8

Mezclado con la muchedumbre que salía de los cines, Vardier subía por la calle Saint-Denis. Había dejado a Barot y al coche en la esquina de los bulevares. Antes habían pasado por el Quai des Orfèvres a recoger la lista de los coches robados. Y el joven Barot empezó a descoyuntarse el cuello intentando ver el número de matrículas de los coches que pasaban. Vardier se había encogido de hombros. Con la experiencia el novato se calmaría. Algún día sabría que encontrar así, sin más, un coche robado era un milagro. Y que hacía falta suerte. Una suerte de todos los diablos.
Vio, a lo lejos, la fachada del Diable-Bleu y aminoró el paso. Una mujer que, apoyada en la puerta metálica de una carnicería, fumaba soñadoramente, le tomó del brazo.
—¿Vienes a divertirte un poco, guapo?
Soltándose sin brusquedad, Vardier siguió su camino. Al ver a otra mujer, una gorda con una falda plisada, que se disponía a interpelarle, se le adelantó haciendo que no con el dedo La mujer se desvió y, contoneándose, fue al encuentro de un tipo que hablaba solo.
A través de las cortinas, Vardier echó una ojeada al interior del bar. Estaba animado. Antes de subir con un nuevo cliente, las mujeres de la calle Blondel reían y charlaban en el mostrador. Sentado ante una mesilla, un vendedor de periódicos, con mocos en la nariz, envolvía sus monedas en pedazos de papel. Más lejos, un grupo de hombres sentados a una mesa hablaban en voz baja. Y aparte, al fondo, cuatro más jugaban a las cartas. Uno de ellos era el Nizardo. Detrás de la barra, el patrón, Fernand Ojos Azules, bromeaba con una mujer cuyo cuello surgía de un zorro plateado.
Vardier miró de nuevo. Pero no había rastro alguno de lo que esperaba... Se puso otra vez en marcha con sus andares de paseante y, cien metros más arriba, penetró en una tasca. Tras haber reclamado una ficha en la caja, se encerró en la cabina telefónica.

 

No muy ancha, la calle estaba desierta y negra. A lo lejos, se distinguía la animación de la calle Saint-Denis. Una silueta acababa de perfilarse. Un ruido de pasos turbó el silencio. La silueta se adelantó, tomó forma. Sin separarse del oscuro muro que le disimulaba, Vardier espetó:
—Bueno, venga.
Jeannot el Nizardo se sobresaltó. Mirando de reojo con inquietud, murmuró:
—No es prudente. Si los otros sospecharan...
—Y un cuerno. No te he pedido tu opinión. ¿Qué hay de nuevo?
—Bueno... —dudó el Nizardo—, nada.
Un gesto brusco. La mano de Vardier surgió de la oscuridad y atrajo al Nizardo.
—Escucha, asqueroso —gruñó el O.P.—. No estoy para perder el tiempo buscándote. Sigo esperando tus informes. ¡Venga!
Su rostro se había pegado al del Nizardo. Cruel, su mirada registraba al otro hasta el fondo del alma. Su puño se retorció en el abrigo azul de buen corte. Repitió con voz ronca, áspera:
—¡Venga!
El Nizardo parpadeó. Dijo entrecortadamente:
—Palabra... No hay nada nuevo... He intentado saber, pero...
La nariz de Vardier se contrajo. Su rostro blanqueó. En la lana, su puño acentuó la torsión. Un botón cayó en la acera saltando alegremente.
—¡Mientes, cerdo! —escupió Vardier—, Mientes, lo sé. Suéltalo o...
—¡No irá usted a prenderme...! —suplicó el Nizardo, palideciendo también—. No puede hacerme eso... ¡Estábamos de acuerdo!
Vardier le rechazó con brutalidad.
—¡Basta de tonterías! ¡Suéltalo o te llevo a la brigada!
El Nizardo volvió la cabeza en dirección a la calle Saint-Denis. Evitando la mirada de Vardier, dijo:
—De mi tío, le juro que no he sabido todavía nada. Nadie le ha visto. Pero...
—¿Pero? —le animó Vardier.
El Nizardo no terminó. Apretó los dientes como si hubiera cambiado de opinión. Vardier salió de la oscuridad.
—Como quieras —dijo—. Comienzo a estar hasta las narices de verte la facha. Hala, en marcha —añadió, empujándole sin miramientos ante sí—. Vamos a dar una vuelta por la brigada. Esta noche me encargaré de ti. Vas a pasarlas canutas, muchacho.
El Nizardo avanzó a pesar suyo. A su espalda, Vardier precisó con una voz que se había vuelto indiferente:
—Pero antes pasaremos por el Diable-Bleu a saludar a tus amigos. Eso les gustará.
El Nizardo se dio la vuelta bruscamente.
—¿Cómo? ¿Quiere decir que...?
—Eso es —rió sarcástico Vardier—. Les anunciaré que te vas de la lengua, que eres mi soplón desde hace dos años.
Por la mirada del Nizardo pasaron sucesivamente la rabia y el espanto. Levantó dos manos implorantes.
—No puede hacerme eso. Es juego sucio. Y además no es cierto. Jamás le he dicho nada, jamás he entregado a nadie.
Vardier hundió las manos en los bolsillos de su abrigo. Sus labios se fruncieron como si se dispusiera a morder. Fríamente dijo:
—La verdad me importa un bledo. Y también me importa un bledo tu pequeña reputación de maleante de tres al cuarto. Quiero al Pirao. Y lo tendré. Si te niegas a cantar, peor para ti. Primero voy a echarte por tierra ante los demás canallas. Me creerán. Sobre todo cuando sepan que te detuve por macarra y te solté sin condiciones. ¡En marcha!
El Nizardo no se movió. Parecía helado de estupor.
Vardier le soltó una patada en la tibia.
—¡En marcha, te digo!
El Nizardo movió negativamente la cabeza varias veces. Tomándole del brazo, Vardier le arrastró hacia el extremo de la calle, hacia la luz.
—¡No, no! —se debatió el Nizardo—. ¡No haga eso! ¡Me liquidarán!
El puño de Vardier se hizo más rudo. Rugió:
—¿Qué me importa? ¿Qué piensas que puede importarme tu vida? ¿Acaso tu tío se ocupa de la de los demás? ¿Acaso se ocupó de la de mí...? ¡Hala, vamos, en marcha, canalla!
Unos treinta metros les separaban de la calle Saint-Denis. Detenida en la esquina, una mujer miraba hacia ellos. Lloriqueando, el Nizardo la señaló a Vardier.
—No vayamos más allá... Tal vez ésta me conozca...
Vardier no soltó su presa. Al contrario. El Nizardo intentó liberarse. En vano. Dejó que le arrastrara todavía unos metros y luego capituló.
—Deténgase, le diré lo que sé. ¡Deténgase!
Sin soltarle el brazo, Vardier se inmovilizó. El Nizardo prosiguió rápidamente, como si eso le aliviara:
—El gran Jo y el Bordelés han preparado un golpe. Será el 25 de diciembre. La noche siguiente al réveillon.
—¿De qué tipo?
—Una marroquinería.
—¿Dónde y a qué hora?
—A las dos de la madrugada. En la calle La Boétie. En casa Piersi o Viersi..., un nombre parecido.
—¿Tu tío está metido?
—No puedo asegurarlo. Es posible...
Vardier comprendió que decía la verdad. Le soltó.
—¿Cómo lo has sabido?
Viendo que la mujer se alejaba, el Nizardo soltó un suspiro de alivio. Frotándose el brazo, respondió:
—Ayer por la noche, en el Diable-Bleu... El gran Jo y Gus estaban hablando de ello.
Vardier, despectivo, se asombró.
—¿En tus narices?
Y es que conocía, de oídas, a los hombres en cuestión. Viejos hampones, coriáceos y desconfiados. No eran el tipo de hombre que charlaba ante un gusano como el Nizardo.
—No —dijo este último—. No me vieron. Yo estaba en la cocina camelándome a la criada. Ellos estaban sentados con Fernand Ojos Azules en la mesa del fondo. Así que...
—Comprendo —cortó Vardier, que añadió en seguida—: Puedes largarte. Y espero, por tu bien, que el soplo sea cierto.
El Nizardo balbuceó una despedida y se alejó apresuradamente. Amenazadora, la voz de Vardier llegó hasta él.
—¡Y no te olvides de mi número de teléfono!
El Nizardo no se volvió. Vardier aguardó a que hubiera desaparecido por la calle Saint-Denis para, a su vez, dirigirse hacia allí.

 

Para matar el tiempo, el conductor estaba llenándose la panza. Un botellín de cerveza lleno de vino se mantenía, a su lado, calzado en el asiento. Como estaban a la vista de los viandantes, se había quitado la gorra para que nadie se fijara en el coche. Barot seguía con la lista de coches robados en la mano. Pero ya no se descoyuntaba el cuello. El cansancio comenzaba a afectarle. Y se limitaba a mirar a la gente con ojos fatigados.
Vardier abrió la portezuela, se dejó caer en el asiento delantero y preguntó:
—¿Alguna novedad?
El conductor dejó de masticar.
—Dos llamadas desde que te marchaste.
—¿Graves?
El conductor mostró su mejilla deformada por la comida.
—La primera, sí. Una agresión. La han pasado a otro coche. La segunda es un muchacho que debemos ir a buscar a la calle Thorel para llevarlo a Jefatura.
—Bueno, vamos —suspiró Vardier—. Es aquí mismo.
El conductor tomó el botellín, hizo saltar la cápsula y bebió un largo trago. Luego, guardándolo todo, se puso en marcha. Vardier se volvió hacia Barot.
—¿Qué tal?
—Bien —dijo el novato—. Pero no he descubierto ninguno de los coches señalados. No debe de ser fácil —añadió, doblando la lista.
—En efecto, no lo es —dijo Vardier con una mueca.
—Hay una cosa que me ha llamado la atención —continuó el novato—. Es impresionante la cantidad de gente que habla sola.
Vardier le miró. Estaba asombrado. ;De modo que el nuevo se había fijado en eso! Un punto para él. Era observador. Y tenía razón. ¡La de locos que llega a haber en París! Increíble. Debe ser a causa de los nervios, de la fatiga... Nada como patrullar en un coche para advertirlo. Todos los hombres cuyo oficio es vigilar a la gente conocen la enfemedad de la cháchara en solitario. Vardier inclinó la cabeza. A fin de cuentas, tal vez el novato no fuera tan zoquete como parecía.
El Frégate se detuvo ante la comisaría de la calle Sorel. Vardier saltó a tierra imitado por Barot. El polizonte de guardia, que para calentarse golpeaba el suelo con los pies bajo el rótulo «policía» iluminado sobre fondo azul, se llevó la mano a su quepis.
En el interior, algunos agentes jugaban a las cartas. Otros redactaban partes de accidentes. Inclinado hacia un viejo fogón a gas, uno pequeño y barrigón recalentaba café en una cacerola sin mango.
En la jaula enrejada, unas cuantas mujeres bromeaban, esperando que las transfirieran para la revisión sanitaria de la mañana siguiente. Cerca de ellas, un vagabundo se rascaba mientras mordisqueaba un mendrugo de pan. Otro, tendido sobre el cemento del calabozo, roncaba a pierna suelta.
Dos polizontes ciclistas, fortachones, ofrecían sus nalgas a la estufa metálica colocada cerca del armero.
Detrás de una especie de mostrador de madera, el cabo escribía con una pluma de mango rojo. Vardier fue a estrechar la mano al comandante de puesto.
—¡Salud! —dijo—. ¿Tienen ustedes un tipo para nosotros?
La pluma señaló a un muchacho joven, sentado en un banco.
—Sí, allí está —informó el cabo—. Robo de velomotor. Tiene que pasar mañana por el Tribunal Tutelar de Menores. ¿Quiere usted firmarme el recibo...?
Colocó una hoja ante Vardier. Este la leyó y firmó. El cabo la recuperó y le tendió unos documentos.
—Aquí están los partes y la hoja para Jefatura. Ahora, si quiere hacerles alguna pregunta, fueron ellos quienes le agarraron.
Su pluma señaló a los dos agentes ciclistas. Vardier le dio las gracias.
—Hola —les dijo a los dos hombres—, ¿De modo que vosotros habéis agarrado al mocoso? ¿Con las manos en la masa?
—Sí —declaró uno de los polizontes—. En el bulevar Bonne-Nouvelle. Intentaba poner en marcha un velomotor.
Vardier escrutó al chiquillo, un jovencito rubio de quince o dieciséis años, mal vestido.
—¡Acércate! —ordenó con rudeza.
El muchacho dejó su banco. Vardier miró a los agentes.
—¿Le habéis dado un repaso?
—Sí —dijo el segundo—. Llevaba encima un par de pinzas e hilo eléctrico.
—¡Nada menos! —ironizó Vardier, tomando al chiquillo por un brazo—. El caballerete está organizado. ¿Cuántos velomotores has afanado?
El muchacho evitó su mirada.
—Uno solo —dijo—. El de esta noche.
Vardier le sacudió.
—¿Quieres que te suelte una torta? ¿Cuántos?
Tras un momento de duda, el chico confesó como si le importara un comino:
—Cinco. Cinco en total.
—¿Los has vuelto a vender?
El mocoso pareció estar muy interesado en el cinturón del primer polizonte.
—¡Responde! —bramó Vardier.
—Sí.
—¿A quién?
El muchacho no chistó. Vardier levantó la mano.
—¿A quién?
Lentamente, el muchacho ofreció su rostro, señalado por las calles de Paris.
—No lo recuerdo —dijo entre sus dientes apretados.
La mano de Vardier cruzó el aire. La bofetada hizo saltar a una mujer de su banco. Los polizontes, por su parte, permanecieron inclinados sobre sus papelotes. Vardier levantó la mano de nuevo.
—¿A quién?
El muchacho le miró fijamente, sin parpadear. Vardier le abofeteó por segunda vez.
—¿A quién?
Agarrada a las rejas, la mujer comenzó a aullar.
—¡Hatajo de cerdos! ¡Pegar a un chiquillo! ¡Pandilla de cobardes!
Un agente se acercó a ella, suspirando.
—Vuelve a tu sitio. Nos estás tocando los cojones...
—¡Ojalá! —replicó la mujer sin moverse.
El agente le indicó el fondo de la jaula.
—Siéntate allí o te encierro en una celda para toda la noche.
—¿Y a qué estás esperando? —desafió ella—. Mejor estaré a la sombra que viendo vuestras caras de mierda.
—Tú lo has querido —dijo el polizonte encogiéndose de hombros—. Vamos, muévete.
Abrió la jaula. La mujer salió haciendo repiquetear sus talones. El agente cerró de nuevo y se la llevó por la puerta del fondo. Antes de desaparecer, la mujer le gritó al muchacho:
—¡Aguanta, muchachito! ¡No cantes!
El agente le palmeó las nalgas y dijo, sin enfadarse:
—Déjanos en paz de una vez. ¡Ah!, esas hembras...
Una sonrisa dura pasó por los labios del muchacho, que ni siquiera se había llevado la mano a su ardiente mejilla.
—¿A quién? —repitió Vardier—. ¿A quién se los vendiste, rediós? ¡Responde o te machaco!
El muchacho se aclaró la garganta. Un brillo astuto iluminó su mirada. Se decidió.
—Los vendí en un baratillo... Por piezas.
—¿Recuerdas a quién?
—¿Cómo quiere usted que lo recuerde? —murmuró—, A unos extranjeros..., en la acera.
Barot admiró la artimaña. Era muy astuto. ¿Cómo encontrar a los peristas en tales condiciones? Pero conocía mal a Vardier. Este agarró al muchacho con las dos manos.
—Escucha —dijo sin entonación alguna—, Cuando estoy en un asunto siempre llego al final. Y conozco tus puñeterías desde mucho antes que tú. Voy a llevarte a un despacho. Pasaremos la noche juntos. No te molesta, ¿verdad? ¡Hala, en marcha!
Le empujó brutalmente ante sí. El muchacho tropezó. Vardier le agarró por la trasera de su chaqueta y le empujó hacia la puerta del fondo.
—Tú y yo mano a mano, guapo —dijo—. Nos divertiremos de lo lindo.
Abrió la puerta que daba a un corredor sumido en la oscuridad. El muchacho sufrió un brusco sobresalto. Se dio cuenta de lo que aquello significaba, cedió. Volviéndose hacia Vardier, dijo con voz blanda:
—De acuerdo, usted gana. Le pasé las máquinas al carbonero de la calle de la Lune.
Vardier se lo llevó junto a la estufa.
—Anota eso —le dijo a Barot—. Mañana nos ocuparemos del tipo. Ahora vámonos. Ya hemos perdido bastante tiempo.
Por propia iniciativa, el chico se dirigió hacia la salida. Vardier saludó con la mano y le siguió con Barot.
Al verles, el conductor, que pegaba la hebra con el polizonte de centinela, volvió a subir al Frégate... Vardier hizo que el muchacho subiera junto a Barot y tomó su lugar. El conductor embragó. Vardier encendió la lámpara especial colocada en el montante de la derecha y leyó el informe de los agentes ciclistas.
—¿Naciste en Checoslovaquia? —se asombró al cabo de un instante, sin volver la cabeza.
—Sí —dijo el chiquillo—. Pero mi padre era francés. Cayó prisionero. Allí conoció a mi madre.
Vardier levantó una hoja.
—¿Qué ha sido de ellos?
Hacía frío en el coche. El muchacho se levantó el cuello de la chaqueta.
—Muertos —dijo—. Los dos.
Barot puso una mano sobre su rodilla.
—¿En un bombardeo?
—No —dijo el chiquillo—. Fusilados.
—¡Ah...! —exclamó Barot palmeando amistosamente la rodilla, que el otro no retiró.
—Esta no es razón para afanar velomotores —aseveró Vardier—, Eso va a costarte caro.
El chiquillo ahogó un bostezo. Barot le tendió su paquete de cigarrillos. El otro avanzó una mano agradecida. La voz de Vardier detuvo su gesto.
—No —dijo con dureza—. No hay tabaco para los ladrones.
—Pero... —balbuceó Barot.
—He dicho que no hay tabaco —replicó Vardier silabeando.
Barot dirigió al muchacho un gesto de lamentación y guardó su paquete.
Llegados a Jefatura, el conductor hizo señas con los faros. Una sombra engorrada, arrebujada en un pesado abrigo negro, se aproximó.
—¡Ya va! —gruñó reconociendo uno de los coches patrulla—. Les abro en seguida.
Se alejó y apretó un botón. Una pesada puerta rechinó sobre sus goznes. El coche penetró bajo una bóveda, cruzó una reja y se detuvo en un patio pequeño, siniestro, apenas iluminado.
Vardier descendió, indicó por señas a Barot que se encargara del chiquillo. A la derecha chasquearon unos cerrojos. Una gruesa puerta, forrada de hierro, se abrió. Un hombre con una blusa gris apareció en lo alto de los peldaños. Era alto, huraño y no iba afeitado. Preguntó:
—¿Qué me traéis, muchachos?
Vardier señaló al jovencito que tiritaba en el patio glacial.
—Un crío. Robo de velomotor.
—¡Otra vez! —estalló el hombre—. ¡Esos críos de mierda! ¡Es que no terminaremos nunca!
Fulminó al chiquillo con la mirada.
—¡Camina! —ladró.
Seguido de Barot y Vardier, el muchacho subió la escalera. Estaba pálido pero no lloraba. Entraron todos. Cuidadosamente, el hombre de la blusa corrió de nuevo los cerrojos a su espalda y dio una vuelta a la gran llave. Luego condujo al grupo hacia una sala de techo alto, triste y lúgubre, mal iluminada por una sola lámpara. En la penumbra se adivinaban ventanillas enrejadas.
El hombre tendió la mano. Vardier depositó en ella los papeles de la comisaría. Sin leerlos, el hombre la emprendió con el muchacho.
—¿No vais a terminar de tocar los cojones a la gente? ¿No podéis dejar dormir en paz a los demás? ¡Montón de basura! ¡Ponte allí!
Su brazo tendido señalaba otra sala perdida en la oscuridad y que, en la distancia, parecía inmensa y fría.
El muchacho se dirigió hacia donde le indicaban. El hombre de la blusa aulló:
—¡Y, sobre todo, no muevas ni un dedo!
Barot no se sentía bien. ¿Sería por culpa de aquel lugar, de las rejas, los barrotes y el ambiente gris...? ¿O simplemente estaba triste al ver a ese muchacho, nacido de la guerra, desapareciendo por allí, con la espalda encorvada, tan pequeño entre la gran maldad de los hombres...?
Llevó dos dedos a sus párpados y, rápidamente, se apresuró a encender un cigarrillo.