10

—La mano pasa a quinientos luises... ¡Vamos! ¿Quién la toma?
Un murmullo se elevó de la larga mesa de bacarrá. Para reclamar silencio, el croupier, un corso de rasgos enérgicos, golpeó con su paleta el distribuidor.
—Señoras, calma, por favor... Hay una mano a quinientos luises. ¿Quién la toma?
Un enorme brazalete de oro que rodeaba una muñeca captó la luz; algunas fichas cayeron en el centro de la mesa. El corso empujó el distribuidor hacia la propietaria del brazalete, una mujer de cuarenta y cinco años cuyo marido era mayorista en el ramo de la alimentación. Llevaba un vestido rojo y un ridículo sombrero del mismo tono sobre sus decolorados cabellos. Un collar refulgía en su abundante cuello y dos anillos brillaban en sus dedos amorcillados. Un abrigo de visón cubría negligentemente unos hombros demasiado gruesos. Jeannot el Nizardo, de pie tras ella, se inclinó hacia su adornada oreja.
—¿Vamos a medias, señora?
Ella iba a negarse cuando su mirada se cruzó con la mirada cálida del Nizardo. Era un guapo mozo. La mujer aceptó con un brillo en sus dientes postizos.
—Con mucho gusto.
El Nizardo le tendió una ficha de cinco mil francos. Ella la tomó rozándole los dedos. El corso advirtió:
—¡Vamos, señoras...! Salida a quinientos luises. Hagan sus apuestas.
Al margen de la mesa, a la que iluminaba una baja y potente lámpara protegida por una pantalla verde, la sala estaba oscura. Apenas se distinguían los jugadores de pie que esperaban a que quedara un sitio libre.
El tugurio clandestino no paraba. La sala llena de humo estaba de bote en bote. Todos los hombres y mujeres con el vicio del juego en el cuerpo estaban presentes: viejas estrellas de la pantalla, antiguas cantantes que habían terminado mal... intoxicadas, truhanes, entretenidas, comerciantes, aventureras... En una palabra, todos quienes, por una u otra razón, tienen prohibido la entrada en los círculos o casinos oficiales. En conjunto, dominaban las mujeres. Cuando tienen un vicio, lo tienen a fondo. Nada las descorazona. Las que permanecían de pie, las más pobres, no eran las menos encarnizadas. También ellas, en el pasado, habían gozado de un lugar para sentarse. Pero lo habían perdido durante noches y noches, todas iguales, a medida que su dinero desaparecía. ¿Y qué les quedaba? Nada. Salvo la esperanza de poder gritar aún, de vez en cuando: «¡Banco!»
El croupier, con mirada severa, barrió los rostros maquillados y lanzó, imperioso:
—Vamos, señoras, una mano de quinientos luises. Pueden participar todos.
Manos ávidas de uñas manicuradas, manos temblorosas de sucias uñas, empujaron fichas hacia la luz. Se oyó una voz.
—¡Banco solo!
Las manos con las apuestas desaparecieron. El corso se volvió hacia el hombre que acababa de hablar, un propietario de club nocturno, elegante y flemático. Este que, por superstición, jamás quería sentarse, arrojó dos fichas de cinco mil francos sobre el tapete. Rápido, preciso, el corso cambió una e hizo caer su porcentaje en la hendidura practicada ante él. La mujer de rojo dio las cartas. La paleta del croupier pasó bajo la lámpara, tomó con destreza dos naipes y los puso ante el hombre elegante. Este los tomó con mano firme, les dio una ojeada.
—¡Carta! —dijo.
—¡Nueve! —declaró la mujer de rojo, descubriendo su juego.
El corso la miró. Ella indicó con una señal que continuaba. Mientras hacia desaparecer las cartas utilizadas, el corso informó:
—La mano sigue. Novecientos cincuenta luises a cubrir. ¡Vamos!
—¡Banco continuo! —dijo un hombre, lanzando dos fichas de diez mil francos.
Con el extremo de su paleta, el croupier le devolvió el cambio. La mujer de rojo puso la mano sobre el distribuidor. Jeannot el Nizardo se inclinó.
—Confío en su mano —dijo en voz baja—. Las mujeres hermosas tienen siempre mucha suerte.
—Adulador —murmuró ella mientras comenzaba a deslizar las cartas—. Pero puede usted tener confianza.
El Nizardo se levantó. Pellizcando el visón entre sus dedos, confirmó que era auténtico y sopesó con la mirada el collar que estaba a su alcance. Quizás él también tuviera suerte... Sus ojos brillaron. La noche podía ser interesante. Muy interesante. Se llevó un cigarrillo a los labios. Su mano quedó suspendida en el aire. Una silueta acababa de abrir la puerta cristalera que separaba la sala del bar. La silueta avanzó, con las manos en los bolsillos. El cigarrillo del Nizardo cayó sobre el abrigo de visón.
Tras su gafas, el Pirao barrió la mesa con sus ojos desconfiados. Tranquilizado la contorneó calmosamente acercándose a su sobrino.
—¿Qué, hijito? —dijo en voz baja—. ¿Te defiendes?
El Nizardo se llevó la mano a la cicatriz. Dijo en un soplo:
—Pero te creía...
—¡Se dan cartas! —anunció la voz del croupier, rompiendo el silencio.
El Pirao sonrió suavemente. Sus labios apenas se movieron.
—No he podido alojarme donde te dije. Mémé no estaba. Tendrás que prestarme tu habitación.
El Nizardo hurgó en sus bolsillos con rapidez.
—Claro —dijo—, Claro. Toma. Esta es la llave. Voy a darte la dirección.
El Pirao meneó la cabeza.
—No, no, mejor llévame tú. Es más prudente. Los patrones de tu hotel no me conocen. No me dejarían subir.
—¡Ocho a la banca! —exclamó el croupier con su voz indiferente.
Unos instantes más tarde, añadió:
—La mano sigue. Mil novecientos luises que cubrir. ¡Vamos!
La voz del hombre elegante le hizo eco.
—¡Banco continuo!
Dos fichas cayeron sobre la mesa; el croupier actuó. El Pirao añadió entre dientes:
—Vámonos ahora, muchacho. Tengo que dormir.
El Nizardo se había dominado. Al fin y al cabo, su tío no podía saber. Con un gesto discreto, señaló a la mujer de rojo.
—¡Pero he apostado a su mano!
—Bueno, esperemos —dijo el Pirao—, No puede durar mucho.
—¡Y espero ligármela! —prosiguió el Nizardo en un murmullo.
Su tío le dio un codazo de cómplice.
—Ya la verás luego. Que te espere un poco.
—¡Carta! —reclamó el hombre elegante.
—¡Nueve! —replicó la mujer de rojo.
Un murmullo de excitación recorrió la mesa. Sonriente, la mujer se volvió hacia el Nizardo.
—¿Continuamos?
—Imposible —dijo—. Tengo que marcharme.
Ella pareció contrariada. El continuó a su oído:
—Pero vuelvo en seguida. Sólo media hora. Espéreme. ¿Me lo promete?
Una sonrisa volvió a florecer en el rostro excesivamente maquillado.
—Prometido —dijo—. Jugaremos otra mano juntos cuando regrese. Hasta ahora.
El la acarició con la mirada.
—Hasta ahora. Me daré prisa.
Y, tomando las fichas que el croupier ponía ante él, reclamó:
—¡Cambio!
—¿Por qué? —se extrañó el Pirao—, Total, vas a volver... ¡Guarda tus fichas!
—Es cierto —reconoció su sobrino, embolsándoselas—. No —le dijo al encargado del cambio que acudía—. No vale la pena. Regreso en seguida.
El encargado, inclinándose, le ayudó a ponerse el abrigo.. El tío y el sobrino pasaron al bar sumido en la oscuridad. El tipo de vigilancia, que dormitaba en una banqueta, se levantó bostezando. Abrió la portezuela de la cortina metálica cerrada, se puso a cuatro patas. Tras una ojeada a la calle, indicó a los hombres que podían salir. Estos le imitaron. Doblándose, se deslizaron bajo la cortina metálica y salieron.
—¡Hace fresco! —afirmó el Nizardo abrochándose el abrigo—, ¡Viva el Midi!
Seguido de su tío, se dirigió a su coche, un Aronde gris, aparcado cerca de allí. Subieron. El Nizardo puso el contacto y tiró del arranque. El motor carraspeó pero se negó a ponerse en marcha.
El Pirao advirtió:
—Es el frío. ¿No llevas anticongelante en el radiador?
—Sí. Pero hace mucho tiempo ya que está aparcado aquí...
Tiró de nuevo del arranque. El motor pareció dudar y luego roncó. El Nizardo aguardó un poco y tendió el brazo hacia el freno de mano. Su tío detuvo el gesto.
—Dime una cosa, Jeannot.
El Nizardo volvió la cabeza. Su tío se había quitado las gafas y le miraba con los ojos inexpresivos.
—¿Sí? —dijo.
—¿Qué piensas del sabueso que te enjauló?
—¿Vardier?
El Pirao se limitó a mirarle fijamente. El Nizardo intentó sonreír.
—Bueno..., sabes... Sólo le he visto una vez.
Volviéndose de tres cuartos, con su espalda hacia la portezuela, el Pirao retrocedió un poco. Levantó el muslo izquierdo y lo puso sobre el asiento; su rodilla rozó la cadera del Nizardo. Dijo en tono sordo:
—¿Sabías que estaba allí cuando me cargué a su colega Lebouvier?
—Bueno... Tal vez lo leyera en los periódicos —concedió el Nizardo—. Como todo el mundo. Pero no me fijé en el nombre. De modo que él es quien...
El Pirao asintió.
—Tú lo has dicho, él es quien...
Y, sin cambiar de tono, añadió:
—¿Qué te ha prometido para que me vendieras?
El Nizardo no lo comprendió en seguida. Sonreía a su tio. De pronto, se dio cuenta. Se puso rígido. Su mano izquierda oprimió el volante. Perdió la cabeza.
—¡Estás loco, Julien! ¿De dónde has sacado eso? ¡Estás loco! Yo jamás me atrevería a...
Ante la pálida mirada fija en él, dejó de hablar. Sintió repentinos deseos de vomitar. Su estómago se contrajo. El frío cayó sobre sus hombros, se deslizó entre sus vestidos. Un sudor de miedo humedeció sus hermosos cabellos ondulados. En su cuerpo, su sangre pareció bajar, bajar... Dos lágrimas brotaron. Levantó una mano blanda y balbuceó:
—Julien..., no lo creas..., Julien... Ya sabes que..., Julien...
El asesino se movió por fin. Su mano diestra salió de la canadiense; sujetaba una P. 38 de paracaidista alemán. Dijo, sin cólera, como si todo aquello no le concerniera:
—Hace un momento los polizontes han ido al hotel de Mémé. Y sólo un tipo creía que yo iría a dormir allí. Uno solo. Yo le había tendido una trampa...
Las dos lágrimas resbalaron por las mejillas del Nizardo. Quiso hablar pero su labio inferior permaneció fruncido sobre sus dientes que castañeteaban.
Los ojos del Pirao se aseguraron de que la calle estaba vacía y, con la mano izquierda, atrajo hacia él a su sobrino. Este no reaccionó. Estaba acabado. Manteniéndole bajo su mirada, el Pirao extendió el pie hacia el acelerador y lo pisó; el motor rugió brutalmente, El cañón de la P. 38 golpeó el vientre del Nizardo. El joven truhán esbozó un blando gesto hacia su cicatriz. El Pirao apretó el gatillo. Fríamente. Por dos veces, las vainas vacías golpearon el salpicadero del coche. En su mano izquierda el Pirao sintió encabritarse el cuerpo de su sobrino. Soltó el acelerador; el motor recuperó su ronroneo. El Nizardo desorbitó los ojos ensanchados por el espanto. Todavía tenia vida dentro. Demasiada. El Pirao levantó su arma más arriba, buscó el corazón. Su pie fue de nuevo al acelerador. Disparó. El Nizardo osciló. El Pirao abrió su mano. El sobrino cayó de lado. Sin apresurarse, el tío bajó del coche y fue hacia su Vedette. A su espalda, el motor del Aronde ronroneaba suavemente.

 

Cómodamente iluminada por apliques murales, la sala estaba cubierta de fotos de estrellas de la pantalla o la escena. Sólo celebridades. O casi. Porque, de todos modos, se veían también algunos rostros desconocidos aunque esperaran no seguir siéndolo por mucho tiempo: cantantes de teatruchos, bailarinas de claqué de segunda categoría, maricones vestidos de coristas de la Opera. Algunas parejas comían la sopa de cebolla de las noches de fiesta antes de marcharse hacia su gran abrazo tarifado. Dos chicas de alterne, con vestido de noche, tomaban su única comida diaria antes de ir a acostarse. Solo en una mesa, un hombre, congestionado de comilona y alcohol, las devoraba con la mirada.
—Mira, Cricri —bromeó una—. El abuelo parece necesitarnos. ¿Nos lo ligamos?
Christine hizo un movimiento con sus hermosos hombros.
—¿Te apetece? Yo prefiero ir a dormir. Tendremos que beber más, seguir hablando...
Evaluó al hombre con sus ojos verdes.
—...y en el estado en que está nos costará mucho decidirle a acompañarnos al hotel...
—¡Pero por lo menos cargará con nuestra cuenta! —se empeñó su amiga, una pequeña rubia—. Y además, si conseguimos que consuma, cobraremos la comisión.
Christine frunció sus labios rojos en una mueca asqueada.
—Por esta noche, estoy de hombres hasta el moño. Desde ayer que sólo encuentro agarrados. Estoy harta.
Por reflejo profesional, ambas volvieron la cabeza al ver que se abría la puerta del bar. La rubia soltó un codazo a su amiga.
—Te han estropeado la noche, querida. ¡Creo que no dormirás sola! Tu pichón del otro día...
El hombre designado por la rubia acababa de cerrar la puerta y había ocupado un sitio en el ángulo del bar. Desde su lugar lo mantenía todo bajo su mirada: la entrada, la barra donde dos borrachos discutían y la sala. Su mano derecha desaparecía en un bolsillo de la canadiense. Desde lejos, Christine le dedicó una sonrisa que descubrió sus blancos dientes. Al menos éste pagaba bien. Y sin discutir. Además, ella parecía gustarle... Era ya la cuarta vez que venía.
Y si era algo brutal en amor, no era tan complicado como otros que no saben ya qué inventar para llegar al placer. Cierto que había en él algo inquietante, extraño... ¡Pero pagaba! Regiamente. Sólo eso contaba. Lo demás... Viendo que la llamaba con un gesto discreto, se levantó. Tomó su bolso, su abrigo de ocelote, besó a su amiga y con el onduleo de su vestido verde, caminó hacia el bar. Los ojos de los machos asaetearon su grupa que se contoneaba. El congestionado comilón sintió que se le cortaba el aliento. Haciendo saltar un botón del cuello, abrió de par en par la boca en pos de una bocanada de aire.
El Pirao, con la mirada encendida tras sus gafas oscuras, la miró acercarse. ¡Qué mujer! Morena, ardiente, egoísta y cruel... Como a él le gustaban.
Tendió la mano derecha hacia la que ella le tendía. Vigilante, la izquierda había desaparecido ya en la canadiense.
—Hola, Cricri —dijo—, ¿Tienes ya plan?
Ella sacudió sus bucles de un negro azulado.
—No, estoy libre. ¿Voy con usted?
—Deja que pague y nos vamos —respondió él.
Y añadió, dirigiéndose al camarero:
—...La cuenta de la señora.
El camarero la presentó. Sin desplegar la nota, el Pirao arrojó un billete de diez mil francos e hizo un ademán desdeñoso con el antebrazo.
—Quédese con el cambio.
Sin parpadear, el camarero tomó el billete. Nada le sorprendía ya. Hacía veinte años que trabajaba en Montparnasse... Sin embargo, aquel cliente le sorprendía un poco. ¿Quién podía ser? ¿Un destripaterrones que se había largado con el dinero de la granja...? ¿Y qué? A nadie le importaba. Regresó a la caja.
El Pirao salió primero. Miró a su alrededor con ojos rápidos, se volvió a la mujer.
—Ven, vamos a tomar un taxi.
Ella tembló en el amanecer frío; preguntó:
—¿No quiere que vayamos al mismo hotel que la última vez?
—No —dijo—. Debes conocer otro sitio. Algo que esté bien...
Ella se encogió de hombros. Al fin y al cabo... Como no discutía nunca el precio... Dijo, tomándole del brazo:
—Ya sé lo que quiere. Conozco una especie de hotel donde nadie nos molestará.
—Vamos —dijo él llevándola hacia una parada de taxis.
Al pasar, dirigió una mirada a su Vedette, anónimo entre los otros coches aparcados. ¿Quién podía sospechar que le pertenecía? Jamás le veían con él.
El taxi les dejó en una calle discreta, sin duda poco frecuentada. El hotel era invisible desde el exterior. Una reja cubierta por la hiedra y un patio lleno de árboles lo ocultaban a las miradas.
Precisamente lo que el Pirao necesitaba.
La mujer llamó a un timbre. Aguardaron y la reja se abrió para dejarles pasar. Una camarera medio dormida les miró con ojos apagados. Sin duda reconoció a Christiane porque, sin una palabra, les condujo a una habitación lujosa con cuarto de baño.
—¿Quieren beber algo? —dijo.
El Pirao se volvió hacia Christiane, quien negó con la mano.
—No, no, esta noche ya he bebido bastante.
—Entonces, déjenos —ordenó el Pirao—, Me quedo la habitación hasta mañana por la noche. No nos molesten.
Y como la mujer parecía dudar, añadió:
—Lo pagaré todo junto. Buenas noches.
El Pirao no debía inspirarle confianza, pues dirigió a Christiane una mirada inquieta. Esta la tranquilizó con una gran sonrisa. Ya calmada, la mujer les deseó buenas noches y se retiró.
Dejando caer su bolso y su abrigo en un sillón, Christiane se estiró voluptuosamente.
—Estoy muerta —suspiró—. Cuando has llegado estaba a punto de irme a dormir.
El Pirao se sacó las gafas conteniendo una sonrisa. ¡Esas ninfas! Ahora le tuteaba. Mientras que ante la gente... ¡Siempre querían darse pisto! Sacando un fajo del bolsillo, tomó tres billetes de diez mil francos y los arrojó sobre el sillón.
—No me pidas más —dijo, adelantándose a su gesto ávido—. Te doy diez mil más que la última vez.
Ella tomó los billetes, los metió en el bolso y, arqueando los riñones, ofrecido el pecho, fue a frotarse contra él.
—En seguida, querida —dijo él, rechazándola suavemente—. Antes ponte cómoda.
Ella dirigió una mirada de deseo al fajo de billetes y, balanceando sus caderas, entró en el cuarto de baño.
El Pirao, que la seguía con los ojos, se estremeció. ¡Aquella mujer se le había metido demasiado en la piel! Tendría que cambiar. Cuatro veces con la misma era mucho. No debía acostumbrarse... Pero con ella, lo olvidaba todo. Todo.
Quitándose la canadiense, soltó el Colt sujeto al cinturón. Se aseguró de que tenía una bala en la recámara y lo puso bajo el travesado.
Antes de desabrocharse el pantalón, lanzó una ojeada al cuarto de baño, de donde venía un ruido de agua y fragmentos de canciones. Tranquilizado, desabrochó el botón de arriba cosido al interior. Anudada en forma de lazo, la extremidad de un alambre muy delgado ceñía este botón. La otra extremidad se perdía en los calzoncillos. Acabó de desabrocharse la bragueta. Tirando suavemente del alambre con las dos manos, atrajo hacia si un objeto bastante largo, no muy grande, que le había fabricado un antiguo compañero del ejército: una especie de granada. Sonrió. Eso despertaba sus recuerdos. Cuando era joven y frecuentaba los bailes de barrio, siempre había llevado un arma en ese lugar, una cosa de su invención: una pequeña varilla de acero soldada a un alambre. Y cuando, durante una redada, los polizontes le palpaban todo el cuerpo, interiormente se tronchaba de risa. Sabía que no llegarían hasta tocarle los... ¡Qué cara había puesto una moza, cierto día, cuando su mano, inadvertidamente, se había perdido en su bragueta!
Desanudando con precaución el lazo, escondió la granada en uno de sus zapatos y lo ocultó todo bajo la cama, a su alcance.
Un ligero ruido le hizo levantar la cabeza. Desnuda, impúdica y segura de sí misma, Christiane avanzaba en la luz tamizada. ¡Cristo! El asesino se humedeció los labios, se adelantó hacia el cuerpo moreno, flexible y liso. Abrazándolo, lanzó un ronco grito. Sus uñas de campesino arañaron la espalda arqueada. Sus pálidos ojos se animaron. Un segundo grito, venido de lejos, subió a su garganta en un gruñido. Su abrazo se hizo brutal. Se hundió en el olvido.

 

El Frégate corría a más de cien por hora.
El día no se había levantado aún, pero París despertaba. En la madrugada, los obreros se apresuraban hacia las bocas del metro. Otros empujaban las puertas de los figones que comenzaban a despachar sus primeros cafés al ron y sus primeros vasos de vino blanco. Con la nariz enrojecida y las manos protegidas por manoplas, los quiosqueros instalaban sus tenderetes. Un viento frío y seco barría las calles.
El coche cruzó el Sena, giró, tomó el bulevar de L’Hópital y dobló a la izquierda. El conductor frenó ante los edificios de la Pitié.
Hizo unos destellos con sus faros, tocó brevemente la bocina. Sonó una puerta, un vigilante se acercó al coche. Vardier bajó el cristal.
—Territorial.
—De acuerdo, de acuerdo —dijo el hombre, y se alejó arrastrando los pies—. Tiene ya colegas suyos en cirugía.
Abrió una reja. El coche penetró bajo una bóveda, dejó atrás unos pabellones y se detuvo ante el de cirugía.
La carrocería de otro coche patrulla relucía en la oscuridad. Apresuradamente, Vardier y Barot bajaron, treparon por los peldaños que llevaban a los despachos. Uno de ellos estaba iluminado. Vardier llamó y entró.
Baloy y Carvé, de la 10a B.T., que habían participado en la expedición del pasaje Ornano, estaban allí en compañía de un enfermero. Baloy se sacó la pipa de la boca.
—Salud, Paul —dijo—, ¡Has venido volando!
—Le había echado el ojo a un desvalijador de coches cuando el estado mayor ha difundido una llamada mandándome aquí.
—¿Me has hecho llamar tú?
—Sí, el tipo quería verte.
—¿Qué tipo? —se extrañó Vardier.
Baloy hojeó el cuaderno que llevaba en la mano.
—Un tal... Pozzi. Jean Pozzi. ¿Te dice algo el nombre?
Vardier, sobresaltándose, frunció las cejas.
—¿Qué le pasa?
Carvé fingió apretar un gatillo imaginario. Baloy tradujo:
—Apiolado.
—¡Cristo! —exclamó Vardier—. ¿Muerto?
Baloy aspiró el humo de su pipa.
—No, pero como si lo estuviera. Y cuando lo hemos recogido ha dicho tu nombre. Por eso he pedido que te avisaran...
—¿Dónde le habéis encontrado?
—En la calle del Jura, a dos metros de un garito —precisó Carvé—. El Ninas. ¿Lo conoces?
Vardier negó con la cabeza. Baloy añadió:
—El tipo estaba tendido en un coche. Había recibido lo suyo.
La estancia estaba demasiado caldeada. Vardier se levantó el sombrero y se secó la frente con un pañuelo.
—¿Pero quién le ha descubierto antes de que llegarais?
Carvé, que miraba a Barot con ojos curiosos, replicó:
—Un taxista. Acababa de dejar a un cliente justo al lado. Ha oído un motor en marcha y se ha sorprendido de no ver a nadie. Ha bajado y...
—...ha visto al fulano tendido en el asiento —terminó Baloy.
—Ya veo —dijo Vardier, y añadió pensativamente—: ¿Pero qué estaba haciendo en aquel lugar?
Baloy sacó una ficha verde con la cifra 10.000 del bolsillo de su abrigo.
—Mientras la furgoneta de Police-Secours le traía aquí, he encontrado eso en el coche. Y como no hay círculos de juego en nuestro sector, se me ha ocurrido una idea.
Carvé sonrió.
—Nos hemos llegado al Ninas y hemos oído ruidos tras la persiana metálica. Ya adivinarás el resto...
Vardier le lanzó una ojeada de interés.
—¿Un clandestino?
—Sí —asintió Baloy—, Un clandestino que acababa de inaugurarse. Hemos llamado por si sonaba la flauta. Un tipo nos ha abierto la puerta y nos ha indicado que pasáramos bajo la persiana.
Carvé rompió a reír.
—¡Ya imaginarás de qué modo le hemos obedecido! Hemos aterrizado de lleno en una partida de chemin de fer. Les hemos agarrado a todos y hemos telefoneado para que nos mandaran refuerzos.
Con el dedo, Vardier señaló la ficha verde.
—Y os han dado algún soplo acerca de...
—Sí —cortó Baloy—, El encargado del cambio ha cantado en seguida. Un tipo fue a buscar a Pozzi hacia las cuatro de la madrugada. Bajo, de cuarenta a cuarenta y cinco años, con una canadiense. Bigote...
—¡Y boina! —exclamó Vardier, concluyendo la descripción.
Los hombres de la 10a B.T. le miraron sorprendidos.
—¿Le conoces? —dijo Carvé.
—Sí —rechinó Vardier—. Era el Pirao.
—¡Recristo! —blasfemaron los dos O.P. al mismo tiempo— ¡Él!
Vardier se puso a monologar entre sus apretados dientes.
—¡El muy puerco! Me ha ganado por la mano. ¿Pero cómo lo ha sabido?
Y, dirigiéndose al enfermero que tomaba tabaco de la petaca de Baloy, solicitó:
—¿Podemos ver al herido?
—No depende de mí —dijo el hombre—. Hay que hablar con la enfermera jefe. Yo...
Terminó de llenar su pipa, la puso sobre la mesa e hizo una señal a Vardier.
—Venga. Vamos a preguntárselo.
Viendo que los demás se preparaban a seguirle, agitó la mano.
—No, todos no. No es posible. Los enfermos duermen.
Con el sombrero en la mano, Vardier le siguió los pasos por los corredores débilmente iluminados. Llegaron ante una puerta cristalera a la que el hombre llamó.
—Adelante —murmuró una voz.
El enfermero empujó la puerta. Una mujer levantó la cabeza de la mesa en la que escribía. Era todavía joven y debía ser eficiente. Se notaba. Miró al enfermero con ojos interrogadores. El hombre señaló a Vardier.
—Un policía, señora. Quiere ver al último fulano que nos han traído.
La mujer miró a Vardier.
—No sacará nada de él, inspector. Está en coma.
—¿Le han operado? —preguntó Vardier.
—No —dijo ella, levantándose—. Era demasiado tarde. Había perdido mucha sangre. Hemos intentado hacerle una transfusión...
—¿No hay esperanzas?
—Lamentablemente, no —suspiró la mujer—. Ninguna. Le mantenemos a base de inyecciones... Pero no durará mucho.
—¿Dónde le han dado?
La mujer tomó una hoja de papel que había en su mesa.
—Dos balas en el vientre y una a pocos milímetros del corazón. Todo a quemarropa.
Dejó la hoja.
—El que lo ha hecho sabía lo que quería. Es un milagro que no le haya dado en el corazón...
—Me hubiera gustado verle —dijo Vardier—. Le conocía.
La mujer dudó.
—Es que... nos falta lugar y nos hemos visto obligados a ponerle en una sala. Podría usted molestar a los demás.
—Sólo un minuto —suplicó Vardier—. Le prometo que no haré ruido.
Contorneando su mesa, la mujer cedió mientras el enfermero se eclipsaba.
—De acuerdo, sígame. Pero no podré encender la luz. ¿Tiene una linterna?
Él le mostró la linterna que sobresalía de su bolsillo y le siguió hasta una sala sumida en la penumbra.
Sólo una pequeña bombilla iluminaba la entrada. Sentada en una silla, una enfermera de guardia estaba soñando despierta. Se levantó cuando se acercaron.
—¿Cómo va el 27? —murmuró la enfermera jefe.
La veladora movió la cabeza.
—Acabo de darle una inyección. Pero creo que es el fin.
La enfermera jefe hizo una señal a Vardier y siguió una hilera de camas. Con el sombrero en una mano y la linterna en la otra, caminando de puntillas, Vardier la siguió. Suspiros y gemidos se escapaban de los lechos. Un hedor de farmacia, de cuerpos enfebrecidos, llenaba el aire. La mujer se detuvo a los pies de una cama. Con su linterna, Vardier la iluminó y reconoció al Nizardo. Tendido de espaldas, con las manos encima de las sábanas, el moribundo tenía los ojos abiertos. De sus labios escapaba una queja sorda. El O.P. dio la vuelta a la cama y se inclinó. Velando la linterna con su sombrero, iluminó el rostro del truhán y murmuró:
—¡Jeannot! Soy Vardier.
Le respondió un estertor. Insistió.
—¡Jeannot! Soy Vardier.
En el rostro sin sangre, la mirada pareció revivir. Vardier prosiguió:
—Quiero vengarte. ¿Sabes dónde está el Pirao?
—N... o... o... —gimió el Nizardo.
Vardier apagó su linterna y continuó.
—¿Por qué te ha disparado? ¿Por qué?
Las uñas del Nizardo arañaron la sábana. Su diamante brilló en la oscuridad.
—Tram... pa.. Mé... é... mé...
Los labios de Vardier rozaron la oreja del malhechor.
—¿Sigue en pie el golpe de Navidad?
Notó que el otro quería responder. Con la mano crispada sobre la linterna, aguardó. Nada se produjo. Vardier gruñó ahogadamente.
—¡Responde, santo Dios! ¿El golpe de Navidad? ¿Tu tío...?
El Nizardo hizo un esfuerzo.
—El, el..., el...
Luego calló bruscamente. Su cabeza cayó hacia un lado. Su rostro chocó con el de Vardier. El O.P. contuvo una blasfemia. Encendió de nuevo la linterna. El Nizardo le contemplaba con sus ojos ciegos.
—Venga —dijo la mujer, que había permanecido al pie del lecho.
Vardier se levantó a su pesar. Su linterna iluminó por última vez el rostro del muerto y se reunió con la mujer.
Tras haberle dado las gracias, regresó a buscar a sus colegas en el despacho y los cuatro descendieron la escalinata.
—¿Y si fuéramos a tomar una copa? —propuso Baloy—. Esta noche todavía no nos hemos echado nada al cuerpo.
—De acuerdo —dijo Vardier—, Id delante y os seguiremos.
Subieron a los coches y salieron de la Pitié. Los conductores aparcaron ante un café donde entraron los cuatro O.P. Dispuestos a recoger las llamadas, los conductores permanecieron al volante.
Barot trasegó su café ardiente y pidió otro. No podía más. Sus ojos estaban enrojecidos y su garganta seca de haber fumado demasiado. La suciedad de la noche maculaba sus manos enfebrecidas. A través de la niebla que velaba sus ojos, buscó a Vardier que mojaba un croissant en su taza.
—¿A qué hora terminamos?
Vardier consultó el reloj del establecimiento. Eran las seis... Volviendo su mirada inamistosa en dirección a! novato, dijo:
—A las ocho. Nunca antes. O sea que todavía nos quedan dos horas.
Barot soltó un suspiro. Baloy soltó la carcajada.
—Estás harto, ¿verdad? ¡Ser poli no es una ganga!
—Estoy cansado —reconoció Barot tendiendo la mano hacia la bandeja de los croissants—, Es duro.
Terminó con su croissant en dos bocados y tendió de nuevo la mano hacia la bandeja.
—¡Eh! —le detuvo Carvé—. ¡No comas tanto! ¡Te vas a dejar toda la prima de nocturnidad!
Barot sonrió.
—Menos mal que hay una prima para ha cernos olvidar el cansancio. Siempre es un consuelo.
Carvé miró a Vardier con ojos de asombro. Baloy se atragantó en su taza. Carvé espetó:
—¿Pero de dónde has sacado a este tipo, Paul? ¡Parece satisfecho de sí mismo! ¿Qué le has contado de la prima de nocturnidad?
Vardier se encogió de hombros. Carvé continuó, dirigiéndose al novato:
—¿Cuánto piensas que vas a cobrar, listillo, por haber jugado al héroe durante toda la noche?
—Bueno —tartajeó Barot, intimidado de pronto—. No lo sé. Me habían dicho que...
Baloy le palmeó el hombro.
—¡Te han tomado el pelo! Seguramente te han llenado la cabeza. Yo voy a decirte exactamente cuánto. Vas a cobrar doscientos ochenta francos justos. Ni un céntimo más.
Carvé levantó un dedo sermoneador.
—Y sólo a condición de que hoy trabajes. Porque si te quedas en cama pretextando que has tenido patrulla..., adiós prima.
—¡Debieras habérselo dicho, Paul! —reprochó Baloy, ahogándose de risa—. ¿Por qué dejas que el chiquillo se haga ilusiones?
Saliendo de su fatiga, Barot apretó los puños y endureció la mirada.
—De acuerdo —dijo Carvé—. Dejémosle en paz. No le desilusionemos antes de hora. Eso vendrá por sí solo.
Posando en Barot su mirada añadió:
—No nos lo tengas en cuenta. Pero cuando conozcas mejor el trabajo...
Su brazo se tendió hacia la calle donde los viandantes se hacían más numerosos.
—...Para ellos somos sólo polizontes. Nada más. Tipos despreciables a los que odian. Claro que, cuando nos necesitan... Pero, si no, no pueden tragarnos. ¡Polizontes, ya se sabe! ¡Unos inútiles! Tipos a quienes los hijos de papá, jugando a ser anarquistas, arrastran por el lodo.
Sacó un paquete de cigarrillos y ofreció uno al novato, prosiguiendo con voz amarga:
—Pide a todos estos que pasen doce horas en un coche patrulla por doscientos ochenta francos. Pídeles que le sigan los pasos a alguien..., sin acostarse..., sin masticar nada..., llevando en el bolsillo escasamente lo justo para pagarse un café o un chato de vino. Pídeselo... Ya oirás su respuesta.
Baloy rió con sorna.
—Se declararán en huelga, compadre. No te quepa la menor duda. Y no admitirían no tener hora fija para regresar a casa por la noche. Como tampoco admitirían, tras haber pasado un mes siguiendo a un tipo, que rechazaran su nota de gastos con el pretexto de que el caso no ha sido bien resuelto.
—Y no hablemos de los riesgos —añadió Carvé—. Eso es parte del....
Vardier, que vigilaba a su conductor por el rabillo del ojo, les interrumpió con brusquedad.
—¿Terminaréis de decir tonterías? Mi conductor llama. ¿Vienes, Barot?
Corrió hacia la salida, se volvió hacia los de la 10a B.T.
—¡Os dejamos los cafés! ¡Cargadlos en vuestra nota de gastos!
Baloy y Carvé rompieron a reír. Este último dijo, dirigiéndose al joven Barot, que desaparecía siguiendo a Vardier:
—¡Animo, chiquitín! ¡Terminaré de educarte un día de éstos!
Sin darse la vuelta, Barot agitó su mano y saltó al Frégate que se puso en marcha a toda velocidad, mientras Vardier respondía a la llamada.
—Aquí T.V. 215. Le escucho, T.N.Z....