VII

EL TRUCO MÁS VIEJO

Adam Bolitho titubeó ante aquella casa grande e impresionante, y se preguntó con impaciencia por qué había ido. Otra recepción. Comerciantes, oficiales superiores de la guarnición, gente que siempre parecía conocer a alguien importante y con influencias. Podía haber puesto cualquier excusa para quedarse a bordo de la Valkyrie, pero en el mismo momento supo que estaba demasiado inquieto para quedarse en su cámara o pasar un rato con sus oficiales.

Le sorprendía que Keen consiguiera aparentar tanta tranquilidad con todas aquellas recepciones y conversaciones. Adam se había dado cuenta de que a pesar de su actitud bondadosa y de su soltura entre aquella gente imponente, raras veces perdía de vista el norte ni se permitía hablar de decisiones que él consideraba debían quedar dentro del ámbito de su barco.

Adam volvió la espalda a la casa y miró el gran puerto natural; chebucto, lo habían llamado en su día los indios. Le impresionaba como pocos lo habían hecho. Desde la resplandeciente ensenada de Bedford hasta el estrecho de su extremo, el puerto estaba repleto de barcos, con su bosque de mástiles como prueba visible del creciente valor estratégico de Halifax. Había oído a un general describirla como parte del cuadrado defensivo británico, que incluía Inglaterra, Gibraltar y las Bermudas. Cornwallis debía haber tenido tanta visión de futuro como sagacidad cuando había echado raíces allí menos de setenta años atrás y construido las primeras fortificaciones. Ahora, dominada por la ciudadela de la cima estaba además protegida por torres Martello[6] más típicas de Bretaña o del sur de Inglaterra, con baterías más pequeñas para disuadir a cualquier enemigo lo bastante estúpido como para intentar un desembarco.

Miró hacia el fondeadero de la Marina, pero la casa lo ocultaba. Nunca había creído que sus deberes como capitán de bandera pudieran ser tan frustrantes. La Valkyrie apenas se había aventurado a salir de puerto, y sólo lo había hecho para encontrarse con un convoy que llegaba con más soldados: si desembarcaban muchos más, seguro que aquella península se hundiría bajo su peso. Había pocas noticias de la guerra. Los caminos del interior estaban mal, algunos todavía intransitables. Miró la luz que se desvanecía en el puerto y las lámparas de los diminutos botes y barcas moviéndose como insectos. Allí el tiempo era ya mucho mejor. Incluso había sentido la calidez del sol en la cara en su trayecto desde el embarcadero.

De mala gana, dio la espalda al mar. La gran puerta de doble hoja se había abierto discretamente, como si hubieran estado esperando que se decidiera.

Era una magnífica casa antigua: no «antigua» como se entendía en Inglaterra, pero de buenas proporciones y con un ligero aire extranjero, con una arquitectura quizás influida por los franceses. Le dio su sombrero a un criado que le hizo una reverencia, y se dirigió hacia el salón principal. Había uniformes en abundancia, en su mayor parte rojos, con unas pocas casacas verdes de la fuerza de infantería ligera local. La casa probablemente había sido construida por algún comerciante próspero, pero ahora la utilizaba casi exclusivamente gente de un mundo que él no conocía ni quería conocer, donde hombres como Benjamín Massie se movían por un terreno difícil y lleno de retos entre la política y los beneficios del comercio. No había ocultado su impaciencia por la situación de la guerra entre Gran Bretaña y Estados Unidos, calificándola de impopular, más como si fuera un inconveniente personal que un amargo conflicto entre dos naciones.

Adam le dio su nombre al lacayo de la entrada, con la mirada puesta en la multitud reunida y vislumbrando el pelo rubio de Keen al fondo del salón. Estaba con Massie. También había mujeres. Aquello había sido una excepción en anteriores ocasiones. Sí, tendría que haber puesto alguna excusa para quedarse a bordo.

—¡Capitán de navío Adam Bolitho!

Hubo un silencio momentáneo, más por la sorpresa por su tardanza que por el interés despertado, pensó. Al menos el lacayo había pronunciado correctamente su nombre.

Se fue hacia un lado del salón. Había unas pesadas cortinas de terciopelo y dos grandes chimeneas: aquellas casas estaban construidas pensando en los inviernos de Nueva Escocia.

—¡Así que por fin está usted aquí, comandante! —Benjamin Massie chasqueó sus dedos gruesos y apareció como por arte de magia una bandeja de copas de vino tinto—. ¡Pensaba que se había olvidado de nosotros! —Soltó una de sus sonoras risotadas y una vez más Adam percibió la frialdad de sus ojos.

—Asuntos de la escuadra, señor —dijo.

Massie se rió entre dientes.

—Este es el problema de este lugar, ¡hay más soldados que trabajadores, más buques de guerra que mercantes! Me han contado que hace pocos años ¡había cinco veces más burdeles que bancos! —Se puso serio al instante, como si se hubiera endosado una máscara—. Pero eso está cambiando. Acaben esta guerra y veremos una expansión de verdad, nuevos mercados enteros. Y para eso necesitaremos barcos y hombres con ganas de servir en ellos sin temor a una muerte violenta bajo una andanada enemiga. —Le guiñó un ojo—. O bajo el látigo de algún oficial con exceso de celo, ¿eh?

Keen se les había acercado y estaba escuchando.

—¿Y qué hay del otro amigo de mi padre? Pensaba que nos veríamos aquí.

Adam le miró. Keen les había interrumpido de forma deliberada para apagar cualquier discrepancia frontal antes de que pudiera manifestarse. ¿Tan previsible soy?

—Ah, ¿David St Clair? —Negó con la cabeza—. No volverá hasta dentro de un tiempo. Así es David, tan impetuoso. Ya sabe cómo es.

Keen se encogió de hombros.

—Le he visto pocas veces. Me gustó lo que decía. Construcción de barcos con el apoyo del Almirantazgo… sonaba importante.

—Bueno, desde que murió su esposa… —Tocó la manga de Keen—. Lo había olvidado, Val. Lo siento…

—Lo había oído —dijo Keen—. Entonces, ¿viaja solo?

Massie sonrió, habiendo apartado ya de su mente su torpe comentario.

—No. Lleva con él a su hija, ¿puede imaginárselo? Apostaría a que se arrepiente de tener que estar marcando el paso a una mujer, ¡aunque sea familia!

Adam alzó su copa para beber pero se detuvo al ver la expresión de Keen. ¿Era de sorpresa? Era algo más profundo que eso.

—Creía que ella se había casado.

Massie cogió otra copa de la bandeja.

—Todo quedó en nada. Su prometido era soldado.

Keen asintió.

—Eso había oído.

—Bueno, ¡decidió seguir al tambor en vez de a unos tobillos bonitos! —Dio un gran suspiro—. Entonces, al morir su madre tan repentinamente, decidió quedarse con David.

Keen miró la chimenea más cercana.

—Es arriesgado, bajo mi punto de vista.

Massie se limpió unas gotitas de vino de su casaca.

—Ya está, ¿lo ve? Ustedes los marinos y los militares ven en todo un peligro oculto, ¡parte de alguna estrategia siniestra! —Echó un vistazo al reloj—. Enseguida será hora de cenar. Será mejor que vaya a vaciar la sentina antes de empezar. —Se alejó, saludando con la cabeza a algún que otro invitado e ignorando deliberadamente a otros.

—No te gusta mucho este hombre, ¿no? —preguntó Keen.

Adam miró a una mujer alta con los hombros desnudos que se agachaba para escuchar a su acompañante más bajo, tras lo cual se rió y le dio un golpecito con el codo. No podría haber sido más descarada aunque hubiera ido completamente desnuda.

—Ni los que son como él, señor —respondió Adam. Vio a un lacayo correr las enormes cortinas, ocultando a la vista el agua oscura del puerto—. Mueren hombres cada hora del día. Tiene que ser por algo más que por las ganancias, ¿no?

—Continúa, Adam. Acuérdate de tu tío y de lo que él diría. Aquí no hay rangos, sólo hombres.

Adam dejó su copa y dijo:

—Los suministros y las escoltas de los barcos que los llevan, manteniendo las rutas marítimas abiertas, son todos fundamentales, pero nunca ganarán una guerra. Tenemos que considerarlos de otra manera, como lo hemos hecho con los franceses y todos los demás con los que hemos tenido que luchar, ¡y no sólo quedarnos deleitándonos con las perspectivas de comercio y expansión cuando el maldito conflicto haya pasado!

Keen dijo, bajando la voz:

—Me pregunto si sabes cómo te pareces a sir Richard. Si… —Desvió la mirada—. ¡Maldición!

Pero no era Massie, sino su ayudante, de Courcey.

Adam se preguntó qué había estado a punto de decir Keen y por qué la llegada del oficial había alterado su habitual compostura.

De Courcey exclamó:

—Le pido disculpas, señor, pero ha venido alguien a esta casa, sin cita previa ni justificación alguna, y ha exigido verle a usted. —Parecía indignado—. Le he mandado a paseo, ¡puede estar seguro de eso! —Sus ojos se movieron hacia el lacayo que ocupaba su lugar en la escalera, con el asta preparada para anunciar la cena—. ¡Qué falta de consideración!

Massie se abría paso entre la multitud como un arado.

—¿Te puedes ocupar de ello, Adam? —preguntó Keen—. Soy el invitado principal esta noche, como sabes.

Adam asintió. No lo sabía. Mientras caminaba con de Courcey a la sala contigua, le preguntó con brusquedad:

—¿Quién es el intruso?

—Un maldito tipo andrajoso, ¡un espantapájaros con la casaca del rey!

—Pregunto cómo se llama, hombre. —Mantuvo a raya su ira con dificultad: todo parecía capaz de atravesar sus defensas. Había visto a sus oficiales mirándole, obviamente preguntándose qué le atribulaba.

De Courcey dijo bruscamente:

—Borradaile, señor. Es de lo más ordinario. No puedo imaginarme como puede haber…

Se estremeció cuando Adam le agarró por el brazo.

—¿El comandante del Alfriston? —Le apretó con fuerza hasta que de Courcey dio un grito ahogado y dos soldados que pasaban se detuvieron con interés—. ¡Respóndame, maldita sea!

De Courcey se recobró ligeramente.

—Bueno, sí, en realidad… Pensaba que dadas las circunstancias…

Adam le soltó y dijo:

—Es usted un estúpido. —Se sorprendió por la calma que mostraba—. Y ahora veremos hasta qué punto lo es.

De Courcey pestañeó cuando el asta del lacayo golpeó en la escalera tres veces.

—Espere aquí —dijo Adam—. Puede que tenga que enviar algún recado al barco.

De otro mundo llegó el grito:

—¡Por favor, tomen asiento, damas y caballeros!

—¡Pero, señor! ¡Nos esperan!

Adam dijo con severidad:

—¿También está sordo? —Se dio media vuelta y se dirigió hacia la entrada principal.

Mientras tanto, Massie y sus invitados se disponían a sentarse en las dos largas mesas; cada sitio estaba señalado con una tarjeta donde indicaba el nombre y, según su ubicación, también la categoría de cada invitado o la magnitud del favor prestado.

Massie dijo con elocuencia:

—Esperaré a bendecir la mesa hasta que su joven capitán de bandera pueda sustraerse a sus deberes.

Keen se sentó a la derecha de Massie. Delante suyo había una mujer que supuso sería una invitada especial de Massie. Era guapísima, se mostraba segura de sí misma y pareció divertirle su examen.

Massie dijo de repente:

—La señora Lovelace. Tiene una casa cerca de la ensenada de Bedford.

—Lamento que no nos hubieran presentado antes, almirante Keen —dijo la mujer. Sonrió—. ¡Es mala señal cuando hasta nuestros almirantes son tan jóvenes!

Adam pasó con grandes zancadas entre las dos mesas y se puso detrás de la silla de Keen. En el salón se había hecho un silencio absoluto.

Keen notó la respiración de Adam en su mejilla, rápida y denotando cierto enfado.

—El Alfriston ha traído un mensaje de sir Richard. La Reaper fue apresada, se rindió. —Observaba con atención el perfil de Keen—. El almirante tiene intención de quedarse con la escuadra de las Bermudas hasta que el convoy esté a salvo en alta mar.

Keen se llevó la servilleta a los labios.

—¿Se rindió?

Adam asintió, viendo por primera vez a la mujer que estaba sentada frente al contralmirante. Ella le sonrió y le señaló la silla vacía que estaba a su lado.

—Hubo un motín, señor —dijo.

—Entiendo. —Entonces miró a Adam con la mirada muy tranquila y, como Adam pensaría más tarde, disimulando muy bien sus emociones—. Confío en que habrá informado al barco…

Adam pensó en el enfurecido de Courcey.

—Sí, señor. Estarán listos.

Keen se puso la servilleta en el regazo.

—Entonces la Reaper vendrá por aquí. —Vio la duda en los ojos de Adam—. Es una baza, ¿entiendes? —Se puso en pie y todos los rostros se volvieron hacia él—. Siento la interrupción, damas y caballeros. Estoy seguro de que nuestro anfitrión lo comprenderá. —Esperó a que Adam diera la vuelta a la mesa para ir a la silla que un lacayo había apartado para que se sentara. El sonido de sus zapatos sonó muy fuerte sobre el suelo pulido y le recordó de manera desagradable aquel día de nieve de su consejo de guerra en Portsmouth.

Massie carraspeó ruidosamente.

—¡Puede bendecir ya, Reverendo!

Adam notó cómo el pie de la mujer tocaba el suyo incluso mientras se bendecía la mesa. Se sorprendió por poder incluso sonreír ante eso.

Una baza. Keen estaba hablando en voz un tanto baja con Massie. Nosotros, unos pocos elegidos. Era como si alguien lo hubiera dicho en voz alta. Pensó en su tío: en la huella que había dejado en todos ellos.

Su compañera de mesa dijo discretamente:

—No habla apenas, comandante. ¿Debería sentirme ofendida?

Se giró ligeramente para mirarla. Tenía unos preciosos ojos marrones y una boca que estaba acostumbrada a sonreír. Le miró la mano, que estaba muy cerca de la suya en aquella mesa atestada. Estaba casada, pero no con nadie de los presentes. ¿Era la amante de alguien, pues?

—Discúlpeme, ma’am. No estoy acostumbrado a tanto resplandor, ni siquiera en el mar. —Una baza.

Un lacayo apareció por detrás y el pie de la mujer se apartó del suyo.

Pero ella le volvió a mirar y dijo:

—Tendremos que ocuparnos de eso, comandante.

Adam lanzó una mirada a su anfitrión. ¿Estaría Keen acordándose ahora, en apariencia tan sereno y controlado, del lapsus del hombre? Massie había hablado como si supiese lo del motín al mencionar el exceso de celo de algún oficial. No era algo que se dijera así porque sí. Un rumor, una habladuría: Massie debía estar metido en muchas cosas. Aquello sólo significaba una cosa: que la Reaper ya estaba allí.

—¿Está usted casado, comandante?

—No. —La respuesta fue demasiado abrupta y trató de suavizarla—. No he tenido esa suerte.

Ella le miró pensativa, con las cejas ligeramente levantadas.

—Me sorprende.

—¿Y usted, ma’am?

Ella se rió y Adam vio que Massie la miraba. Y luego a los dos. La mujer respondió:

—Esto es como una capa, comandante. ¡La llevo cuando conviene!

Una baza.

* * *

El cuarto de derrota de la Valkyrie era pequeño y funcional; la mesa apenas dejaba espacio para más de tres hombres. Adam se inclinó sobre la carta náutica moviendo el compás de puntas de latón tranquilamente por las marcaciones, sondas y cálculos garabateados que, para un marinero bisoño, carecerían de significado.

La puerta estaba sujeta con una cuña para que no se cerrara, y Adam podía ver la resplandeciente luz del sol moviéndose como la de un faro, adelante y atrás, con el suave movimiento de la fragata. Habían salido de Halifax navegando en conserva con una fragata más pequeña, la Taciturna y el bergantín Doon. Habían zarpado con sentimientos encontrados, la perspectiva de darle caza a la Reaper, la única manera de ajustar las cuentas, y la posibilidad muy real de abrir fuego sobre uno de los suyos. Los americanos no habrían tenido tiempo de cambiar la dotación de la fragata rendida, por lo que la mayor parte de la tripulación, excepto los tenientes de navío, guardiamarinas y oficiales de cargo, estaría compuesta de amotinados.

Pero aquello había sido hacía cinco días, y había percibido las dudas de Keen y su creciente preocupación por la siguiente decisión.

Una de las puntas del compás estaba en Cape North, la punta de Nueva Escocia que vigilaba el lado más meridional de la entrada al golfo de San Lorenzo. Cruzando el estrecho estaba Terranova, a unas cincuenta millas de distancia. Era un paso estrecho, pero lo bastante fácil para un comandante decidido que quisiera evitar ser capturado y escaparse de la red. Keen estaría pensando lo mismo. Adam se inclinó más sobre la carta. Dos islas diminutas, San Pedro y Miguelón, al sur de la accidentada costa de Terranova, eran en realidad francesas, pero al estallar la guerra habían sido ocupadas por tropas de la guarnición británica de St John’s. Keen no había ocultado su convicción de que la Reaper estaba dirigiéndose a esas islas. La captura de la fragata por los americanos todavía sería un hecho desconocido para las patrullas locales; una estrategia típica habría sido utilizarla para atacar la guarnición o apresar barcos en aquellas aguas. Pero el bergantín Doon había investigado por la zona y había vuelto con sus dos consortes sin nada de qué informar. Más allá estaba el golfo de San Lorenzo, la crucial puerta de entrada a su gran río, a Montreal y los lagos, a la base naval de Kingston y, más lejos aún, a York, la capital administrativa, aunque pequeña, de Alto Canadá.

Pero el golfo era extenso, y tenía islotes y bahías donde cualquier barco podía esconderse y esperar a que la partida de caza pasara de largo.

Oyó órdenes vociferadas y el trinar de los pitos. La guardia de tarde estaba congregándose en popa mientras en el aire flotaban los olores grasientos de la chimenea del fogón. Con una buena ración de ron para acompañarlo todo.

Echó un vistazo al cuaderno de bitácora del piloto. Tres de mayo de 1813. Pensó en el pequeño ejemplar forrado de terciopelo que estaba en su cofre de marinero y en los pétalos de rosas silvestres cuidadosamente prensados. Mayo en Inglaterra. Era como pensar en un país extraño.

Una sombra se proyectó sobre la mesa: era Urquhart, el primer oficial. Adam le encontraba bueno y competente en su puesto, firme y justo con los marineros, incluso con los más difíciles, que ponían a prueba a todos los oficiales en busca de puntos débiles. Nunca era fácil ser así como primer oficial. Cuando el anterior comandante de la Valkyrie, Trevenen, se había venido abajo lleno de terror en el momento culminante de la acción, había sido Urquhart el que había restaurado la disciplina y el orden. Ni Trevenen, que había desaparecido misteriosamente en el trayecto que iba a llevarle ante un consejo de guerra, ni su sucesor, el comodoro en funciones Peter Dawes, habían recomendado a Urquhart para el ascenso a aquel puesto. Urquhart nunca lo había mencionado, ni había mostrado nada de resentimiento, pero Adam suponía que era sólo porque todavía no conocía lo bastante bien a su nuevo comandante. Adam se culpó a sí mismo por ello. Era incapaz de fomentar la intimidad en la Valkyrie: incluso cuando daba una orden, detectaba que medio esperaba ver responder a otros rostros. Rostros muertos.

Urquhart esperó pacientemente a que le prestara atención y entonces dijo:

—Me gustaría hacer ejercicios de tiro con las piezas de a dieciocho durante la guardia de tarde, señor.

Adam tiró el compás de puntas.

—¡Es lo único que vamos a poder hacer, según parece!

Pensó en aquella última noche en Halifax, en la espléndida cena, con su anfitrión, Massie, arrastrando cada vez más las palabras. Pensó también en la tentadora y sensual señora Lovelace, que reía los comentarios groseros de Massie a la vez que mantenía su pie tocando al de Adam bajo la mesa.

No debería haber aceptado este puesto. ¿Lo había hecho para no quedarse aislado en la Zest?

En el fondo, sabía que había actuado por sentido del deber, quizás por una necesidad de reparar algo. Por un sentimiento de culpa…

Urquhart miró la carta: tenía un perfil marcado y serio. Adam podía imaginárselo muy bien con un barco propio bajo su mando.

—Es como buscar una aguja en un pajar, señor. Podría estar en cualquier parte.

—¡Lo sé, maldita sea! —Le tocó la manga al teniente de navío—. Lo siento, John. Eso ha estado fuera de lugar.

Urquhart le miró con recelo. Era la primera vez que el comandante le llamaba por su nombre de pila. Era como ver de repente a una persona distinta del hombre severo y distante que parecía ser.

—Si nos metemos más en el Golfo nos veremos obligados a mantenernos juntos —dijo—. Si tuviéramos más barcos, entonces…

Un ayudante de piloto murmuró desde la puerta:

—El almirante está subiendo, señor.

Adam sabía que se lo decía a Urquhart, procurando evitar la mirada de su comandante.

Adam se irguió y dijo:

—Sí. Bien, ya veremos.

Cuando salieron del cuarto de derrota Keen estaba junto a la batayola de barlovento, y Adam notó de inmediato que parecía tenso y preocupado.

—¿A qué hora cambiaremos el rumbo, comandante Bolitho? —preguntó Keen.

Adam respondió con la misma formalidad:

—Dentro de dos horas, señor. Pondremos rumbo al noroeste. —Esperó, viendo las dudas de Keen.

—¿Están a la vista la Taciturn y el Doon?

—Sí, señor. El vigía del tope ha informado de ello en el cambio de guardia. Hay buena visibilidad. Pronto deberíamos ver otra vela. Puede que nos den información o algún comerciante o pescador la haya visto pasar. —Miró a Urquhart—. Aparte de eso, no hay demasiadas posibilidades.

—Tenemos por el través Cape North —dijo Keen—. Al anochecer estaremos demasiado desplegados como para brindarnos ayuda unos a otros.

Adam miró a lo lejos. Sintió una punzada de resentimiento sin saber por qué. Había estado despierto desde el amanecer y también había subido a cubierta varias veces durante la noche. Había montones de peligros para la navegación en aquellas aguas, y las cartas náuticas de la zona eran poco fiables, por usar un eufemismo. Era bueno que los que estaban de guardia supieran que su comandante estaba con ellos.

—Por la información que trajo el Alfriston, esta parece la zona más probable para llevar a cabo una acción independiente. Quizás mañana podríamos decidir si continuar o no con esta forma de búsqueda.

Keen observó a dos marineros que arrastraban drizas nuevas por la cubierta.

—Yo lo decidiré. Aprovechando que todavía hay buena luz quiero que se envíen unas señales a la Taciturn y al Doon. Que el bergantín se acerque a nosotros para recoger mi informe y llevarlo a Halifax. —Miró a Adam a la cara y añadió escuetamente—: Abandonaremos la búsqueda antes del anochecer.

—¿Vamos a Halifax, señor?

Keen le observó con expresión adusta.

—A Halifax.

Se dirigió hacia la escala de la cámara y Adam vio que el ayudante le esperaba allí.

—¿Cuáles son las órdenes, señor? —Urquhart estaba claramente incómodo por haber estado presente durante la breve conversación, y por haber percibido la barrera que caía de forma tan evidente entre el almirante y su capitán de bandera, barrera que no había visto antes.

Adam lanzó una mirada al gallardete ondeante del tope. El viento seguía soplando constante del sudoeste. No había rolado en días; otro día más no cambiaría las cosas. E incluso cuando volvieran a Halifax era poco probable que hubiera noticias frescas de su tío.

Recordó la pregunta de Urquhart y dijo:

—Siga como antes.

Él era el comandante, y aun así la suya nunca era la decisión final. Siempre lo había sabido, pero el seco comentario de Keen había servido simplemente para recalcar el hecho. Quizás fuera porque Keen estaba acostumbrado a los navíos de línea y había servido en fragatas como oficial muy joven. Trató de sonreír para dejar a un lado aquellos pensamientos. Con el mejor de los profesores. Pero Keen nunca había estado al mando de una fragata. No tenía por qué haber diferencias. Pero aunque no viera una razón clara, había diferencias.

Cuando la guardia de tarde se acercaba a su fin, Keen volvió a subir a cubierta.

—Creo que es hora de hacer la señal. —Observó la pequeña figura de John Whitmarsh que caminaba hacia popa con algunas camisas dobladas en un brazo, y sonrió inesperadamente—. ¡Quién tuviera su edad!, ¿eh, Adam?

La repentina informalidad, de hombre a hombre, era desconcertante.

—Sí, señor. Pero creo que podría arreglármelas sin parte del pasado.

Keen se decidió.

—Probablemente piensas que estoy rindiéndome demasiado fácilmente. Crees que deberíamos pasarnos días, semanas incluso, persiguiendo lo que puede ser una causa perdida.

—Sigo creyendo que deberíamos seguir, señor —dijo Adam.

Keen se encogió de hombros. El puente entre ellos había desaparecido.

—Esta es mi decisión. ¡Haga la señal!

Adam vio a de Courcey apresurándose hacia el guardiamarina Rickman, y vio que las banderitas ya estaban preparadas. De vuelta a Halifax, pues. Recepciones y bailes: y el barco y su gente anquilosándose en su fondeadero.

—¡Ah de cubierta! ¡La Taciturn ha izado una señal!

Adam vio a otro guardiamarina que cogía otro catalejo.

—¡Arriba, señor Warren! ¡Rápido!

Sabía que Urquhart le estaba mirando. Nunca daría su opinión ni mencionaría lo que había visto u oído. Adam miró fugazmente el sol, ya de color oro rojizo. Pero todavía había tiempo. Ojalá…

La voz juvenil del guardiamarina retumbó desde la cofa de mayor:

—¡De la Taciturn, señor! ¡Enemigo a la vista al nordeste! —Incluso a aquella distancia y por encima del coro resonante de las velas y del aparejo, Adam percibió su excitación.

Iba en dirección al estrecho que ellos acababan de dejar. Otra hora más y les habrían evitado. ¿Qué clase de enemigo era que la Taciturn estaba tan segura?

Warren volvió a gritar hacia abajo:

—¡Es la Reaper, señor!

Urquhart perdió el control.

—¡Por todos los infiernos! ¡Tenía usted razón, señor!

Keen había vuelto a aparecer.

—¿Qué ocurre? ¿Están seguros?

—Sí, señor —dijo Adam.

—Intentarán perdernos de vista en el Golfo —dijo, poco convencido.

Adam hizo una seña a Urquhart.

—¡Dé los juanetes! —Lanzó una mirada a la insignia que daba latigazos en la perilla del palo mesana—. Este barco puede alcanzar a la Reaper ¡sin importar qué intenten! —Le sorprendió su tono de voz. Había orgullo donde sólo había habido aceptación; y triunfo, cuando hacía tan poco había sentido amargura porque Keen hubiera rechazado su propuesta.

Los pitos sonaron con estridencia y la cubierta tembló bajo la desbandada de los pies descalzos de los hombres que corrían a obedecerles. Percibió su excitación y el alivio de que estuviera pasando algo, y admiración cuando algunos de los hombres nuevos miraron hacia la arboladura para ver tomar viento de golpe los juanetes y cómo sus lonas se endurecían enseguida bajo aquel viento entablado.

Adam cogió un catalejo y lo apoyó en el hombro del guardiamarina Rickman. Primero vio a la Taciturn; el bergantín Doon todavía no estaba a la vista desde cubierta. Y entonces… Se puso tenso, y sintió un escalofrío en su espalda a pesar del calor que el sol aún proporcionaba. Una fina pluma de lonas pálidas: la Reaper. No estaba huyendo, aunque debía haberles avistado. Tres barcos en rumbos convergentes. Puede que los hombres de la Reaper lucharan hasta la muerte; en cualquier caso estaban condenados a ella tras la breve formalidad de un consejo de guerra. Sabían cuál era la pena por amotinarse desde el instante en que habían arriado su bandera. Se humedeció los labios resecos. Y asesinado a su comandante…

Keen habló por él:

—¡No se atreverán a luchar!

Adam se volvió hacia Urquhart.

—Haga zafarrancho de combate, si es tan amable. —Su mente lidiaba con el repentino cambio de suerte. ¿Era una muestra de desafío? ¿Un maldito gesto? Sería todo junto. La Taciturn sola ya superaba en artillería a la Reaper, más pequeña. Y la Valkyrie podía hacerla saltar del agua sin ni siquiera acercarse.

—Mantiene su rumbo —dijo Keen. Extendió los brazos cuando apareció su criado para abrocharle su sable.

—¡Zafarrancho de combate terminado, señor!

Adam miró fijamente a su segundo. Apenas había oído el redoble de los tambores ni la estampida de los marineros e infantes de marina al correr a sus puestos, y ahora estaba todo tranquilo otra vez, cada cañón con su dotación completa, las cubiertas enarenadas, las casacas rojo escarlata de la tropa visibles junto a las batayolas y arriba en las cofas. Habían aprendido bien con Peter Dawes, o quizás todo era obra del imperturbable Urquhart.

—Haga una señal a la Taciturn: que se acerque al insignia —dijo Keen. Se giró mientras de Courcey urgía a la brigada de señales para que se esforzara en hacerlo más rápido. Las banderas volaron hacia lo alto.

—¡Han contestado la señal, señor!

Del bergantín Doon no había rastro, pero sus vigías del tope estarían viéndolo todo, probablemente contentos de verse bien lejos de aquello.

—¡La Reaper está enseñando los dientes!

Sin un catalejo no se veía cambio alguno, pero cuando Adam apoyó otra vez el suyo sobre el hombro del guardiamarina, pudo ver la línea de cañones que sobresalían a lo largo del costado del otro buque.

—Cuando quiera, comandante Bolitho —dijo Keen. Se miraron el uno al otro como dos extraños.

Adam gritó:

—¡Como en los ejercicios de tiro, señor Urquhart! —Vio girarse a algunos de los hombres que estaban más cerca para sonreírle—. ¡Carguen y asomen!

—¡Abran las portas! —Un pito sonó en la boca de Monteith, el cuarto oficial, y con un coro de alaridos, los marineros se abalanzaron sobre sus palanquines para conducir las bocas de sus piezas hacia las portas abiertas. Con el viento por la aleta, su trabajo era más fácil. Si cambiasen el rumbo o perdieran el barlovento, sería diferente: tendrían que mover los cañones cuesta arriba, como avisaban los viejos cabos de cañón.

Adam se volvió cuando el joven Whitmarsh se acercó sin prisas entre las dotaciones de los cañones agazapadas y los atentos infantes de marina, trayéndole su sable nuevo como si de un talismán se tratara. Adam miró a los que estaban a su alrededor en el alcázar. George Starr, su viejo patrón, debería estar allí, y Hudson, que también había muerto, y otros rostros, tan dolorosamente nítidos que el recuerdo le cogió con la guardia baja.

Esperó a que el chico le abrochara el sable al cinturón y dijo:

—¡Abajo, muchacho! ¡Nada de heroicidades en el día de hoy! —Vio la consternación en su cara y añadió con tono suave—: Tampoco necesita que se lo recuerde, ¿a que no?

Keen estaba a su lado.

—¿Qué pretenden conseguir?

Adam vio los catalejos apuntados hacia la alejada Taciturn y oyó a de Courcey leer una señal con su voz suave. Entonces bajó su catalejo; de repente tenía la mente en blanco.

—Tienen rehenes, señor.

—Así que eso es lo que pretenden. ¡Pasar ante nosotros sabiendo que no vamos a dispararles! —Pensó en ello con incredulidad—. ¿Harían lo mismo ellos?

—Puede que sea un farol, señor. —Pero sabía que no lo era. Con aquel viento estarían a tiro en menos de media hora.

—¡Sería un asesinato! —dijo Keen.

Adam le miró, sintiendo su rabia y su asco. Era decisión suya, como había recalcado antes.

Puesto que Adam no decía nada, Keen exclamó:

—Por el amor de Dios, ¿qué debo hacer?

Adam tocó la empuñadura de su nuevo sable, el que había escogido con tanto cuidado en la vieja tienda del Strand.

—Morirán hombres en cualquier caso si luchamos, señor. Pero perder ahora a la Reaper sería una tragedia aún mayor.

Keen pareció soltar un suspiro.

—Haga una señal a la Taciturn para que se coloque a popa del insignia.

La señal fue contestada y Adam vio las velas de la fragata sumidas en una confusión momentánea cuando empezó a virar tal como se le había ordenado. Sentía por Keen tanto lástima como admiración. No iba a dejar el primer encuentro en manos de uno de sus comandantes. Como Richard Bolitho había dicho muchas veces, en el superior jerárquico empezaba y acababa la responsabilidad, tal como indicaba la insignia de la perilla del palo mesana. La responsabilidad final.

Se había olvidado del guardiamarina Warren, que estaba todavía en la cofa de mayor.

—¡Ah de cubierta! —Su voz denotaba una gran impresión e incredulidad—. ¡Hay prisioneros en la cubierta de la Reaper, señor! —Hubo una pausa—. ¡También mujeres!

Keen dijo con acritud:

—¿Todavía piensa que es un farol?

Era como una pesadilla, pensó Adam. La Reaper sufriría el mismo destino una vez más; sería cañoneada como lo había sido por los americanos en el combate contra la Unity, antes incluso de tener al enemigo al alcance de sus balas.

Urquhart se había ido a su puesto junto al palo mayor y estaba con el sable apoyado en un hombro, como si estuviera a punto de iniciar un acto ceremonial.

Adam asió la barandilla del alcázar. No era necesario que le dijeran qué pasaría cuando aquellos largos cañones de a dieciocho, con dos balas en su ánima tal como se había ordenado, tronaran hacia el buque que se acercaba.

Sabía que algunas de las dotaciones de los cañones estaban atisbando hacia popa, hacia él, y quiso gritarles: No hay ninguna decisión que tomar. No deben escapar.

Oyó decir a de Courcey:

—Hay dos mujeres, señor. El resto parecen marineros. —Hasta él hablaba como aturdido, incapaz de aceptar lo que veía.

Adam elevó la voz:

—¡En el balance alto, señor Urquhart! ¡Al enfilar el blanco! —Urquhart sabía qué hacer: todos lo sabían. Pero tenían que mantenerles unidos y darles las órdenes sin importar lo que ellos pensaran.

—¡Aferren los juanetes! —En lo alto de la arboladura los hombres se movieron como monos alejados de la tensión y la aprensión reinantes en cubierta.

Adam se volvió hacia el piloto.

—Prepárese para orzar dos cuartas, señor Ritchie. Entonces dispararemos.

Keen estaba subido a los obenques ignorando los rociones y el peligro, con su cabello rubio revoloteando al viento; miraba por el gran catalejo de señales del guardiamarina.

Como aquel día en la iglesia de Zennor… Val y Zenoria… Cerró los ojos cuando Keen dijo con urgencia:

—¡Uno de los rehenes es David St Clair! ¡Su hija debe estar con él!

Apartó a un lado los recuerdos; aquel no era lugar para los mismos. Oyó decir a Keen:

—No es un farol, pues. —Bajó a cubierta y le miró a la cara.

Adam dijo:

—¡Preparados! —Se obligó a mirar hacia la fragata que se acercaba escorada, mostrando su reluciente forro de cobre y su mascarón de proa dorado con la guadaña en ristre, de repente muy nítida y terrible.

Todos los cabos de cañón estarían mirando atentamente hacia popa, a la figura solitaria de la barandilla, un comandante al que sólo conocían por su reputación. Pero todos los hombres sabían qué iban a ver cuando la Valkyrie cambiara el rumbo y el objetivo apareciera ante cada una de las portas. Un hombre carraspeó y otro se giró para enjugarse el sudor de los ojos.

¿Y si rehusaban disparar sobre hombres como ellos?

Adam notó cómo le invadía la rabia. No eran como ellos. ¡No debo pensar en eso!

Desenvainó su sable y lo levantó hasta la altura del hombro.

Dios mío, ¿qué estamos haciendo?

—¡Cambie el rumbo, señor Ritchie!

Se giró en redondo cuando el rugido irregular de los cañones resonó a través de las olas cortas con crestas blancas.

Vio con incredulidad retroceder los cañones de la Reaper en una andanada desigual, por parejas o individualmente, hasta que al final disparó un cañón solitario de proa.

Se vieron algunas manchas de espuma y las columnas de agua más altas de los cañones más pesados que removían la superficie del mar y se desvanecían casi de inmediato. Una andanada completa disparada para nada.

Keen dijo:

—¡No querían darnos! —Miró a los que tenía más cerca—. ¡Porque sabían que de hacerlo les destruiríamos!

—El farol ha fracasado —dijo Adam. Vio a algunos de los sirvientes de los cañones mirándose entre ellos; dos marineros incluso alargaron sus brazos por encima de su cañón de a dieciocho para darse un apretón manos. No era una victoria, pero al menos tampoco era un cruel asesinato.

—¡Hágale una señal para que se ponga en facha! ¡Preparados los trozos de abordaje!

—¡Estén preparados para disparar! —gritó Adam—. ¡No hemos de dar nada por sentado!

Se llevó la mano al sombrero mirando en dirección a Keen.

—Me gustaría ir yo mismo, señor.

Keen miró más allá de él cuando los marineros e infantes de marina que miraban a la fragata exhalaron algo semejante a un gran suspiro.

—Ha arriado la bandera, gracias a Dios.

Ritchie, el viejo piloto, se enjugó la boca con el dorso de la mano.

—¡Pobre Reaper! ¿Cómo ha podido acabar tan mal?

Adam le miró. Era un profesional curtido y poco sentimental, pero lo había resumido todo de manera simple.

—Cuídese de St Clair y de su hija. La experiencia debe haber sido espantosa para ellos —dijo Keen.

Adam vio cómo izaban los botes del combés y los arriaban por el costado de babor. Urquhart les había enseñado bien: los cañones todavía podían disparar si fuera necesario sin verse obstaculizados por aquellos.

—Lo haré, señor. —Miró al otro barco, cuyas velas flameaban mientras se ponía proa al viento. Un minuto más y habría acabado de manera muy distinta. Se acordó de las palabras del piloto, que eran como un epitafio. Por el barco, no por aquellos que lo habían traicionado.

* * *

Los botes de la Valkyrie bogaron hacia la otra fragata. Seguía habiendo una tensión enorme. Si los captores de la Reaper decidían resistir, todavía podrían dar vela y escaparse, o al menos intentarlo.

Adam miró los otros botes. Su capitán de infantería de marina, Loftus, destacaba mucho con su capa rojo escarlata, un blanco fácil para cualquier tirador, igual que él mismo con sus charreteras. Se dio cuenta de que estaba sonriendo ligeramente. Gulliver, el sexto oficial, le lanzó una mirada rápida, encontrando quizás alivio en lo que vio.

—¡Esto pondrá las cosas en su sitio, señor! —dijo.

Hablaba como un veterano. Tenía unos veinte años.

—¡Ah de la Reaper! ¡Subimos a bordo! ¡Arrojen sus armas!

Adam tocó la pistola que llevaba bajo su casaca. Aquel era el momento. Algún exaltado, un hombre sin nada que perder, podría aprovecharlo como una última oportunidad. Uno tras otro, los botes se pusieron al costado de la Reaper, y experimentó una extraña sensación de soledad cuando la Valkyrie quedó tapada por el casco cabeceante de la fragata. No podían arriesgarse. Pero, ¿ordenaría Keen a su buque insignia abrir fuego con tantos de sus hombres a bordo?

El barco tenía un aspecto extraño, como un barco sin vida. Treparon por el costado y saltaron a cubierta con las armas a punto mientras algunos de los infantes de marina estaban ya en el castillo de proa. Incluso le habían dado ya la vuelta a un cañón giratorio para apuntarlo hacia las figuras silenciosas que estaban en la cubierta de baterías.

Sus hombres se apartaron para dejar paso a su comandante, viendo el barco con ojos diferentes ahora que se había rendido. Los cañones que habían disparado a ciegas al agua se movían sin parar, descargados y abandonados, con los atacadores y lanadas allí donde los habían dejado caer. Adam se fue hacia la gran rueda doble, que dos de sus hombres tenían ya bajo control. Los rehenes, libres y aparentemente ilesos, estaban agrupados alrededor del palo mesana, mientras que a lo largo de la cubierta de baterías los marineros parecían haberse separado en dos grupos definidos, los amotinados y los americanos que habían marinado la presa.

Había dos tenientes de navío estadounidenses esperándole.

—¿Hay algún oficial más a bordo?

El oficial más antiguo negó con la cabeza.

—El barco es suyo, comandante Bolitho.

Adam disimuló su sorpresa.

—Señor Gulliver, reúna a su trozo e inspeccione el barco. —Y añadió con severidad mientras el teniente de navío se alejaba deprisa—: ¡Si alguien se resiste, mátenlo!

Así que sabían quién era. Entonces preguntó:

—¿Qué esperaban hacer, oficial?

El hombre se encogió de hombros.

—Me llamo Robert Neill, comandante. La Reaper es una presa. Se rindieron.

—Y usted es un prisionero de guerra. También sus hombres. —Hizo una pausa—. Capitán Loftus, hágase cargo de los otros. Ya sabe qué ha de hacer. —Volviéndose hacia Neill, dijo—: Usted ofreció a marineros británicos la oportunidad de amotinarse. De hecho, usted y su comandante les incitaron a ello.

El oficial suspiró.

—No tengo nada que añadir.

Observó cómo los dos oficiales entregaban sus sables a un infante de marina.

—Serán bien tratados. —Vaciló, detestando el silencio, el olor del miedo—. Como lo fui yo.

Entonces, con un breve movimiento de cabeza dirigido a Loftus, se dio media vuelta y se fue hacia los rehenes que esperaban.

Uno de ellos, un hombre con pelo canoso y un rostro despierto y juvenil, dio un paso adelante haciendo caso omiso de la bayoneta en alto de un infante de marina.

—Me llamo David St Clair. —Le tendió la mano a la vez que añadía—: Esta es mi hija, Gilia. Su llegada ha sido un milagro, señor. ¡Un milagro!

Adam lanzó una mirada a la joven. Iba bien abrigada para viajar por allí, y su mirada era intensa y desafiante, como si aquello fuera otra terrible experiencia en lugar de un alivio.

—Dispongo de poco tiempo, señor St Clair. Debo transbordarles a mi barco, la Valkyrie, antes de que sea demasiado oscuro.

St Clair le miró a los ojos.

—¡Conozco ese nombre! —Cogió por el brazo a su hija—. ¡El barco de Valentine Keen! ¿Te acuerdas? —Pero estaba observando a los marineros e infantes de marina de la Valkyrie, como si percibiera la fricción entre ellos y sus prisioneros.

—Es su buque insignia —dijo Adam—. Yo soy el comandante del mismo.

—Claro —dijo St Clair—. Él ya ha ascendido.

—¿Cómo les capturaron, señor? —le preguntó Adam.

—Íbamos en la goleta Crystal, frente a Halifax y con destino al río San Lorenzo. Por asuntos del Almirantazgo. —Pareció darse cuenta de la impaciencia de Adam y prosiguió—: Estos otros son de la tripulación. La mujer es la esposa del piloto e iba a bordo con él.

—Me hablaron de los asuntos que le traían aquí, señor. Entonces lo consideré peligroso. —Volvió a mirar a la chica—. Al parecer estaba en lo cierto.

Un ayudante de contramaestre estaba esperando, intentando captar su atención.

—¿Qué ocurre, Laker?

El hombre pareció sorprenderse porque su nuevo comandante supiera cómo se llamaba.

—Los dos oficiales yanquis, señor…

—Envíelos al barco. A sus hombres también. ¡Y rápido!

Su mirada se dirigió al pasamano, donde uno de los cañones estaba abandonado en sus aparejos. Había una gran mancha en la tablazón, como alquitrán negro. Debía ser sangre. Quizás indicaba el lugar en que habían azotado a su comandante sin piedad.

—¡E ice nuestra bandera! —gritó. Era un pequeño gesto en medio de tanta vergüenza.

Uno de los oficiales americanos se detuvo con su escolta.

—Dígame una cosa, comandante. ¿Habría disparado con los rehenes a bordo?

Adam se dio la vuelta.

—Llévenselos.

La hija de St Clair dijo bajando la voz:

—Eso mismo me preguntaba yo, comandante. —Ahora estaba temblando, a pesar de lo abrigada que iba, habiendo perdido su reserva a causa de la impresión y la asimilación de lo que había ocurrido.

St Clair le rodeó con su brazo y dijo:

—Los cañones estaban cargados y apuntados. En el último momento, algunos de los hombres, gente de la dotación original, creo, dispararon para mostrar sus intenciones.

—El oficial americano, Neill, probablemente se estará preguntando a sí mismo qué habría hecho él en mi lugar —dijo Adam. Miró a la joven a los ojos—. En la guerra hay pocas decisiones fáciles.

—¡El bote está listo, señor!

—¿Tienen algún equipaje que llevarse?

St Clair acompañó a su hija hacia la banda, donde habían aparejado una guindola para ella.

—No. No hubo tiempo. Después de capturarnos destruyeron la Crystal Se produjo una explosión.

Adam miró alrededor de la cubierta casi desierta, a sus hombres, que estaban esperando para poner a la Reaper a la vela otra vez. Probablemente habrían preferido enviarla al fondo. Y yo también.

Se fue a la banda y se aseguró de que la chica estuviera bien sentada.

—Estará más cómoda en el buque insignia, ma’am. Volveremos a Halifax.

Parte de la dotación original de la Reaper, espoleada con urgencia por los infantes de marina de Loftus, estaba siendo llevada abajo para ser encerrada durante el resto del trayecto.

—¿Qué va a ser de ellos? —preguntó ella bajando la voz.

—Serán ahorcados —respondió de manera cortante Adam.

Ella le observó, como si escudriñara su cara en busca de algo.

—Si hubieran disparado sobre su barco estaríamos todos muertos, ¿no es así? —Puesto que Adam no decía nada, insistió—: Eso tendrá que tomarse en consideración.

Adam se volvió de pronto:

—¡Ese hombre! ¡Venga aquí!

El marinero, que todavía llevaba una camisa arrugada a rayas rojas, se acercó rápidamente y se llevó los nudillos a la frente.

—¿Señor?

—¡Yo le conozco!

—Sí, comandante Bolitho. Era gaviero de mayor en la Anemone hace dos años. Usted me dejó en tierra cuando me puse muy enfermo por la fiebre.

Le vino el recuerdo a la cabeza, y con él los nombres del pasado.

—Ramsay, ¿qué cuernos pasó? —Se había olvidado de la chica, que estaba escuchando atentamente, de su padre y de los demás, de todos excepto de aquel rostro familiar. No percibía miedo en él, pero era el rostro de un hombre ya condenado, un hombre que había conocido la proximidad de la muerte en el pasado, y que la aceptaba.

—Era muy difícil, comandante Bolitho. Él no era como usted. Esto se ha acabado, no hay remedio. —Llegó a una decisión, y se quitó pausadamente la camisa por la cabeza. Entonces dijo—: No quiero faltarle al respeto, señorita. De no ser por usted, creo que habríamos disparado. —Entonces se dio la vuelta dejando que la mortecina luz del sol le diera en la espalda.

Adam preguntó:

—¿Por qué? —Oyó un sollozo ahogado de la chica. A ella debió parecerle mucho peor.

El marinero apellidado Ramsay había sido azotado tan cruelmente que su cuerpo apenas era humano. Parte de la carne desgarrada todavía no había cicatrizado.

Se puso otra vez la camisa.

—Porque disfrutaba con ello.

—Lo siento, Ramsay. —Le tocó el brazo de forma impulsiva, consciente de que Gulliver le estaba mirando con incredulidad—. Haré lo que pueda por usted.

Cuando volvió a mirar, el hombre se había ido. No había esperanza, y seguro que él lo sabía. Y aun así, aquellas pocas palabras habían significado mucho para los dos.

—Listos, señor —dijo Gulliver nervioso.

Pero antes de que la guindola fuera sacada del barco para bajarla al bote que esperaba, Adam le dijo a la hija de St Clair:

—A veces, no hay absolutamente ninguna decisión que tomar.

—¡Arriad! ¡Despacio, muchachos!

Entonces enderezó la espalda y se volvió para mirar a los demás. Era otra vez el comandante.