15

Avisados por mediación de Pandraz, varias furgonetas P.S. y unos cuantos coches patrulla habían acudido a la calle La Boétie.
Mientras depositaban en una ambulancia al viejo Taillis, gravemente herido, el joven Barot había tenido una crisis de nervios. Pandraz había ordenado que le llevaran a su casa.
El cuerpo de Millerand había sido trasladado al Instituto médico-legal. Descubierto por una patrulla, el de Fernand Ojos Azules había seguido el mismo camino.
Por indicación de Brevet, el estado mayor había difundido un llamamiento general poniendo en marcha el dispositivo de alerta número 1. Inútilmente. Una vez más el asesino había conseguido escapar de la red.
Cuando Brevet, tras haber encontrado la Volkswagen, se había reunido con sus hombres en la brigada, estaba furioso. Sobre todo contra Vardier, que había tardado en hacer la señal. Como excusa, el O.P. había alegado el nerviosismo, el súbito comienzo de la acción, la imprudencia de Millerand...
En la brigada, el interrogatorio del gran Jo y del Bordelés proseguía sin interrupción. Iniciado en ,1a sala grande, había sido necesario, hacia las siete, permitir que entraran en ella las mujeres de la limpieza. Rufianes y policías se habían trasladado entonces al despacho de Pandraz donde el aire se hizo pronto irrespirable.
Hacía ya bastante tiempo que el día se había levantado y la luz entraba por los cristales polvorientos. Pero nadie lo advertía ni pensaba en apagar la luz. Esta acusaba la fatiga de los rasgos, hacía resaltar la mugre de los cuellos de camisa, las arrugas de la ropa, la barba erizada de los mentones.
Pandraz estaba sentado detrás de su escritorio, Vardier en una mesa, con las piernas colgando, Brevet a horcajadas en una silla.
Falzer y Dufour habían salido temprano para registrar el Diable-Bleu. Por orden del comisario, Muffieux y Didier habían ido a acostarse.
De pie en el centro de la estancia, los dos malhechores, esposados, respondían blandamente a las preguntas.
Por centésima vez, Pandraz se levantó y se acercó a ellos.
—¿De modo, Jo —dijo—, que no tienes realmente ni idea del lugar donde se esconde el Pirao?
El alto rufián encogió sus cansados hombros. Bajo el brillo crudo de la lámpara, su rostro picado de viruela parecía verdoso. Con un pliegue amargo en la comisura de los labios, respondió:
—Ya se lo he dicho. Y si lo supiera...
—¡No cantarías, claro! —interrumpió brutalmente Vardier que, limándose las uñas, no dejaba de espiar las reacciones de los truhanes—. Ya lo sabemos. ¡Tú eres un duro!
Jo se limitó a dirigirle una sonrisa, imitado en seguida por el Bórdeles. Brevet inclinó la cabeza. Les costaría mucho sacar algo de aquellos dos. Se levantó bostezando.
—Os dejo —dijo—. Yo voy a cambiarme antes de pasar por la P.J. ¡Estoy harto de ver a estos dos imbéciles! Cuando pienso que el otro les ha abandonado como si fueran zapatos viejos...
—Y que se ha cargado al pobre Fernand —añadió Pandraz.
Los dos rufianes cambiaron una mirada. Que el Pirao se hubiera llevado a Fernand por delante, como los polizontes les repetían sin cesar, les desorientaba. Ya no comprendían nada.
Brevet les contempló pensativamente. Supieran o no algo, los métodos de intimidación, las amenazas, no servirían de gran cosa con ellos. Eran bribones de antes de la guerra, criminales endurecidos para quienes la amistad, .la palabra dada, significaban algo. Hizo una seña a Vardier.
El O.P. siguió a su jefe, que acababa de cruzar la puerta de comunicación.
—Intentad sacarles alguna información —aconsejó el divisionario—. Aunque sólo sea la descripción del Pirao.
Vardier quiso hablar. Brevet le detuvo con la mano.
—Sí, ya sé. Tú nos has dado ya un retrato del asesino: bastón, cojera, etc. Pero procurad obtener otros detalles que ignoremos...
Cuanto más precisa sea la descripción, más posibilidades de reconocerle tendrán los policías de toda Francia. Hala, hasta luego.
—Hasta dentro de un rato, patrón —respondió Vardier, volviendo al despacho de Pandraz.
Cuando entraba, la puerta del pasillo se abrió ante Jean Renaud que mordía un lápiz. Con el rostro descansado, pero triste, el secretario estrechó la mano de sus colegas.
—Buenos días, señor principal —dijo—, Salud, Paul. Acabo de ver a Dufour y Falzer en la sala. Acaban de llegar.
Y, bajando la cabeza, añadió:
—Me han dicho lo de Millerand y el viejo... Lo siento.
Vardier sintió que una bola le obstruía la garganta. Volvió la vista. Si no hubiera despreciado a Barot, si hubiera oprimido a tiempo el botón...
Caminó hacia la ventana, la abrió y dijo, sin volverse:
—Tendrías que ir a buscarnos café... No hemos tomado nada en toda la noche.
—De acuerdo —dijo Renaud, dando media vuelta.
—¿No podrían darnos una taza? —le detuvo el gran Jo.
El secretario se volvió con brusquedad. Una lágrima brillaba en sus ojos. Con voz sorda, exclamó:
—¡Para vosotros, mierda! ¿Me oyes?
Pandraz, que se llevaba un cigarro a la boca, se sobresaltó... Renaud acababa de salir dando un portazo.

 

Brevet aparcó su coche ante la comisaría, bajó y, con aire pensativo, cruzó la calle. El agente de guardia se llevó la mano a su quepis. Brevet ni siquiera lo advirtió. Ofendido, el agente observó al comisario con una mirada de asombro. Por lo general, el jefe de la 14a B.T. era más bien educado...
Con pasos lentos, Brevet subió los escalones de cemento y penetró en la brigada.
Los polizontes de guardia cambiaron una sonrisa preparando su encendedor. Quedaron con un palmo de narices: Brevet ni siquiera les prestó atención. Sin detenerse, caminó hacia su despacho, pero cambió de dirección en el pasillo y entró en el de Pandraz.
A su llegada cesaron las conversaciones. Rufianes y policías se volvieron hacia él. El comisario se había cambiado y afeitado, pero en su rostro se advertía la fatiga de la noche. Tenía ojeras, la tez plomiza, las arrugas mucho más visibles que habitualmente.
Recorrió la sala con mirada apagada, posándola como si no los viera sobre los rufianes que seguían de pie en el mismo lugar, sobre Dufour y Falzer que habían vuelto para participar en el interrogatorio. Dijo, en un murmullo:
—Vengo del hospital.
Los O.P. dejaron escapar un gesto de inquietud. Pandraz saltó de su asiento.
—¿Cómo está Albert?
Sacándose la mano del bolsillo, Brevet puso un objeto sobre la mesa, lo empujó hacia el coloso y dijo, evitando mirarle:
—Me ha pedido que te diera eso... Antes de...
Dudando, el gigante tomó la petaca nueva. Súbitamente, su voz se rompió.
—Está...
Brevet inclinó la cabeza.
—Sí... Hace un momento... No había nada que hacer.
Triturando la petaca entre sus grandes manazas, el coloso, para ocultar su emoción, fue a plantarse ante una nota de servicio, clavada en la pared. De pronto, levantó su voz.
—Pobre Albert... Era el más antiguo de todos... Me vio llegar a la P.J..., Hace veintitrés años... Y, ¿lo recuerdas René...? Había apostado a que llegaría a principal antes que yo...
Una especie de extraña risa sonó en el rincón donde estaba el gigante.
—...Me decía que nunca sería un buen polizonte... Que hubiera debido quedarme en tráfico... Y ahora... Pobre viejo... Estaba a punto de jubilarse...
—Es cierto —respondió Brevet, olvidando a los demás—. No soñaba más que en eso... Y en su casita del Oise...
—...En la pesca con caña —prosiguió el coloso—. Su tabaco de mascar y el vino rosado... Su barquito... Su...
De pronto, sin que nada permitiera adivinarlo, giró sobre sí mismo. Su puño cruzó el aire. En un vuelo planeado, el gran Jo fue a golpear el muro. Brevet se dirigió a la puerta. Antes de cruzarla, se dirigió a Vardier:
—Quiero hablarle, Vardier. ¿Quiere venir conmigo, por favor?
Sin preocuparse por el gran Jo que, dificultado por las esposas, se levantaba trabajosamente, los policías siguieron con mirada asombrada la salida del patrón.
¿Pero qué le ocurría ahora para tratar de usted a Vardier? ¡Y además en ese tono! El mismo Vardier, había tenido un sobresalto. Era la primera vez que el divisionario le trataba de usted... La primera vez que le llamaba por su apellido... Tras dudar unos instantes, se reunió con él en su despacho.
Sin quitarse el abrigo, el comisario abrió su armario, tomó un paquete de Gauloises y se volvió hacia Vardier. En su rostro, la fatiga y la pesadumbre habían dejado paso a la dureza. Con la mirada clavada en la de su inspector, atacó en seguida con voz breve, metálica.
—Como acabo de decir, he pasado por el hospital y he visto a Albert... Me refiero al oficial de policía Taillis. Cuando llegué, su colega Barot estaba a la cabecera del lecho. Al verme, Taillis ha insistido para que se fuera. Tras su partida, Taillis me ha contado que le había preguntado por qué había dejado la camioneta. Ahora lo sabemos.
Sacando un Gauloise del paquete, Brevet señaló acusadoramente, con él, a Vardier.
—Usted intentó deliberadamente llevar al joven a la muerte, Vardier.
El divisionario había pronunciado a gritos esa frase. Vardier se puso rígido. Sus mandíbulas se apretaron, la sangre desapareció de sus mejillas. Brevet prosiguió:
—¡Y es usted culpable de la del viejo Taillis!
Vardier esbozó un movimiento. Brevet le detuvo con brusquedad.
—¡No! ¡Hay algo más! Taillis me ha dicho igualmente, por iniciativa propia, el modo en que usted se ha comportado con la esposa de su joven colega. ¡Es una cabronada! Se ha comportado usted como un cerdo, Vardier. Me da náuseas...
Utilizando su encendedor, dio una bocanada a su Gauloise y prosiguió implacablemente:
—Y los hombres que me dan náuseas no tienen un lugar en mi brigada. Hágame usted el favor de redactar su petición de traslado. La firmaré. En espera de que se vaya, formará equipo con Muffieux. Didier se encargará de Barot. ¡Un consejo! Intente por todos los medios que este último no sepa nunca la verdad acerca del comportamiento de usted con su esposa. Eso es todo.
Vardier no se inmutó. Pero interiormente estaba hundido. Intentó hablar, explicarse, al menos en lo referente al viejo, decir que no había pretendido que aquello sucediera...
—Pero, patrón... —comenzó.
—Llámeme señor divisionario —le cortó con sequedad Brevet—. Y debo advertirle que haré lo imposible para que termine usted su carrera en los archivos.
Luego, tomó unos papeles de su mesa.
—Puede usted retirarse.
Con la nariz afilada, los puños prietos de rabia, blanco como la nieve, Vardier, con paso maquinal, llegó a la salida.
Brevet no levantó la cabeza más que cuando oyó el portazo. Una sombra velaba su mirada.

 

Vardier vagaba por las calles. Era la hora de la comida, pero no tenía hambre. Ni siquiera sentía su cansancio. Era un golpe duro para él. Todas sus esperanzas, todas sus ambiciones acababan de derrumbarse en el despacho de Brevet. Y para acabar de redondearlo, le amenazaban con enviarle a los archivos. ¿Con los chupatintas? Antes la muerte. No se imaginaba escuchando día y noche: «¿Archivos? Aquí la 2a B.T... Aquí la 7a B.T... Aquí la brigada criminal...» en la voz de un O.P. cualquiera, seguido de: «Tengo una lista de nombres. ¿Quiere verificar que no estén reclamados, por favor? Comienzo a deletrear: Lemonie Raymond. L de León, E de Emilio, M de Mauricio, etc...» ¡No! De ningún modo. En absoluto. Vardier se negaba a esa vida mediocre de expedientes polvorientos y mortal rutina. Prefería volver al Yonne a intentar encontrar un puesto de guardabosques o de cualquier otra cosa. Todo antes que ser el hazmerreír de sus colegas. «¿Vardier? ¡Ah, sí...! ¡El famoso Vardier! ¡El as de los ases! Ahora está en los archivos. Le han jodido la carrera. Pobre...»
Viendo un bar, penetró maquinalmente en él y si acodó en la barra. El camarero se aproximó.
—¿Qué va a ser?
El O.P. dudó. Su mirada cayó sobre el pernod que bebía su vecino.
—Lo mismo —dijo señalando el vaso.
El alcohol le arañó la garganta y le quemó el estómago. Dejando el vaso que acababa de vaciar de un trago, lo tendió al camarero.
—Lo mismo... Y deme cigarrillos.
—¿Qué marca?
Vardier se echó atrás el sombrero.
—Me da igual... No importa.
El camarero le tendió un paquete de Gitanes y tomó de nuevo la botella. La primera bocanada de humo hizo toser a Vardier. Jamás había fumado. El segundo pernod se le subió a la cabeza y le puso algodón en las piernas. Aparte dos o tres excepciones, jamás había bebido. El tercer vaso pudo con él. Salió titubeando. Al golpear sus mejillas roídas por la barba, el aire helado acabó de emborracharle. Con la corbata suelta, el abrigo desabrochado y el sombrero en la nuca, zigzagueando por las calles, llegó ante el Petit-Vin-Blanc, en donde entró. Dos colegas, que bebían café en la barra, se volvieron. Muffieux y Didier que, tras un breve sueño, se disponían a entrar de servicio, sonrieron.
—¡Mierda! ¡Cómo está! —dijo Muffieux—. ¡El que nunca bebe...!
Vardier se dirigió a ellos. Apartando sin miramientos a Muffieux, le miró con ojos turbios.
—¿No te gusta? —amenazó.
—Bueno, bueno, Paul —dijo Muffieux sin enfadarse—. Tranquilidad. Mejor sería que fueras a acostarte.
—¡De qué! —se indignó Vardier en su embriaguez—, ¿Por qué me da órdenes el caballero? Todo el mundo me da órdenes... ¡Espera, cerdo! Voy a darte una lección.
Levantó su puño, apuntó al mentón de Muffieux y golpeó. El O.P. esquivó con facilidad. Vardier fue a estrellarse de narices contra la barra, a la que se agarró.
—¡Bebida, Jeanne! —aulló—. ¡Quiero beber! ¡Un pernod! ¡Uno!
En la sala, Pandraz, que acababa de pagar su cuenta, guardó el cambio y se acercó.
—Basta, Paul —dijo—. Sube a la brigada. Dormirás en el despacho. ¡Vamos, arre!
Entrecerrando los ojos rojos de fatiga, Vardier miró al coloso y soltó un eructo.
—¡Que te calles, polizonte! Déjame en paz o te arreo.
Y, rozándole el mentón, añadió:
—En primer lugar, ¿por qué no vas bien afeitado? Este no es un aspecto digno de un polizonte... De un pez gordo de la bofia.
Pandraz soltó un suspiro y agarró el brazo de Vardier. Este intentó soltarse, pegar de nuevo. El principal pareció dirigir a los demás un gesto de excusa y, con la palma de la mano, golpeó la nuca de Vardier dejándole sin sentido. Impidiendo que cayera, dijo a la patrona:
—¡Jeanne! Voy a tumbarle en tu banqueta del fondo. Déjale dormir. Luego se encontrará mejor.
Levantándole como una pluma, se dirigió hacia la sala entre las risas de los demás.

 

—¡Paul, eh, Paul!
Vardier gruñó. Muffieux siguió sacudiéndole.
—¡Vamos, despierta! ¡Aquí hay una mujer que quiere verte!
Sin abrir los ojos, Vardier se estiró en la banqueta y farfulló:
—¿Qué mujer? Para empezar, no quiero nada con mujer alguna. Quiero beber, beber. Dame de beber.
Agarrando una servilleta olvidada allí, Muffieux la humedeció en un cubo donde reposaba una botella vacía y la depositó sobre el rostro de su colega.
—Especie de cerdo —aulló Vardier, saltando como un resorte—. Especie de...
Se frotó los ojos y, manteniéndose apenas sobre sus pies, cayó de nuevo en la banqueta, con la cabeza entre las manos. Al cabo de unos instantes, su mirada descubrió un par de piernas recubiertas de seda.
—¿Quién es la moza? —dijo señalando con un dedo las piernas, sin levantar la cabeza.
—Soy yo, monsieur Vardier —anunció desde arriba una voz—. ¡Loulou! La mujer de Jeannot el Nizardo. Tengo que hablarle.
Lentamente, la mirada de Vardier fue en busca de los ojos de la mujer.
—¡Ah!, ¿es usted? —dijo con voz pastosa—. ¿Qué quiere de mí? No puedo hacer nada. Apenas si tengo derecho a subir a la brigada.
Lanzándole la servilleta húmeda sobre las rodillas, Muffieux aconsejó:
—Sécate en vez de soltar estupideces. Y escucha. Parece serio y sólo quiere hablar contigo. Pandraz me ha dicho que te la trajera.
Vardier sonrió tontamente a la muchacha.
—¿Es cierto? ¿Sólo quieres hablar con tu pequeño Paul?
Ella se encogió de hombros y dijo, con un relámpago de odio en las pupilas:
—Se trata del Pirao. Si le interesa...
Vardier no reaccionó. Se limitó a pasarse la toalla por el rostro. Ella añadió:
—Se lo traigo en bandeja. No tiene más que cogerle.
—En bandeja, ¿eh? —dijo Vardier, con sarcasmo arrojando la servilleta y abriendo su paquete de cigarrillos—. ¡Y a mí qué me importa el Pirao! ¡Dígaselo a éstos!
Su cigarrillo señaló hacia Muffieux, que se enfureció.
—¡Estás loco, Paul! ¡Estás como una cabra! Deja que la mujer hable, ¡maldita sea! ¡El Pirao! ¿No te das cuenta?
—Como quiera —se ofendió la muchacha, apartándose—. Si no le interesa, ya encontraré a otro que vengue a mi hombre.
Rápidamente, Muffieux la alcanzó. Temía que otra brigada se aprovechara del soplo. Suplicó:
—¡Quédese! ¡Y no se lo tenga en cuenta, está de mal humor! Desde ayer no se ha acostado. La escucharemos, ¿verdad, Paul?
Vardier les contempló con ojos apagados. Asintió débilmente con un gesto.
—Siéntese y cuéntemelo —dijo, acercando una silla con el pie.
La muchacha se sentó. Vardier se rascó la barba con sus uñas sucias y esperó.
—Bueno —se decidió la joven—. Una de mis compañeras ha visto al Pirao esta mañana...
A su pesar, ambos O.P. sufrieron un sobresalto. Ella prosiguió:
—...en un bar de Montparnasse donde suele tomar un bocado antes de volver a casa. El fue a buscarla hacia las cuatro de la madrugada. Se llama Cricri. Al parecer ha ido a verla ya varias veces.
En los ojos de Vardier se encendió una lucecita.
—¿Como cliente?
Ella asintió. Vardier prosiguió:
—¿Y siempre es ella la que se lo lleva o...?
—Siempre ella —interrumpió la mujer del Nizardo—. Según dice Cricri, él está loco por sus huesos. Me lo ha contado hace un rato.
—¿Por qué le ha hablado de esto? —preguntó Muffieux.
La joven cruzó las piernas. Vardier les dirigió una mirada interesada mientras ella explicaba:
—¡Porque sabe que era el tío de mi hombre! En nuestro medio todos lo saben.
Vardier escupió su cigarrillo sin haberlo encendido y se frotó las sienes.
—Pero, si ya le había visto en otras ocasiones, ¿por qué no se lo contó antes? —se extrañó.
—Porque antes no sabía quién era —precisó la joven—. Sólo lo supo a la mañana siguiente del día en que murió Jeannot. Al ver su retrato en los periódicos.
—Ya veo —dijo pensativamente Vardier, que comenzaba a recuperarse—. Pero, ¿está segura de que es él? ¡Puede equivocarse!
—Seguro que no —soltó la mujer—, Al principio, como no iba vestido igual, no lo reconoció. Pero luego en un bar, sí.
—¿Y ella no le dejó sospechar que sabía quién era? —preguntó Muffieux.
—No. El se limitó a preguntarle si leía los periódicos. Ella le contestó que tenía otras cosas que hacer, que la política y todo lo demás le importaba un rábano. El se rió y se la llevó al hotel.
Muffieux miró como Vardier tendía la mano hacia su sombrero, que permanecía don de Pandraz lo había colocado.
—¿En qué piensas, Paul?
—¿Yo?, en nada —masculló Vardier, cubriéndose—. Hay que hablar con el principal o con el patrón. ¡Qué decidan ellos! Pero a mí me parece sencillo.
Se levantó, imitado por la mujer, y le dijo mirándola:
—¿Su amiga piensa que volverá a buscarla?
—Está casi segura —respondió la muchacha—. La lleva en la sangre... ¿Pero cuándo? Eso nunca se sabe...
—¿Le dijo cómo iba vestido?
—Sí. Con la cabeza descubierta y con abrigo. Incluso se sorprendió, pues por lo general siempre llevaba una canadiense y boina.
—¿Llevaba gafas? ¿Un bastón?
—No. Me lo hubiera dicho.
—¿Así que no cojeaba?
—¡Claro que no! —exclamó la joven—, ¡Cricri me lo hubiera dicho!
Vardier frunció las cejas. Comenzaba a ver claro. ¿El bastón? Una estratagema clásica para transformar la silueta, para que dieran falsas descripciones si se producía algún problema, para inducir en error a sus socios. Dijo, apropiándose de un mendrugo abandonado en un mantel:
—¿Sabe su amiga que ha venido usted a verme?
La mujer tuvo un sobresalto.
—¿Está bromeando? ¿Piensa que tengo ganas de que esos rufianes se enteren y me conviertan en un colador? No. Nadie lo sabe. Y sólo le pido una cosa: no verme mezclada en todo esto. No quiero recompensa ni nada que se le parezca. Detengan al Pirao, es lo único que me interesa.
Con un gesto maquinal, Vardier se llevó el mendrugo a la boca y comenzó a roerlo. ¡Eso era típico de las mujeres! Mientras el Nizardo vivía estaba dispuesta a engañarle con cualquiera. Incluso con un polizonte. Y ahora... En todo caso, si el soplo era bueno, el Pirao estaba listo. Sólo se trataba de una cuestión de tiempo y de escondite. Apostando permanentemente algunos hombres ante el bar, le echarían el guante. Vardier se encogió de hombros. Como todo el mundo, aquel asesino tenía sus debilidades. Y, en su caso, la debilidad se llamaba Cricri. Para otros...
—¿Cómo se llama el bar? —preguntó, arrojando el mendrugo en una mesa.
—La Sauce, en la calle Montparnasse —respondió ella—. Está abierto toda la noche.
—Ya sé cuál es —declaró Muffieux—. Incluso conozco al gerente.
Vardier, que comenzaba a escrutar a la mujer con ojos golosos, aconsejó sin volverse:
—Muy bien, tú regresa a la brigada y ponles al corriente. Yo...
Llevó una sonrisa seductora a sus labios y prosiguió, acariciándose la mejilla:
—...voy a afeitarme... y a acompañar a la señora, si ella me lo permite.
Los ojos de la muchacha pestañearon ante la mirada dominadora de Vardier. Su pecho se hinchó. Y le devolvió la sonrisa.
De una pieza, Muffieux contempló cómo se alejaban hacia la salida.