XVI

AL SOCAIRE DE LA COSTA

El teniente de navío George Avery se agarró a los obenques de barlovento y entonces se detuvo para mirar a lo alto del palo trinquete. Como la mayor parte de la dotación del barco, llevaba en cubierta más de una hora, pero sus ojos no eran capaces de vislumbrar apenas nada en aquella oscuridad envolvente. Podía ver la silueta clara de la gavia de mayor, muy braceada, pero más allá de la misma, nada, excepto alguna que otra estrella que aparecía de vez en cuando entre las nubes. Se estremeció; hacía frío y su ropa estaba húmeda y pegajosa, aunque también notaba algo más, una especie de confusión y euforia que pensaba que ya no iba a volver a sentir nunca. Aquellos días en la pequeña goleta Jolie, apresando o destruyendo barcos igual de pequeños en la costa francesa, a veces bajo las narices de una batería de costa… Tiempos rebosantes de desenfreno, insensatez. Casi se echó a reír. Aquello era una locura, como lo había sido entonces.

Se colgó por fuera de los obenques, puso un pie en el primer flechaste y entonces, lenta y cuidadosamente, empezó a trepar con el gran catalejo de señales colgado del hombro como la escopeta de un cazador furtivo. Arriba y más arriba, con los obenques vibrantes bajo su agarre, el cordaje alquitranado tan duro y frío como el hielo. No tenía vértigo, pero sí respeto a las alturas: era una de las primeras cosas que podía recordar de cuando fue nombrado guardiamarina bajo el auspicio de su tío. Los marineros, rudos e independientes aunque amables con él, trepaban descalzos a toda prisa por los flechastes; tenían la piel de los pies tan insensible y dura que podían permitirse renunciar a llevar zapatos y así reservarlos para ocasiones especiales.

Se detuvo para recobrar el aliento y notó cómo se le presionaba el cuerpo contra la jarcia temblorosa mientras el barco, invisible desde allí, escoraba bajo una repentina racha de viento.

Aunque no podía ver nada debajo de él excepto la inalterable forma de la cubierta superior, que se hacía más visible cuando los rociones caían en cascada sobre los pasamanos o a través del beque, podía imaginarse a los otros allí de pie, tal como les había dejado. Era muy diferente del habitual ejercicio tenso que hacían cuando los tambores tocaban zafarrancho de combate, con el consiguiente caos ordenado que recorría el barco de proa a popa: los mamparos derribados; los diminutos cuchitriles de los camarotes donde los oficiales encontraban su única intimidad transformados en parte de la cubierta; los muebles, las pertenencias personales y los cofres de marinero arrastrados o bajados con aparejos a la parte baja del casco, bajo la línea de flotación, donde el cirujano y sus ayudantes ya estarían preparándose, quedando aislados del estruendo previo al combate: el trabajo vendría a ellos. En aquella ocasión habían hecho zafarrancho de combate sin grandes prisas, y los hombres se movieron entre el aparejo tan familiar para ellos como si estuvieran a plena luz del día.

Tal como se había ordenado, a los hombres se les había dado una comida caliente por turnos de guardia, y al acabar se había apagado el fogón de la cocina y apurado la última ración de ron.

Tyacke se había quedado junto a la barandilla del alcázar mientras los oficiales y mensajeros circulaban a su alrededor como si fueran sus apéndices. York con sus ayudantes y Daubeny, el primer oficial, siempre con un guardiamarina moderno que trotaba pegado a sus talones como un perro fiel. Avery miró más a popa, junto a la escala de la cámara, donde había paseado con sir Richard, donde empezaba y acababa el mando de todo barco o escuadra. Sonrió al acordarse de lo que había dicho Allday acerca de eso. «¡A popa, el mayor honor; a proa, el mejor hombre!». Bolitho había acercado su reloj a la lantía de bitácora y le había dicho: «Suba a la arboladura George, y llévese un buen catalejo. Necesito saber lo que ocurre al instante. Hoy será usted mis ojos».

Aquello todavía le entristecía. ¿Tenían también aquellas palabras un significado oculto?

Y Allday había añadido a la vez que le cogía el sombrero y el sable: «Estarán aquí cuando los necesite, señor Avery. No quiero que nuestro ayudante del almirante se quede enredado en las arraigadas de los obenques, ¿a que no?».

Había escrito la carta que Allday le había pedido. Como su persona, había sido una carta muy cariñosa, y aun así, después de todo lo que habían visto y sufrido, muy sencilla y nada recargada. Avery casi había sido capaz de ver a Unis abriéndola y leyéndola, y llamando a su hermano exsoldado para contarle lo que decía. Y enseñándosela a su hijita.

Movió la cabeza de un lado a otro, apartando sus pensamientos, y continuó subiendo. Mucho antes de que cualquiera de sus cartas llegara a Inglaterra podrían estar todos muertos.

La cofa del palo trinquete apareció ante él y le recordó la broma que hizo Allday sobre las arraigadas de los obenques. Los ágiles gavieros podían trepar por los flechastes inclinados hacia fuera que había bajo la cofa para seguir subiendo por la parte exterior de esta; quienes lo hacían quedaban colgados por sotavento sin nada más que el mar bajo sus pies. La cofa era una plataforma cuadrada protegida por un parapeto tras el que los tiradores podían apuntar a sus blancos de la cubierta enemiga. Estaba a la misma altura que las de los otros mástiles, y por encima de ella los obenques y estays estaban amarrados al palo a la altura de la siguiente verga, continuando luego hacia el tope.

El palo trinquete era quizás el más importante y complicado del barco. No sólo llevaba las velas más grandes, sino que estaba unido al bauprés y a los foques y velas de estay, más pequeños pero esenciales. Cada vez que un barco intentaba virar por avante, los pequeños foques actuaban como una espuela o un freno para impedir que fallara la virada y el navío se quedara parado con las velas heridas por la cara de proa y pegadas contra los mástiles, incapaz de ir ni a un lado ni al otro. En los momentos de acción, la incapacidad de maniobrar podía significar la muerte de un barco.

Pensó en Tyacke, en York y en los hombres como ellos, los verdaderos profesionales. ¿Cuánta gente de tierra sabía de la fuerza y la destreza de esos excelentes marinos cuando veían un buque del rey barloventeando Canal abajo con todas sus velas al viento?

Se metió entre los obenques y tomó el camino más fácil hacia la cofa de trinquete, la boca de lobo, una pequeña abertura en la misma junto al mástil, de la que los marineros veteranos decían con sorna que era para marineros de agua dulce. Allí estaban cuatro infantes de marina con sus correajes blancos, y uno de ellos llevaba en la manga unos galones de cabo bien visibles en la oscuridad.

—¡Buenos días, señor! ¡Bonito día para un paseo!

Avery se descolgó el catalejo de la espalda y sonrió. Aquella era otra de las características de ser ayudante del almirante. No era ni una cosa ni otra, era como un intruso: no era un oficial al mando de un mástil o un trozo de cañones ni un símbolo de disciplina o castigo. Así se le aceptaba. Se le toleraba.

—¿Cree que pronto habrá luz? —preguntó.

El cabo se apoyó en un cañón giratorio. Lo tenía ya apuntado hacia abajo y tapado con un pedazo de lona para proteger el cebo del aire húmedo. Listo para su uso inmediato.

—Dentro de media hora, señor —respondió el cabo—. Se acerca la hora, como dice el cura de mi pueblo…

Todos rieron, como si aquel fuera un día como cualquier otro.

Avery miró el foque que flameaba y se imaginó al león agazapado debajo del mismo. ¿Qué pasaría si el mar aparecía vacío cuando amaneciera? Examinó sus sentimientos. ¿Sentiría alivio, daría gracias?

Pensó en la fuerza de las palabras de Bolitho, en la manera en que él y Tyacke habían hablado y planeado. De pronto se estremeció. No, el mar no estaría vacío de barcos. ¿Cómo puedo estar seguro? Entonces pensó: Por lo que somos, lo que ha hecho de nosotros.

Trató de concentrar sus pensamientos en Inglaterra. En Londres, en aquella calle ajetreada con sus relucientes carruajes y sus altivos lacayos, y en un carruaje en particular… Ella era encantadora en todos los sentidos. No le esperaría, malgastando su vida.

Y a pesar de pensar eso, también tuvo la certeza de que habían compartido algo más profundo, aunque breve. ¿Había alguna posibilidad, alguna esperanza más allá de aquel frío amanecer?

El cabo dijo con cautela:

—A veces me pregunto cómo es él, señor. El almirante, quiero decir. —Vaciló, pensando que había ido demasiado lejos—. Es sólo que les vemos a veces a él y a usted paseando por cubierta… y luego está aquel día que su dama subió a bordo en Falmouth. —Le puso la mano en el hombro a su compañero—. Ted y yo estábamos allí. Nunca lo hubiera creído, ¿me entiende?

Avery lo entendía. Él le había vuelto a poner los zapatos a Catherine y vio la mancha de alquitrán en su media después de que ella trepase por el costado de aquel mismo barco. Se había desplegado la insignia y una gran ovación había recorrido la cubierta. A aquellos hombres se les hacía trabajar duro, pero recordaban bien algunas cosas.

—Es tal como lo ve, cabo. Y ella también. —Casi pudo oír las palabras de Tyacke. No serviría a otro.

Uno de los otros infantes de marina, siguiendo el ejemplo de su cabo, se animó a preguntar:

—¿Qué vamos a hacer cuando se acabe la guerra?

Avery miró con atención el gran rectángulo de la vela y notó la sal en su boca.

—Pido al Señor que pueda elegir algo por mí mismo.

El cabo dijo con un gruñido:

—Yo conseguiré otro galón y me quedaré en la infantería de marina. Buena comida y un montón de ron, ¡y un buen combate cuando haga falta! ¡Eso me bastará!

Una voz resonó desde la cruceta:

—¡Llegan las primeras luces, señor!

El cabo sonrió.

—El viejo Jacob es el que está allí arriba. ¡Es una fiera, señor!

Avery pensó en la descripción que había hecho Tyacke del marinero Jacob, el mejor vigía de la escuadra. En su día había sido guarnicionero, un oficio muy difícil, pero había encontrado a su mujer en brazos de otro hombre y los había matado a los dos. El tribunal le había ofrecido elegir entre la horca y la Marina. Había sobrevivido a muchos otros hombres con menor notoriedad.

Avery sacó el gran catalejo de su funda mientras los infantes de marina le hacían sitio y le buscaban algo sobre lo que pudiera arrodillarse.

Uno de ellos puso la mano sobre el cañón giratorio y dijo, riendo entre dientes:

—No se dé contra nuestra vieja Betsy, señor. Podría dispararse por accidente y arrancarle la cabeza a nuestro pobre sargento. Eso sería una verdadera lástima, ¿no es así, muchachos? —Todos se rieron. Cuatro infantes de marina en una plataforma barrida por el viento en medio de la nada. Probablemente no tenían ni idea de dónde estaban ni adonde irían al día siguiente.

Avery se puso de rodillas y notó cómo el parapeto temblaba bajo la presión de las perchas, las velas y los kilómetros de jarcia que regían las vidas de hombres como aquellos. De todos.

Contuvo la respiración y apuntó el catalejo con mucho cuidado, pero sólo vio nubes y oscuridad. El viejo Jacob, en su elevada atalaya, lo vería antes que él.

Estaba temblando otra vez, incapaz de contenerse.

—Tome, señor. —Una mano se le acercó—. ¡La sangre de Nelson!

Avery lo cogió agradecido. Iba contra las normas: ellos lo sabían y él también.

El cabo murmuró:

—Para que nos dé suerte, ¿eh, muchachos?

Avery bebió un trago y notó cómo el ron le quitaba el frío. Y el miedo. Volvió a mirar por el catalejo. Hoy será usted mis ojos. Fue como si estuviera justo a su lado.

Y de repente, allí estaba. El enemigo.

* * *

El capitán de navío James Tyacke observó las figuras imprecisas de Hockenhull, el contramaestre, y de la brigada de marineros que cazaban un cabo y lo amarraban. Todos los botes de la Indomitable estaban en el agua, remolcados por popa como un ancla de capa poco eficaz, y aunque apenas pudiera verlas, sabía que las redes de combate ya estaban extendidas por encima de cubierta. El escenario estaba a punto.

Tyacke buscó dudas entre sus sentimientos. ¿Había tenido alguna? De haber sido así, se habrían desvanecido tan pronto como la voz plañidera del viejo vigía había descendido desde la cruceta del palo trinquete. Avery estaría atisbando a través de su catalejo, en busca de detalles, de cantidades, de la fuerza del enemigo.

—El viento está bajando, señor —comentó York—. Aunque de momento no falta.

Tyacke lanzó una mirada a la figura de Bolitho, enmarcada por los cois bien apretados y claros, y vio cómo asentía. Era la hora: tenía que serlo. Pero el viento lo era todo.

Dijo de pronto:

—¡Largue el segundo rizo, señor Daubeny! ¡Dé la vela trinquete y la cangreja! —Para sí mismo añadió—: ¿Dónde están nuestros condenados barcos? —Podían haberse desperdigado durante la ventosa noche; mejor eso que arriesgarse a una colisión, y más en aquella ocasión. Oyó al servicial guardiamarina del primer oficial repetir sus órdenes con voz chillona y llena de incertidumbre, al enfrentarse a algo desconocido para él.

Pensó en sus otros oficiales y frunció el ceño: niños con el uniforme del rey. Incluso Daubeny era joven para su cargo. Las palabras se repitieron solas en su cabeza. Si yo cayera… Sería la habilidad de Daubeny, o la falta de ella, la que determinaría el éxito o el fracaso.

Oyó murmurar algo a Allday y la risa rápida de Bolitho, y se sorprendió de que aquello pudiera todavía conmoverle. Y calmarle, como los zunchos de hierro que había alrededor de cada uno de los mástiles para proporcionarles más resistencia.

Los infantes de marina habían dejado sobre cubierta sus armas para ayudar en las brazas de la mesana, que tomó viento y dio un sonoro latigazo.

Sabía que Isaac York estaba rondando cerca, deseoso de hablar con él para pasar el rato como hacían habitualmente los amigos antes de entrar en acción. Por si acaso. Pero ahora no podía perder el tiempo con conversaciones. Necesitaba estar alerta, atento a todo, desde los hombres de la gran rueda doble hasta el guardiamarina más joven del barco, que estaba a punto de dar la vuelta a la ampolleta de media hora que había al lado de la bitácora.

Vio a su patrón, Fairbrother, atisbando hacia los botes remolcados.

—¿Preocupado, Eli? —Le vio sonreír. No era Allday, pero lo hacía lo mejor que sabía.

—Cuando los recuperemos necesitarán todos una mano de pintura, señor.

Pero Tyacke se había dado la vuelta para mirar a los cañones más cercanos, rodeados de sus dotaciones que esperaban las primeras órdenes; algunos de los hombres iban con el torso desnudo a pesar del viento frío. Miró las cubiertas, enarenadas para evitar que los hombres resbalaran con el agua de los rociones o quizás con la sangre. Y los atacadores, lanadas y sacatrapos, las herramientas de su oficio, que estaban muy a mano.

El teniente de navío Laroche dijo, arrastrando las palabras como siempre:

—Aquí viene el ayudante del almirante.

Avery apareció en el alcázar y Allday le dio su sombrero y su sable.

—Seis velas, sir Richard. Creo que la marea está bajando.

—Debería estarlo —musitó York.

—Creo que una de las fragatas está remolcando todos los botes, señor. Está demasiado lejos y hay demasiada oscuridad para estar seguro.

—Tiene sentido —dijo Tyacke—. Así estarán todos juntos, listos para el desembarco.

—No podemos esperar —dijo Bolitho—. Cambie el rumbo ya. —Miró a Tyacke; más tarde pensaría que le había visto sonreír aunque sus rasgos estuvieran en la penumbra—. Tan pronto avistemos nuestros barcos, hágales la señal de atacar a discreción. ¡No es momento para formar una línea de combate!

Avery recordó la consternación que Bolitho había causado en el Almirantazgo al expresar sus opiniones sobre el futuro de la flota.

Tyacke gritó:

—¡Cambie el rumbo dos cuartas! ¡Rumbo nordeste cuarta al norte! —Sabía lo que había imaginado Bolitho, y habían hablado a fondo sobre ello, aun sin tener más a que aferrarse que el informe del avistamiento del comandante Lloyd con la noticia de los botes de más que llevaba el enemigo. Tyacke hizo una mueca. Como los negreros.

Los hombres ya estaban braceando, con los cuerpos inclinados hasta casi tocar la cubierta para orientar las vergas: músculo y hueso luchando contra viento y timón.

Tyacke vio a Daubeny exhortando a unos marineros que no contribuían a sumar su fuerza a las brazas. Pero incluso contando con los voluntarios de Nueva Escocia andaban cortos de gente: era el legado del feroz combate de la Indomitable contra la Unity de Beer. Tyacke se caló bien el sombrero. Le resultó difícil de creer que aquello hubiera ocurrido un año antes.

Bolitho se reunió con él y dijo:

—El enemigo tiene más hombres y una artillería superior, y usará ambas cosas sin titubear. —Cruzó los brazos, adoptando una postura más propia de quien está hablando del tiempo—. Pero está al socaire de la costa y lo sabe. ¡Seguro que al comandante de esa escuadra no le han consultado en ningún momento sobre la elección del lugar de desembarco! —Se rió y añadió—: Así que hemos de atacar con rapidez e intensidad.

Tyacke se agachó para ver la aguja cuando el timonel dijo, levantando la voz:

—¡Nordeste cuarta al norte, señor! ¡En viento!

Tyacke estudió cada una de las velas con ojo crítico mientras su barco navegaba cómodamente escorado amurado a estribor. Entonces puso las manos en forma de bocina y gritó:

—¡Compruebe la braza de la vela trinquete, señor Protheroe! ¡Haga firme! —Casi para sí mismo añadió—: ¡Es sólo un niño, maldita sea!

Pero Bolitho le había oído.

—Todos lo fuimos, James. ¡Jóvenes leones!

—¡La Chivalrous está a la vista, señor! ¡Por la aleta de babor!

Sólo se veían unas velas pálidas y difusas bajo las nubes apagadas. ¿Cómo lo sabía? Pero Tyacke no lo cuestionó: el vigía lo sabía perfectamente. Los demás quedarían pronto a la vista. Vio cómo las primeras luces exploraban débilmente los obenques y las gavias temblorosas. El enemigo también las vería.

Soplaba un viento fresco y constante, al menos por el momento. No avistarían tierra hasta que saliera el sol, e incluso entonces… Pero podía sentirse igualmente como una presencia, una barrera para impedir que se acercaran los barcos sin importar qué pabellón arbolaran.

Tyacke se tocó la cara y no se dio cuenta de que Bolitho se giraba para mirarle. ¡Qué diferente era ahora, ver y ser visto sin el abrigo de la oscuridad! No como el confinamiento asfixiante de la cubierta inferior de aquel día en el Nilo en que casi había muerto; más adelante deseó que así hubiera sido.

Pensó en la carta que había en su caja fuerte y en la que había escrito como respuesta. ¿Por qué lo había hecho? Después de todo el dolor y la desesperación, de ver con crudeza que el ser al que siempre había amado le rechazaba, ¿por qué? Recordando eso, todavía era difícil creer que ella le hubiese escrito. Se acordaba bien del hospital de Haslar, en Hampshire, lleno de oficiales, supervivientes de uno u otro combate. Todos los que habían ido a visitarle allí habían intentado aparentar calma y normalidad, y no mostrarse conmovidos por el omnipresente sufrimiento. Aquello casi le había hecho enloquecer. Había sido la última vez que la había visto. Ella le había visitado en el hospital, y ahora él se daba cuenta de que no debía haber podido soportar todo aquello. Caras llenas de preocupación y de esperanza, rostros desfigurados como el suyo, hombres quemados, lisiados o ciegos. Debía haber sido una pesadilla para ella, aunque lo único que había sentido él entonces había sido lástima. De sí mismo.

Ella había sido su única esperanza, lo único a lo que se había aferrado tras el combate, cuando había resultado tan gravemente herido en el viejo Majestic. Viejo, pensó con amargura: entonces era casi nuevo. Tocó la gastada barandilla y apoyó la mano en ella sin darse cuenta tampoco esta vez de la inquietud que le provocaba a Bolitho. No como esta vieja dama. Su comandante había muerto allí en el Nilo, y el primer oficial del Majestic se había puesto al mando del mismo y de la lucha. Un hombre joven. Se volvió a tocar la cara. Como Daubeny.

¡Ella era tan joven entonces…! Casi pronunció su nombre en voz alta. Marion. Finalmente se había casado con un hombre mucho mayor que ella, un subastador bondadoso que le había comprado una casa preciosa junto a Portsdown Hill, desde donde a veces podía verse el Solent y las velas en el horizonte. Se había torturado a sí mismo muchas veces pensando en ello. La casa no estaba muy lejos de Portsmouth y del hospital donde había querido morir.

Habían tenido dos hijos, un niño y una niña. Deberían haber sido hijos míos. Y ahora su marido había muerto, y ella le había escrito después de leer noticias sobre la escuadra en el periódico, y enterarse de que ahora era el capitán de bandera de sir Richard Bolitho.

La carta había sido escrita con mucho cuidado, sin excusas ni compromisos: una carta madura. Le había pedido comprensión, no que la perdonara. Decía que sería de gran valor para ella recibir una carta suya. Marion. Pensó, como tantas veces, en el vestido que le había comprado antes de que Nelson les hubiese conducido al Nilo, y en la manera en que la encantadora Catherine le había dado al mismo gracia y sentido después de su rescate de aquel bote abrasado por el sol. ¿Le había devuelto ella la esperanza aniquilada por el odio y la amargura?

—¡Ah de cubierta! ¡Vela a la vista al nordeste!

Tyacke cogió un catalejo y se fue con grandes pasos a la banda de barlovento para apuntarlo a través de la cubierta y del aparejo tenso. Se veía un poco de luz, muy tenue. El agua azul y gris… Contuvo la respiración, pudiendo ignorar a los marineros e infantes de marina que le miraban. Uno, dos, tres barcos, con sus velas llenándose y flameando en un intento de atrapar el viento. Los otros barcos aún no se veían.

Esta vez tenemos el barlovento. Pero tal como estaba el viento, sus respectivas situaciones podían cambiar con bastante facilidad.

Bajó el catalejo y miró a Bolitho.

—Creo que deberíamos mantener el rumbo, sir Richard.

Este asintió con un movimiento breve de cabeza. Como un apretón de manos.

—Estoy de acuerdo. Haga una señal a la Chivalrous para que se acerque al insignia. —Sonrió de forma inesperada, y sus dientes blancos descataron en su cara bronceada—. Luego ice la de Acción Inminente. —La sonrisa pareció eludirle—. ¡Y déjela ondeando!

Tyacke vio la mirada rápida que le echó a Allday, compartiendo algo privado con él. Era como un cabo de salvamento.

—La Chivalrous ha contestado a la señal, señor.

—Muy bien.

Bolitho volvió a acercarse a él.

—Primero entablaremos combate con el barco que remolca. —Miró hacia las borrosas velas de la otra fragata, tan limpias bajo las primeras luces—. Cargue cuando quiera, James. —Los ojos grises se posaron en su cara—. No debemos dejar que desembarquen aquellos soldados.

—Pasaré la orden. Con carga doble y metralla por si acaso. —Hablaba sin mostrar emoción alguna—. Pero cuando viremos, tendremos que enfrentarnos a los otros, a menos que nuestros barcos nos apoyen.

Bolitho le tocó el brazo y dijo:

—Vendrán, James. Estoy seguro de ello.

Se dio la vuelta cuando Ozzard, medio agazapado como si hubiera esperado encontrarse un enemigo combatiendo por el costado, salió por la escala de la cámara. Llevaba en las manos el sombrero bordado en oro del almirante, como si fuera algo muy valioso.

—¿Es prudente eso, sir Richard? —preguntó Tyacke con tono apremiante—. ¡Esos tiradores yanquis estarán hoy bien atentos!

Bolitho le dio su sencillo sombrero de diario a Ozzard y, tras un leve titubeo, se puso el otro sobre su cabello húmedo por el rocío del mar.

—Váyase abajo, Ozzard. Y gracias. —Vio como el hombrecillo asentía agradecido sin decir nada que delatara sus verdaderos sentimientos. Entonces, Bolitho dijo con calma—: Probablemente sea una locura, pero así es como hay que hacerlo. Hoy no hemos de ponernos metas sensatas, James. —Se tocó el ojo y miró el resplandor reflejado en el mar—. ¡Sólo la victoria a toda costa!

El resto de sus palabras fue ahogado por el estruendo de los pitos y el chirrido de los cuadernales de los palanquines de retenida al hacer retroceder los grandes cañones para cargarlos.

Sabía que parte de la guardia de popa le había visto ponerse su sombrero nuevo, el que Catherine y él habían comprado juntos en St James’s Street: se le había olvidado decirle que le habían ascendido, olvido que le había hecho adorable a sus ojos. Algunos de los marineros vitorearon y él les saludó llevándose la mano al sombrero. Pero Tyacke había visto la angustia en las facciones duras de Allday, y supo lo que le había costado hacer aquel gesto.

Tyacke se alejó por el alcázar observando los preparativos de costumbre pero sin verlos realmente. En voz alta dijo:

—¡Y una victoria tendrá, sin importar lo que cueste!

* * *

Bolitho se acercó a popa, donde Allday estaba atisbando hacia atrás con la mano sobre los ojos.

Como plumas en el horizonte resplandeciente, habían aparecido dos barcos más de la escuadra, para alivio sin duda de sus comandantes al comprobar que el amanecer les había vuelto a reunir. La menor de las dos fragatas debía ser la Wildfire, de veintiocho cañones. Bolitho se imaginó a su comandante, un hombre de tez morena, vociferando órdenes a sus gavieros para dar más vela, tanta como el barco pudiera llevar. Hombre de facciones marcadas, el galés Morgan Price nunca había necesitado una bocina, ni siquiera en mitad de un temporal.

—Así está mejor, sir Richard —dijo Allday.

Bolitho le lanzó una mirada. Allday no estaba preocupado por los otros barcos. Como algunos de los hombres del alcázar, había estado mirando cómo el grupo de botes se iba quedando más y más lejos por popa, a la deriva con un ancla flotante de lona para ser recuperados tras la acción. Era una precaución necesaria antes de luchar, para evitar el riesgo de sufrir más heridas a causa de las astillas si las balas enemigas alcanzaban los botes apilados en el combés. Pero para Allday, como para toda la gente de mar, los botes representaban una última posibilidad de supervivencia si ocurría lo peor. De la misma manera, su presencia en cubierta tentaría a los hombres aterrorizados a olvidar tanto la lealtad como la disciplina y a usarlos para escapar del infierno.

—¿Querría traerme un catalejo?

Cuando Allday se alejó en busca de un catalejo adecuado, Bolitho miró la fragata lejana. Entonces se tapó el ojo bueno y esperó a que las pálidas gavias se empañaran o se desvanecieran del todo. No fue así. Las gotas que el cirujano le había dado estaban haciendo algún bien a pesar de escocerle como una ortiga cuando se las ponía. Había luminosidad, color; hasta podía distinguir en la superficie del mar las crestas y los senos de las numerosas olas.

Allday estaba esperando con el catalejo.

—¿Todo bien, sir Richard?

Bolitho dijo con tono afectuoso:

—Se preocupa demasiado.

Allday se rió aliviado, satisfecho.

—¡Venga aquí, señor Essex!

Bolitho esperó a que el guardiamarina se acercara y dijo:

—¡Veamos, pues!

Apoyó el pesado catalejo en el hombro del joven y lo apuntó cuidadosamente por la amura de estribor. Una mañana despejada había emergido de entre las nubes y el viento gélido: el invierno llegaría pronto. Notó cómo temblaba ligeramente el hombro del joven guardiamarina. De frío, de excitación; seguro que no era miedo. Todavía no. Era un chico inteligente y vivaz e incluso él estaría pensando en el día en que estuviera preparado para el examen y el ascenso. Otro niño con uniforme de oficial.

Al menos había tres barcos; el resto todavía no estaba a la vista. Estaban casi de proa hacia ellos, con las velas en ángulo mientras viraban por avante. Detrás de ellos y a lo lejos se veía una masa borrosa de tono violeta, como una nube caída. Se imaginó la carta náutica de York y su letra redondeada en el cuaderno de bitácora. Grand Manan Island, guardiana de la entrada a la bahía. Los americanos serían doblemente conscientes de los peligros que había allí: estarían al socaire de la costa y con los bajos como amenaza adicional una vez la marea estuviera en la bajamar.

Se irguió y esperó a que la respiración del guardiamarina se suavizara; o quizás estaba conteniendo la respiración, muy consciente de su responsabilidad especial.

Un rayo del sol iluminó a un cuarto barco, dejándolo claramente a la vista de la potente lente.

Sabía que Tyacke y York le estaban mirando, sopesando las posibilidades.

—El cuarto barco lleva los botes a remolque —dijo Bolitho—. El ayudante del almirante no se equivocaba.

Oyó reír a Avery cuando Tyacke comentó:

—¡Eso es toda una novedad, señor!

Bolitho plegó el catalejo de golpe y miró al guardiamarina. Tenía pecas, como Bethune en su día. Pensó en cómo Herrick había calificado a Bethune de advenedizo.

—Gracias, señor Essex. —Se fue otra vez a la barandilla del alcázar—. Orce, James. Tengo intención de atacar al barco que remolca los botes antes de que pueda soltarlos. Ahora ya no importa que estén llenos o vacíos. Aún podemos impedir que desembarquen; dentro de una hora será demasiado tarde.

Tyacke hizo una seña al segundo.

—Preparados para cambiar el rumbo. —Dirigió una mirada inquisitiva al piloto—. ¿Qué dice usted, Isaac?

York entrecerró los ojos para mirar la cangreja y la sobremesana.

—Nordeste cuarta al este. —Negó con la cabeza cuando el pico de la cangreja con la gran bandera blanca que ondeaba casi por el través flameó ruidosamente—. No, señor. Creo que nordeste es lo máximo que podrá aguantar.

Bolitho les escuchaba, conmovido por el trato que había entre aquellos hombres. El mando de Tyacke de buques pequeños había dejado su huella, o quizás siempre había sido así.

Se puso la mano encima de los ojos para observar la lenta respuesta del barco y el movimiento del largo botalón de foque hacia los buques enemigos, que parecieron deslizarse de una amura a la otra.

—¡En viento, señor! ¡Rumbo nordeste!

Bolitho vio cómo las velas daban latigazos y se estremecían, incómodas por ceñir tanto al viento. Era la única manera. Sólo la Indomitable tenía la potencia de fuego suficiente para hacerlo en un solo ataque. La Chivalrous era demasiado pequeña y el resto estaba demasiado lejos. Pronto verían qué posibilidades tenían.

Avery cruzó los brazos y los apretó contra el cuerpo tratando de no temblar. El aire todavía era frío, y el sol cada vez más intenso que teñía con una luz dorada sucia las pequeñas olas resultaba engañoso.

Vio a Allday escudriñando a su alrededor: aquel hombre lo había visto antes muchas veces. Estaba observando el alcázar, a los infantes de marina con sus casacas rojo escarlata y a su oficial, David Merrick. A las dotaciones de los cañones y a los timoneles, cuatro de los cuales ya estaban en la rueda doble, con un ayudante de piloto bien cerca de ellos. A Tyacke, apartado de los demás con las manos cogidas a la espalda, y al almirante, que estaba explicando algo al guardiamarina Essex. Algo que este recordaría si lograba sobrevivir.

Avery tragó saliva, consciente de lo que había visto. Allday, que probablemente tenía más experiencia que ningún otro hombre a bordo, estaba buscando los puntos débiles y peligrosos. Su mirada pasó por los cois bien apretados de las batayolas y subió hacia la cofa de mayor, donde se veían más casacas rojo escarlata por encima del parapeto. Y miró adonde estaría la cofa del enemigo si estuviese lo bastante cerca. Pensaría en los tiradores, de los que se decía que en su mayoría eran pioneros de los bosques, gente que vivía de su habilidad con el mosquete. Pesnar aquello le heló la sangre. Con la diferencia de que esos tiradores irían armados con los nuevos y más certeros rifles de ánima rayada.

¿Era ese el motivo de preocupación de Allday, pues? Sí, a causa del gesto de Bolitho de ponerse el sombrero con el resplandeciente bordado dorado y todo lo que eso significaba, y podía significar, en el momento de la verdad. Se decía que Nelson había rehusado quitarse sus condecoraciones antes de su último combate, y que había ordenado que se las taparan antes de bajarle al sollado con la columna vertebral atravesada por una bala mientras la vida se le escapaba entre las manos. Otro gesto valiente, triste. Para que sus hombres no supieran que su almirante había caído, había dicho que le bajaran antes de que la victoria se decantara por uno de los bandos.

Todo estaba claro en la expresión de Allday, y cuando sus miradas se encontraron a través de la cubierta mojada por las gotas de los rociones, no necesitaron mediar palabra.

—¡Ah de cubierta! ¡Están remolcando los botes hasta el costado!

Bolitho cerró los puños sin poder disimular la preocupación que revelaba su semblante.

Avery lo sabía, se lo había imaginado desde el momento en que Bolitho había mencionado la importancia primordial de los botes. A pesar de los riesgos y de la clara posibilidad de fracasar, había estado pensando en la alternativa: que la Indomitable se viera forzada a disparar sobre botes repletos de hombres indefensos, incapaces de hacer nada por salvarse. ¿Era eso parte de lo que hacía diferente aquella guerra? ¿O era sólo la humanidad de un solo hombre?

—¡Algo va mal, señor! —gritó Tyacke.

York miraba por un catalejo.

—¡El yanqui ha encallado, señor! —Sonaba sorprendido, como si estuviera allá mismo compartiendo el desastre.

Bolitho vio la luz del sol reflejada en las velas que caían, y el palo mayor completamente roto. En el silencio y la intimidad de la imagen de la potente lente, casi creyó poder oírlo. Era una gran fragata, todo un reto para la Indomitable, pero desvalida ante el mar y su implacable destrucción por arriba y por abajo. Los botes estaban ya llenos o medio llenos de uniformes azules con armas y equipo en total desorden, mientras se les hacía patente la realidad de la situación.

—Prepárese para entablar combate por estribor, comandante Tyacke —dijo Bolitho sin apenas reconocer su propia voz. Rotunda, severa, fría. Como la de otra persona.

—¡Batería de estribor! —gritó Daubeny—. ¡Asomen!

Los largos cañones de a veinticuatro avanzaron con estruendo hacia sus portas abiertas mientras sus cabos hacían señales con las manos para evitar confusiones. Como en un ejercicio de los muchos que habían hecho. Un espeque por aquí, hombres cazando de los palanquines para mover las piezas…

El otro barco había virado un poco, arrastrando por el costado los restos de su aparejo mientras la marea continuaba bajando y dejándolo varado como una ballena herida.

El timón volvió a moverse con energía mientras York se giraba para mirar a tierra y la dirección de la corriente, sintiendo el peligro que corría el barco aun sin verlo.

—¡Rumbo norte cuarta al nordeste, señor!

—Sólo hay una oportunidad, comandante Tyacke —dijo Bolitho—. Dos andanadas, tres si puede arreglárselas. —Sus miradas se encontraron. Tiempo y distancia.

El guardiamarina Essex se giró de golpe como si hubiera sido alcanzado por un disparo y gritó:

—¡Nuestros barcos están aquí, señor! —Agitó su sombrero cuando unos cañonazos lejanos retumbaron de forma algo apagada. Entonces se dio cuenta de que acababa de gritarle a su almirante y bajó la mirada y se sonrojó.

—¡En el balance alto!

Bolitho miró a lo largo de la banda de estribor a los cabos de cañón, con los tirafrictores tensos y las mechas lentas de emergencia humeando al viento como incienso en una iglesia.

Daubeny estaba en el palo mayor con su sable sobre el hombro y Philip Protheroe, el cuarto oficial, a proa con el primer trozo de cañones. Y allí en el alcázar, el oficial más moderno, Blythe, miraba con atención a los marineros agachados como si esperara un motín. El buque encallado se estaba poniendo lentamente de costado, y sus botes parecieron quedarse flotando paralizados cuando la luz reluctante del sol proyectó sobre el agua las manchas de sombra de las velas de la Indomitable.

Daubeny alzó su sable.

—¡Al enfilar el blanco!

El teniente de navío Protheroe miró a popa y entonces aulló:

—¡Fuego!

Trozo tras trozo, las piezas de a veinticuatro rugieron sobre el agua y retrocedieron con fuerza para acabar siendo dominadas como si se tratara de animales salvajes.

Bolitho creyó ver sobre la superficie del agua la onda expansiva de la andanada abriéndose paso como una guadaña salida del infierno. Mientras las primeras parejas de balas con su carga adicional de metralla alcanzaban los botes y el barco impotente, los hombres de Protheroe ya estaban refrescando sus cañones y hurgando con sus sacatrapos en busca de restos candentes en las ánimas, antes de atacar en las mismas nuevas cargas y balas.

Los cañones del alcázar fueron los últimos en disparar, y la voz de Blythe casi se rompió en un alarido cuando aulló:

—¡Una guinea para el primer cañón, eh! ¡Una guinea!

Bolitho lo veía todo como extrañamente aturdido. Hasta su corazón parecía haberse parado. Tyacke les había entrenado bien; tres disparos cada dos minutos. Habría tiempo para la tercera andanada antes de virar por avante para evitar encallar como el americano siniestrado.

Tyacke también estaba mirando con atención, recordando. ¡Apunten! ¡Listos! ¡Fuego! El ejercicio, siempre el ejercicio. Esclavos de los cañones que ahora estaban correspondiendo a su duro trabajo.

Sonó un pito.

—¡Listos, señor!

—¡Fuego!

Se veían botes y fragmentos de botes, y soldados de uniforme que se revolvían en el agua mientras eran arrastrados hacia el fondo por el peso de sus armas y mochilas, y se oían sus gritos engullidos por el agua helada. Otros que habían sido capaces de alcanzar el costado del barco intentando volver como podían a la seguridad precaria del mismo fueron arrancados de él por la siguiente andanada. El buque estadounidense estaba chamuscado y destrozado por la fuerza del hierro de la Indomitable, pero lo que llamaba más la atención era la sangre. Se veía por todo el casco, resbalando por el costado hasta el agua, que incluso aparecía de un color rosado bajo la luz del sol.

En un breve momento de calma, Bolitho oyó decir a Allday:

—Si ellos hubieran podido, señor, no nos habrían dado cuartel. —Hablaba con Avery, pero cualquier respuesta que pudiera haber obtenido se perdió entre el siguiente rugido de los disparos de cañón.

Lejos de aquel implacable drama de muerte tenía lugar otra lucha. Barco contra barco, o dos contra uno si eran superiores en número. Nada de línea de combate, sólo barco contra barco. Hombre a hombre.

—¡Bandera blanca, señor! —exclamó York con voz ronca—. ¡Están acabados!

Si era verdad o no nunca lo sabrían, puesto que en ese momento la tercera y última andanada impactó en el otro barco haciendo pedazos para siempre los restos diseminados de un plan que podía haber tenido éxito.

Mientras los hombres salían de entre los cañones de la Indomitable y corrían a las brazas y drizas respondiendo a los gritos de las órdenes para hacer virar el barco por avante, Bolitho lanzó una última mirada al enemigo. Y hasta la bandera blanca había desaparecido entre el humo.

Daubeny envainó su sable con los ojos brillantes y el borde de los párpados irritado.

—La Chivalrous ha hecho una señal, señor. El enemigo ha interrumpido la acción. —Se miró la mano como para ver si le temblaba—. Ha hecho lo que debía.

Tyacke apartó su mirada de las velas flameantes mientras su barco pasaba de forma sosegada la proa por el viento, con el gallardete del tope rivalizando con la Cruz de San Jorge de Bolitho por ondear primero por la banda opuesta.

Dijo con tono severo:

—¡Y también nosotros, señor Daubeny!

Bolitho le dio el catalejo a Essex.

—Gracias. —Y entonces añadió, volviéndose hacia Tyacke—: Señal general, si es tan amable. Interrumpir la acción. Informar de bajas y daños. —Miró al espigado guardiamarina de señales—. Y, señor Carleton, tome buena nota de esto y deletréelo entero: Vuestro es el don del coraje.

Avery se apresuró a ayudar a la brigada de señales, pero una vez con ellos se detuvo un instante, temeroso de dejarse algo, al tener la mente todavía conmocionada por el rugido de los cañones y por el inmediato silencio que lo había sucedido.

Bolitho le estaba diciendo a Tyacke:

—La Taciturn se pondrá al mando y conducirá a nuestros barcos a Halifax. Me temo que hoy hemos perdido algunos buenos hombres.

Oyó cómo Tyacke respondía a su almirante bajando la voz:

—Podíamos haber perdido mucho más, sir Richard. —Trató de suavizar su tono—. Al menos no ha aparecido ese renegado en su Retribution.

Bolitho no dijo nada. Estaba mirando fijamente el humo lejano por la aleta, como una mancha en un cuadro.

Avery se dio la vuelta. El don del coraje. A «Nuestro Nel» le habría gustado. Cogió la pizarra y el pizarrín de las manos temblorosas de Carleton.

—Déme.

Tyacke preguntó a Bolitho:

—¿Puedo cambiar el rumbo para recoger los botes, sir Richard?

—Todavía no, James. —Su mirada era sombría. Fría, como el cielo de aquel amanecer. Levantó la vista hacia la señal de Acción Inminente—. Me temo que no hemos acabado.