Oculto por el arca frigorífica de helados ronroneando somnolencias de oso polar contra el escaparate de una cafetería, el psiquiatra, agachado, acechaba el portal del colegio en la actitud de un piel roja que aguarda, detrás de su peñasco, la llegada de los exploradores blancos. Había dejado el fiel caballo negro trescientos o cuatrocientos metros más arriba, cerca del bosque de Benfica y de sus tórtolas obesas, halcones reciclados por la necesidad de supervivencia ciudadana que obliga al Gran Manitú a disfrazarse, él mismo, de Señor de los Pasos, y había ido rastreando de plátano en plátano, observado con asombro por los vendedores ambulantes de monederos y de cordones, hermanos guerreros cuya actividad bélica se reducía a fugas atropelladas cuando se acercaba la policía, empujando las bandejas con las baratijas inútiles de las cabelleras arrancadas. Ahora, al abrigo de los helados de chocolate, escrutando el horizonte de la calle con pupilas de águila miope, el médico lanzaba al aire de la pradera las señales de humo de un cigarrillo nervioso que traducía, sílaba a sílaba, la dimensión de su ansiedad.
En el edificio de enfrente de aquél en que se escondía, vivía entre gatos y fotografías dedicadas de obispos en boga una tía vieja acompañada por la criada tuerta, venerables squaws de la tribu familiar, visitadas en Navidad por excursiones de parientes incrédulos, sorprendidos por sus combativas longevidades. Secretamente, el psiquiatra no les perdonaba el hecho de que sobreviviesen a la abuela a la que había querido mucho y cuyo recuerdo aún lo enternecía: cuando se sentía más bajo de ánimo iba a su casa, entraba en la sala, informaba sin vergüenza: «Vengo para que me haga caricias».
Y posaba su cabeza en el regazo para que los dedos de ella, al tocarle la nuca, apaciguasen sus rabias sin motivo y el deseo ávido de ternura: de los dieciséis años en adelante las únicas alteraciones importantes de las que tomaba conciencia consistían en la muerte de las tres o cuatro personas que nutrían un afecto constante por él, un afecto a prueba de los giros de sus caprichos. Su egoísmo medía la pulsación del mundo según la atención que recibía: había despertado demasiado tarde para los otros, cuando la mayor parte le había dado la espalda, hastiados de la estupidez de su arrogancia y del sarcasmo desdeñoso en el que cristalizaban la timidez y el miedo. Desprovisto de generosidad, de tolerancia y de dulzura, solo se preocupaba por que se preocupasen por él, haciendo de sí mismo el tema único de una sinfonía monótona. Llegaba a preguntar a sus amigos cómo podían existir lejos de su órbita egocéntrica, de la que las novelas y poemas que perpetraba sin escribir formaban como una prolongación narcisista sin conexión con la vida, arquitectura hueca de palabras, diseño de frases vacías de emoción. Espectador extasiado de su propio sufrimiento, proyectaba reformular el pasado cuando no era capaz de luchar por el presente. Cobarde y vanidoso, evitaba mirarse a los ojos, entender su realidad de cadáver inútil, iniciar el angustioso aprendizaje de estar vivo.
Racimos de madres de su edad (hecho que seguía sorprendiéndolo por la dificultad en reconocer que envejecía) comenzaban a agruparse en el portal del colegio con una agitación de gallinas ponederas, y el médico pensó en subir al piso de la tía vieja donde, atrincherado detrás del retrato del Cardenal Patriarca que se parecía a un payaso rico, lograría observar la salida de clase desde un ángulo fácil de francotirador, disparando nostalgia por los dobles cañones de las ojeras. Pero la órbita ciega de la criada, que lo perseguiría implacablemente de gato en gato y de obispo en obispo, escrutando su interior a la luz lechosa de las cataratas, lo obligó a desistir de su proyecto de Oswald: se sabía demasiado frágil para soportar un interrogatorio silencioso contrabalanceado por las manifestaciones de júbilo de las viejas, que insistirían sin duda en repetirle por enésima vez la historia tormentosa de su nacimiento, niño violáceo sofocado de secreciones junto a la progenitora con eclampsia. Resignado a la trinchera de la cafetería, cuya máquina de café relinchaba vapor por los ollares impacientes de purasangre de aluminio, apoyó los codos en el iceberg eléctrico del arca frigorífica como un esquimal abrazado a su iglú, y siguió esperando al lado de un mendigo sin piernas, sentado en una manta, que extendía dos dedos a la altura de las rodillas ajenas.
Como en África, pensó, exactamente como en África, aguardando la llegada milagrosa del crepúsculo en el corro de Marimba, mientras las nubes oscurecían Cambo y Baixa do Cassanje se poblaba con el eco de los truenos. La llegada del crepúsculo y la del correo que traía la columna, tus largas cartas húmedas de amor. Tú enferma en Luanda, la pequeña lejos de ambos, y el soldado que se suicidó en Mangando, se acostó en el dormitorio colectivo, apoyó el arma en el mentón, dijo Buenas noches y había pedazos de dientes y de hueso clavados en el zinc del techo, manchas de sangre, carne, cartílagos, la mitad inferior de la cara transformada en un agujero horrible, agonizó cuatro horas con sobresaltos de rana, extendido en la camilla de la enfermería, el cabo sujetaba el farol de queroseno que lanzaba en las paredes grandes sombras confusas. Mangando y los ladridos de los licaones en las tinieblas, perros esqueléticos con orejas de murciélago, madrugadas de estrellas desconocidas, el jefe de la aldea Dala y sus mellizos enfermos, el pueblo para la consulta en los escalones del puesto tiritando por el paludismo, senderos destruidos por la violencia de la lluvia. En una ocasión estábamos sentados después del almuerzo cerca de la alambrada, en aquella especie de lápida funeraria con los escudos de los batallones pintados, y en eso apareció por la carretera de Chiquita un despampanante coche norteamericano cubierto de polvo con un señor calvo dentro, un simple civil, ni de la PIDE, ni administrativo, ni cazador, ni brigada de la lepra, sino un fotógrafo, un fotógrafo provisto de esas máquinas con trípode de las playas y las ferias, inverosímil de tan arcaica, proponiéndose hacerles una foto a todos, separados o en grupo, regalos para enviar por carta a la familia, recuerdos de la guerra, sonrisas desvaídas del exilio. No había comida para bebés en Malange y nuestra hija volvió a Portugal delgada y pálida, con el color amarillento de los blancos de Angola, herrumbrosa de fiebre, un año durmiendo en cama de rafia junto a nuestras camas de cuartel, estaba haciendo una autopsia al aire libre, debido al olor, cuando me llamaron porque te habías desmayado, te encontré exhausta en una silla hecha con tablas de barrica, cerré la puerta, me acuclillé a tu lado y repetí llorando Hasta el fin del mundo, hasta el fin del mundo, hasta el fin del mundo, certero en la certidumbre de que nada podía separarnos, como una ola hacia la playa en tu dirección va mi cuerpo, exclamó Neruda y era así con nosotros, y es así conmigo solo que no soy capaz de decírtelo o te lo digo si no estás, te lo digo solo ebrio del amor que te tengo, nos herimos demasiado, nos lastimamos, intentamos matarnos dentro de cada uno, y a pesar de eso, subterránea e inmensa, la ola continúa y como hacia la playa en tu dirección el trigo de mi cuerpo se inclina, espigas de dedos que te buscan, intentan tocarte, se aferran a tu piel con la fuerza de las uñas, tus piernas estrechas me aprietan la cintura, subo la escalera, levanto el pestillo, entro, el colchón conoce aún mi manera de dormir, cuelgo la ropa en la silla, como una ola hacia la playa como una ola hacia la playa como una ola hacia la playa en tu dirección va mi cuerpo.
Teresa, la criada, apareció por la avenida Grao Vasco donde las hojas de las moreras transforman el sol en una lámpara verde de acuario, centelleante de reflejos tamizados, de tal modo que las personas dan a veces la sensación de flotar en la luz en la actitud sin aristas de los peces, y pasó junto a él con su paso lento de vaca sagrada que endulzaba su sonrisa desprovista de crueldad. Si Teresa no me ha visto nadie me ve, pensó el médico apoyándose más en el iceberg hasta sentir en la barriga el contacto liso del esmalte: un pequeño esfuerzo suplementario y atravesaría la pared del arca frigorífica, capullo en el que las larvas humanas corren el riesgo de metamorfosearse en cassatta siciliana: ser comido con cuchara en una cena de familia se le antojó de pronto un destino agradable. El mendigo de la manta, que contaba sus beneficios, creyó adivinar sus intenciones:
—Si vas a mangar uno, pilla otro para este menda. Que sea de vainilla, así no me jode la úlcera.
Una señora que abandonaba la cafetería con un paquete suspendido de cada dedo observó asustada a aquella extraña pareja de facinerosos que tramaban un siniestro robo de helados, y se alejó corriendo en dirección a Damaia con el temor, tal vez, de que la amenazásemos con pistolas de caramelo. El mendigo, en quien vivía un esteta, observó con agrado la vastedad de sus muslos.
—Un pandero de primera.
Y autobiográfico:
—Antes del accidente me comulgaba a una todos los domingos. Gachís del Arco do Cegó por una bicoca, que las furcias ahora están peores que el bacalao.
Un alboroto de niños junto al portal del colegio anunció al psiquiatra el final de las clases: el mendigo se revolvió, disgustado, en su manta:
—Los cabrones de los chavales me roban más de lo que me dan.
Y el médico pensó si esta frase irritada no contenía en sí los gérmenes de una verdad universal, lo que lo llevó a mirar a su compañero ocasional con un respeto nuevo: Rembrandt, por ejemplo, no acabó mucho más próspero, y nadie está libre de encontrarse con un Pascal en el cobrador del agua: Antonio Aleixo vendía cupones, Camões escribía cartas en la calle para los que no sabían leer, Gomes Leal componía alejandrinos en el papel sellado del notario con el que trabajaba. Decenas de premios Nobel con vaqueros desafían a la policía en las manifestaciones maoístas: en esta época extraña la inteligencia parece estúpida y la estupidez inteligente, y resulta saludable desconfiar de ambas por cuestión de prudencia, tal como, de chico, le aconsejaban alejarse de los señores excesivamente amables que abordan a los niños por la verja de los institutos con un brillo extraño en las gafas.
La acera se llenaba de alumnos pastoreados por las manos que los arreaban hacia casa como los vendedores de pavos de la praça da Figueira en la víspera de la Navidad, y el médico pensó con melancolía en lo difícil que es educar a los adultos, tan poco atentos a la importancia vital de un chicle o de una caja de plastilina, y tan preocupados por la niñería idiota de los buenos modales en la mesa, adorando escribir mensajes obscenos en el mármol de los urinarios y detestando inofensivas rayas a lápiz en la pared de la sala. El mendigo, que sin duda entendería esas y otras elucubraciones, guardaba lo recaudado en el bolsillo del chaleco, a salvo de las garras rapaces de los estudiantes, y echaba mano de un certificado de tuberculosis para atraer a su favor a los contribuyentes indecisos.
En ese momento vio a sus hijas en medio de un grupo de niñas uniformadas con falda a cuadros, el pelo rubio y lacio de la mayor, los rizos castaños de la menor, abriéndose camino una detrás de la otra hacia Teresa, y sus intestinos, de repente demasiado grandes para su ombligo, se hincharon con los champiñones de la ternura. Le apetecía correr hacia ellas, cogerlas de la mano e irse juntos los tres, como al final del Grand Meaulnes, camino de gloriosas aventuras. El futuro en panavisión se extendía frente a él, real e irreal como una historia de hadas alfombrada por la voz de Paul Simón:
We were married on a rainy day
The sky was yellow
And the grass was grey
We signed the papers
And we drove away
I do it for your love
The rooms were musty
And the pipes were old i1
All that winter we shared a cold
Drank all the orange juice
That we could hold
I do it for your love
Found a rug
In an old junk shop
And I brought it home to you
Along the way the colours ran
The orange bled the blue
The sting of reason
The splash of tears
The northern and the southern
Hemispheres
Love emerges
And it disappears
I do it for your love
I do it for your love.
Teresa puso en la cabeza de cada una de ellas una gorra roja y blanca, y el psiquiatra se dio cuenta de que la menor llevaba su muñeca favorita, esa criatura de trapo con los ojos dibujados al azar en la esfera calva de la cara, y cuya boca se abría con una mueca patética de rana: dormían juntas en la cama y mantenían relaciones complejas de parentesco que debían de evolucionar según el humor de la chiquilla y que yo advertía confusamente a través de misteriosas frases ocasionales que me exigían perpetuos ejercicios de imaginación. La mayor, que se caracterizaba por una visión angustiada de la existencia, sostenía con las cosas inanimadas el combate de Charlot contra las ruedas dentadas de la vida, precozmente prometida a una victoriosa derrota. Con retortijones de amor, el médico tenía la impresión de haber adquirido a favor de ellas un seguro de sueño, cuyos intereses pagaba bajo la forma de los gases de su colitis y de los proyectos paralizados en que languidecía: la esperanza de que llegasen más adelante que él lo llenaba del júbilo de los pioneros, confiado en que sus hijas perfeccionarían la pobre marmita de Papin de sus deseos, estornudando por las rendijas artesanales desilusiones de humo. Teresa se despidió de una compañera de armas que aguantaba en las piernas la agresión clasista de un chico en el que se esbozaba un gestor, y comenzó a avanzar con las niñas en dirección a la avenida, acuario de edificios trémulos de la sombra luminosa de los árboles.
The sting of reason
The splash of tears
The northern and the southern
Hemispheres
Love emerges
And it disappears
I do it for your love
I do it for your love.
Encorvado como el poeta Chiado en su banco de bronce, el médico podría haberlas tocado cuando casi lo rozaron camino de casa, con los ojos fijos en un pato de hierro a la entrada de una tabaquería, que por veinticinco tostones oscilaba y se sacudía en un galope epiléptico. Tosió de emoción y el mendigo, sarcástico, volvió hacia él su cráneo hirsuto bañado en una risa feroz:
—¿Qué? ¿Te excitan, cachondo?
Y por segunda vez en ese día, el psiquiatra tuvo ganas de vomitarse a sí mismo, largamente, hasta quedar vacío de todo el lastre de mierda que llevaba.