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Del Bizancio griego a la Nova Roma Constantino

LA CIUDAD DE LOS CIEGOS Y EL ALMIRANTE BYZAS

Existen lugares en el mundo que parecen predestinados a brillar a lo largo de la historia. El estrecho del Bósforo es uno de ellos. Situado en el contacto entre dos mares interiores (el Mediterráneo y el mar Negro) y en el lugar donde más se aproximan las masas continentales de Europa y Asia (la península balcánica y la península de Anatolia, respectivamente). Este emplazamiento privilegiado ha sido, desde hace casi tres mil años, puente de paso de grandes civilizaciones y, a la vez, objeto de deseo para las mismas.

El papel estratégico que juega el Bósforo hoy en día es muy importante, pero en épocas anteriores lo fue todavía mucho más. Quien controlase ese territorio, dominaba también la navegación entre Europa, Asia y África a través del Mediterráneo. Pero además, quien se adueñase de él, lo hacia también de las rutas comerciales que ponían en relación Oriente y Occidente.

Imagen de satélite del estrecho del Bósforo. Constantinopla se encontraba ubicada en la península de forma triangular a la izquierda, junto al golfo denominado Cuerno de Oro.

Pero esto no es todo, a la entrada del Bósforo, desde el mar de Mármara, existe una pequeña lengua de tierra de varios kilómetros de longitud. Esta diminuta península goza, por su posición estratégica, de unas condiciones aún más excepcionales, si cabe, que todo lo que hasta ahora hemos descrito.

Inmediatamente al norte de esta península existe un golfo estrecho que la rodea y que recibe el nombre de Cuerno de Oro o Cuerno Dorado, así denominado porque su forma recuerda a una especie de cuerno. La península recibe, además, a una serie de arroyos procedentes de lejanas montañas que vertían su agua hacia el mar de Mármara y hacia el Bósforo.

No es de extrañar, por tanto, que el lugar llamara la atención de quienes lo visitaban, por lo general tribus que aprovechaban la proximidad entre los dos continentes para atravesar por él o navegantes que se adentraban hacia el norte.

Situémonos en el siglo VII a. C., cuando el pueblo griego se encontraba en pleno proceso de expansión colonial. Entonces, en aquellos tiempos, los helenos vivían en numerosas polis situadas en torno a las orillas del mar Jónico, hoy llamado mar Egeo. Era una tierra pobre y árida en general, sin embargo, sus ciudades estaban superpobladas para las posibilidades de la época, y sus habitantes ansiaban encontrar lugares más feraces donde iniciar una nueva vida.

Al norte del Bósforo existe una gran extensión de agua que los griegos llamaban Ponto y que nosotros conocemos como mar Negro. Las orillas de ese mar, en especial las llanuras que existen al norte del mismo, eran (y son) particularmente fértiles. En ellas se producía un gran volumen de cereales, fundamental para poder alimentar a las ciudades griegas, siempre escasas en alimentos.

Esas llanuras estaban habitadas por el pueblo escita. Actualmente conocemos a esa zona como Ucrania. Entre ellas y Grecia surgió un intenso comercio en el cual los barcos griegos llevaban el grano hacia el sur, mientras que regresaban hacia el norte cargados de objetos manufacturados.

Semejante hecho le otorgó una gran importancia estratégica al Bósforo, pues quien controlara su paso poseía a su vez la llave para el abastecimiento de alimentos a Grecia, de ahí que el interés de la zona creciera y que, hacia el año 675 a. C., se fundase la ciudad de Calcedonia con el objetivo de dominar el comercio por el estrecho.

Pero Calcedonia había sido fundada un poco más al sur de la entrada del mismo, en una zona costera bastante rectilínea y que por tanto no resultaba fácil de defender.

Pocos años después, un navegante de la ciudad de Megara (cerca de Atenas) al que la tradición llama Byzas, convenció a algunos de sus conciudadanos para que emprendieran con él un viaje en el que buscar un lugar adecuado donde fundar una nueva ciudad e iniciar una vida mejor.

En aquella época, era costumbre de los antiguos griegos que, cuando se quería emprender un proyecto de gran envergadura, se consultara previamente al afamado oráculo del santuario de Delfos, que era el que tenía más renombre en cuanto a la predicción del futuro. En él residía la sibila o pitonisa, una mujer con poderes mágicos que era capaz de adivinar lo que sucedería más adelante y por tanto era también la que más sabiamente podía aconsejar sobre la mejor forma de obrar ante una nueva empresa.

Sólo había un problema por lo general. La sibila (que probablemente se encontraba hipnotizada bajo la influencia de unas emanaciones gaseosas que salían por una grieta del terreno) casi siempre hablaba utilizando un lenguaje oscuro y poco claro, por lo que en la mayor parte de las ocasiones resultaba muy difícil interpretar sus ambiguas palabras.

Cuando Byzas acudió a ella en busca de ayuda, tras haber hecho la pertinente ofrenda al templo, la sibila al ser consultada respondió: «Si quieres fundar una ciudad próspera que perdure durante el resto de los siglos, debes navegar hacia el norte y construirla enfrente de la ciudad de los ciegos».

Byzas y sus conciudadanos se quedaron perplejos con la respuesta del oráculo. Nadie en el mundo tenía conocimiento de la existencia de una ciudad de los ciegos. Pese a este contratiempo, la influencia de lo que decía la sibila era tan enorme en toda Grecia, y el deseo de los megarenses por emigrar tan intenso, que decidieron aparejar sus naves y poner rumbo hacia el norte en busca de esa ciudad de los ciegos que nadie decía conocer.

En su camino atravesaron el Helesponto, estrecho que hoy conocemos con el nombre de los Dardanelos, y penetraron en la Propóntide, actual mar de Mármara. En la orilla oriental de este mar pudieron contemplar la ciudad de Calcedonia, pero seguía sin aparecer ninguna ciudad de los ciegos.

Sin embargo, Byzas observó que unos pocos kilómetros al noroeste de Calcedonia se encontraba una lengua de tierra que estaba deshabitada, pero que presentaba un emplazamiento excepcional para ubicar allí una ciudad. Byzas comprobó que esa pequeña península de forma triangular estaba rodeada de agua por todas sus partes excepto por una que la unía al continente. Bastaba con fortificar la parte de ese lado para que la ciudad bien protegida y con un puerto adecuado, pudiera convertirse en un asentamiento inexpugnable que controlase todo el tráfico que pasaba por el estrecho.

Cuando Byzas reflexionó, pensó que había que estar ciego para no haberse dado cuenta de ello y sin embargo, mucha gente había llegado allí antes que él y no lo habían notado, pues prefirieron fundar una ciudad en la costa que quedaba enfrente, donde la posición era considerablemente peor. Lo comentó con sus compatriotas y estos le dieron la razón, los de Calcedonia estaban «ciegos» por no haberse dado cuenta de este hecho y así la apodaron la ciudad de los ciegos de la que les había hablado el oráculo.

En el año 657 a. C., Byzas y sus colonos desembarcaron en esa lengua de tierra y comenzaron las obras para construir una nueva urbe. A esta se le puso el nombre de su fundador, y por derivación, se la conoció como Byzantion o Bizancio, como la llamamos nosotros.

EL BYZANTION DE LOS GRIEGOS

La ciudad de Byzas era, sin embargo, relativamente pequeña, aunque eso sí, dotada de una serie de infraestructuras como las de cualquier otra colonia griega. Se la rodeó de una muralla, ubicándola en la punta de la lengua de tierra, sobre una colina en la que se situó la acrópolis de la ciudad.

Byzantion poseía dos plazas o ágoras, gimnasios, un teatro y se la dotó con dos puertos. Estos y la muralla eran la clave de su poder. Aquella la defendía por tierra, los puertos favorecían tanto al comercio como al abastecimiento de la población en caso de asedio, pero sobre todo servían de base a la marina bizantina para controlar el paso de cualquier barco por el estrecho.

Y fue en esto último donde se gestó en un principio la prosperidad de la ciudad. Cada vez que un barco intentaba atravesar el Bósforo, los barcos de Bizancio le cortaban el paso y no lo dejaban navegar hasta haber satisfecho un considerable impuesto a los bizantinos. De esta forma, la ciudad se fue enriqueciendo considerablemente.

Pero no sólo la riqueza jugaba un papel de gran importancia, quizás lo era aún más la estratégica posición en la que se encontraba la ciudad para el control de las rutas, no el de las comerciales únicamente, sino también el de las militares, pues cualquier ejército o armada que tuviera que atravesar este territorio había de pasar forzosamente cerca de Bizancio.

Si la ciudad quería permitir el tránsito libremente a cualquiera no existían problemas para que este se moviese. Pero si quien lo intentaba era su enemigo y los bizantinos se oponían, el paso resultaba prácticamente imposible, y para poderlo llevar a cabo era necesario en primer lugar tener que tomar la ciudad, algo que, como se pudo comprobar posteriormente en numerosas ocasiones, resultó verdaderamente difícil si los bizantinos se oponían con la voluntad suficiente a un enemigo, guarecidos tras la seguridad de sus murallas, al tiempo que podían ser abastecidos de alimentos por su escuadra.

Entre los siglos VI y II a. C., Bizancio se vio envuelta en las convulsiones bélicas de las guerras griegas (Médicas, del Peloponeso, contra Macedonia, etc.). Las grandes potencias de la época (persas, espartanos, atenienses, etc.) eran plenamente conscientes de su importancia estratégica como llave de paso de los estrechos y como puente intercontinental, de ahí que intentaran controlarla por todos los medios a su alcance. En ocasiones, la política bizantina fluctuó entre unos y otros, pero casi siempre intentó mantenerse independiente, o al menos conservar una gran autonomía.

A mediados del siglo IV a. C. apareció ante la ciudad uno de los reyes más poderosos de aquella época, el macedonio Filipo II. Filipo había tomado la decisión de invadir el Imperio persa, mas para ello necesitaba previamente controlar aquella ciudad desde la que podría pasar fácilmente a la orilla asiática.

Pero los bizantinos se negaron a concederle lo que pedía y, en el año 340 a. C., Filipo decidió poner sitio a la misma. Tras varios meses de infructuoso asedio, pensó que no podía perder más tiempo ante aquellos muros, por lo que tuvo que abandonar momentáneamente el proyecto y dirigir sus ejércitos contras las ciudades griegas del sur, que se habían sublevado. Fue la primera vez en la que el emplazamiento estratégico de Bizancio demostró su transcendental importancia militar.

Filipo murió asesinado en el año 336 a. C. y le sucedió su hijo Alejandro, llamado el Magno, que acabaría por convertirse en uno de los mayores conquistadores de todos los tiempos. Alejandro retomó la tarea inconclusa de su padre, puso sitio a Bizancio y la conquistó con relativa facilidad en el 334 a. C., con lo que pudo iniciar desde allí su ataque contra los persas.

Los bizantinos, sin embargo, no se vieron demasiado perjudicados por este hecho. Alejandro necesitaba los puertos de la ciudad para abastecer a sus ejércitos y para mantener el contacto con Grecia, de ahí que no sólo la respetara sin causarle daños, sino que incluso mejoró sus instalaciones.

Cuando Alejandro murió en el 323 a. C., Bizancio recobró su independencia y retomó su actividad comercial. Se recuperó con gran rapidez y volvió a prosperar considerablemente.

Pero una ciudad rica es también una ciudad muy apetecible y, así, después de los macedonios, muchos otros reyes (Lisipo, Antígono, Mausolo, etc.) intentaron conquistarla. Ninguno lo consiguió. Sus murallas la hicieron de nuevo inexpugnable y su flota se encargó, como era costumbre, de abastecerla de alimentos y de agua siempre que lo necesitó.

EL BYZANTIUM ROMANO

Bizancio continuó durante varios siglos en esta situación, cada vez más rica y floreciente, y, a finales del siglo III a. C., apareció una nueva potencia en el Mediterráneo, Roma, que en poco más de medio siglo, se adueñó de casi todas las ciudades griegas. Bizancio no deseaba enfrentarse al poder romano, y este prefería no tener que perder el tiempo conquistando una ciudad que precisaba un largo asedio. De esta manera se llegó a un acuerdo. Los bizantinos pagarían impuestos a los romanos, y estos a cambio respetarían su libertad y le concederían su protección, aunque sus decisiones más importantes tendrían que ser siempre aprobadas por el Senado romano.

El acuerdo duró algo más de un siglo, hasta que en el I a. C., el general romano Pompeyo decidió anexionarla a los dominios de Roma. Aún entonces, Bizancio conservó un cierto autogobierno y gozó de algo de autonomía local, aunque ya dependía de las decisiones de Roma para casi todo.

Un siglo después, en el I de nuestra era, el emperador Vespasiano decidió acabar con cualquier tipo de autogobierno de la ciudad y la incorporó definitiva y totalmente al Imperio romano. De esta formaba se iniciaba el proceso de romanización de la ciudad, que aunque había perdido su libertad, prosperaba, de nuevo, comercial y urbanísticamente.

Así, en el siglo II se construyeron nuevos edificios como el teatro de Plinio, un arco de triunfo y se la dotó por primera vez de abastecimiento de agua gracias al acueducto que mandó construir el emperador Adriano. Por esta época, Bizancio se encontraba de nuevo en la cúspide de su riqueza y de su importancia.

Sin embargo, la Pax Romana también llegó a su fin. A finales de aquel siglo se iniciaron una serie de luchas para conseguir el trono imperial que había quedado vacante tras el asesinato de Cómodo. Para su desgracia, Bizancio se vio totalmente envuelta en medio de esas luchas.

Uno de los aspirantes al trono, Pescenio Niger, consciente de la importante situación estratégica de la ciudad, decidió instalarse en ella y convertirla en su base de operaciones. Pero otro de los candidatos, el más poderoso de todos ellos, Septimio Severo, se dirigió rápidamente contra la misma al conocer la noticia para acabar allí con su rival.

Severo volvió a comprobar cómo la pequeña ciudad era prácticamente inexpugnable, y por ello tuvo que mantener un feroz asedio que se prolongó por espacio de dos años hasta que a los bizantinos no les quedó más remedio que rendirse. Esto se logró tras haber sido bloqueados también por el mar, gracias a la flota que Severo hizo llevar hasta la ciudad.

Severo, furioso ante la resistencia mostrada durante esos dos años, tomó la determinación de arrasar la ciudad, lo que se llevó a cabo en el año 196, y procedió al exterminio sistemático de sus habitantes como parte de su venganza por haberle opuesto semejante resistencia.

Pero pronto se dio cuenta de su error. Era infinitamente mejor ocupar aquel espacio estratégico con una nueva ciudad, que dejarlo abandonado, como fue su decisión inicial, y por tanto sin utilidad ninguna.

Al año siguiente dio la orden de reconstruir Bizancio. Para ello amplió la superficie urbana, la dotó de nuevas y mejores murallas, reparó el acueducto de Adriano que había sufrido daños importantes durante el asedio, y construyó un gran hipódromo para que los bizantinos pudieran entusiasmarse con uno de los espectáculos más típicamente romanos: las carreras de cuadrigas y de caballos.

La reconstrucción fue todo un éxito, sobre todo desde un punto de vista militar, algo que quedó demostrado cuando décadas después Bizancio sufrió las invasiones de pueblos bárbaros como los godos, o incluso de los persas. En todas las ocasiones salió indemne de cualquier intento de conquistarla. Su privilegiada posición, seguía aumentando su fama.

Consciente de ello, a finales del siglo III, el emperador Diocleciano decidió reforzar aún más sus murallas y mejoró todos los sistemas defensivos de que disponía. En ese momento, el Imperio romano estaba siendo atacado por todas partes y se hacía imprescindible proteger mejor a todas las ciudades. Por tanto, Bizancio se hizo aún más fuerte de lo que era hasta entonces.

LA NOVA ROMA DE CONSTANTINO

A principios del siglo IV, Diocleciano abandonó el poder y poco después de su muerte volvieron a estallar nuevas guerras entre los candidatos al trono. Uno de ellos, Licinio, conocía bien la historia y las virtudes del emplazamiento de Bizancio. Cuando fue acosado por su rival Constantino, se encerró con sus hombres en la ciudad y allí resistió durante casi un año.

Bizancio volvía a demostrar su excepcional importancia estratégica, así como las dificultades con las que se encontraba cualquier enemigo que intentara tomar la ciudad por la fuerza.

Constantino había aprendido bien la lección. Había perdido mucho tiempo delante de sus murallas y muchos de sus hombres habían muerto durante la conquista de la ciudad.

Tras lograrlo, tuvo una idea muy parecida a la de Septimio Severo un siglo antes. Pero ahora no se trataba de destruirla, sino de aprovechar su magnífico emplazamiento para sacar todo el partido posible al mismo.

La época de Constantino fue además un momento en el que se estaban produciendo cambios trascendentales en el mundo antiguo. Una nueva religión, el cristianismo, se estaba imponiendo sobre los decadentes cultos paganos y Constantino estaba muy interesado en contar con el apoyo de los todavía escasos, pero muy combativos, cristianos.

Roma, la mayor urbe del mundo por aquel tiempo, llevaba ya dos siglos en crisis, aunque todavía conservaba casi intacta su grandeza, pero la situación estaba cambiando con rapidez. Poco antes del reinado de Constantino se habían iniciado las primeras invasiones de los pueblos bárbaros y casi a la vez se había reanudado el secular enfrentamiento con el Imperio persa.

Se hacia cada vez más necesario contar con un nuevo centro de poder que se encontrara más cerca de las conflictivas regiones del Danubio o de los confines de Asia Menor. Era necesario trasladar la capital hacia ese lugar y crear una nueva ciudad que fuera más fácil defender que la poco protegida Roma. En definitiva, se trataba de crear una Nova Roma que dinamizara al imperio y le diera mayor estabilidad y seguridad.

En el año 323, Constantino tomó la decisión. Era necesario construir esa ciudad y para ese cometido no había un lugar mejor en todo el orbe romano que el que hasta entonces había servido de emplazamiento a la por entonces medio arrasada Bizancio.

Constantino dio las órdenes pertinentes y libró los fondos necesarios para poner en marcha su gran proyecto. Decidió ampliar considerablemente la superficie edificada del antiguo Bizancio y desplazó la muralla mucho más al interior de la lengua de tierra. El nuevo recinto amurallado por tierra superaba los tres kilómetros de longitud, lo que le pareció una exageración a quienes contemplaron las obras. Este recinto se extendía desde las orillas del Cuerno de Oro hasta las del mar de Mármara. Además, Constantinopla, como Roma, se iba a edificar también sobre siete colinas al igual que la primitiva ciudad de Rómulo y Remo.

De esta forma, la superficie que ocupaba la nueva ciudad era cinco veces superior a la del antiguo Bizancio griego. Hasta el lugar se desplazaron los mejores arquitectos, ingenieros y urbanistas del imperio. Se transportó hasta allí a más de 30 000 esclavos para que llevaran a cabo las tareas más duras de construcción, y en ellas se les empleó durante siete años de trabajo ininterrumpido hasta que la ciudad estuvo lista.

A lo largo de este tiempo se levantaron en la misma infinidad de monumentos, y para ello se recurrió al saqueo o al expolio de las mejores obras de arte que se encontraban desperdigadas por todo el imperio. También se transportaron piedras y materiales de todos aquellos edificios que se encontraban en ruinas o desuso, en especial en aquellas ciudades que habían sido saqueadas por los bárbaros. Otra importante cantera de materiales fueron los templos paganos, que estaban siendo abandonados paulatinamente ante el creciente impulso de la nueva religión cristiana.

Bajo estas condiciones tan favorables, las obras de la ciudad progresaron rapidísimamente. Se construyó un gigantesco complejo de 19 000 metros cuadrados destinado a servir como palacio para el emperador. Junto a él se erigió una basílica, y cercana a ambos, se diseñó una enorme plaza porticada llamada Augusteion que hacía las veces de foro.

La ciudad se estructuró a lo largo de una gran avenida de más de 600 metros de longitud y de 25 de anchura llamada Mese, nombre que podemos traducir como «calle de en medio», pero que también significaba «vía triunfal» o simplemente «vía imperial». La Mese conectaba los diferentes foros urbanos desde el gran Palacio Imperial hasta las puertas de la muralla, pues se bifurcaba poco antes de llegar a esta. Esta arteria era el centro de la vida social de Constantinopla y se encontraba porticada a lo largo de todo su recorrido.

La Mese partía del Milión o Piedra Dorada. Este era el punto que los antiguos griegos llamaban el Omphalos, u «ombligo» de la ciudad, es decir, el punto central de la misma. Desde él se medían todas las distancias entre las ciudades del imperio con respecto a Constantinopla, era lo que hoy denominaríamos el kilómetro cero.

La Mese unía dos grandes foros o plazas: el Boario y el Amarastriano. Cerca de esta avenida se levantaron las termas de Zeuxippos, complementadas por un gran gimnasio y ornamentadas con una impresionante colección de obras de arte procedentes de numerosas partes del mundo grecorromano.

Constantino decidió también dotar a la ciudad de espacios destinados a la diversión y al entretenimiento. De esta forma, ordenó que se reconstruyera y ampliara el antiguo hipódromo de Septimio Severo, dotando al recinto de unas proporciones majestuosas, con casi 500 metros de longitud por 150 de anchura. Se calcula que en él podían tener cabida hasta cien mil espectadores. En el centro del mismo, en la denominada Spina, se ubicaron también grandes obras de arte, como la columna Serpentina, traída del santuario de Delfos, o el gran obelisco de 32 metros de altura que se transportó desde Egipto. Con el tiempo, el hipódromo se convertiría en uno de los lugares más turbulentos y conflictivos de Constantinopla y en él tendrían lugar acontecimientos muy importantes para su historia.

Durante la época de Constantino, es decir, entre el 323 y el 330, la ciudad se fue llenando de monumentos que, de haberse conservado en la actualidad, nos dejarían admirados por su riqueza y su belleza. Entre estos cabe destacar la Puerta Dorada, destruida por un terremoto en 1509, el Tetrastoon, también llamado los Cuatro Pórticos, el Philadelphion o plaza porticada ornamentada con columnas de pórfido, y otros muchos más que desgraciadamente no han sobrevivido al paso del tiempo o a las diversas destrucciones que tuvieron lugar en los siglos posteriores.

Constantino era consciente de que la inexpugnabilidad de la ciudad no sólo podía basarse en sus recias murallas o en su extraordinaria y privilegiada situación, sino también en la capacidad de la misma para resistir prolongados asedios. Para ello no bastaba sólo con abastecerla de alimentos por vía marítima, sino que también era necesario garantizar, por encima de todo, el suministro de agua a su población, y esta era una tarea muy difícil, pues se esperaba que en ella se establecieran varios cientos de miles de personas.

Para dar una solución a este problema, los urbanistas que la diseñaron tuvieron la idea de dotarla de una red de cisternas subterráneas (que con el paso del tiempo llegó a superar el número de sesenta), y estas a su vez debían ser abastecidas mediante acueductos que transportaban el agua desde montañas muy lejanas.

Plano en el que se ubican los principales edificios y monumentos de la ciudad de Constantinopla entre el 330 y el 413.

De este modo se construyó un nuevo acueducto que complementase el que dos siglos antes había mandado levantar Adriano. Sus arcadas se extendían a lo largo de 19 kilómetros hasta enlazar con los manantiales del bosque de Belgrado, que era el más importante de los que rodeaban la periferia de Constantinopla. El agua que transportaba vertía hacia un gigantesco depósito al que en su época se conocía como la cisterna de Philoxenos o de las Mil Columnas, nombre usado aun hoy en día si bien de forma exagerada. En realidad, a pesar de sus enormes dimensiones, 143 por 65 metros, no son mil columnas las que sustentan su techo, sino 224 con una altura de 15 metros cada una. Eso hace que disponga de una capacidad de almacenamiento de agua de 40 000 metros cúbicos.

La idea de Constantino al construir una Nova Roma, no era sólo la de crear una ciudad que compitiera con Roma, la antigua capital imperial, sino que con ella se demostrara al mundo que también el imperio estaba cambiando. Las antiguas religiones paganas vivían por aquella época un período de crisis, y el cristianismo estaba emergiendo como nueva religión triunfante. Constantino tenía la idea de que en el futuro, esta sería la religión de la ciudad, pero aun así, tuvo que aceptar en el momento de su construcción la erección de templos paganos dedicados a los tradicionales dioses de la religión grecolatina.

Pero en consonancia con el Edicto de Milán promulgado en el 313 (una década antes), que garantizaba la tolerancia religiosa en el imperio, Constantino decidió fomentar también la construcción de iglesias y monasterios para que se desarrollara el culto cristiano. En un principio las iglesias cristianas o martyria, como las de San Mokios o Santa Irene, se ubicaron a extramuros de la ciudad, pero poco a poco también comenzaron a levantarse en el interior de la misma.

Columna del emperador Constantino, denominada actualmente columna Cemberlitas. En su parte superior se encontraba una estatua del emperador que fue destruida en el siglo XII.

Constantino, aconsejado por su madre Flavia Helena, conocida posteriormente como Santa Elena, comenzó a trasladar a su ciudad las reliquias que esta había encontrado poco antes en los Santos Lugares. Así, a modo de ejemplo, levantó una columna de 35 metros de altura (a cuyos restos hoy día conocen los turcos como Cemberlitas). En su parte superior se remató con una estatua del propio emperador cuya corona, a imitación del dios del Sol Helios, estaba decorada con los clavos con los que supuestamente había sido crucificado Jesucristo. Esto no deja de ser un claro ejemplo de cómo el emperador pretendía fusionar en un principio los cultos paganos con el creciente empuje del cristianismo.

Así, Constantinopla se convirtió muy pronto en uno de los grandes centros de difusión de la nueva religión, y de esta manera fue rápidamente proclamada como sede de uno de los cinco grandes patriarcados cristianos que existirían en el mundo de su tiempo (los otros fueron Jerusalén, Roma, Alejandría y Antioquía). No tendría que pasar mucho tiempo para que se convirtiera en el más importante de todos, aunque eso sí, en dura pugna con el del papa de Roma.

KONSTANTINOU POLIS O CONSTANTINOPLA, LA CIUDAD DE CONSTANTINO

El 11 de mayo del 330, Constantino inauguró solemnemente la nueva ciudad. Aunque oficialmente se la había denominado como la Nova Roma, la gente empezó a llamarla la ciudad de Constantino, o como se pronunciaba en griego, Konstantinou Polis, de ahí que hoy día la conozcamos como Constantinopla por deformación del antiguo nombre griego.

Reconstrucción virtual del centro urbano de Constantinopla en la que se puede apreciar una vista aérea del acueducto de Valente, edificado durante el siglo IV.

En realidad, en el 330 no estaba todavía completamente finalizada, de hecho las murallas no acabaron de cerrarse hasta seis años después, pero Constantino consideró que con lo que se había construido ya era más que suficiente para que se instalase en la ciudad la población que debía habitarla. Es posible que en el momento de la inauguración ya residieran en ella cerca de cien mil personas, pero el emperador pensaba que eran pocas para el gigantesco complejo urbano que había levantado.

Por ese motivo, dio la orden de que la corte imperial y el funcionariado estatal se trasladaran desde Roma a la nueva capital, y para conseguir esto inició una hábil labor de propaganda con el objetivo de que decenas de miles de personas se desplazaran también para vivir en la ciudad.

Su estrategia principal se basó en la proclamación de una serie de anuncios por todo el imperio (y en especial en la propia Roma), mediante los que prometía el reparto de 80 000 raciones diarias gratuitas de alimentos distribuidas en 117 puntos de Constantinopla, a todos aquellos que quisieran emigrar hacia la misma.

La proclama fue realizada dos años después de su fundación, y tuvo como era de esperar un enorme éxito. Inmediatamente comenzaron a afluir a la ciudad miles de personas que buscaban los atractivos y las ventajas que se ofrecían en Constantinopla. De este modo, ilirios, lidios, licios, sirios, arameos, coptos, armenios, judíos, godos, hérulos, gépidos, griegos, y por supuesto romanos, llegaron en un elevado número a Constantinopla. Esta población formó un conjunto enormemente cosmopolita y con un elevado número de habitantes, por lo que se ha calculado que hacia el 340 podrían ya vivir en ella cerca de 300 000 personas, aunque estas cantidades han de ser siempre tomadas con reservas.

En cualquier caso, el crecimiento posterior fue igualmente rapidísimo. Hacia el 360 el número de habitantes ya se acercaba a 350 000, y a comienzos del siglo IV debería rondar ya casi los 400 000 habitantes. Era en ese momento la segunda ciudad más poblada del mundo después de la propia Roma.

Un crecimiento tan desmesurado requería también nuevas infraestructuras y servicios que no sólo cubrieran las necesidades de su población, sino que también ofrecieran trabajo a las grandes masas de desocupados que pululaban por las calles y que siempre estaban dispuestas a protagonizar sonoras protestas cada vez que la situación empeoraba.

De este modo, fue preciso levantar nuevos acueductos que ampliaran el abastecimiento de agua. El más importante de todos ellos fue el que ordenó erigir el emperador Valente, edificado entre los años 366 y 373. Constaba de 971 arcos y traía el agua desde la formidable distancia de 250 kilómetros.

Diez años después, Teodosio I tuvo que construir uno nuevo, el cuarto, dada la creciente necesidad de agua que tenía la ciudad. Además, para almacenar el enorme caudal que por aquel entonces afluía hacia Constantinopla fue preciso crear nuevas cisternas en las que se vertía el agua para su posterior distribución por toda la urbe.

Uno de los grandes éxitos de Constantinopla consistió en que supo aunar todo lo mejor que habían aportado a la civilización las culturas más importantes del mundo antiguo. Así, en ella se hablaba mayoritariamente la lengua griega (aunque el latín era oficialmente el idioma empleado en la administración), y fue en ese lugar donde se conservó durante más tiempo el legado cultural de la brillante civilización helénica, de la que sus habitantes se sentían herederos directos.

Por otra parte, copió el modelo de la administración romana que había sido capaz de levantar y de organizar tan enorme imperio. Para ello fue allí donde se compiló y se desarrolló la obra legislativa del Derecho romano en época de Teodosio II y de Justiniano, lo que suponía otro de los pilares básicos de la civilización del mundo clásico. Nuestro Derecho actual procede en buena medida de la recopilación que se hizo en ella, en aquellos siglos V y VI.

Sin embargo, en materia religiosa pronto se renunció a los cultos paganos iniciales y se aceptó el cristianismo como única religión oficial y como modelo para seguir en las costumbres y en la moralidad que se impusieron en la ciudad.

Este hecho se plasmó en la construcción de una de las mayores iglesias del mundo antiguo, la de los Santos Apóstoles (erigida entre el 335 y el 339). En un principio, esta magna obra estaba destinada a ser el lugar de enterramiento del emperador Constantino, pero tras producirse el traslado de los restos de los apóstoles en el 356, el sarcófago del emperador fue depositado en un nuevo edificio circular que se construyó junto a ella con el objeto de servir como mausoleo para la familia imperial.

Reconstrucción virtual de la Puerta Áurea o Puerta Dorada, una de las que componían el acceso al interior a Constantinopla a través de las Triples Murallas.

Constantinopla fue durante más de mil años uno de los grandes centros del cristianismo, quizás el mayor junto con la propia Roma. No fue ajeno a este hecho el que fuera aquí donde por primera vez, en el año 353, un emperador, Constancio II, decretara el cierre de todos los templos paganos que existían.

Tampoco debe olvidarse que en el 360 se consagró otra de las grandes iglesias que en ella existieron, el primitivo recinto de Hagia Sophia, dedicada a la Divina o Sagrada Sabiduría de Dios. Con el paso del tiempo, esta iglesia, o para ser más exactos, otra de las que la sustituyeron con el mismo nombre, acabaría por convertirse en uno de los más conocidos templos de la cristiandad.

El ambiente de religiosidad que se vivía debía de ser muy intenso, según las informaciones que nos han transmitido los cronistas de la época. Ya por aquel entonces, se contabilizaban veintitrés monasterios extramuros, que siglos más tarde acabarían alcanzando la asombrosa cifra de más de trescientos.

No sólo la religión estaba en auge, sino que esta se extendía a toda la ciudad en general. A finales del siglo IV se emprendieron nuevas obras promovidas por el emperador Teodosio I, quien prolongó y embelleció la avenida de la Mese y construyó el arco del triunfo de la Puerta Dorada. En esta época continuó dotándose de otras infraestructuras, como sucedió con el puerto Juliano, numerosos silos para la conservación del grano que se traía fundamentalmente de Egipto, a la vez que se expandía un nuevo barrio, el de Kainópolis.

Teodosio I hizo traer de Egipto, hacia el año 390, un colosal obelisco que, según sus contemporáneos, alcanzaba una altura de 60 metros, a todas luces exagerada. Sea o no fuera verdad, lo que sí sabemos es que, durante las complicadas labores de desembarco de la nave que lo traía, se produjo un accidente y el obelisco se fraccionó en varias partes. Se decidió entonces que sólo se iba a utilizar la parte superior del mismo con una altura de 26 metros para colocarla en el centro del hipódromo, y todavía continúa en el mismo lugar después de haber transcurrido más de dieciséis siglos.

LAS TRIPLES MURALLAS DE TEODOSIO II

A principios del siglo V, el imparable crecimiento de Constantinopla ya había provocado que la urbe superara el espacio interior que había quedado dentro de las enormes murallas de Constantino que tanto asombro y escepticismo habían causado entre sus contemporáneos.

Este crecimiento urbano incontrolado había provocado, en primer lugar, la superpoblación y el hacinamiento en el espacio intramuros, por lo que fue preciso que las nuevas construcciones se extendieran por los terrenos situados en el exterior de la muralla.

Esto era algo que planteaba un doble problema. Por una parte reducía la eficacia de los muros de protección, y por otro dejaba indefensa a buena parte de la población y a las riquezas que esta pudiera acumular en un espacio que no estaba protegido por muralla alguna.

Pero además de esta situación apareció otro hecho mucho más importante y grave. En el año 410, los godos de Alarico conquistaron Roma y la sometieron a un despiadado saqueo. Al conocerse la noticia en Constantinopla sus habitantes se alarmaron extraordinariamente, pues eran conscientes de que muy probablemente, los próximos en ser atacados podían ser ellos. De ahí que, en el 412, se tomara una drástica resolución, la de crear un nuevo sistema defensivo que sustituyera al ya obsoleto levantado por Constantino y que no había llegado a cumplir siquiera los ochenta años desde su finalización, pese a la sensación de grandeza y de poderío que dio a quienes contemplaron su erección.

Durante 35 años se procedió a la construcción de unas gigantescas murallas, probablemente las más poderosas y magnificas que ha contemplado la humanidad con el objetivo de defender a una ciudad. Cuando en el año 447 se dieron por concluidas, la obra garantizó a Constantinopla su seguridad durante más de mil años.

A lo largo de este dilatado período de tiempo, decenas de invasores intentaron asaltarlas sin conseguirlo. Solamente una vez, en 1204, la ciudad cayó en manos de sus enemigos, los ejércitos de los Cruzados, pero no porque fallara el sistema defensivo en sí, sino porque traidores en el interior abrieron las puertas para que penetrara en ella un ejército extranjero.

Vista aérea que muestra una reconstrucción aproximada de la estructura que debió poseer Constantinopla en época bizantina.

Las murallas, de las que todavía en la actualidad se conservan algunos restos en ruinas que permiten revivir su antigua grandeza, no eran en realidad una sola línea defensiva, sino que por el contrario se componían de tres sistemas de protección. De ahí que comúnmente se las conozca como las Triples Murallas de Teodosio, pues fue durante el reinado del segundo de los emperadores que llevaron este nombre, cuando se las construyó.

Para conseguir que fuesen realmente inexpugnables, se edificó en primer lugar un amplio foso de 20 metros de anchura y 8 de profundidad, al que se rellenó de agua para impedir el acercamiento de torres de asalto y de otras máquinas de guerra. El foso estaba rodeado por una primera muralla con una altura más bien baja, de unos dos metros, pero que impedía que un ejército pudiera aproximarse demasiado a la ciudad y abrir un pasadizo subterráneo o una brecha en sus muros.

Tras esta primera muralla existía un segundo recinto de 12 metros de altura por cinco de grosor. Y tras este, otro tercer lienzo reforzado con 96 torres, con nada menos que 25 metros de altura y 10 de ancho. La longitud total de esta obra era de casi 6,7 kilómetros y se extendía desde el Cuerno de Oro hasta el mar de Mármara, distando más de un kilómetro y medio de la muralla constantiniana, que quedó pronto abandonada hasta acabar desapareciendo por el crecimiento urbano.

También en esta época, esto es, a comienzos del siglo V, se inició la construcción de las murallas marítimas, que se completarían siglos después. Cuando esta formidable obra estuvo terminada, Constantinopla se encontró rodeada por un cinturón defensivo de diecinueve kilómetros que englobaban en su interior a unas 1800 hectáreas.

Al finalizar la construcción de la muralla, muchas de estas hectáreas no estaban construidas todavía, e incluso algunas partes del inmenso recinto intramuros, no llegaron a ser ocupadas jamás por edificaciones, manteniéndose un uso agrícola con la utilización del terreno por huertos con los que alimentar a la población en caso de asedios prolongados.

Antes de la invención de la pólvora y de la artillería como armas para derribar los muros, las Triples Murallas hicieron que Constantinopla se convirtiera en una ciudad imposible de conquistar utilizando sólo los medios técnicos que existían durante la Edad Media. Esta protección hizo que a lo largo de todo este período se fueran acumulando grandes riquezas en el interior de la ciudad y que esta se hiciera enormemente poderosa. Y aunque hubo ocasiones en las que todo el imperio se derrumbó y fue invadido por enemigos, la ciudad resistió cualquier intento de ser ocupada, lo que permitió finalmente que también el imperio pudiera resistir y se acabara salvando.

Las Triples Murallas se complementaron como veremos más adelante con un sistema de abastecimiento de agua sin parangón. El interior de la ciudad rebosaba de agua potable gracias a la red de acueductos, pero sobre todo a las numerosas cisternas que acumulaban reservas para su utilización en caso de asedio. La flota bizantina, la más poderosa del mundo Mediterráneo durante la mayor parte de este período (siglos V al XII), podía transportar todos los alimentos necesarios para su población, alimentos que podían ser adquiridos sin problemas gracias a la abundancia de riquezas que había en su interior y que permitían comprarlos en cualquier parte del mundo.

EL EMBELLECIMIENTO DE LA URBE TEODOSIANA

Constantinopla tenía ya cien años de antigüedad, y en todo ese tiempo no había dejado de crecer y de hacerse cada vez más hermosa. Es más, a pesar del considerable esfuerzo que supuso la construcción de las Triples Murallas tanto para el erario público como para el bolsillo de sus ciudadanos, el conjunto urbano continuó todavía dotándose de edificaciones y monumentos más fascinantes aún si cabe.

El reinado de Teodosio II como emperador romano de Oriente (408-450) fue particularmente destacado en este sentido. El emperador se rodeó de un grupo de mujeres (su hermana Pulqueria, su mujer Eudocia) y de eunucos (Lausio, Antioco, etc.) que con su sabiduría y su ambición, llevaron a Constantinopla a la cumbre de la monumentalidad.

A pesar de que los problemas no habían desaparecido del todo (por ejemplo, la primitiva Hagia Sophia fue destruida en el 404 en el transcurso de unos enfrentamientos de carácter religioso), que la situación internacional continuaba siendo muy inestable (los hunos atacaron a Constantinopla en el 443), y que la naturaleza se tornaba devastadora en ocasiones (en el 447 un terremoto derribó 57 de las 96 torres, que un año después ya habían sido reconstruidas con enorme celeridad), la primera mitad del siglo V contempló un nuevo florecimiento de la que, ya por aquel entonces, era la ciudad más majestuosa que existía en el mundo.

Plano en el que se muestran los principales edificios que componían el denominado «Distrito imperial». Destacan el hipódromo, Santa Sofía y el palacio imperial entre otros grandes conjuntos arquitectónicos.

Esto fue posible gracias a una serie de construcciones como la nueva iglesia de Hagia Sophia, que se inauguró en el 415. Poco después finalizaron los proyectos que se habían iniciado a comienzos de aquel siglo por impulso de la emperatriz Eudoxia, la madre de Teodosio, entre ellos el Capitolio, el Philadelphion y la Academia, donde se ubicó el famoso grupo escultórico de los Tetrarcas, hoy en la plaza de San Marcos de Venecia.

Fue esta una época en la que la riqueza afluía profusamente a la ciudad, lo que permitió invertir una parte de ella en mejorarla aún más de lo que ya estaba. Los grandes magnates y los personajes más poderosos del momento aprovecharon la bonanza económica para levantar espectaculares palacios como el de Antioco, cuya construcción tardó 23 años desde su inicio en el 416. En el 421 finalizaba el de Daphne, y entre el 420 y el 436 se levantó el más magnífico de todos, el del eunuco Lausus o Lauso, chambelán del palacio imperial.

El palacio de Lauso merece que nos detengamos un poco en él. Se hallaba ubicado en el mejor sitio de la ciudad, justo al comienzo de la avenida de la Mese, muy próximo al hipódromo y al palacio imperial. Lauso era sin duda una persona de exquisita sensibilidad para el arte. Tenía dinero y mucho poder, pues era uno de los políticos más próximos y con más influencia sobre el propio emperador.

Lauso decidió aprovechar esta situación para construirse una lujosa mansión en la que reunió una de las mayores colecciones de arte de todos los tiempos, en particular en lo que se refiere a obras escultóricas. Así, aprovechó su enorme influencia y dinero para que transportaran a su palacio la obra magna del gran escultor griego Fidias, la estatua de oro y marfil de Zeus, que presidía el principal templo de la ciudad de Olimpia, donde tenían lugar los famosos juegos deportivos.

El Zeus había sido transportado a Constantinopla hacia el año 394, y cuando llegó ya había perdido parte de sus ornamentos, sobre todo los de oro, pero aun así, era la mejor y más conocida estatua de la antigüedad clásica, hasta el punto de que sus contemporáneos la calificaron como una de las Siete Maravillas del mundo de su tiempo.

Lauso ordenó que esta colosal estatua de unos catorce metros de altura fuera colocada en el patio central de su palacio. Tenía ya ocho siglos y medio de antigüedad, y se encontraba bastante deteriorada, pero a pesar de los avatares que había sufrido todavía conservaba buena parte de su antigua grandeza.

El chambelán no se conformó con poseer en su casa una de las grandes maravillas del mundo antiguo, sino que continuó coleccionando todas las mejores obras de arte que era capaz de reunir. De este modo adquirió los originales de la Atenea de Lindos, la Afrodita o Venus de Cnido, obra del gran escultor griego Praxíteles, un gigantesco Hércules en bronce y el grupo de Eros y Kairos, ambos de Lisipo, entre otras muchas obras de arte. También hizo traer del Sinaí la roca desde la que supuestamente Moisés había abierto las aguas del mar Rojo.

La riqueza artística no hizo que se olvidaran las necesidades cotidianas de una población que continuaba creciendo y, por tanto, también se incrementaba la necesidad de abastecerla de alimentos y de agua. En consecuencia, Teodosio no descuidó este aspecto fundamental. De este modo continuó con la política de dotar de un mayor número de cisternas a la ciudad. En el 421 se inauguró la de Aecio, y entre el 428 y el 443 se construyó la que lleva su propio nombre, un complejo de 45 por 25 metros con columnas de 9 metros de altura. Pocos años después se edificó una tercera cisterna, la de Aspar.

Tampoco se olvidó el emperador de la economía y de la vida cívica. Acabó los foros que habían iniciado su abuelo y su padre Arcadio en el año 425, y erigió uno con su nombre que estuvo acabado para el año 443. En ellos se ubicaron mercados y fueron asimismo un centro de reunión para la vida social de la ciudad.

La vida intelectual también recibió un considerable apoyo con la inauguración en el 425 de la Universidad de Eudoxia, llamada así en honor de la madre del emperador. Este hecho suponía un intento de anular el prestigio de la Academia de Platón en Atenas, que desde hacia ocho siglos era uno de los mayores centros del saber griego. Muestra del quehacer de los eruditos que trabajaban en la universidad, es que sólo trece años después de su inauguración se compiló en ella una de las obras más grandes de la historia del Derecho: el Codex Theodosianus.

Teodosio realizó también otras obras de menor importancia pero que a su vez dan una idea de su afán constructivo. Fortificó aún más las Triples Murallas, iniciando en ellas la construcción del palacio de las Siete Torres; inauguró la fuente de Blanquernas, donde siglos después se ubicaría el gran palacio imperial de ese mismo nombre; y, finalmente, creó el santuario de Pulqueria, en honor a su querida y atractiva esposa.

Curiosamente, Teodosio II no le concedió una gran importancia a los edificios religiosos con la excepción hecha de la ya mencionada Hagia Sophia. Sin embargo, sólo cuatro años después de su muerte, un patricio llamado Estudion (o Studion), costeó la construcción de un monasterio dedicado a San Juan Bautista que con el paso del tiempo se convertiría en uno de los centros culturales del cristianismo. En él se conservaba la reliquia de la cabeza del Bautista.

UNA CIUDAD EN LLAMAS

Los sucesores de Teodosio II fueron incapaces de continuar con el ritmo constructivo que había impuesto el emprendedor emperador. La situación política era también cada vez peor. Los pueblos bárbaros amenazaban continuamente las fronteras del Imperio bizantino e incluso a la propia capital.

En esta, la superpoblación provocaba continuos problemas que se reflejaban tanto en las agitaciones de las diferentes facciones políticas (denominadas los Azules y los Verdes, según los colores que cada una de ellas defendía en las carreras de cuadrigas que se celebraban en el hipódromo), como en la violencia urbana, provocada por los conflictos derivados de las diferentes herejías religiosas que acosaban continuamente a la ciudad: monofisitas, nestorianos, arrianos, etcétera.

En numerosas ocasiones, los enfrentamientos políticos y religiosos estaban estrechamente imbricados, lo que daba lugar a problemas mucho más graves, como los que tuvieron lugar posteriormente durante el reinado de Justiniano.

A lo largo de más de medio siglo, Constantinopla pareció haberse estancado en su crecimiento debido a los problemas anteriormente mencionados. En el amplio espacio de tiempo que va desde mediados del siglo V, hasta el primer cuarto del VI, las obras en la ciudad fueron muy poco significativas a excepción de algunos monumentos muy concretos y puntuales como la columna del emperador Marciano, erigida en el 455.

Por el contrario, la situación no sólo no mejoró, sino que incluso empeoró. El ya mencionado terremoto del 447 causó desperfectos, no sólo en la muralla, sino también en otros muchos edificios importantes.

Pero esta catástrofe no tuvo parangón con los tres grandes incendios que se declararon en el breve espacio de quince años. Constantinopla había crecido tan rápido que muchas zonas de la ciudad habían escapado al control urbano. Es decir, la población se apiñaba en calles estrechas en los superpoblados barrios populares. La calidad del material constructivo de la mayor parte de estas viviendas era ínfima, por lo que solían arder con facilidad. Si a esto se une la inexistencia de un eficaz servicio de bomberos con el que apagar el fuego, podemos comprender fácilmente lo que acabó ocurriendo.

En el 462 estalló el primero de los grandes incendios. Amplias zonas de la ciudad se vieron afectadas, pero en particular cabe mencionar la trágica pérdida del palacio de Lauso, que vio cómo las llamas consumían buena parte de su colección de esculturas, en particular la mayor parte del Zeus Olímpico de Fidias. Aunque algo se salvó, la mayor parte del palacio fue destruido, y como su dueño ya había fallecido, se decidió reconstruirlo e instalar en él una hospedería de lujo, quizás la mejor y más famosa de toda Constantinopla. Por cierto que, con el paso del tiempo, la hospedería también se arruinó y se derrumbó, de forma que en su lugar fue levantado un monasterio, como claro ejemplo del signo con el que cambiaban los tiempos.

En el 475 un nuevo incendio volvió a arrasar la ciudad. Esta vez la peor parte se la llevó la stoa de la Gran Basílica que fue completamente calcinada por las llamas, y que al hundirse arrastró con ella a la cisterna de Philoxenos que se llenó de escombros procedentes del incendio.

Sólo dos años después el fuego hizo otra vez su aparición, en este caso con mayor capacidad destructiva que nunca. Los resultados fueron particularmente devastadores para la cultura. La Gran Biblioteca de Constantino, fundada un siglo y medio antes y que contaba en sus estantes con más de 100 000 obras, fue consumida casi por completo por las llamas, perdiéndose la mayor parte de las obras que en ella se conservaban de los grandes autores clásicos grecolatinos.

A pesar de tanta catástrofe, la vida continuaba en Constantinopla, y aunque los problemas y los incendios no daban tregua a los habitantes de la ciudad, esta seguía creciendo en cuanto a riqueza y población, aunque en esta etapa lo hiciera más lentamente. Se calcula que a comienzos del siglo VI, la población se podía acercar al medio millón de habitantes.

Sin embargo, en este período no hubo grandes aportaciones que destacar en cuanto al conjunto urbano en sí. Lo único que merece la pena reseñar es que a Constantinopla seguían llegando continuamente reliquias procedentes de los Santos Lugares, como sucedió con el manto de la Virgen María y otras atribuidas a Cristo, que recibían cada vez mayor veneración en las iglesias y monasterios que por aquel entonces se levantaban en número creciente para custodiar estos testimonios.