot, os toca a vosotros!
Agresión en la calle Martyrs. En el 47. ¡Rápido!
Barot, que con la mirada fija en el cuerpo
de Vardier se mordía los puños, tuvo un sobresalto. Volvió hacia
los teléfonos un rostro crispado, afeado por el miedo y,
lentamente, regresó hacia el cadáver de su antiguo compañero. De
pronto, sus hombros se levantaron, su puño cayó. Un reflejo hosco,
casi feroz, pasó por sus ojos de un marrón tierno. Con paso rápido,
repentinamente seguro, se reunió con Didier, quien, cerca de la
puerta, con el rostro hierático en su dureza, hacía subir una bala
a la recámara de su 7,65 de reglamento.
«Chez Léopold»
Les Vaux-de-Cernay
Abril-mayo, 1956