XI

UN AVISO

Richard Bolitho y el contralmirante Valentine Keen estaban de pie contemplando juntos el atestado fondeadero del puerto de Halifax.

El sol era fuerte y el aire más cálido de lo que había sido en mucho tiempo, y después de los reducidos espacios de una fragata, incluso de una tan grande como la Indomitable, Bolitho era muy consciente de la tierra y de la extraña sensación de no pertenecer a aquello. La casa era el cuartel general del general que estaba al mando de las guarniciones y la defensa de Nueva Escocia, y más debajo de la baranda de madera los soldados marchaban arriba y abajo, haciendo la instrucción divididos en pelotones; con la primera línea arrodillada para apuntar hacia un enemigo imaginario mientras la segunda línea, de pie, se preparaba para pasar entre los de la primera para repetir el proceso: maniobras que el ejército había perfeccionado a lo largo de los años y que finalmente habían cambiado las tornas a Napoleón.

Pero Bolitho estaba mirando la fragata fondeada justo al otro lado. Sin la ayuda de un catalejo, podía ver los daños y los montones de madera y aparejo rotos en sus cubiertas. Todavía ondeaba en ella la bandera de las barras y estrellas, pero la enseña blanca lo hacía por encima como símbolo de la victoria. Era el U. S. S. Chesapeake, que había sido vencida por el H. M. S. Shannon. La lucha había sido breve pero decisiva y los dos comandantes habían sido heridos, el americano mortalmente.

—Una victoria de agradecer —dijo Keen—. La Shannon entró en Halifax remolcándola el día seis. No podía haber ocurrido en mejor momento tras todos nuestros contratiempos.

Bolitho había tenido ya noticias del combate. El comandante de la Shannon, Philip Bowes Vere Broke, con experiencia y éxitos a sus espaldas, estaba patrullando arriba y abajo ante Boston, donde la Chesapeake estaba fondeada. Se rumoreaba que lamentaba las pérdidas de tantos barcos ante las superiores fragatas estadounidenses. Había enviado a Boston una nota de desafío en la mejor tradición de la caballería andante, solicitando que el comandante Lawrence de la Chesapeake saliera y se midiera con él. Si Broke tenía una ventaja sobre su adversario americano era su insistente dedicación a los ejercicios de artillería. Incluso había inventado y colocado miras en todo su armamento principal. Se había llevado la victoria, pero nadie había mostrado más aflicción que Broke cuando Lawrence sucumbió a sus heridas.

Ahora, fondeada cerca de ella como una sombra culpable, estaba la fragata Reaper. Tenía un bote de ronda amarrado en su costado y en su cubierta superior se veían diminutas figuras de color rojo escarlata, allí donde los centinelas de infantería de marina hacían guardia vigilando a los amotinados encerrados.

Keen miró a Bolitho y vio la tensión de su rostro cuando levantó su cara hacia el sol.

—Me alegro de que estemos juntos otra vez.

Bolitho sonrió.

—Sólo por el momento, Val. En breve tendremos que entrar en danza otra vez. —Se tapó la luz con la mano para mirar hacia la Indomitable, en la que Tyacke estaba haciendo aguada y cargando provisiones mientras se hacían las últimas reparaciones. Aquel era el motivo, o la excusa, por el que Tyacke no le había acompañado a aquella reunión.

Oyó a Avery hablando discretamente con el ayudante de Keen, el Honorable Lawford de Courcey. Debían tener poco o nada en común, pensó, y había deducido que tampoco a Adam le gustaba mucho. Daba igual. Allí no había lugar para la autocomplacencia, ni siquiera entre amigos. Necesitaban un objetivo, una meta, como la hoja de sable que llevaba sujeta al costado.

A su retorno a Halifax se había encontrado unas cartas esperándole, las dos de Catherine: las podía notar en ese mismo momento en su bolsillo. Las leería tan pronto como pudiera, y luego otra vez más tarde, y más despacio. Pero siempre albergaba aquella primera preocupación, un temor, de que ella hubiera cambiado sus sentimientos hacia él. Estaría más sola que nunca.

Se dio la vuelta cuando oyó a de Courcey saludar a alguien y la voz de una mujer.

Keen le tocó el brazo.

—Me gustaría que conociera a la señorita Gilia St Clair. En mi informe le mencioné su presencia a bordo de la Reaper.

Bolitho había leído a fondo el informe cuidadosamente redactado por Keen sobre la rendición de la Reaper y la descarga de sus cañones en el mar vacío. Tenía la impresión de que en aquel momento Keen y Adam no habían estado de acuerdo en algo. Eso podía hacerse patente de alguna manera más adelante.

Cuando se giró, tropezó con algo y vio el perfil borroso de Avery moverse hacia él, preocupado; pero con actitud protectora, como siempre.

Se veía todo tan oscuro tras el resplandor del sol y los deslumbrantes reflejos del agua del puerto que la sala podía haber estado perfectamente con las cortinas corridas.

Keen iba diciendo:

—Deseo presentarle a sir Richard Bolitho. Está al mando de nuestra escuadra.

No era para impresionar: era auténtico orgullo. Era el Val que siempre había sido, antes de la muerte de Zenoria, antes de Zenoria. Quizás Catherine estaba en lo cierto en su convencimiento de que Keen iba a recuperarse fácilmente de su pérdida.

La mujer era más joven de lo que se esperaba; estaría cerca de los treinta, pensó. Tenía una cara agradable y ovalada, y el cabello de color castaño claro. Su mirada era franca y seria.

Bolitho le cogió la mano. Era muy firme y pudo imaginársela fácilmente con su padre a bordo de la Reaper viendo cómo la Valkyrie asomaba su potente artillería.

—Siento entrometerme, pero mi padre está aquí —dijo ella—. Esperaba poder descubrir…

—Está con el general —dijo Keen—. Estoy seguro de que es perfectamente correcto que se quede usted aquí. —Mostró su sonrisa juvenil—. ¡Yo me hago responsable de ello!

—Quería saber algo acerca de York —dijo ella—. Mi padre iba a ir allá para ayudar en la finalización de la construcción de un barco.

Bolitho escuchaba en silencio. Los planes de su padre no eran la fuente de la preocupación de la mujer.

—Espero que volverá usted a Inglaterra más bien pronto que tarde, ¿no, señorita St Clair? —dijo Keen.

Ella negó con la cabeza.

—Me gustaría quedarme aquí, con mi padre.

La puerta se abrió y un cortés teniente casi hizo una reverencia al entrar en la sala.

—El general le pide disculpas, sir Richard. El retraso ha sido involuntario. —Pareció ver a la chica por primera vez—. No estoy seguro de…

—Ella va con nosotros —dijo Bolitho.

La sala contigua era grande y estaba llena de muebles grandes y robustos; era la habitación de un soldado, con dos grandes cuadros de batallas en sus paredes. Bolitho no reconoció los uniformes representados en los mismos. Una guerra diferente, un ejército olvidado.

El general le estrechó la mano.

—Encantado, sir Richard. Conocí a su padre. En la India. Un hombre magnífico. De vivir, ¡estaría verdaderamente orgulloso de usted! —Hablaba como en ráfagas cortas, como la artillería de montaña, pensó Bolitho.

Más rostros. David St Clair: un buen apretón de manos, firme y fuerte. Y había otro soldado presente, un hombre alto, muy seguro de sí mismo y con el porte imperturbable de un profesional.

Hizo una ligera reverencia.

—Capitán Charles Pierton, del Octavo Regimiento de Infantería. —Hizo una pausa y añadió con cierto orgullo—: El Regimiento del rey.

Bolitho vio a la joven con las manos cogidas en su regazo. Esperaba con una actitud de curioso desafío que sólo consiguió hacerla parecer de repente vulnerable.

David St Clair dijo rápidamente:

—¿Te encuentras bien, querida?

Ella no le respondió.

—¿Puedo preguntarle algo capitán Pierton?

Pierton dirigió una mirada socarrona al general, que asintió con un breve movimiento de cabeza.

—Por supuesto, señorita St Clair.

—Estaba usted en York cuando atacaron los americanos. Mi padre y yo habríamos estado allí también si las circunstancias no lo hubieran impedido.

Su padre se inclinó hacia adelante en su silla.

—El buque de treinta cañones Sir Isaac Brock fue quemado en la grada de construcción antes de que los americanos pudieran tomarlo. En cualquier caso, yo habría llegado allí demasiado tarde.

Bolitho sabía que ella ni siquiera le escuchaba.

—¿Conoce al capitán Anthony Loring, de su regimiento, señor?

El soldado la miró fijamente.

—Sí, desde luego. Estaba al mando de la segunda compañía. —Se volvió hacia Bolitho y los otros oficiales de marina—. La nuestra era la única fuerza profesional en York. Teníamos a la milicia y a los Voluntarios de York, y a una compañía del Regimiento Real de Terranova. —Miró otra vez a la chica—. Y a unos cien indios Mississauga y Chippewa.

Bolitho notó cómo pronunciaba los nombres con facilidad: era un veterano experimentado, aunque aquel país grande y virgen no tenía nada que ver con Francia y España. Pero los demás ya sabrían eso. Era simplemente una explicación para la mujer, como si creyera que se la debía.

Prosiguió diciendo, con la misma forma de hablar grave y minuciosa:

—Las defensas de Fort York eran escasas. Mi superior creía que al final la Marina podría enviar más barcos a los lagos para resistir a los estadounidenses hasta que fueran construidos buques de guerra más grandes. Había unos mil setecientos soldados americanos aquel día, casi todos profesionales y bien entrenados. Teníamos que ganar tiempo, evacuar el fuerte y finalmente quemar el Sir Isaac Brock.

Ella se levantó y se fue hasta la ventana.

—Continúe, por favor.

Pierton prosiguió diciendo:

—El capitán Loring llevó a sus hombres a la orilla en que estaban desembarcando los americanos. Se puso valientemente al frente de una carga a la bayoneta y los dispersaron. Durante un tiempo. Resultó herido y murió al cabo de poco. Lo siento. Un buen número de nuestros hombres cayó aquel día.

—Creo que estaría más cómoda en otra sala, señorita St Clair —dijo Keen.

Bolitho vio cómo ella negaba con la cabeza sin preocuparse por que el movimiento había hecho que le cayera un mechón suelto sobre el hombro.

—¿Habló él de mí, capitán Pierton? —preguntó ella.

Pierton miró al general y titubeó.

—Pasábamos por momentos de graves dificultades, señorita St Clair.

—¿Alguna vez? —insistió ella.

Pierton respondió:

—Era una persona muy reservada. Y de una compañía diferente, ya me entiende.

Ella se apartó de la ventana, cruzó la sala hasta él y le puso una mano sobre el brazo.

—Ha sido muy amable al decir eso. No debería haberle preguntado. —Apretó la manga rojo escarlata del militar ignorando todo lo demás—. Me alegro mucho de que esté usted sano y salvo.

El general carraspeó ruidosamente.

—Al capitán le enviaremos a Inglaterra con el primer paquebote. Dios sabe si allí aprenderán algo de lo ocurrido.

La puerta se cerró silenciosamente. Ella se había ido.

El capitán Pierton exclamó:

—¡Maldita sea! —Miró al general—. Disculpe, señor, pero he olvidado darle algo a la señorita St Clair. Quizás sería mejor enviarlo junto con sus otros efectos a Ridge… nuestro agente del regimiento de Charing Cross.

Bolitho miró cómo sacaba un retrato miniatura de su guerrera y lo dejaba en la mesa. Charing Cross: como la mención de pasada de los indios luchando con el ejército, aquello parecía ajeno a aquel lugar. Otro mundo.

—¿Puedo? —preguntó Keen. Puso la miniatura a la luz del sol y la miró detenidamente—. Un gran parecido. Muy bueno.

Una pequeña tragedia de la guerra, pensó Bolitho. Ella le había dado o enviado la miniatura, aunque el desconocido Loring había decidido no alentar una relación más íntima. Ella debía haber albergado la esperanza de verle otra vez cuando su padre visitara York, temiendo quizás lo que pudiera encontrarse. Ahora era demasiado tarde. Su padre probablemente sabía más de lo que nunca iba a revelar.

Keen dijo:

—Bueno, señor, creo que debería serle devuelto a ella. Si fuera yo… —No acabó la frase.

¿Pensaba en Zenoria? ¿Compartía la misma sensación de pérdida que ella?

El general frunció el ceño.

—Quizás tenga razón. —Echó un vistazo al reloj—. Ahora es momento de parar, caballeros. Tengo un clarete muy aceptable y creo que deberíamos probarlo. Después…

Bolitho estaba de pie al lado de la ventana observando la presa americana, la Chesapeake, y la Reaper que estaba detrás.

—¿Y qué hay de York, capitán Pierton? —preguntó—. ¿Es seguro?

—Desafortunadamente no, sir Richard. Mi regimiento se retiró de forma ordenada a Kingston, que ahora es doblemente importante si tenemos que resistir otro ataque. Si los americanos hubieran ido primero a por Kingston…

—¿Y bien?

El general respondió por él:

—Habríamos perdido el Alto Canadá.

Habían aparecido dos criados con unas bandejas con copas. Keen murmuró:

—Me ausentaré un momento, sir Richard.

Bolitho se giró cuando Avery se acercó a la ventana.

—No esperaremos más tiempo del necesario. —Estaba preocupado por la expresión de sus ojos color avellana: tenía una mirada muy reflexiva, aunque, de alguna manera, parecía llena de paz—. ¿Qué ocurre? ¿Otro secreto, George?

Avery le miró a la cara y se decidió. Quizás había estado lidiando con ello durante todo el camino desde el barco hasta aquel lugar lleno del ruido de las botas y de órdenes vociferadas.

—He recibido una carta, señor —dijo—. Una carta.

Bolitho se volvió del todo hacia él y le cogió por la muñeca.

—¿Una carta? ¿Se refiere a…?

Avery sonrió con cierta timidez y su cara adquirió el aire de un hombre mucho más joven.

—Sí, señor. De una dama.

Afuera, en el pasillo moteado por la luz del sol, Keen estaba sentado al lado de la mujer en uno de los sofás de cuero duro.

La observó mientras ella movía la miniatura en sus manos y recordó la tranquila aceptación de su rostro cuando se la había dado unos momentos antes. ¿Era resignación? ¿O algo mucho más profundo?

—Ha sido muy amable. No sabía…

Vio cómo la boca de la mujer temblaba y dijo:

—Mientras esté yo aquí en Halifax, si hay algo que pueda hacer para ayudarla, cualquier cosa que necesite…

Ella le miró a la cara.

—Estaré con mi padre en la residencia del señor Massie. Son… viejos amigos. —Bajó la mirada—. Si es que puede llamarse así. —Miró otra vez la miniatura—. En aquel entonces yo era más joven.

Keen dijo:

—Es… —Vaciló—. Es usted muy valiente, y muy bella. —Trató de sonreír, para romper la tensión que llevaba dentro—. Por favor, no se ofenda. Es lo último que querría.

Ella le miró fijamente una vez más.

—Debe haber pensado usted que era una estúpida, una inocente en un mundo que no conozco. La clase de cosas que arrancaría algunas risas en la cámara de oficiales, estando entre hombres. —Alargó la mano de manera impetuosa, pero compartiendo la incertidumbre de Keen—. Quédeselo, si quiere. Ya no me sirve de nada. —Pero el aire indiferente no duró. Ella observó cómo cogía la miniatura y la miraba con sus pestañas claras en contraste con su tez tostada por el sol—. Y… tenga cuidado. Pensaré en usted.

Mientras se alejaba por el pasillo la iluminaba a su paso el sol que entraba por cada una de las ventanas. No miró atrás.

—Viviré de ello —dijo él, sabiendo que ya no le oía.

Caminó despacio hacia la sala del general. Por supuesto, aquello no podía estar pasando. No podía ser, otra vez no. Pero así era.

* * *

Adam Bolitho se paró con un pie puesto en el escalón alto de entrada y miró la tienda. Con el sol calentando sus hombros y el cielo de color azul intenso por encima de los tejados, era difícil acordarse de aquella misma calle oscurecida por grandes taludes de nieve.

Abrió la puerta y sonrió para sí cuando sonó una campanilla anunciando su entrada. Era un lugar pequeño pero elegante que no desentonaría en Londres o Exeter.

Como a una señal, alrededor de una docena de relojes empezaron a dar la hora, relojes grandes y pequeños, relojes ornamentados para repisas de chimenea o para salones, con figuras que se movían con fases lunares, y uno con una arboladura de buque de aparejo redondo que bajaba y subía con cada movimiento del péndulo. Todos ellos le gustaban y despertaban su curiosidad, y estaba examinándolos uno a uno en detalle cuando un hombre bajo con casaca oscura apareció por una puerta que había junto al mostrador. Sus ojos examinaron el uniforme de manera rápida y profesional, fijándose en las relucientes charreteras doradas y el sable corto y curvado.

—¿En qué puedo ayudarle, comandante?

—Necesito un reloj. Me han dicho…

El hombre sacó una bandeja larga.

—Todos y cada uno de ellos están revisados y son fiables. No son nuevos, pero sí de un excelente renombre. Viejos amigos.

Adam pensó en el barco que acababa de dejar fondeado: listo para zarpar. Era imposible no fijarse en la fragata americana capturada Chesapeake que estaba fondeada en el puerto y a la que había visto desde la canoa de la Valkyrie. Un barco realmente magnífico: incluso podía aceptar que en su día no hubiera podido desear nada mejor. Pero la emoción le fue esquiva: la pérdida de la Anemone había sido como si parte de él mismo hubiera muerto. La presa estadounidense había sido escoltada hasta Halifax por su victorioso adversario, la Shannon, el seis de junio. Mi cumpleaños. El día que Zenoria le había besado en el sendero del acantilado; cuando él había cogido las rosas silvestres para ella. Era tan joven… Y aun así, tan despierta…

Miró los relojes de la bandeja. No era vanidad: necesitaba uno ahora que el suyo había desaparecido, perdido o robado cuando había sido herido y transbordado al U. S. S. Unity. Podían haberle dejado morir perfectamente.

El tendero interpretó su silencio como falta de interés.

—Esta es una pieza muy buena, señor. Sin tapa y con escape dúplex, uno de los famosos relojes de James McCabe. Hecho en 1806, pero todavía en perfecto estado.

Adam lo cogió. ¿Quién lo habría llevado antes?, se preguntó. La mayoría de aquellos relojes probablemente había pertenecido a oficiales del ejército o de la marina. O a sus viudas…

Se descubrió pensando con creciente amargura en el interés de Keen por Gilia, la hija de David St Clair. Al principio había pensado que se trataba simplemente de lástima por la mujer; puede que Keen la hubiera comparado con Zenoria, a la que había rescatado de un buque de transporte de convictos. Desde entonces, Zenoria había llevado la marca de un azote en su espalda como constante y cruel recordatorio, «la marca de Satán», como ella la había llamado. Estaba siendo injusto con Keen, y más quizás a causa del sentimiento de culpa que nunca le abandonaba. Porque, de manera evitable o no, había sido su amante.

Preguntó de repente:

—¿Y qué tal este?

El hombre mostró una sonrisa de aprobación.

—¡Tiene usted buen ojo además de ser un valiente comandante, señor!

Adam se había acostumbrado a aquello. Allí en Halifax, a pesar de la fuerte presencia militar y la relativa proximidad del enemigo, la seguridad era un mito. Todo el mundo sabía quién era uno, de qué barco y adonde se dirigía, y probablemente muchísimo más. Se lo había mencionado a Keen con cierta preocupación, y este se había limitado a decir: «Creo que damos demasiado crédito a lo que dicen, Adam».

Entre ellos se había interpuesto una frialdad indefinible. ¿Era a causa de la amenaza de Adam de disparar sobre la Reaper, hubiera rehenes o no, o era algo que se imaginaba, nacido de aquel pertinaz sentimiento de culpa?

Cogió el reloj y se lo puso en la palma de la mano. Pesaba y tenía la caja suave debido al uso a lo largo de los años.

El hombre dijo:

—Es un reloj excepcional, comandante. Fíjese en el escape de cilindro y en la magnífica y nítida esfera. —Suspiró—. Mudge and Dutton, 1770. Con bastantes más años que usted, me atrevería a decir.

Adam miraba atentamente la tapa, que tenía un grabado bastante gastado pero todavía visible y lleno de vida bajo la luz del sol. Una sirena.

El tendero añadió:

—No es la clase de factura que solemos encontrar hoy en día.

Adam se lo acercó a la oreja acordándose de la cara de Zenoria aquel día en Plymouth, cuando él recogió el guante que se le había caído y se lo devolvió. De su mano sobre su brazo cuando caminaban juntos en el jardín del almirante de puerto. La última vez que la había visto.

—¿Conoce el origen de este reloj?

El pequeño hombre se estaba limpiando las gafas.

—Llegó a la tienda hace mucho tiempo. Pertenecía a un caballero, marino como usted, señor… Creo que necesitaba el dinero. Quizás podría rebuscar entre mis papeles.

—No. —Adam cerró la tapa con mucho cuidado—. Me lo quedo.

—Es un poco caro, pero… —Sonrió satisfecho porque el reloj fuera a parar a manos de un propietario adecuado—. Sé que es usted un comandante de mucho éxito, señor. ¡Es de justicia que lo tenga! —Esperó, pero la sonrisa de respuesta no llegó—. Debería limpiarlo antes de que se lo lleve. Puedo hacer que se lo entreguen en mano en la Valkyrie si lo prefiere. Tengo entendido de que no van a salir hasta pasado mañana, ¿no es así?

Adam miró a lo lejos. El mismo Keen se lo acababa de decir antes de bajar a tierra.

—Gracias, pero me lo llevaré ahora. —Se lo metió en el bolsillo, obsesionado una vez más con el rostro de ella. La gente de Zennor seguía insistiendo en que la iglesia donde ella se había casado con Keen había sido visitada por una sirena.

Sonó otra vez la campanilla y el tendero levantó la vista, molesto por la intrusión. Allí veía toda clase de personas: Halifax se estaba convirtiendo en el puerto naval más importante, y por supuesto el más seguro, al estar situado en la encrucijada de la guerra. Con el Ejército para defenderlo y la Marina para protegerlo y garantizar los suministros, muchos lo veían como la nueva puerta de entrada a todo un continente. Pero aquel joven comandante de cabello oscuro era muy diferente de los demás. Estaba solo, completamente solo, y se aferraba a algo que no iba a compartir con nadie.

—Lo siento mucho, señora Lovelace, pero su reloj todavía no funciona bien. Quizás en unos pocos días…

Pero ella estaba mirando a Adam.

—Bueno, comandante Bolitho, esta es una agradable sorpresa. Confío en que todo vaya bien. ¿Cómo está su joven y apuesto almirante?

Adam hizo una pequeña reverencia con la cabeza. La mujer llevaba un vestido de seda granate con un sombrero a juego para proteger sus ojos del sol. Con su manera directa de mirar y la sonrisa ligeramente socarrona, daba la impresión de estar acostumbrada a tomar el pelo a la gente. A los hombres.

—El contralmirante Keen está bien, ma’am.

Ella percibió enseguida el ligero tono seco de su respuesta.

—Se ha comprado un reloj, veo. ¿Me lo enseña?

Adam sabía que el tendero estaba observándoles con interés. Sin duda la conocía bien, y su reputación daría para un chisme interesante. Sacó su reloj para enseñárselo.

—Necesitaba uno, señora Lovelace. Me gusta. —Vio que ella examinaba la sirena grabada.

—Yo de usted me habría comprado algo más juvenil, comandante Bolitho. Pero si es esto lo que quiere y lo encuentra bonito… —Miró hacia la calle—. Debo irme. Espero invitados más tarde. —Volvió a mirarle directamente de frente, con la mirada de repente muy serena y seria—. Sabe dónde vivo, creo.

—En la ensenada de Bedford. Lo recuerdo.

Su calma y su compostura desaparecieron por unos instantes. Le asió el brazo y dijo:

—Tenga cuidado. Prométamelo. Conozco su reputación y un poco de su pasado. Es posible que su vida ya no le importe. —Cuando él iba a decir algo ella le silenció, con la misma eficacia que si le hubiera puesto un dedo en sus labios—. No diga nada. Sólo haga lo que le pido y tenga mucho cuidado. Prométamelo. —Entonces le miró a los ojos otra vez: la invitación fue muy clara—. Cuando vuelva, por favor venga a visitarme.

Adam dijo con frialdad:

—¿Y qué hay de su marido, ma’am? Creo que lo desaprobaría.

Ella se rió, pero la seguridad en sí misma que había mostrado al principio no volvió.

—Él nunca está aquí. El comercio es su vida, ¡su mundo! —Jugueteó con la cinta de su sombrero—. Pero no es ningún problema.

Adam se acordó de su anfitrión, Benjamín Massie, en aquella noche en que el bergantín Alfriston les llevó las noticias del motín y captura de la Reaper. Era la amante de Massie, entonces, y quizás la amante de algunos más.

—Espero que le vaya bien, ma’am. —Cogió su sombrero de una silla y le dijo al tendero—: Cuando use el reloj me acordaré de usted y de esta tienda.

Ella estaba esperándole en la pequeña escalera.

—Recuerde lo que le he dicho. —Observó su cara como si buscara algo en ella—. Ha perdido algo que no podrá recuperar nunca. Debe aceptar eso. —Tocó el bordado dorado de su solapa—. Hay que seguir viviendo la vida.

Se dio la vuelta y, mientras Adam se apartaba para dejar pasar a un soldado de caballería montado, desapareció.

Adam se dirigió hacia el embarcadero. Tenga mucho cuidado. Aceleró el paso al ver el agua y la gran colección de mástiles y perchas, como un bosque. Cualquier acción que emprendieran sería por decisión de Keen: lo había dejado más que claro. Pero, ¿por qué aquello le dolía tanto?

Pensó de repente en su tío y deseó poder estar con él. Siempre podían hablar; él siempre le escuchaba. Incluso le había confesado su relación con Zenoria.

Vio las escaleras y la canoa de la Valkyrie amarrada al embarcadero. El guardiamarina Rickman, un joven muy vivo de quince años, estaba hablando con dos mujeres jóvenes que hacían poco por disimular su profesión delante de la sonriente dotación del bote.

Rickman se caló bien el sombrero y la dotación de la canoa se puso en posición al ver acercarse a su comandante. Las dos chicas se alejaron, aunque no mucho.

—Volvemos al barco, si es tan amable, señor Rickman —dijo Adam—. Veo que no estaba perdiendo el tiempo, ¿eh?

En las mejillas del joven aparecieron dos manchas rojas, y Adam subió rápidamente al bote. Si tú supieras…

Miró hacia la fragata americana capturada y también a la otra, la Success, a la que las andanadas de la Indomitable había doblegado en pocos minutos, y se acordó del joven teniente de navío que había muerto por sus heridas, el hijo del capitán de navío Joseph Brice, con quien había hablado durante su cautiverio. Un oficial enfermo pero digno que le había tratado con una cortesía que le recordaba la de Nathan Beer. Se preguntó si Brice lo sabría y si se maldeciría a sí mismo por haber metido a su hijo en la Marina.

Cara a cara y acero contra acero con hombres que hablaban la misma lengua pero habían escogido libremente otro país… Quizás era mejor tener un enemigo al que poder odiar. En la guerra era necesario odiar sin preguntarse por qué.

—¡Alza remos!

Se puso en pie y se cogió al guardamancebo de escala de la fragata. Apenas era consciente de haber hecho el trayecto de vuelta a la Valkyrie.

Vio al ayudante del almirante rondando por el portalón de entrada, intentando captar su mirada. Adam alzó su sombrero hacia el alcázar y sonrió.

Por supuesto, era más fácil odiar a unos que a otros.

* * *

El contralmirante Valentine Keen, que estaba de pie mirando por los ventanales de popa, se volvió cuando Adam entró en la gran cámara seguido del ayudante.

—He venido tan pronto como he podido, señor. Estaba en tierra.

Keen dijo con amabilidad:

—No es muy importante. Debería tener más ratos de ocio. —Lanzó una mirada a su ayudante—. Gracias, Lawford. Puede proceder con las señales que antes hemos concretado.

La puerta se cerró de manera algo reluctante, pensó Adam.

—¿Más noticias, señor?

Keen parecía inquieto.

—No exactamente. Pero los planes han cambiado. La Success va a salir hacia Antigua. He hablado con el comandante del arsenal y veo que no tenemos alternativa. Halifax está abarrotado de barcos que necesitan reparaciones y la Success está en muy mal estado tras su enfrentamiento con la Indomitable, sospecho que tanto por la grave podredumbre de su madera como por la artillería del comandante Tyacke.

Adam esperó. Keen estaba intentando quitarle importancia al asunto. La Success estaba muy dañada, sí, pero navegaría bastante bien cuando se acabaran los trabajos de reparación de su aparejo. Pero Antigua, a dos mil millas de distancia, y en la estación de los huracanes… Era arriesgado.

—Se espera la llegada de otro gran convoy antes de una semana más o menos, con suministros y equipamientos para el ejército. Nada fuera de lo normal. Sir Richard tiene intención de escoltarlo en su acercamiento final con la Indomitable y dos barcos más de la escuadra. Hay posibilidades de que los americanos ataquen el convoy e intenten desperdigarlo o hundir algunos de sus buques. —Le miró con calma—. La Success debe ir acompañada por un barco fuerte. —Miró alrededor de la cámara—. Este barco es lo bastante grande como para ahuyentar a cualquier corsario imprudente que pudiera querer capturar a la Success. —Sonrió levemente—. Y lo bastante rápido para volver a Halifax en caso de que hubiera más problemas.

Adam se fue hasta la mesa y vaciló al ver la miniatura al lado del diario abierto de Keen. Le cogió completamente por sorpresa y apenas escuchó a Keen cuando decía:

—Se me ha pedido que permanezca aquí. Yo estoy al mando en Halifax. El resto de nuestros barcos pueden ser necesarios en otros lugares.

Adam no podía apartar sus ojos de la miniatura de la mujer, retratada con una leve sonrisa en su rostro para otro hombre.

Keen dijo de pronto:

—Será fácil para ti, Adam. De haber otros comandantes aptos, tendría que pensarlo más detenidamente. La Success estará más segura en English Harbour. Como mucho podría usarse como buque de ronda, y si no, sus perchas y armas se aprovecharán allí. ¿Qué dices?

Adam le miró, molesto por no poder aceptarlo y por no tener derecho a negarse a hacerlo.

—Creo que es demasiado arriesgado, señor.

Keen pareció sorprendido.

—¿Tú, Adam? ¿Tú hablas de riesgo? Para todo el mundo será simplemente la salida de dos fragatas, e incluso si los servicios de información del enemigo descubren su destino, ¿qué más da? Sin duda será demasiado tarde para reaccionar.

Adam tocó el pesado reloj de su bolsillo, acordándose de la pequeña tienda, del reposado coro de los relojes dando la hora y la naturalidad con que su propietario había mencionado la Valkyrie, y casi hasta la hora de su partida.

Dijo sin rodeos:

—Aquí no hay seguridad, señor. Estaré fuera un mes. Podría pasar cualquier cosa en ese tiempo.

Keen sonrió, quizás aliviado.

—La guerra continuará, Adam. Te confío esta misión porque quiero que lleves órdenes al capitán de navío que está al mando en Antigua. Es un hombre difícil en muchos sentidos. Hace falta que le recuerden cuáles son las necesidades de la flota en aquel lugar estratégico.

Vio que la mirada de Adam se dirigía una vez más hacia la miniatura.

—Una dama joven y atractiva. Y valiente, también. —Hizo una pausa—. Sé qué estás pensando. Mi pérdida es difícil de creer, y aún más difícil de aceptar.

Adam cerró los puños con tanta fuerza que le dolieron los huesos de las manos. No lo entiendes. ¿Cómo puedes olvidarla? ¿Traicionarla?

—Haré todos los preparativos, señor —dijo—. Para marinar la presa escogeré entre los marineros sobrantes de la base.

—¿A quién pondrás al mando de la Success?

Adam refrenó su rabia haciendo casi un esfuerzo físico.

—A John Urquhart, señor. Es un buen primer oficial… Me sorprende que no le hayan ascendido o que ni siquiera le hayan dado un barco.

La puerta se abrió dos dedos y de Courcey carraspeó educadamente.

—¿Qué ocurre? —preguntó Keen con tono brusco.

—Su lancha está lista, señor.

—Gracias. —Keen cogió la miniatura y, tras unos momentos de titubeo, la metió en un cajón y lo cerró con llave—. Volveré a bordo más tarde. —Le miró a la cara—. Pasado mañana, pues.

Adam se puso el sombrero bajo el brazo.

—Le despediré desde cubierta, señor.

Keen saludó con un movimiento de cabeza a dos guardiamarinas que estaban en la escala de la cámara y que se apartaron de su paso de un salto.

—Te agradecería que te llevaras a mi ayudante contigo cuando partas. Será una buena experiencia para él. Verá cómo hacen las cosas los profesionales. —Pareció estar a punto de decir algo más pero cambió de idea.

Mientras la lancha se abría del costado de la Valkyrie y salía de su sombra, Adam vio al primer oficial paseando por el alcázar conversando con Ritchie, el piloto.

Ambos le miraron cuando se les acercó, y Adam se acordó otra vez de que no conocía realmente a aquellos hombres, y que eso era culpa suya.

—Venga a proa conmigo, señor Urquhart. —Y añadió, dirigiéndose al piloto—: Se lo han dicho, supongo.

—Sí, señor. A las islas de Sotavento otra vez. Mala época del año para ir allí. —Pero Adam ya no le oía y caminaba con paso decidido por el pasamano de estribor con Urquhart a su lado. Abajo en el combés, los hombres que trabajaban en las cureñas de los cañones o descolchando el cordaje desechado interrumpieron sus tareas sólo por un instante para mirarles.

Adam se detuvo en el castillo y apoyó un pie en una carronada, el «smasher»[11], como la llamaban los marineros. Frente a ellos estaba la presa Success, y aunque su costado y su obra muerta todavía llevaban las marcas del hierro de la Indomitable, sus mástiles estaban en pie y los hombres trabajaban en sus vergas para amarrar las velas nuevas. Habían logrado hacer muchas cosas en muy poco tiempo; y detrás de ella estaban la magnífica Chesapeake y la Reaper borneando apaciblemente. ¿Sabían los barcos, o les importaba, quiénes les gobernaban, les traicionaban o les amaban?

—Si el viento sigue siendo favorable, no tendremos muchos problemas, señor —dijo Urquhart.

Adam se inclinó sobre la barandilla cerca de la gran ancla afirmada a la serviola para mirar el imponente mascarón de proa dorado: era una de las leales sirvientas de Odín, una doncella de rostro severo con coraza y casco con cuernos y una mano alzada, como dando la bienvenida al Valhalla a su héroe muerto. No era bella. Trató de apartarlo de sus pensamientos. No era como la Anemone. Pero a través del humo y en el estruendo del combate, sin duda impresionaría al enemigo.

—Quiero que se ponga al mando de la Success. Tendrá una dotación de presa, pero sólo los marineros suficientes para poder maniobrar el barco. Su aptitud para combatir todavía no está clara.

Observó la cara del teniente de navío, sus facciones marcadas y su expresión inteligente pero aún cautelosa delante de su comandante. No con miedo, pero sí insegura.

—Ahora escúcheme, señor Urquhart, y guárdese para usted lo que le voy a pedir. Si oigo una palabra de esto en alguna parte, usted será el responsable, ¿entendido?

Urquhart asintió con la mirada muy tranquila.

—Puede confiar en ello.

Adam le tocó el brazo.

—Confío en usted.

Pensó de repente en el retrato miniatura de Gilia St Clair. En su sonrisa, que Keen había hecho suya.

—Esto es lo que quiero que haga —prosiguió Adam.

Pero incluso mientras se lo decía, su mente seguía aferrándose a aquello. Quizás Keen tuviera razón. Después del combate, de la pérdida del barco y del suplicio de su cautiverio, era muy posible que tendiera a comportarse con un exceso de cautela.

Cuando hubo acabado de explicarle lo que necesitaba de él, Urquhart le preguntó:

—¿Puedo preguntarle una cosa, señor? ¿Nunca ha temido que le mataran?

Adam sonrió un poco y le dio la espalda al mascarón de proa.

—No. —Vio a John Whitmarsh caminando por el combés al lado de uno de los nuevos guardiamarinas, que tenía más o menos su misma edad. Los dos parecieron percibir su mirada sobre ellos y se pararon para levantar la vista y mirar a contraluz a las dos sombras del castillo. El guardiamarina se llevó la mano al sombrero; Whitmarsh alzó una mano en un gesto que no era del todo un saludo.

—Desde luego tiene usted mucha mano con los chicos, señor —comentó Urquhart.

Adam le miró, ya sin sonreír.

—Respecto a su pregunta, John, podría decirse que he… muerto… muchas veces. Eso se acerca más a la realidad.

Era, probablemente, lo más cerca que habían estado el uno del otro.