Todas las noches, aproximadamente a aquella hora, el psiquiatra tomaba el camino de la autopista y de la Marginal para volver al pequeño apartamento sin amueblar donde nadie lo esperaba, encaramado en el monte Estoril en un edificio lujoso en exceso para su timidez. El despacho del portero, en el vestíbulo enorme de cristal y metal, con un lago, plantas de Jardín Botánico y varios desniveles de piedra, poseía un panel con botones a través de los cuales una voz sin cuerpo, de Juicio Final, propagaba en los diferentes pisos sus mandamientos domésticos, con sonoridades divinas de cubo roto o de garaje por la noche. El señor Ferreira, dueño de esa voz tremenda, vivía en los bajos del edificio protegido por una puerta estilo caja fuerte que el arquitecto debía de haber considerado adecuada para aquel escenario de bunker pretencioso: probablemente fue él quien pintó el inolvidable galgo de la mueblería, o concibió la fabulosa araña de aluminio: esas tres elucubraciones notables poseían una centella de genio común. No menos notable, además, era la sala de estar del señor Ferreira, de la que el médico se servía a veces para llamadas telefónicas urgentes, y donde figuraba, entre otras maravillas de menor cuantía (un estudiante de Coimbra en cerámica tocando la guitarra, un busto del papa Pío XII con los ojos maquillados, un burro de baquelita con flores de plástico en las alforjas), un gran tapiz que representaba a una pareja de tigres con el aire bonachón de las vacas de los triángulos de queso, manducándose con una repugnancia de vegetarianos a una gacela semejante a un conejo flacucho, y un horizonte de encinas al fondo con la esperanza lánguida de un milagro.
El médico se quedaba siempre empuñando el auricular, olvidado de la llamada, mientras observaba estupefacto una realización tan abracadabrante. La mujer del señor Ferreira, que nutría por él la simpatía instintiva que despiertan los huérfanos, salía de la cocina secándose las manos en el delantal:
—Mucho le gustan a usted, doctor, los tigrecitos.
Y se plantaba al lado del psiquiatra, con la cabeza inclinada, contemplando orgullosamente a sus animales, hasta que el señor Ferreira aparecía a su vez y lanzaba, con su célebre voz divina, la frase que resumía para él el clímax de la admiración artística:
—Esos cabrones parece incluso que hablan.
Y en realidad el médico esperaba en cualquier instante que uno de los animales volviese hacia él sus ojos de torzal para murmurar Ay, Jesús con un gemido de congoja.
Conduciendo el automóvil por la autopista, atento a los volúmenes de sombra que los faros sucesivamente descubrían y devoraban, árboles arrancados de la oscuridad en una irrealidad trágica, arbustos enmarañados, la faja sinuosa y trémula del pavimento, el psiquiatra pensó que, exceptuando el tapiz del señor Ferreira, Estoril y él no tenían otra cosa en común: había nacido en una maternidad de pobres y había crecido y vivido siempre, hasta salir de su casa unos meses antes, en un barrio de pobres sin el lujo de viviendas con piscina y de hoteles internacionales. La cervecería Estrela Brillante era su confitería Garrett, con los pasteles sustituidos por pipas y altramuces, y las señoras de la Cruz Roja por conductores de la Carris, que al quitarse las gorras con visera para limpiarse la frente con el pañuelo daban la impresión de quedarse desnudos. En el piso de debajo del de sus padres vivía Maria Feijoca, propietaria de la carbonería, y en la casa de al lado doña María José, que negociaba oscuros contrabandos. Conocía a los comerciantes por su nombre y a los vecinos por sus apodos, y sus abuelas saludaban a las vendedoras de la plaza con cumplidos de castellanas. Florentino, mozo de cordel legendario perpetuamente borracho, cuyas ropas hechas jirones se agitaban en torno a su cuerpo como plumas sueltas, le advertía siempre que lo encontraba, con una familiaridad decuplicada por el tinto, Su padrecito es íntimo amigo mío, haciéndole señas desde la taberna de la calle del cementerio, cuyo letrero Aquí Os Espero otorgaba a la muerte la importancia subalterna de un pretexto: la Agencia Martelo («¿Para qué insiste usted en vivir si por quinientos escudos puede tener un lindo entierro?») exhibía los ataúdes y las manitas de cera encima, estratégicamente a mitad de camino entre la tumba y la copa. El médico sentía una inmensa ternura por la Benfica de su infancia transformada en Póvoa de Santo Adrião por culpa de la estupidez de los constructores, la ternura que se dedica a un amigo viejo desfigurado por múltiples cicatrices y en cuyo rostro se buscan en vano los rasgos cómplices de antaño. Cuando echen abajo el edificio de Pires, dijo él pensando en el enorme y antiguo edificio frente a la casa de sus padres, ¿por qué norte magnético me orientaré, yo que conservo ya tan pocos puntos de referencia y me resulta tan difícil fabricar unos nuevos? Y se imaginó a la deriva en la ciudad, sin brújula, perdido en un laberinto de travesías, porque Estoril seguiría siendo para siempre una isla extranjera a la que se sentía incapaz de adaptarse, lejos de los ruidos y los olores de su bosque natal. Desde el apartamento se veía Lisboa y, mirando la mancha extendida de la ciudad, la sentía al mismo tiempo lejana y próxima, dolorosamente lejana y próxima como sus hijas, su mujer, y el desván de techo oblicuo en el que vivían (el Patio de las Cantigas, lo llamaba ella), repleto de grabados, de libros y de juguetes desordenados de niños.
Desembocó en Caxias con las olas saltando sobre la muralla en cortinas verticales. No había luna y el río se confundía con el mar en el espacio negro a su izquierda, gigantesco pozo desierto de luces de barcos: las farolas rojas del Mónaco se asemejaban, tras los cristales húmedos del restaurante, a fanales anémicos en la tempestad: cené aquí cuando me casé, pensó el psiquiatra, y nunca más hubo una cena milagrosa como ésa: hasta de la carne asada ascendía un sabor a sorpresa; después del café descubrí que no era necesario, por primera vez, llevarte a casa, y esto me hizo brotar de las tripas una alegría formidable, como si hubiera comenzado, a partir de entonces, mi vida de hombre, abierta a pesar de la inminencia de la guerra a una vigorosa perspectiva de esperanza. Se acordó del automóvil que la abuela les había prestado para la luna de miel y que había sido el último coche de su marido, y de su funcionamiento cansino de cuna; se acordó de la impresión extraña de la alianza en el dedo, del traje que había estrenado esa tarde y de su cuidado patético con las arrugas. Te amo, repetía él en voz alta agarrado al volante como a un timón roto, te amo te amo te amo te amo te amo, amo tu cuerpo, tus piernas, tus manos, tus ojos patéticos de animal: y era como un ciego que siguiera conversando con una persona que salió de puntillas de la sala, un ciego a gritos hacia una silla vacía, tanteando el aire, aspirando con su nariz un olor que se evaporaba. Si voy ahora a casa me jodo, dijo él, no me siento en condiciones de enfrentarme al espejo del cuarto de baño y todo aquel silencio a mi espera, la cama cerrada sobre sí misma a la manera de un mejillón pegajoso. Y se acordó de la botella de aguardiente de la cocina y que siempre podía sentarse en el banco de madera del balcón, con un vaso en la mano, viendo el modo en que los edificios bajaban en tropel hacia la playa, arrastrando sus terrazas, sus árboles, sus jardines torturados: le ocurría dormirse al sereno, con la cabeza apoyada en la persiana, con un barco que salía de la barra viajando dentro de sus párpados cansados, y lograr de esa manera alguna especie de sosiego, hasta que un indicio de claridad violácea, mezclada con gorriones, lo despertase obligándolo a tropezar camino del colchón a la manera de un niño sonámbulo que va a hacer su pis nocturno. Y al banco del balcón se adherían excrementos solidificados de pájaros, que arrancaba con las uñas y sabían a la greda de la infancia, devorada a escondidas en el transcurso de las breves ausencias de la cocinera, dictadora absoluta de aquel principado de cacerolas.
Había pocos coches en el camino y el psiquiatra guiaba despacio, por el carril derecho, pegado a la acera, desde que una mañana de la semana anterior una gaviota desorientada chocó contra el parabrisas con un ruido blando de plumas, y el médico la vio, ya a su espalda, estremeciendo en el asfalto la agonía de las alas. El automóvil que lo seguía se paró junto al animal, y él, alejándose, notó por el espejo que el conductor bajaba y se dirigía hacia el montoncito blanco nítido en el asfalto, que disminuía con la distancia creciente. Una ola de culpabilidad y de vergüenza que no lograba explicar (¿culpabilidad de qué?, ¿vergüenza de qué?) avanzó del estómago hacia la boca en un reflujo de acidez y le vino a la cabeza, sin motivo aparente, una severa frase de Chejov: «A los hombres ofréceles hombres, no te ofrezcas a ti mismo»; a continuación el psiquiatra se acordó de La gaviota y de la profunda impresión que le había causado la lectura de la pieza, de los personajes aparentemente apacibles a la deriva en un escenario aparentemente apacible y divertido (Chejov se consideraba sinceramente un autor de comedias), pero cargado de la pavorosa angustia de la vida que tal vez solo Fitzgerald supo reencontrar más tarde y que surge, de cuando en cuando, en el saxofón de Charlie Parker, crucificándonos de pronto en un solo desesperado que resume toda la inocencia y todo el sufrimiento del mundo en el soplo desgarrador de una nota. Entonces el médico pensó: Aquella gaviota soy yo y yo también soy quien huye de mí. Y no tengo siquiera el valor necesario para volver atrás y ayudarme.
En la cuesta declive de Estoril, al cruzar el volumen gris del Forte Velho con su enorme y horroroso pez de metal suspendido sobre las parejas que bailaban (¿Cuánto tiempo hace que no voy allí?), el psiquiatra volvió a visualizar el apartamento desierto, el espejo del cuarto de baño y la botella de la cocina al lado de la jarra de metal, únicas tablas de salvación en el desolado silencio de la casa. Fuera, a la entrada del edificio, las hojas secas de los eucaliptos crujían constantemente agitadas por el viento alto, con el rumor de dentaduras postizas que se entrechocan. Los automóviles de los inquilinos, casi todos lujosos y grandes, apoyaban sus narices en la pared a la manera de niños berrinchudos. En su buzón, sacando algún que otro folleto olvidado y la hoja de propaganda semanal del CDS que se apresuraba a introducir, sin leerla, en el buzón del casero, declarando enfáticamente Al César lo que es del César, nunca había ninguna carta para él: se sentía como el coronel de García Márquez, habitado por la soledad sin remedio y por los champiñones fosforescentes de las tripas, aguardando noticias que no llegaban, que no llegarían jamás, y pudriéndose lentamente en esa espera inútil alimentada por un vago maíz de sorpresas. De modo que cuando el semáforo se puso en verde, en un súbito cambio de humor, volvió a la derecha y se dirigió al Casino.