XV
SIN RUIDOS DE GUERRA
Richard Bolitho alisó la carta náutica con mucho cuidado sobre su mesa y abrió un compás de puntas de latón. Notaba cómo los demás le miraban, Avery de pie en los ventanales de popa y Yovell sentado cómodamente en una silla, con papel y tinta a su alcance, como siempre.
—Dos días, y no hemos avistado nada —dijo Bolitho. Observó la carta otra vez, imaginándose sus barcos a vista de pájaro: cinco fragatas navegando en línea por el través con la Indomitable, el buque insignia, en el centro. La formación de fragatas, la mitad de la totalidad de su fuerza, podía abarcar con la vista una gran extensión de océano. El cielo estaba despejado y sólo se veían algunas franjas de nubes poco densas sobre el agua, de un color azul más oscuro del habitual a causa del sol poco intenso.
Pensó en la fragata que patrullaba en solitario, la Chivalrous, que había enviado al bergantín Weazle a Halifax con la noticia de que los americanos estaban otra vez en movimiento. En su mente podía ver al comandante de la Chivalrous, Isaac Lloyd, un oficial de veintiocho años con experiencia. Procuraría seguir teniendo al enemigo a la vista, pero con sensatez, para no caer en la trampa de entablar combate con ellos.
Dos días… ¿y dónde estarían? ¿Cerca de Halifax o más lejos aún, dirigiéndose a St John’s, Terranova? Había analizado varias posibilidades con Tyacke y York. Al sugerir la bahía de Fundy, al norte de Nueva Escocia, York había sido categórico:
—Me parece inverosímil, señor. La bahía tiene las mareas más acusadas del mundo, y dos veces al día por si fuera poco. Si yo fuera el comandante yanqui ¡no querría verme atrapado en mitad de una!
Bolitho ya estaba avisado de las condiciones de la bahía de Fundy. En sus órdenes del Almirantazgo constaba que las mareas podían subir y bajar hasta cincuenta pies y más, con el riesgo añadido para los barcos más pequeños de los violentos macareos. No era lugar para arriesgarse a entrar con una fragata, ni siquiera con esas americanas grandes. Ni con la Indomitable.
Pensó en Herrick, que ahora estaba de camino a través del Atlántico para arrojar sus conclusiones sobre la mesa de alguien del Almirantazgo. ¿Se había alegrado de marcharse después de todo? ¿O quizá en lo más hondo de su ser el tenaz Herrick de siempre lamentaba su decisión, que para él supondría ser apartado de la única vida que conocía?
Era evidente que aquello había tenido un gran efecto sobre Tyacke. Había estado más reservado que nunca después de que Herrick fuera llevado a la fragata que tenía que devolverle a Inglaterra.
Lanzó el compás sobre la carta. Quizás todo aquello fuera una pérdida de tiempo, o peor, otra estratagema para alejarles de algo más importante.
Se acercó a los ventanales de popa y notó cómo el barco se elevaba y escoraba bajo sus pies. Aquello también podía verlo en su cabeza: la Indomitable navegando de ceñida amurada a babor con el viento soplando constante del sudeste, como había hecho la mayor parte del tiempo desde que levaran el ancla. Adam se había mostrado visiblemente inquieto por tener que quedarse en Halifax, pero la Valkyrie era su segunda fragata más potente: Keen podía necesitarla.
Adam no había dudado en recomendar a su segundo para el ascenso al difícil puesto de comandante de la Reaper. Era un reto para cualquiera, pero Adam había dicho sin rodeos: «Me habría puesto yo mismo al mando si hubiera sido libre para hacerlo». ¿Tan tensas estaban las cosas entre Val y él?
Avery dijo con discreción:
—Podríamos haberlos perdido por la noche, sir Richard.
—Si nos estaban buscando, creo que no. —Bolitho descartó la idea y volvió a lo más inmediato—. Pídale al señor York que me deje ver otra vez sus notas, ¿quiere?
La cámara escoró una vez más y el compás de puntas cayó a cubierta. Yovell intentó inclinarse para cogerlo, pero el ángulo era tan pronunciado que se dejó caer otra vez en su silla y se enjugó la cara con un pañuelo rojo brillante. Con una navegación un tanto movida, la vieja Indom lo llevaba bien. Como York había comentado con su alegre y habitual confianza, «es como un bajel bien terco, sir Richard, ¡duro cuando hay viento y duro cuando no lo hay!».
Yovell dijo de repente:
—Usted podría describirme como un civil, ¿no, sir Richard? Pese al ambiente bélico y nuestro estilo de vida, no estoy realmente obligado a regirme por las tradiciones y sutilezas de los oficiales de marina, ¿no?
Bolitho le sonrió. Nunca cambiaba. Ni siquiera en aquel condenado bote, tras el naufragio en África, cuando sus manos estaban en carne viva y sangrando por bogar con los demás. Con Catherine.
—Espero que siga usted así.
Yovell frunció el ceño y se puso a limpiar sus pequeñas gafas con montura de oro, algo que hacía a menudo cuando cavilaba sobre un problema.
—El señor Avery es su ayudante… está entre usted y el comandante y sirve a los dos. —Echó vaho sobre las gafas—. Es leal a ambos. Nunca hablaría mal del comandante porque ustedes son amigos. Parecería una traición a la confianza y a la relación que ha ido creciendo entre ellos. —Sonrió—. Entre todos nosotros, si me permite decirlo, sir Richard.
Desde la repostería no llegaba ni un solo ruido. Ozzard estaría allí, escuchando.
—Si algo le atribula, Cuéntemelo. Tenía la sensación de que se me escapaba algo. —Se volvió otra vez hacia los ventanales de popa y el mar. El comentario de Yovell le había conmovido más de lo que pensaba y le había recordado la mención de Herrick de los «Pocos Elegidos». En realidad, quedaban bien pocos. Keverne, que había estado al mando de aquel barco en su día; Charles Farquhar, antiguo guardiamarina suyo como Bethune y que había muerto a bordo de su propio barco en Corfú. Y el querido Francis Inch, entusiasta, con cara de caballo y casado con una mujer preciosa de Weymouth. Se llamaba Hannah… Lo recordó con esfuerzo. Y tantos otros. John Neale, Browne, acabado en «e»,[13] y el predecesor de Avery, Stephen Jenour. ¡Tantos! Demasiados. Y todos muertos.
Se dio la vuelta cuando Yovell dijo, bajando la voz:
—El comandante Tyacke recibió una carta en Halifax. Iba en el saco entregado por la goleta Reynard.
—¿Malas noticias?
Yovell se volvió a poner las gafas con cuidado.
—Me han dicho que la carta había viajado mucho. Como suele pasar con el correo de la flota.
Bolitho le miró fijamente. Claro. Tyacke nunca recibía cartas. Como Avery, hasta que le había enviado una su dama de Londres. Era muy típico de Avery el guardar silencio, incluso en caso de saber la causa de la mayor reserva de Tyacke. Él lo comprendería. Como había comprendido la angustia de Adam por haber sido prisionero de guerra.
—¿Ha corrido por el barco?
—Sólo lo sabe el señor Avery, señor.
Bolitho se tocó el párpado izquierdo y se acordó del vestido que Tyacke le había dejado a Catherine cuando el Larne les había encontrado finalmente. Cuando ella se lo devolvió, le había expresado el deseo de que pudiera ponérselo alguien que le mereciera.
Cerró los puños. No sería la misma mujer, ¿no? No podía ser; ¿por qué iba a ser ella después de tanto tiempo y de la cruel manera en que le había rechazado por su cara desfigurada? Pero en lo más íntimo de su ser sabía que sí lo era.
Vio a Catherine tan claramente como si hubiera mirado su guardapelo. No tenían secretos. Él sabía de sus visitas a Londres, y que de vez en cuando pedía consejo a Sillitoe sobre cómo invertir su dinero procedente de España; confiaba en ella completamente, como ella confiaba en él. Pero, ¿qué pasaría si…? Pensó en el silencio de Tyacke, en su reticencia a hablar y en el renacer del dolor que debía estar escondido. ¿Qué pasaría si…? Catherine necesitaba ser amada, de la misma manera que necesitaba devolver su amor.
—Si lo que he dicho está fuera de lugar, sir Richard…
—No, no —dijo Bolitho—. Es bueno que a veces le recuerden a uno las cosas realmente importantes y a las personas que están lejos de nosotros.
Yovell se tranquilizó y se alegró de haber hablado de aquello. Como civil.
Se abrió la otra puerta y Ozzard entró silenciosamente en la cámara con una cafetera en las manos.
—¿Es el último, Ozzard?
Ozzard miró la cafetera.
—No, sir Richard. Queda para dos semanas más, como mucho. Después…
Avery volvió a la cámara, y Bolitho vio que esperaba mientras él cogía una taza de la bandeja, calculando el momento para hacerlo mientras el barco se tambaleaba sobre las crestas de unas olas irregulares. Casi a regañadientes, Ozzard había servido también una taza para su ayudante. ¿Qué pensaría él de todo aquello? ¿Qué ocuparía su mente durante todos los meses y años que llevaba en el mar? Un hombre que había borrado su pasado, pero que, como Yovell, poseía una educación que le permitía leer obras clásicas y tenía la escritura de una persona de estudios. Parecía como si tampoco quisiera vivir el futuro.
Bolitho cogió las notas que había traído Avery y dijo:
—Un día más. Deberíamos encontrarnos con un correo de Halifax. Puede que el contralmirante Keen tenga más noticias.
Avery preguntó:
—Esos barcos americanos, señor… ¿querrán enfrentarse a nosotros?
—Intenten lo que intenten, George, necesitaré cualquier baza que podamos conseguir. Como necesitaré que todos mis oficiales den lo mejor de sí mismos si es que hemos de luchar.
Avery lanzó una mirada a Yovell y preguntó, bajando la voz:
—¿Sabe lo de la carta del comandante, señor?
—Sí. Ahora lo sé, y entiendo y respeto su sentir y su renuencia a hablar de ello, George. —Hizo una pausa—. Sin embargo, James Tyacke no es solamente el comandante de mi buque insignia, él es el barco, ¡por mucho que él pueda negarlo!
—Sí. Lo siento, sir Richard. Pensaba…
—No lo sienta. La lealtad se demuestra de muchas formas distintas.
Miraron hacia la puerta cuando el centinela gritó desde fuera:
—¡El primer oficial, señor!
El teniente de navío John Daubeny entró en la cámara; su figura delgada e inclinada en la entrada parecía la de un marinero bebido.
—Con los respetos del comandante, sir Richard. La Taciturn ha hecho una señal. Vela a la vista al noroeste.
Avery comentó, bajando la voz:
—Tendrá que barloventear duro para llegar hasta nosotros, señor.
—¿Cree que es uno de los nuestros?
Avery asintió.
—La Chivalrous. Ha de ser ella. De otra manera viraría rápido y huiría con el viento a favor.
Bolitho sonrió de forma inconsciente ante aquella opinión.
—Estoy de acuerdo. Mis saludos al comandante, señor Daubeny. Haga una señal. General. Para que sea repetida a todos nuestros barcos. Acérquense al insignia.
Pudo ver en su mente las diminutas manchas de color de las banderas desplegándose en sus vergas para repetir la señal al siguiente barco, aunque apenas estuviera a la vista. La cadena de mando, la responsabilidad general. Daubeny esperó, tomando nota mental de todo para contárselo a su madre en la próxima carta.
Bolitho levantó la mirada hacia la lumbrera. Tyacke con su barco. Un hombre solo, quizás ahora más que nunca.
—Subiré a las siete campanadas, señor Daubeny.
Pero el segundo se había marchado y la señal ya estaba siendo izada.
Se tocó el guardapelo que llevaba bajo la camisa.
Quédate cerca, querida Kate. No me dejes.
* * *
Se encontraron con la fragata de treinta cañones Chivalrous a última hora de la tarde, tras dar más vela la Indomitable y sus consortes para acelerar el encuentro. Eso aseguraría que el comandante Isaac Lloyd pudiera subir a bordo del insignia con tiempo para volver a su barco antes de que oscureciera o en caso de que el viento subiera tanto que impidiera el uso de un bote.
Lloyd sólo tenía veintiocho años, pero su cara era la de un oficial mayor y más curtido, con unos ojos oscuros de mirada serena y unos rasgos afilados que le daban el porte de un zorro vigilante. Una vez en la cámara y tras los saludos de rigor, su dedo recorrió las diversas posiciones previstas por York en la carta náutica de Bolitho.
—Seis en total. Apenas podía creer lo que veían mis ojos, sir Richard. Probablemente todas fragatas, incluyendo un par de ellas grandes. —Señaló con el dedo en la carta otra vez—. Hice una señal al Weazle para que se fuera a toda prisa a Halifax, convencido de que los yanquis tratarían de impedirlo. —Soltó una pequeña risotada: como el aullido de un zorro, pensó Bolitho—. Fue como si no existiéramos. Siguieron hacia el nordeste, con toda la tranquilidad del mundo. Decidí acosar al de cola, por lo que di los juanetes y los sobrejuanetes y les di caza. Aquello cambió las cosas. Se intercambiaron algunas señales y entonces la fragata de cola abrió fuego con sus guardatimones. Tengo que admitirlo, sir Richard, fue un disparo condenadamente bueno.
Bolitho notó la proximidad de Tyacke a su lado, escuchando, quizás pensando cómo habría reaccionado en su lugar. Yovell iba escribiendo afanosamente sin levantar la cabeza. Avery tenía en sus manos algunas de las notas de York, aunque no las leía y tenía el ceño fruncido.
—La cosa se ponía fea y quité vela —dijo Lloyd—. Pero no antes de que aquel maldito yanqui me hubiera roto una percha y dejado llena de agujeros mi vela trinquete. Pensé que quizás le hubieran ordenado descolgarse y entablar combate con la Chivalrous. Yo lo habría aceptado, creo. Pero me dije: no, no tiene intención de luchar, al menos ahora.
—¿Por qué? —inquirió Bolitho.
—Bueno, sir Richard, tenía todo el tiempo que necesitaba y podía ver que yo no tenía ningún barco que me apoyara. Sabía que él habría puesto sus botes en el agua si hubiera querido demostrar su valía. —Sonrió—. Puede que llevara más cañones que mi barco, pero con todos aquellos botes estibados en cubierta, ¡con sus astillas podríamos haber acabado con la mitad de sus hombres a la primera andanada!
Tyacke salió de su silenciosa reflexión y preguntó de pronto:
—¿Botes? ¿Cuántos?
Lloyd se encogió de hombros y miró a través de los ventanales manchados de sal, como para comprobar que su barco estuviera aun aguantando a sotavento de la Indomitable.
—El doble de lo habitual, diría yo. Mi segundo hizo constar que el siguiente barco de la línea americana iba igual de equipado.
—¿Se trasladaban a una base nueva? —planteó Avery.
Tyacke dijo de manera rotunda:
—No hay otra base, a menos que tomen una de las nuestras. —Cuando Lloyd hizo ademán de ir a decir algo, Tyacke levantó una mano—. Estaba pensando… Recordando algo, mientras ustedes hablaban. Cuando se decidió que el comercio de esclavos no era del todo aceptable, inapropiado para potencias civilizadas, sus señorías creyeron adecuado enviar fragatas para acabar con él. Con dotaciones entrenadas, barcos más rápidos y mejor armados, y aun así… —Se volvió y miró a Bolitho a los ojos—. Nunca pudieron cogerles. Los negreros utilizaban barcos más pequeños, cascos hediondos e inhumanos donde hombres y mujeres vivían y morían en medio de sus propios excrementos o eran arrojados a los tiburones si un buque del rey daba con ellos.
Bolitho se quedó callado, sintiéndolo, compartiéndolo. Tyacke estaba reviviendo su época en el Larne. Los negreros habían llegado a temerle: el demonio de media cara.
Tyacke continuó diciendo con el mismo tono impasible:
—A lo largo de toda aquella deplorable costa, allá donde los ríos Congo, Níger y Gabón desembocan en el Atlántico, los negreros se refugiaban cerca de la costa, donde ningún buque de guerra de cierta envergadura osaría aventurarse. Por eso eludieron su captura y su merecido durante tanto tiempo. —Lanzó una mirada al joven comandante, que no apartó la suya—. Creo que dio con algo que se suponía que no debía ver. —Se fue hasta la carta y puso la mano sobre la misma—. Por una vez, creo que nuestro señor York se equivoca. Cometió un error. No le dieron caza, comandante Lloyd, porque no podían. No se atrevieron. —Miró a Bolitho—. Aquellos botes, señor… Había demasiados. No eran para coger esclavos como aquella escoria cruel solía hacer, sino para desembarcar un ejército invasor.
La impresión y la veracidad de sus palabras fueron para Bolitho como un jarro de agua fría.
—Llevan soldados, como hicieron en los lagos, pero estos barcos son más grandes, ¡y por lo tanto hay algo más importante en perspectiva!
Pensó en el capitán del ejército que había sobrevivido al primer ataque sobre York, y en los informes que les habían llegado con información acerca de un segundo ataque tres meses después. ¿Habría caído ya quizás el lago Erie en manos de los americanos? Si así fuera, el ejército británico se vería aislado e incluso tendría cortada una posible retirada. El joven capitán había descrito a los americanos de York como profesionales bien entrenados.
Y añadió:
—Si esos barcos entraran en la bahía de Fundy pero viraran hacia el norte y no hacia Nueva Escocia, podrían desembarcar soldados que podrían avanzar por la fuerza hacia el interior, sabiendo que les esperaban provisiones y refuerzos una vez alcanzaran el río San Lorenzo. Eso acordonaría todas las zonas fronterizas del Alto Canadá, ¡como hurones en un saco!
Estrechó la mano de Lloyd con afecto, a modo de despedida.
—No ha luchado usted con los americanos, comandante Lloyd, pero las noticias que me ha traído aún podrían proporcionarnos una victoria. Me aseguraré de que obtenga el debido reconocimiento. Nuestro Nel[14] lo habría dicho mejor. Él siempre insistía en que las Instrucciones de Combate no eran un sustituto de la iniciativa de un comandante.
—Le acompaño, comandante Lloyd —dijo Tyacke.
Cuando la puerta se cerró, Avery preguntó:
—¿Es eso posible, señor?
Bolitho medio sonrió.
—¿Me pregunta en realidad si es probable? Creo que es demasiado importante como para ignorarlo o para esperar un milagro. —Oyó el trino de los pitos que despedían al comandante con cara de zorro mientras bajaba a su canoa.
Tyacke volvió y esperó en silencio mientras Bolitho daba instrucciones a su secretario para que enviara un despacho breve a Halifax.
—Cambiaremos el rumbo antes de que oscurezca, James, y nos dirigiremos derechos al norte. Haga las señales necesarias. —Vio la preocupación que embargaba aquellos ojos claros que le miraban desde los restos quemados de su cara—. Conozco los riesgos, James. Todos los conocemos. Estaba ahí para que todos lo viéramos, pero solo usted lo vio. Su mando solitario no fue un desperdicio de tiempo. Ni lo será. —Se preguntó si Tyacke habría estado dándoles vueltas otra vez a sus problemas. Pensando sobre la carta y la mujer de la que quizás no se acordara demasiado, o no deseaba hacerlo. Puede que un día lo compartiera; Bolitho supo en el acto que no lo haría.
—¿Cree que el tal Aherne está con ellos? —preguntó Tyacke.
—No estoy seguro, pero creo posible que haya podido perder el favor de sus superiores, como John Paul Jones. —Como mi propio hermano.
Tyacke estaba a punto de marcharse, pero se volvió cuando Bolitho dijo con súbita amargura:
—Ninguno de los dos bandos puede ganar esta guerra, de la misma manera que ninguno de los dos puede permitirse perderla. Así que hagamos nuestro papel lo mejor que podamos… Y después, con la ayuda de Dios, ¡nos iremos a casa!
* * *
Agrupados alrededor de la mesa de cartas de York, sus sombras se movían en una danza lenta bajo la luz de las lámparas que oscilaban encima de sus cabezas.
Más como conspiradores que como hombres del rey, pensó Bolitho mientras el barco daba un fuerte balance al bajar el seno de una gran ola. Fuera estaba totalmente oscuro; había oscurecido pronto, como sabía que pasaría. La tierra más cercana, Cape Sable, de Nueva Escocia, estaba a setenta millas al nordeste, pero tras las grandes profundidades a que se habían acostumbrado, percibían su presencia. La sentían.
Bolitho observó sus caras bajo la luz oscilante. Tyacke, con sus quemaduras ocultas en la penumbra, tenía una expresión muy tranquila. Podía verle como la mujer le había visto en su día: la parte no quemada de su cara tenía unas facciones marcadas que le hacían apuesto. A su lado, el piloto medía sus marcaciones con un compás de puntas y expresión de duda.
Avery estaba apretujado también en aquel pequeño espacio, con el segundo, Daubeny, que movía la cabeza bajo los grandes baos en su intento de ver algo por encima de sus hombros.
—A plena luz del día ya está bastante mal —dijo Cork—. La entrada a la bahía, teniendo en cuenta los bajos y las barras de arena, tiene unas veinticinco millas, puede que algo menos. No podremos mantener nuestra formación, y si están preparados y esperándonos… —No acabó la frase.
Tyacke todavía forcejeaba con su idea original.
—No pueden entrar y atacar nada en la oscuridad, Isaac. Tendrán que sondar la mayor parte de la bahía. Los botes podrían separarse o incluso hundirse en el peor de los casos.
York insistió:
—Por toda esa costa navegan barcos pequeños, pescadores en su mayoría. Gran parte de la gente que se hizo su casa en New Brunswick tras la rebelión americana era leal a la corona británica. No aprecian a los yanquis, pero… —Miró a Bolitho—. Contra soldados entrenados, ¿qué podrían hacer?
—Y si ya han desembarcado —apuntó Bolitho—, aquellos buques podrían estar esperando que aparezcamos como patos ante la mira de un cazador. Pero eso lleva tiempo… siempre se tarda. Arriar los botes, meter hombres y armas en ellos, muy probablemente a oscuras y con parte de los soldados medio mareados por la travesía… Si fueran infantes de marina sería diferente. —Se frotó la barbilla, consciente de su tacto áspero: si había tiempo, le iría bien uno de los afeitados de Allday. Y añadió—: Nuestros comandantes saben cómo actuar. Nos hemos ejercitado trabajando juntos, ¡aunque no teniendo en mente la inhóspita bahía del señor York! —Vio cómo sonreían, como sabía que harían. Era como si le llevaran o siguiera a alguien, como si oyera hablar a otro que, de alguna manera, había hallado la fe y la confianza que inspiraba a los demás—. Y tenemos que admitir que el plan, si es que es eso lo que tienen pensado, es brillante. Los soldados experimentados podrían marchar y abrirse paso hacia el norte para encontrarse con los otros regimientos en el río San Lorenzo. ¿Cuánto es eso? ¿Casi quinientos kilómetros? Me acuerdo de cuando era niño que el Regimiento Cuarenta y Seis de Infantería marchó desde Devon a Escocia. Y sin duda volvió.
York preguntó intranquilo:
—¿Había tantos problemas allá arriba entonces, señor?
Bolitho sonrió.
—No, era el cumpleaños del rey. ¡Fue un deseo suyo!
York sonrió también.
—¡Ah, bueno, eso es distinto, señor!
Bolitho cogió el compás de puntas de la carta náutica.
—El enemigo conoce los riesgos tan bien como nosotros. Seguiremos navegando en conserva mientras podamos. Cada uno de los comandantes pondrá a sus mejores vigías en la arboladura, aunque no hay que esperar milagros. Al amanecer estaremos en posición, aquí. —Las puntas del compás bajaron como un arpón—. Puede que nos desperdiguemos por la noche, pero hemos de correr ese riesgo.
Tyacke le observó en silencio. Usted lo correrá, decía su expresión. Bolitho añadió:
—Si yo fuera el comandante enemigo enviaría mis partidas de desembarco y quizás a uno de mis barcos más pequeños tan cerca de tierra como fuera posible para proporcionar fuego de apoyo si hiciera falta. Eso igualaría las cosas. —Dejó con mucho cuidado el compás de puntas sobre la carta—. Un poco.
Tyacke dijo:
—Si nos equivocamos, señor…
—Si me equivoco, entonces volveremos a Halifax. Al menos allí estarán preparados para un ataque repentino. —Pensó en Keen, cuando le había hablado de la hija de St Clair: si el enemigo les burlase y desembarcara al norte podía convertirse en vicealmirante antes de lo que se imaginaba.
Vio a Avery inclinado sobre la mesa garabateando unas notas en su pequeño libro, y sus miradas se encontraron unos instantes. ¿Sabía él que su almirante apenas era capaz de ver las marcaciones de la carta náutica sin taparse el ojo malo? Sintió que su súbita desesperación se desvanecía como una bruma matinal se levanta del agua. Por supuesto que lo sabían, pero aquello se había convertido en un vínculo, un lazo fuerte que ellos compartían voluntariamente con él. Le pareció oír otra vez las palabras de Herrick al hablar de los «Pocos Elegidos». Dios mío, no permitas que les falle ahora.
Entonces dijo con calma:
—Gracias, caballeros. Sean tan amables de proceder con sus obligaciones. ¿Comandante Tyacke?
Tyacke estaba tocando las marcas de su cara, quizás sin ser consciente de ello.
—Me gustaría haber dado de comer a la gente antes de la guardia de alba, señor. Después, si está usted de acuerdo, haremos zafarrancho de combate. —Puede que estuviera sonriendo, pero su cara estaba de nuevo en la penumbra—. Sin tambores, sin ruidos de guerra.
Bolitho preguntó con aire desenfadado:
—¿Ni siquiera «Portsmouth Lass»? —Volvió a embargarle la sensación de antes. Como conspiradores. O asesinos.
Tyacke se volvió de golpe.
—¡Señor Daubeny, no estire más las orejas! Quiero a todos los oficiales y oficiales de cargo superiores en la cámara de oficiales tan pronto como sea posible. —Y añadió como idea de último momento—: Mejor que en esta ocasión vengan también nuestros jóvenes caballeros. Es posible que aprendan algo.
York se marchó tras Daubeny, probablemente para hablar con sus ayudantes. Eso les mantendría ocupados, y la falta de sueño no era nueva para los marinos.
Avery también se había ido, comprendiendo mejor que la mayoría que Tyacke deseaba estar a solas con Bolitho. No como oficial, sino como amigo. Bolitho casi había adivinado lo que su capitán de bandera iba a decirle, pero cuando lo hizo no dejó de causarle cierta impresión.
—Si damos con el enemigo, y ahora que he sopesado las posibilidades de hacerlo creo que lo haremos, le querría pedir un favor.
—¿Qué es, James?
—Si yo cayera… —Negó con la cabeza—. Por favor, escúcheme. He escrito dos cartas. Me quedaría tranquilo y sólo pensaría en hacer combatir a este barco si supiera que… —Se quedó callado un momento—. Una es para su dama, señor, y la otra para alguien que conocía… que creía que conocía… de eso hará unos quince años, cuando era un jovencito como el sabelotodo de Blythe.
Bolitho le tocó el brazo con mucho afecto. Era el momento más íntimo que había compartido con él.
—Mañana los dos tendremos cuidado, James. Yo dependo de usted.
Tyacke miró fijamente la gastada carta náutica.
—Mañana…
Más tarde, cuando se dirigía a sus aposentos, Bolitho oyó el murmullo de voces proveniente de la cámara de oficiales, pocas veces tan llena ni siquiera estando en puerto. Dos de los hombres que atendían la cámara de oficiales estaban algo agachados y tan cerca de la puerta como osaban, para escuchar. Se oyeron también risas, como debía haber pasado antes de los grandes sucesos de la historia: en la bahía de Quiberon, las Saintes o el Nilo.
Allday estaba con Ozzard en la repostería, como sabía que estaría. Siguió a Bolitho y entró en la cámara pobremente iluminada; el mar era como un cristal negro más allá de los ventanales de popa. Aparte de los sonidos propios del barco, reinaba ya el silencio. Tyacke estaría hablando con sus oficiales, y después se pasaría por los ranchos para compartir unos momentos con los hombres que dependían de él. No para decirles por qué iban a hacer aquello, sino para decirles cómo debía hacerse. Pero el barco ya lo sabía. Como la Sparrow y la Phalarope, y sobre todo el Hyperion.
—¿Vendrá a popa el señor Avery, sir Richard? —preguntó Allday.
Bolitho le hizo señas para que se sentara en una silla.
—Esté tranquilo, amigo mío. Encontrará algún momento para redactarle una carta.
Allday sonrió, desvaneciéndose su preocupación y su dolor.
—Eso me gustaría, sir Richard. Nunca he sido muy amigo de los libros y esas cosas.
Bolitho oyó los pasos discretos de Ozzard.
—Por suerte para nosotros, supongo. Bebamos, pues, por nuestros seres queridos mientras podamos. —Miró hacia la oscuridad de los ventanales de popa. Probablemente Avery había ya escrito una carta a la mujer desconocida de Londres. Quizás era sólo un sueño una esperanza perdida. Pero era un ancla, una que todos ellos necesitaban.
Se fue hasta el barómetro y le dio unos golpecitos con dos dedos sin pensarlo, acordándose de la aceptación de Tyacke de lo que debía hacerse y de su confianza en su barco. Y de sus palabras. «Si yo cayera…». Aquellas palabras valían para todos ellos.
Avery entró en la cámara a la vez que el centinela anunciaba su llegada.
—¿Ha ido bien, George? —le preguntó Bolitho.
Avery miró a Ozzard y su bandeja de copas.
—Se ha dicho una cosa que le había oído decir a mi padre hace mucho tiempo. Que los dioses nunca se preocupan por la protección de los inocentes, sólo por el castigo de los culpables. —Cogió una copa del adusto Ozzard—. Nunca pensé que la volvería a oír bajo estas circunstancias.
Bolitho esperó a que Allday se pusiera en pie para unírseles. Mañana…
Estaría pensando en Herrick, quizás. En todos ellos.
Alzó su copa.
—¡Nosotros, unos «Pocos Elegidos»!
A ellos les gustaría.