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Con el abrigo abierto sobre su escotado vestido, la mujer leía su declaración. Paul Vardier no le quitaba de encima sus ojos de cazador. Se mantenía de pies junto a ella, con un pie en el barrote de una silla y una mano en el bolsillo de su pantalón gris metálico.
Ella tendió sus dedos de manicuradas uñas hacia el bolígrafo colocado a su alcance. En los ojos de Vardier se encendió un brillo, el mismo brillo que se encendía antaño cuando seguía las huellas de un jabalí en los bosques de Saint-Fargeau.
Antes de firmar, levantó hacia él una mirada densa, sensual.
—¿No lo encerrarán? ¿Me lo promete?
El la tranquilizó con una sonrisa que la incomodaba, la turbaba.
—No, no —dijo—. Firme sin temor.
La mujer firmó. El recuperó su bolígrafo, tomó la hoja, la puso sobre la mesa y continuó:
—Como ha sido buena, un favor merece otro. Si algún día la brigada de costumbres o la brigada mundana le crean algún problema, avíseme.
—¿De verdad? —dijo—, ¿Puedo contar con usted?
—Una mujer hermosa puede siempre contar conmigo —dijo él, acariciando con la mirada las piernas descubiertas por la falda muy remangada.
Ella se irguió ante el cumplido. Su abrigo de pieles se abrió más aún. Bajo el vestido, los senos parecieron querer hacer estallar el tejido. Con la mirada provocante, tendido el busto, la mujer parecía ofrecerse.
Con la lengua Vardier se humedeció los labios. La moza le gustaba. Todas le gustaban... Pero no era el momento. Primero el trabajo. Habla logrado lo que quería: su firma. Lo demás...
Dijo, tras haber consultado el reloj:
—Es casi la una. En seguida podrá marcharse.
Recibiendo el jarro de agua fría, la joven se cubrió las piernas con la falda y cerró su abrigo. Ya no comprendía nada. ¡Y ella que había imaginado que la deseaba! Sin embargo, eso le había hecho creer él durante las dos horas que habían permanecido juntos encerrados en aquel despacho. ¡Cerdo! ¡Cómo le había tomado el pelo! Y ella le había creído. Había firmado y ahora... ¡Hijo de perra! Pero ¿cómo resistirle con los ojos que tenía? Aquellos ojos negros, de un negro extraño, con dos llamitas blancas o azuladas, ya no lo sabía. Contuvo una lágrima rabiosa y señaló la declaración con el dedo.
—¿Y él...? ¿Le soltará usted...? No olvide que me ha prometido...
Ante la irónica sonrisa, estalló de rabia. Se levantó aullando:
—¡Además, no pueden hacerle nada! ¡Trabaja! Y si le encierran, le diré al juez que usted me obligó a firmar. Le diré también que me ha besado, le diré...
Al oír un ruido a su espalda, se calló de pronto. Sé dio la vuelta, con los brazos pendientes; su cólera había desaparecido en un santiamén. Brevet, acompañado de Barot, la contempló en silencio. Ella dio un paso, pero Brevet la detuvo con la mano y preguntó descontento:
—¿Qué significa este alboroto? ¿Dónde cree usted que está?
Desamparada, la mujer murmuró, señalando a Vardier:
—Ha sido él que... que me ha obligado a denunciar a mi hombre... Yo no quería...
Una lágrima rodó por su mejilla estropeando el maquillaje.
—...No sé en qué estaba pensando.
Rápidamente, Brevet dirigió la mirada a la declaración y luego al inspector, en una muda interrogación. Vardier respondió con un pestañeo. Brevet gruñó:
—Si ha firmado usted es porque estaba de acuerdo. Inútil lamentarse. Y un consejo. Si vuelve por aquí, no vuelva a chillar así. De lo contrario...
Indicó con un gesto a Vardier que la dejara partir. Este abrió la puerta que daba al corredor y gritó:
—¡Guardia!
Un agente uniformado se acercó arrastrando los pies. Vardier señaló a la mujer.
—Acompañe a la señora, está libre. Y no le permita hablar con el hombre que he traído.
El guardia se llevó la mano a su quepis, tomó a la mujer por el brazo y se la llevó. Antes de salir, ella dirigió a Vardier una mirada de odio en la que se mezclaban el despecho y la pesadumbre.
Una vez cerrada la puerta, el jefe de la 14a B.T. se acercó a su inspector. Murmuró irónico:
—Límpiate el carmín, Paul. ¡Hace mal efecto...!
Luego, recuperando la seriedad, añadió:
—¿Crees que funcionará?
Frotándose los labios con su pañuelo, Vardier se encogió de hombros:
—No lo sé todavía..., pero eso espero. Me encargaré de él después de comer.
E, indicando con el mentón a Barot, que había permanecido en el umbral de la puerta de comunicación:
—¿Quién es?
—El que reemplaza a Lebouvier.
—Es joven.
Brevet sonrió.
—Tú le formarás. Acércate, muchacho —añadió dirigiéndose a Barot—, Voy a presentarte.
El recién llegado se aproximó tendiendo la mano a Vardier. Brevet hizo las presentaciones.
—Paul Vardier, tu compañero... Un as. Esta tarde comenzarás con él.
Y a su O.P.:
—Gilbert Barot, un O.P.A. (Oficial de policía adjunto), que acaba de salir de la escuela de Beaujon. Cuento contigo para despabilarle, Paul. Procurad hacer juntos un buen trabajo.
Vardier sonrió a Barot con una sonrisa que no incluía la mirada. Dijo:
—Lo intentaremos, patrón.
Bajo los glaciales ojos que le escrutaban, el joven Barot balbuceó:
—Lo haré lo mejor que pueda. Pienso que nos entenderemos bien.
—No hay más remedio —gruñó Vardier, apartando un mechón de sus cabellos oscuros y ondulados—. Aunque para reemplazar a Lebouvier...
Brevet iba a añadir algo cuando llamaron a la puerta del pasillo.
Todas las miradas se volvieron hacia aquella dirección. Brevet ordenó:
—¡Adelante!
La puerta se abrió ante Dufour. Iba cargado de maletas, de abrigos, de radios portátiles. A su espalda, el desvalijador de coches en alpargatas contemplaba sus esposas. A su lado estaba Falzer, tan cargado como su colega. Dufour buscó a Vardier con la mirada.
—¿Me dejas el despacho, Paul? Tengo que hacer un P.V. (Atestado). Y prefiero hacerlo aquí, será más rápido.
Vardier fue a descolgar su abrigo deportivo.
—De acuerdo. Yo he terminado por el momento. Pero a las tres...
—Estaremos listos —le tranquilizó Dufour, desembarazándose de su cargamento.
Dándole con una maleta en los riñones, Falzer obligó al detenido a penetrar en la estancia. Brevet se asomó:
—¿No iréis a comer?
Dufour negó con la cabeza.
—No tenemos tiempo, patrón. A las tres tenemos que estar en la Bastille para otro asunto. Y antes queremos dejar listo éste.
Falzer dejó las maletas en el suelo y bromeó mientras le quitaba al hombre las esposas.
—En cualquier caso, si nosotros no podemos hincarle el diente a algo, él tendrá que mover la lengua. ¿No es cierto, crápula? —añadió asestando un cordial manotazo en los hombros del prisionero.
Este se limitó a apretar los dientes. Estaba frito. Las pruebas no faltaban. De modo que lo mejor era aguantarse... Clavó una mirada despectiva en los ojos del alsaciano. Dufour se secó la frente y señaló el botín con la mano mientras gruñía:
—¡Y eso no es todo! ¡Tenemos otro tanto en el coche! ¡Ah! El bribón no se andaba con chiquitas.
Luego suspiró.
—¡Qué trabajo! ¿Cómo encontraremos a los propietarios de todo esto?
Brevet se llevó un Gauloise a los labios.
—Os dejo. Si tenéis un minuto, venid abajo para tomar el aperitivo. He condenado a Salam a pagarnos una ronda.
Tomando a Barot y Vardier por el brazo, les arrastró hacia la puerta de comunicación.