Se diría que en Urgencias los internos con pijama flotaban en la claridad de las ventanas como viajeros submarinos entre dos aguas, con gestos ralentizados por el peso de toneladas de las medicinas. Una vieja en camisón, parecido a los autorretratos finales de Rembrandt, se cernía diez centímetros encima de su asiento, idéntica a un pájaro vacilante que fuese perdiendo la espuma de viento de los huesos. Borrachos soñolientos que el aguardiente había transformado en serafines rotos tropezaban en el aire: todas las noches la policía, los bomberos o la indignación de la familia iban a abandonar allí, como en un muladar postrero, a los que intentaban en vano trabar los engranajes del mundo rascando el revoque de la habitación, descubriendo extraños bichos invisibles adheridos a las paredes, amenazando a los vecinos con el cuchillo del pan u oyendo el imperceptible silbido de los marcianos que poco a poco se visten de compañeros de oficina para revelar a las restantes galaxias la llegada inminente del Anticristo. Estaban también los que se presentaban solos, opacos de hambre, ofreciendo la nalga a la jeringuilla a cambio de una cama donde dormir, clientes habituales que el portero reenviaba, con el imperioso brazo extendido a la manera de la estatua del mariscal Saldanha, hacia los árboles del Campo de Santana que la oscuridad confundía en una niebla de cuerpos abrazados. Aquí, pensó el médico, desagua la última miseria, la soledad absoluta, lo que no podemos soportar en nosotros mismos, los más escondidos y vergonzosos de nuestros sentimientos, lo que en los demás llamamos locura que es al final la nuestra y de la cual nos protegemos etiquetándola, comprimiéndola con rejas, alimentándola con pastillas y gotas para que siga existiendo, concediéndole permiso de salida el fin de semana y encaminándola rumbo a una «normalidad» que probablemente consiste solo en disecarse en vida. Cuando se dice, consideró él con las manos en los bolsillos observando a los serafines del aguardiente, que los psiquiatras son unos pirados, se está rozando sin saber el centro de la verdad: en ninguna especialidad como en ésta se encuentran seres con el cráneo tan en sacacorchos, tratándose a sí mismos a través de las curas de sueño impuestas mediante la persuasión o la fuerza a los que los buscan para buscarse y arrastran de consultorio en consultorio la ansiedad de su tristeza, como un cojo transporta su pierna más corta de curandero en curandero, en busca de un milagro imposible. Guarnecer a las personas con diagnósticos, oírlas sin escucharlas, quedarse fuera de ellas como al borde de un río del que se desconocen las corrientes, los peces y la concavidad de la roca donde nace, presenciar el torbellino de la crecida sin mojarse los pies, recomendar un comprimido después de cada comida y una píldora por la noche y quedarse saciado con esa hazaña de scout: ¿qué me hace pertenecer a este club siniestro, meditó, y sufrir cotidianamente remordimientos por la debilidad de mis protestas y por mi inconformismo resignado, y hasta qué punto la certidumbre de que la revolución se hace desde dentro no funciona en mí como disculpa, autoviático para seguir cediendo? Se trataba de preguntas a las que no sabía responder claramente y lo dejaban confuso y afligido consigo mismo, erizado de interrogantes, de dudas, de escrúpulos: cuando había entrado allí al comienzo del internado y lo llevaron a visitar el decrépito edificio atemorizador del hospital del que solo conocía hasta entonces el patio y la fachada, se había sentido en un caserón de provincias habitado por los fantasmas de Fellini: apuntalados por muros que rezumaban una humedad pegajosa, débiles mentales casi desnudos se masturbaban con movimientos de columpio volviendo hacia él el espanto desdentado de las bocas; hombres con la cabeza rapada se tendían al sol, mendigaban o encendían cigarrillos liados cuyos papeles eran pedazos de periódico oscurecidos por la saliva; unos viejos se pudrían en colchones podridos, vacíos de palabras, huecos de ideas, vegetales trémulos durando a duras penas; y estaba el redondel de la octava enfermería y las personas contenidas por los hierros, simios despaciosos moliendo frases inconexas, encallando al azar en los huecos de toril donde dormían. Y aquí estoy yo, se dijo el médico, colaborando sin colaborar con la continuidad de esto, con la pavorosa máquina enferma de la Salud Mental trituradora de raíz de los menudos gérmenes de libertad que nacen en nosotros bajo la forma desgarbada de una protesta inquieta, pactando mediante mi silencio, el sueldo que recibo, la carrera que me ofrecen: cómo resistirse desde dentro, casi sin ayuda, a la inercia eficaz y muelle de la psiquiatría institucional, inventora de la gran línea blanca que separa la «normalidad» de la «locura» a través de una red compleja y postiza de síntomas, de la psiquiatría como alienación grosera, como venganza de los castrados contra el pene que no tienen, como arma real de la burguesía a la que pertenezco por nacimiento y de la que se vuelve tan difícil renegar, vacilando como vacilo entre el inmovilismo cómodo y la rebelión penosa, cuyo precio se paga caro porque, si no tuviese padres, ¿quién llegará a querer, en la Rueda, enderezarme? El Partido me propone la sustitución de una fe por otra fe, de una mitología por otra mitología, y llegado a este punto me acuerdo siempre de la frase de la madre de Blondín, «No tengo la Fe, pero tengo tanta Esperanza…», y giro en el último instante a la izquierda con la expectativa ansiosa de encontrar hermanos que me valgan y a quienes pueda valer, por ellos, por mí y por el resto. Y es el resto, lo que por pudor no se enumera, lo importante, como una especie de apuesta, de ganapierde de una probabilidad entre trescientas, de creer en Blancanieves y que surjan enanitos auténticos bajo los muebles demostrando que es posible todavía. Posible aquí y ahí fuera que los muros del hospital son concéntricos y abarcan el país entero hasta el mar, hasta el Cais das Colunas y hasta las olas domesticadas de río a la portuguesa, señor de mansas furias reflejando el color del cielo y manchado de la sombra grasienta de las nubes, mi remordimiento lo llama el poeta, mi remordimiento de todos nosotros.
Muros concéntricos, repitió, laberinto de casas y de calles, descenso en declive y a trompicones de mujer de tacones altos hacia la amplitud horizontal de la barra del puerto, muros tan concéntricos que nunca se parte en realidad, sino que se crían raíces de ganchillo en la alfombra del suelo, Creta de azulejos habitada de papagayos de ventana y chinos con corbata, bustos de regicidas heroicos, palomas gordas y gatos capados, donde el lirismo se enmascara de canario enjaula de mimbre soltando los trinos de sonetos domésticos. El Almanaque Bertrand hace las veces de Biblia, los animales domésticos son bambis cromados y perritos de cerámica que gesticulan diciendo sí; los funerales, la masa consistente de la familia.
Volvió a palparse la corbata, comprobó el nudo: mi pelo de Sansón de seda natural, murmuró sin sonreír. Un día me compraré un collar de cuentas flick y un juego de pulseras indias y crearé un Katmandú solo para mí, con Rabindranath Tagore y Jack Kerouac jugando a la brisca con el dalai lama. Dio unos pasos hacia los despachos y vio al ayudante de notario con la camisa de fuerza sentado frente a un escritorio explicándole a un clínico invisible que le habían robado la Vía Láctea. Los policías, de pie, se inclinaban desde el parapeto de los cinturones para escuchar mejor, a la manera de vecinas que observasen desde el balcón una escena callejera. Uno de ellos, con un bloc en ristre, tomaba notas con la lengua fuera con una aplicación infantil. La vieja que levitaba en el banco se cruzó con él revoloteando con un alboroto de perdiz exhausta: olía a orina estancada, a soledad y a abandono sin jabón. Los hedores de la miseria, opinó el médico, los monótonos, ordinarios y trágicos hedores del hambre y la miseria. En la sala reservada a los tratamientos los enfermeros discutían, apoyados en la camilla, en el carrito de las vendas, en el armario de cristal de las medicinas, las curiosas peripecias de la última Asamblea General de Trabajadores, durante la cual el barbero y uno de los chóferes se habían tratado recíprocamente de hijo de puta, maricón y facha de mierda. Uno de ellos, con la jeringuilla lista, se preparaba para inyectar a un alcohólico de facciones desdeñosas que aguantaba los pantalones a la altura de las rodillas en una paciente espera de veterano de aquellas andanzas. Las piernas muy delgadas desaparecían bajo matas de pelos grises que rodeaban los testículos colgantes y vacíos y el trapo de piel arrugado del pene. Una claridad mediterránea aureolaba las rejas del balcón como si se bañasen en un acuario iluminado por la lámpara intensísima de una primavera irreal.
—Buenos días, damas y caballeros, niñas y niños, respetable público —dijo el psiquiatra—. Ha llegado a mis oídos que han telefoneado allá arriba, preocupados como buenas madres que son, pidiendo los útiles servicios de un sepulturero. Soy el empleado de la agencia funeraria A Primorosa de Ajuda (cirios, velas y ataúdes) y vengo a tomar las medidas del féretro; espero, porque me he afiliado al sindicato y odio a mis patrones, que el difunto haya resucitado y salido a lanzar vivas al beato Luís Gonzaga.
El enfermero de la jeringuilla, con quien solía cenar, cuando estaban ambos de turno, unas gambas malísimas que el criado compraba en una cervecería de Martim Moniz, clavó la banderilla terapéutica en el borracho para colmar sus humores momentáneamente tranquilos de marea que se prepara para el muelle de un salto, y pasó un algodón solemne de obispo administrando el bautismo por la piel de la nalga, como un buen alumno borrando de la pizarra el resultado de un ejercicio demasiado fácil para sus capacidades acrobáticas. El paciente tiró de la cinta atada a la cintura con tanta violencia que la rompió y se quedó mirando atónito el pedazo que le caía de la mano, con el asombro de un astronauta que observa un alga lunar.
—Has estropeado los macarrones del almuerzo —aplaudió el enfermero, cuya reserva de ternura se ocultaba bajo un sarcasmo demasiado obvio para ser genuino. El médico había aprendido a quererlo al observar el coraje con el que combatía con los medios a su alcance la inhumana máquina de campo de concentración del hospital. El enfermero lavó la jeringuilla accionando varias veces el émbolo, la colocó en el hervidor calentado por el estrecho tulipán azul de la llama del gas y se limpió los dedos con la toalla rota ahorcada en un gancho: hacía todo esto con metódicos gestos lentos de pescador para quien el tiempo no se segmenta en horas como una regla en centímetros, sino que posee la textura continua que otorga a la vida intensidad y profundidad inesperadas. Había nacido a orillas del mar, en Algarve, y había entretenido el hambre en la infancia con vientos moros, cerca de Albufeira, donde la bajamar deja en la playa aromas dulces de diabético. El alcohólico, olvidado, comenzó a avanzar hacia el pasillo arrastrando las alpargatas informes.
—Aníbal —dijo el psiquiatra al enfermero que investigaba los bolsillos de la bata en busca de cerillas a la manera de un perro que hurga pendiente del lugar donde ha enterrado un hueso precioso—, usted telefoneó allá arriba prometiendo que si yo venía aquí me daría un caramelo de fresa. Estoy cabreado con usted porque solo me gustan los de hierbabuena.
El enfermero acabó encontrando las cerillas bajo la pila de circulares amontonadas en una mesa de madera blanca cuya pintura se agrietaba en escamas purulentas de caspa:
—Ahí tenemos un numerito fino —dijo él frotando la cerilla en la lija con una rabia inusual—. La Sagrada Familia que quiere cargarse, por las buenas o por las malas, al niño Jesús. Solo el pendón de la madre bien vale un poema. Agárrese del pasamanos que están los tres esperándole en el despacho del fondo.
El médico se fijó en un calendario de pared petrificado en un marzo antiquísimo, cuando aún vivía con su mujer y sus hijas y un velo de alegría teñía levemente cada segundo: siempre que lo llamaban al Banco visitaba aquel marzo de antaño en una especie de peregrinación desencantada, e intentaba sin éxito reconstruir días de los que conservaba una memoria de felicidad difusa diluida en un sentimiento uniforme de bienestar dorado por la luz oblicua de las esperanzas muertas. Al volverse, notó que el enfermero observaba también al calendario donde una muchacha rubia y un negro gordísimo procedían desnudos a operaciones complicadas.
—¿La mujer o el mes? —le preguntó el psiquiatra.
—¿La mujer o el mes qué? —respondió el enfermero.
—En qué está fijando la vista —precisó el psiquiatra.
—Ni en una cosa ni en la otra —explicó el enfermero—. Estaba pensando en qué hacemos aquí. En serio. Puede ser que llegue un tiempo en que esto cambie y puedan encararse las cosas con los ojos limpios. En que los sastres no estén obligados por decreto a esconder en la anchura de los pantalones los cojones de un hombre.
Y comenzó a limpiar jeringuillas ya lavadas con una actividad feroz.
Del Algarve un cuerno, pensó el médico, pareces un poeta neorrealista creyendo que modifica el mundo con los versos que oculta en el cajón. O, si no, eres un campesino conocedor de la ría que espera el crepúsculo para pescar con candil y lleva la linterna escondida entre las redes del barco. Y se acordó de la Praia da Rocha en agosto, en la época en que se había casado, de los peñascos esculpidos por los Henry Moore de sucesivas bajamares, de la amplitud de la arena sin marcas de pies y de cómo su mujer y él se habían sentido Robinson Crusoe a pesar de los turistas alemanes cúbicos, de las inglesas andróginas como sopranos castrados, de las viejas norteamericanas cubiertas con sombreros increíbles y de las gafas con lentes ahumadas de los chulos nacionales, latín lovers con peine de plástico en el bolsillo trasero de los pantalones, rondando nalgas con ademanes de hienas.
—Colega —le dijo al enfermero—, puede ser que vivamos para eso. Pero si esperamos sentados, somos una puta mierda.
Se dirigió al cuartucho del fondo con la sensación de haber sido injusto con el otro y el deseo de que él entendiese que solo había agredido la parte pasiva de sí mismo, la fracción suya que aceptaba las cosas sin luchar y contra la cual se rebelaba. ¿Me quiero o no me quiero?, pensó, ¿hasta dónde me acepto y en qué punto comienza de hecho la censura de mi protesta? Los policías, ahora fuera, se habían quitado las gorras y al psiquiatra de pronto le parecieron desnudos e inofensivos. Uno de ellos llevaba la camisa de fuerza del ayudante de notario en los brazos, apretada contra el pecho como quien sostiene la chaqueta de su sobrino a la entrada de una clase de gimnasia.
En el despacho, la Familia se preparaba para la arremetida. El Padre y la Madre, de pie, flanqueaban la silla del hijo con la hostilidad inmóvil de perros de piedra de portal dispuestos a lanzar grandes ladridos de quejas irritadas. El médico rodeó en silencio el escritorio y se acercó el cenicero de vidrio, el bloc sellado del hospital, la tarjeta de la Seguridad Social y el libro en el que se registraban los pacientes, como un ajedrecista preparando las piezas para el comienzo de la partida. El Niño Jesús, rubio y con aspecto de pájaro afligido, fingía con desparpajo no darse cuenta de su presencia mirando los edificios tristes de la avenida Gomes Freiré por la ventana abierta, frunciendo los párpados sembrados de pecas transparentes.
—¿Y? ¿Qué hay? —preguntó jovialmente el médico, sintiendo su pregunta como el silbato de un árbitro que diese comienzo a un juego sangriento. Si no protejo al chaval, pensó muy deprisa deslizando una mirada de soslayo hacia el chico presa de un pánico aún controlado, lo destrozan a dentelladas. Generación de coitus interruptus, reflexionó. Caramba, me hace falta el apoyo de Umberto Eco.
El padre hinchó la pechera de la camisa:
—Doctor —dijo con la pompa de una declaración de guerra—, debe usted saber que este canalla se droga.
Y se frotaba las manos obsequiosas como si estuviese despachando un asunto con el jefe de la oficina. En el meñique con la uña larga, al lado de la alianza, llevaba un enorme anillo de piedra negra, y en la corbata de ramajes dorados tenía clavado un alfiler de coral que representaba a un futbolista del Belenenses pateando una pelotita de oro. Se asemejaba a un automóvil con muchos accesorios, mantas en los asientos, colgantes, una franja en el capó, el nombre Tó Zé pintado en la puerta. Según la credencial, era empleado de la Compañía de Aguas (un funcionario por lo menos limpio, decidió el psiquiatra) y su aliento olía a sopa de sábalo de la víspera.
Ya era hora de cambiar el color de los ficheros, consideró soñadoramente el médico señalando tres paralelepípedos de metal que ocupaban con su suavidad horrenda el espacio comprendido entre la puerta y la ventana.
—Un verde de éstos agobiaría a un almirante, ¿no te parece? —le preguntó al muchacho, que seguía deslumbrado con las maravillas de la avenida Gomes Freiré, pero cuyos labios temblaban como el vientre de un gorrión aterrorizado. Afírmate, le aconsejó mentalmente el médico, afírmate, que eres novillo débil y la tienta aún no ha comenzado. Y cambió la posición del cenicero por la del libro en un enroque estratégico, murmurando Apriétese los machos, doña Alzira, que ahí viene la flota de la OTAN.
En esto sintió un estruendo imprevisto en el secante del escritorio: la madre vaciaba el contenido de una bolsa de papel repleta de envases de medicamentos diversos bajo su nariz sorprendida, y arqueaba hacia él su cuerpo vestido con una chaqueta de leopardo de plástico, tensa de indignación furibunda. Las frases le salían de la boca como las alubias-balas del cañón de lata que le habían regalado al psiquiatra cuando era pequeño, con ocasión de una de sus numerosas anginas:
—Mi hijo tiene que ser in-me-dia-ta-men-te ingresado —ordenó ella con el tono de un celador de reformatorio que se dirigiese cósmicamente al desacierto moral del Universo—. Todo esto que ve son pastillas, me ha repetido cuarto año, falta al respeto a sus padres, responde mal cuando responde, me contó la vecina de abajo que lo vieron en el Rato con una desgraciada, no sé si me explico bien, quien quiera entender que entienda. Esto a los dieciséis años, doctor, cumplidos en abril, nació por cesárea, estuvo en un tris de acabar conmigo, que hasta tuvieron que ponerme suero, fíjese. Y nosotros haciendo de todo para educarlo, gastando dinero, comprando libros, dialogando con él con pamplinas, rompiéndonos la cabeza. Dígame, ¿está de acuerdo? Y para colmo usted, doctor, que tal vez también tiene hijos, preguntándole por los ficheros.
Pausa para echar aire en las boyas de las tetas entre las que se abrigaba un corazón de esmalte con la fotografía del marido subalterno de joven pero ya profusamente adornado con amuletos, y nueva zambullida en las aguas humeantes del fastidio:
—Unas semanas de hospital es lo que necesita para enderezarse: yo tuve una cuñada en la tercera, conozco los métodos. Unas semanas sin salir, sin encontrarse con su pandilla, sin farmacias a mano para robar comprimidos. Es una vergüenza que nadie acabe con esto: desde que Salazar murió vamos de mal en peor.
El médico se acordó de que muchos años atrás, al volver de la cena con una tía, había encontrado en el despacho de su padre a un agente de la PIDE esperando al hermano que presidía la Asociación de Estudiantes de Derecho, y del rechazo medroso que el hombre, observando los lomos de los tratados de Neurología de su padre ausente con una desenvoltura de propietario, había despertado en ellos. Solo el menor miraba al bofia sin odio, asombrado por la profanación arrogante de aquel santuario de pipas donde se entraba con la conciencia de la casi sagrada importancia del local, y rondaba admirativamente al apóstata olfateándole los gestos. De repente, al médico le apeteció agarrar la cabeza teñida de rubio de Nuestra Señora y golpearla muchas veces, sin prisa, deliberadamente, en el ángulo del lavabo a su izquierda, bajo el espejo oblicuo que, visto desde el escritorio, reflejaba un pedazo gris y ciego de pared, como si la superficie hexagonal que en tantos momentos lo había devuelto a sí mismo hubiese sido acometida por una especie de cataratas: lo perturbaba no encontrar, pegado a la pupila de cristal estañado, la curva indagadora de su sonrisa de gato de Chester.
—Un hospital o una cárcel —dijo el marido de la arpía con una voz pomposa, acariciando el monstruoso alfiler de corbata—, que a nosotros nos da igual.
La mujer agitó la muñeca en abanico de vendedora de castañas, como si barriese sus palabras inútiles: era ella quien conducía las operaciones y no admitía compartir el mando. Nieta de cabo de la Guardia Republicana, pensó el psiquiatra, heredera moral del trasto de sacudirle a la gente del progenitor.
—Lo siento, doctor, pero tiene que resolver esto ya —dijo ella erizando el pelo postizo de la chaqueta—. Hágame el favor de quedarse con él, que no lo quiero en casa.
El chico inició un movimiento que ella cortó de raíz apuntándolo con el dedo furibundo:
—No me interrumpas, subnormal, que estoy hablando con el doctor. —Y al psiquiatra, definitiva—: Resuelva las cosas como mejor le parezca, pero nosotros no salimos de aquí con él.
El médico adelantó el peón de una grapadora en el tablero del escritorio. Empaladas en clavos que se oxidaban, decoraban las paredes hojas de servicios, algunas con su nombre (nuestro nombre impreso deja de pertenecemos, pensó, se vuelve impersonal y ajeno, pierde la intimidad familiar de lo escrito a mano).
—Esperen fuera para que yo hable con el chaval —dijo sin mirar a nadie con un tono pálido de difunto. Sus amigos evitaban discutir con él en momentos así, cuando su timbre se volvía neutro y sin color y era como si el azul de sus órbitas se vaciara de luz—. Y quiero la puerta cerrada.
Puertas cerradas, puertas cerradas: el psiquiatra y su mujer dejaban siempre abierta la de la habitación de sus hijas y a veces, mientras hacían el amor, las palabras confusas de los sueños de ellas se mezclaban con sus gemidos en una trenza de sonidos que los unía de un modo tan íntimo que la certidumbre de no poder separarse nunca parecía apaciguar el temor a la muerte, sustituyéndolo por una tranquilizante sensación de eternidad: nada sería diferente de lo que entonces era, las hijas no crecerían nunca y la noche se prolongaría en un enorme silencio de ternura, con el gato hocico en alto de sueño junto a la estufa, la ropa al azar en las sillas y la compañía fiel de los objetos conocidos. Pensó en cómo en la manta de la cama se multiplicaban manchas blancas de esperma y flujos vaginales, y cómo en la almohada de su mujer había siempre marcas de rimel, pensó en la indecible expresión de ella cuando se corría o cuando, sentada sobre él, cruzaba las manos tras la nuca y giraba el cuerpo a uno y otro lado para sentirle mejor el pene, con los senos grandes balanceándose leves en el tronco estrecho. TQT, le dije sin hablar sentado en el escritorio del hospital, recuperando el morse a través del cual se comunicaban sin que nadie más los entendiese, TQT hasta el fin del mundo, mi amor, ahora que somos ya Pedro e Inés en las criptas de Alcobaça a la espera del milagro que ha de venir. Y se acordó, para huir del peligro inminente de las lágrimas, de cuando había imaginado que los cabellos de las infantas de piedra crecían hacia dentro de la cabeza en trenzas polvorientas, y que eso lo había escrito en uno de los cuadernos de poemas que periódicamente destruía como ciertos pájaros se comen a sus hijos con una crueldad nauseabunda. Detestaba cada vez más emocionarse: señal de que envejezco, comprobó, dando cumplimiento a la frase de su madre lanzada al aire de la sala con profética solemnidad: «Con una actitud así acabarás solo como un perro».
Y las fotos enmarcadas parecían darle la razón en un gesto de concordancia amarillenta.
El Niño Jesús, que no había parado de fijar sus ojos en el Botelho pegado al cristal de la ventana, deslizó una mirada rápida de soslayo hacia el médico y éste, que regresaba de su historia interior hacia el motivo por el cual se encontraba allí, se agarró a la hostilidad del muchacho como quien salta en el último segundo al estribo de un tranvía en movimiento:
—¿Qué tienes en la cocorota? —preguntó.
Por el estremecimiento de la nariz se dio cuenta de que el chaval vacilaba y jugó a fondo sus cartas acordándose de las instrucciones para salvar náufragos de su infancia, carteles fijados en los vestuarios de la playa con hombres con bigote y traje de baño a rayas nadando sobre cinco columnas en prosa menuda de advertencias y prohibiciones.
—Mira —le dijo al chico—, odio esto tanto como tú y no se trata de que quiera hacer de poli bueno. Ni aunque tus viejos me apuntasen con una escopeta a la cabeza, te quedarías encerrado aquí, pero sería muy buena idea que me explicases un poquito lo que te pasa: puede ser que los dos juntos comprendamos algunas minucias de esta mierda, puede ser que no, y ninguno de los dos pierde nada por probar a ver qué pasa.
El pelirrojo había regresado a la contemplación de la ventana: midió en su interior lo que le habían dicho y optó por el silencio. Sus pestañas rosadas centelleaban a la luz, semejantes a los hilos de telaraña que unen las vigas de los desvanes.
—Necesito que me ayudes para poder ayudarte —insistió el psiquiatra—. Cada uno por su lado no iremos lejos y te hablo sin tapujos. Estás solo y agobiado y tus padres ahí fuera deseando meterte aquí: carajo, lo único que te pido es que colabores conmigo para impedirlo y no te quedes ahí, como un hurón espantado.
El Niño Jesús, con los labios apretados, seguía observando la Gomes Freiré y el psiquiatra se dio cuenta de la estupidez de seguir hablando: retrocedió el peón de la grapadora sintiendo el frío agradable del metal en la piel, apoyó las palmas en el secante verde, acabó levantándose con la obstinación de un Lázaro despertado por un Cristo inoportuno. Al salir, deslizó los dedos por el cabello del muchacho, cuyo cráneo se encogió hacia el interior de los hombros a la manera de una tortuga guareciéndose deprisa en su caparazón: por este tipo y por mí ya no hay mucho que hacer, pensó el psiquiatra, nos encontramos ambos, aunque de manera diferente, en lo más profundo de un abismo, adonde ningún brazo llega, y cuando se acabe la reserva de oxígeno adiós. Por lo menos, que yo no arrastre a nadie en la caída.
Abrió la puerta de repente y se topó con los padres del chico inclinados ante la cerradura en un acecho infantil: los dos se enderezaron lo más deprisa que pudieron, recuperando a la fuerza la dignidad envarada de los adultos, y el médico los miró casi con una especie de pena, la misma que todas las mañanas lo invadía al observar su rostro barbudo y en la que apenas se reconocía, caricatura gastada de sí mismo. El enfermero, acabados los almuerzos, se acercó pegado a la pared, arrastrando las zapatillas-zuecos que solía calzar cuando estaba de servicio. El roncar próximo del alcohólico de la inyección se asemejaba al crujir rítmico de la suela húmeda.
—Deben llevarse al chico de nuevo a casa —les dijo el psiquiatra a los padres del pelirrojo—. Van a llevarse a su hijo a casa, despacito y con calma, y volverán aquí el lunes para una charla larga, sosegada, que éste es un asunto para hablar largo y tendido, sin prisa. Y aprovechen el domingo para mirarse hacia dentro de ustedes y del jilguero de la jaula, mirarse muy hacia dentro de ustedes y del jilguero de la jaula.
Minutos después, se encontraba en el patio del hospital junto a su pequeño automóvil abollado, siempre sucio, mi minúsculo bunker ambulante, mi refugio. Cualquier día de éstos, decidió, pierdo del todo la cabeza y coloco una golondrina de cerámica en el capó.