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Con sus gruesos dedos el O.P.P. Guillaume Pandraz acarició el teclado de la máquina de escribir. Se movió un poco; su silla rechinó bajo sus ciento veinte kilos. Tomando un bolso con el asa rota, lo enseñó al pequeño norteafricano que estaba de pie contra la pared.
—¿De modo que no conoces este chirimbolo? —dijo con su gruesa voz—. ¿Nunca lo has visto?
El hombre movió negativamente, con energía, su rizada cabeza. Había comenzado a moverla antes de saber qué iban a preguntarle.
Pandraz se volvió hacia el segundo hombre, el alto y delgado que estaba junto a la ventana. Le enseñó el bolso.
—¿Y tú?
—¡No, no, siñor!—se apresuró a responder—. ¡Tampoco l’hé visto nunca! ¡No sé lo qu’es!
Pandraz soltó un suspiro de desaliento. Dejó el bolso junto a la máquina y miró a la mujer sentada ante él.
—Ya ve, señora, siguen negando. Sin embargo, ¿les reconoce usted? ¿Son ellos los que le han robado?
—Claro que sí, señor —dijo la mujer con voz temblorosa llevándose la mano al apósito—. El alto me ha golpeado incluso mientras el pequeño me quitaba el bolso...
El pequeño no chistó. Se limitó a levantar hacia el techo sus ojos escandalizados. El alto, por su parte, lanzó un aullido y se adelantó hacia la mujer. Tomándola por los cabellos con ambas manos, comenzó a berrear inclinado sobre ella:
—¿Yo, señora? ¡Pero si no l’hevisto nunca! ¡Nunca, nunca, nunca!
Pandraz le dio un empujón con sus manazas como palas.
—¡Le juro, jefe! ¡Le juro! ¡La mujer equivoca! ¡Miente!
—¡Cierra la boca! —suspiró Pandraz—, Vuelve a la ventana. Usted, señora, no se preocupe. Se les ha caído el pelo. Los hombres del coche patrulla que les han cogido con las manos en la masa han redactado ya su informe. Le agradezco que haya venido a testimoniar. Puede marcharse.
—¿Y mi bolso? —preguntó la mujer levantándose.
—Se lo devolveremos, señora —la tranquilizó—. Ya sé que necesita el dinero que contiene. Simplemente le pediré que firme su declaración y un recibo por el bolso.
Cuando la mujer hubo firmado, le tendió sus pertenencias y la acompañó hasta la puerta.
Regresó frotándose las manos.
—De modo, pareja de canallas —bromeó—, que no queréis cantar, ¿verdad? Y eso que...
El alto abandonó de nuevo la ventana. Separando sus brazos, dirigió una mirada burlona hacia Pandraz.
—¡Pero, jefe! ¡L’he dicho qu’es un error!
El principal, que le dominaba desde su metro noventa de estatura, le devolvió la mirada.
—¡Ya lo creo que es un error! —dijo sin enojarse—. Pero mientras, firmadme la declaración.
El alto dio un salto hacia atrás.
—¡Yo no firmo nunca nada!
Pandraz le amenazó con el dedo.
—Ya sabes que soy amigo de todos tus colegas de Barbés y de la Charbonnière. Cuando sepan que me has estado tocando los cojones...
—No conozco a nadie de Barbés —se empecinó el alto—, Y no firmo nada.
El principal se volvió para ocultar su sonrisa. Aquellos pájaros le hacían sonreír siempre. Su caradura, su mala fe, le divertían. En toda la brigada sólo él podía interrogarles sin salirse de sus casillas. El equilibrio y la salud de hierro heredada de su Saboya natal le eran muy útiles para este tipo de interrogatorios. Pues los moros sólo sabían hacer una cosa: negar. Incluso cuando, como aquéllos, eran sorprendidos en flagrante delito.
Se hurgó una oreja de la que sobresalían abundantes pelos grises y, con ojo risueño, miró al bajito.
—¿Y tú? ¿Tampoco firmas? —dijo.
El pequeño miró a su cómplice, dudó, y asintió con una señal.
—¡Ya era hora! —exclamó el coloso sacando la hoja de la máquina de escribir—. Ven aquí.
El pequeño se acercó. Pandraz le tendió un bolígrafo.
—Firma aquí —dijo indicándole el pie de la hoja.
Con el bolígrafo en la mano, el pequeño contempló la hoja y abrió la boca por primera vez desde su detención.
—No sé escribir —confesó con un brillo astuto en las pupilas.
El principal soltó una carcajada; una carcajada que hizo temblar los cristales.
—¡Maldito tramposo! —ladró—. ¡Dame la mano!
Dócil, el pequeño obedeció. Pandraz lo tomó por la muñeca, le hizo abrir los dedos y mojó el pulgar en un tampón. Luego le obligó a aplicarlo debajo de la declaración.
—¡Listo! —concluyó, soltándole la muñeca—. ¿Ves como sabes escribir?
—¿Todo bien, Guillaume?
Pandraz se dio la vuelta. Brevet le sonreía desde la puerta de comunicación. A su espalda estaban Salam y el joven Barot. El prinipal fue a estrechar la mano de su jefe.
—Buenos días, René —dijo—. La dirección ha preguntado esta mañana por ti. ¿Te lo han dicho?
Brevet inclinó la cabeza. Pandraz tendió su manaza al O.P. árabe.
—¿Cómo va eso, Salam? ¿Vienes por lo del crimen?
—Claro —bromeó el O.P. árabe—. Yo no me molesto por menudencias como ésas.
Su dedo rodeado por un anillo de oro, señaló a los dos norteafricanos que, al verle, habían bajado los ojos.
—Aunque si necesitas que te eche una mano... —añadió.
—Hombre —gruñó Pandraz que acababa de sacar un purito de su bolsillo—, si consigues que el alto firme... Yo renuncio.
Salam fingió sorprenderse.
—¡Cómo!, ¿se niega?
Pandraz encendió una cerilla.
—Sí. Y eso que es su declaración, la declaración en la que lo niega todo. Nada que hacer, no quiere firmarla.
Salam miró a Brevet que había tomado la cerilla.
—¿Me permite, patrón?
El jefe de la 14a B.T. asintió con un gesto. Con paso rápido, Salam se dirigió hacia la mesa. Tomó la declaración, la leyó y, bruscamente la rompió en dos. Luego cargó hacia el alto lanzando palabras árabes que crepitaban como disparos de ametralladora. El alto pareció derretirse. La ironía desapareció de su mirada. Ni siquiera hizo un gesto de defensa cuando Salam, tomándole brutalmente de la chaqueta, le abofeteó por dos veces con violencia. Sin soltarle, Salam se volvió hacia la pared donde estaba el pequeño de pelo crespo. Le lanzó algunas breves palabras. El pequeño pareció encogerse también. Replicó con una frase corta. Salam miró a la puerta de comunicación. Una sonrisa cruel descubrió sus blancos dientes. Dijo:
—Listo, patrón. Confiesa. Puede mecanografiar otra declaración.
Y dirigió al principal un guiño burlón.

 

Seguido de Barot, el divisionario empujó la puerta del despacho contiguo. Como de costumbre, permaneció en el umbral e indicó a Le Guen, uno de los comisarios adjuntos, que continuara.
Le Guen, un bretón de Saint-Brieuc, procedía también de las escuelas. De unos treinta años de edad, era sobrio, elegante y no perdía jamás los estribos. Sus gestos eran precisos, su lenguaje rebuscado. Y le gustaba el orden. Su mesa estaba bien ordenada.
Por encima de la máquina de escribir, sus ojos verdes escrutaron de nuevo al cojo sentado cerca de un radiador. Su mano recuperó la pipa encendida, colocada en un cenicero junto al que se amontonaban unos billetes pegajosos. Dijo, tras haber dirigido a Barot una mirada curiosa:
—¿De modo que persiste en negar? ¿No reconoce haber desvalijado el cepillo de una iglesia?
El hombre de la pata de palo pasó una mano sucia por su bigote, amarillento a causa del tabaco.
—No, señor inspector —dijo—. Me han detenido sin pruebas... No tienen derecho.
Sin preocuparse por el título, el comisario adjunto empujó los billetes hacia el hombre.
—¿No es eso una prueba? Los llevaba usted encima al salir de la iglesia.
El hombre soltó una risita.
—No es una prueba suficiente, señor inspector. Usted lo sabe bien. ¡A mí me gusta llevar billetes manchados de cola!
Le Guen expelió el humo de su pipa, la dejó y dijo:
—Debo confesarle que los dos O.P. que le han detenido han registrado en seguida la iglesia y no han encontrado ningún material. Sin embargo, estoy seguro de que ha robado usted este dinero. ¿Por qué no reconoce los hechos? Un día u otro le agarraremos...
El hombre se limitó a reír burlonamente. Llevaba las de ganar y lo sabía.
Desde el umbral, Brevet le estudiaba pensativo. De pronto, se volvió hacia el otro despacho, de donde llegaba el tecleo de una máquina de escribir, y gritó:
—¡Guillaume!
Pandraz se acercó chupando su cigarro. Brevet le indicó que se inclinara y le habló al oído. Lentamente, el coloso miró de arriba abajo al cojo. Sus ojos brillaron. Dio, repentinamente, media vuelta y reapareció unos segundos después con una cajita sin tapa en la mano. Esta contenía unas fichas de cartón que revisó con rapidez. Sacó una, comparó la foto con el rostro del hombre y exclamó:
—¡El Cojitranco!
Sorprendido, el hombre se sobresaltó.
Pandraz y Brevet intercambiaron una sonrisa. La voz de Brevet se elevó secamente:
—¡Quítate la pata de palo!
—Pero, pero... —tartajeó el hombre.
—¡Haz lo que te digo! —ordenó Brevet, dando un paso adelante.
Una gota de sudor perló la frente del hombre. Se inclinó, levantó la pernera de su pantalón y, con manos temblorosas, soltó la prótesis. Brevet la tomó y le dio bruscamente la vuelta: dos varillas de paraguas, de unos veinte centímetros de largo, cayeron al suelo. Todavía tenían cola adherida a los extremos.
Barot contemplaba la escena con los ojos muy abiertos. Estaba embobado. Y no era el único. También Le Guen...
Brevet miró al comisario adjunto.
—Ahora es todo suyo. ¡Ocúpese de él!
Y añadió, dirigiéndose a Barot:
—Ven, hijo mío. Tengo que presentarte a Vardier antes de que se largue a comer.