IX
UN CAPITÁN DE BANDERA
Bolitho esperó a que la proa se levantara sobre otra ola rompiente y entonces se llevó el catalejo al ojo. El mar resplandecía con un millón de espejos y el horizonte se veía claro y definido, como algo sólido.
Movió el catalejo muy despacio hasta encontrar a los barcos enzarzados en el combate, con formas cambiantes a causa de la cortina de humo que se arremolinaba a su alrededor.
—La Attacker está en su puesto, señor —dijo Avery. Parecía no querer perturbar la concentración de Bolitho.
En su puesto. Parecían haber pasado sólo unos minutos desde que contestaran la señal; quizás todo se hubiera detenido en el tiempo, siendo la única realidad los tres barcos lejanos.
La Virtue estaba todavía batiéndose con ardor, combatiendo al enemigo por sus dos costados con andanadas regulares y bien acompasadas a pesar de las velas rifadas y desgarradas y de los huecos abiertos en su aparejo y sus perchas, que revelaban el verdadero alcance de sus daños.
Eran dos fragatas grandes. Podía ver la bandera de las barras y estrellas retorciéndose desde el pico de la cangreja de una de ellas, la que iba a la cabeza antes de entablar combate, con las lenguas anaranjadas que brotaban de su costado una y otra vez.
El barco enemigo que estaba más cerca de la Indomitable estaba cesando en su acción, mientras el humo de sus cañones envolvía a su adversario como queriendo anegarlo y sus velas flameaban en desorden pero sin confusión cuando empezó a cambiar su rumbo. Estaba virando completamente. Bolitho examinó sus sentimientos: no había satisfacción, ni tampoco preocupación. Viraba para luchar, no para huir, para coger cuanto barlovento pudiera y usarlo.
De haber intentado apartarse y alejarse, la Indomitable la habría alcanzado y la habría cañoneado al menos dos veces antes de que el otro comandante se viera ante una derrota inevitable.
Hacía lo que Adam habría hecho. Sonrió leve y sombríamente. Lo que haría yo.
Llamó a uno de los guardiamarinas:
—¡Venga aquí, señor Blisset! —Esperó a que el joven se acercara y entonces apoyó su catalejo en su hombro. Vio que el guardiamarina sonreía y guiñaba un ojo a uno de sus amigos. ¿Me veis? ¡Estoy ayudando al almirante!
Bolitho se olvidó de él y de todos los que estaban a su alrededor cuando vio desplegarse un minúsculo grupo de banderas de colores en la otra fragata. Estaba todavía luchando con la desafiante Virtue, y los agujeros de sus velas mostraban que no todo iba a su favor.
Se frotó el ojo izquierdo con la manga, molesto por la interrupción. La señal estaba siendo contestada, por lo que la fragata que seguía combatiendo era la superior de las dos. Casi con toda seguridad sería el mismo comandante que había engañado a la Reaper para que se rindiera y se amotinara, el que pretendía ir tras el convoy como probablemente había hecho con otros. ¿Habían sido sus cañones también los que habían relegado al olvido al transporte Royal Herald? El rostro entre la multitud.
Alguien gritó:
—¡El mesana de la Virtue se viene abajo!
La réplica enojada de Isaac York no se hizo esperar:
—¡Ya lo vemos, señor Essex!
Bolitho apuntó más lejos con el catalejo. Notaba cómo temblaba el hombro del joven: excitación, miedo, podían ser las dos cosas.
La fragata estaba casi de proa, y escoró cuando bracearon sus vergas para ponerla en el bordo contrario. ¡Estaban ya tan cerca, sólo a unas cinco millas! Pronto estaría en un rumbo convergente. Tyacke debía haberlo previsto, debía haberse puesto en el lugar del otro comandante cuando había ordenado a York que arribara dos cuartas. De cualquier manera, tendrían el barlovento. Sería un encuentro rápido y posiblemente decisivo.
La fragata enemiga estaba intentando ceñir aún más, pero sus lonas Harneantes sólo se volvieron a llenar al volver al rumbo que llevaba.
Bolitho oyó decir a Tyacke casi para sí mismo:
—¡Te tengo!
—¡Infantes de marina, preparados! —Aquel era el capitán Merrick. Era un buen oficial pero siempre había estado bajo el dominio de du Cann, que había sido hecho pedazos por un cañón giratorio cuando pasaba al frente de sus hombres a la cubierta del buque americano. ¿Estaría oyendo Merrick incluso ahora, mientras ordenaba a sus hombres que se colocaran en sus puestos?
Volvió a mover el catalejo y notó sus labios resecos mientras veía la silueta desdibujada de la Virtue que se movía en la dirección del viento, obviamente sin gobierno y con las velas que le quedaban dando latigazos al viento como estandartes hechos jirones.
Tyacke gritó de nuevo:
—¡Batería de estribor, señor Daubeny! ¡Abran las portas!
Sonó un pito estridente y Bolitho se imaginó las portas levantándose a lo largo de su costado salpicado de agua, como los párpados de unos ojos de mirada torva.
—¡Asomen!
Bolitho bajó el catalejo y murmuró una palabra de agradecimiento al guardiamarina. Vio que Avery le miraba y dijo:
—Por el momento el comandante de rango superior sigue luchando.
Tyacke se le acercó y exclamó:
—¡Mira qué dejar que otro haga su trabajo por él, el muy cabrón!
Se vio salir una bocanada de humo de la fragata que se acercaba, y unos segundos más tarde una bala cayó en el agua más allá del botalón de foque de la Indomitable. Bolitho dijo:
—Puede quitar vela, comandante Tyacke. —Fue como si hablara con un desconocido.
Tyacke gritaba a sus oficiales mientras en las alturas, lejos de la cubierta escorada, los gavieros estaban ya pegando patadas y golpeando con los puños las lonas para someterlas a su control, aullándose unos a otros como habían hecho tantas veces durante sus innumerables ejercicios y competiciones mástil contra mástil. Bolitho enderezó su espalda. Siempre era lo mismo: la gran vela mayor cargada para reducir el riesgo del fuego pero dejando a las dotaciones de los cañones agachadas, y haciendo que los marineros de torso desnudo que estaban en las brazas y drizas se sintieran expuestos y vulnerables.
Miró fijamente a la Virtue, que iba a la deriva. Si sobrevivía a aquel día, les llevaría meses repararla y carenarla. Gran parte de su dotación no lo vería, ni tampoco vería un nuevo día.
Pero su bandera todavía ondeaba, izada con patético denuedo a una verga intacta, y a través del humo pudo ver a algunos de sus marineros subiendo a sus castigados pasamanos para vitorear y gesticular al ver aparecer a la Indomitable.
Avery apartó la vista del otro barco y miró hacia Bolitho cuando este dijo:
—¿Lo ve? ¡Todavía pueden vitorear! —Se apretó el ojo malo con la mano, pero Avery había visto la emoción y el dolor.
Tyacke se apoyó en la barandilla del alcázar como si quisiera controlar el barco él solo.
—¡En el balance alto, señor Daubeny! —Desenvainó su sable, lo levantó y esperó a que el segundo se hubiera vuelto hacia él.
—¡Cuando esté listo, señor York!
York alzó una mano para confirmar que lo había oído.
—¡Orza todo! ¡Aguanta ahí!
Respondiendo al viento de aleta, la Indomitable viró ligeramente y sin esfuerzo, pasando su botalón de foque por encima de los otros barcos como la lanza de un gigante.
—¡En viento, señor! ¡Norte cuarta al nordeste!
—¡Fuego!
De manera controlada y cañón tras cañón, la andanada atronó desde la amura a la aleta, con un sonido tan fuerte en comparación con la lejana refriega que algunos de los marineros casi perdieron su agarre a las brazas mientras cazaban con todas sus fuerzas para bracear las vergas y captar el viento. La fragata que venía había esperado para acercarse más o para ver qué hacía Tyacke. Pero era ya demasiado tarde.
Bolitho observó cómo la andanada con doble carga de la Indomitable impactaba en el otro barco y creyó verle tambalearse como si hubiera encallado. Vio grandes agujeros en sus velas y cómo el viento los exploraba y rifaba las lonas. Por el costado colgaban obenques y aparejos cortados y más de una porta estaba vacía, ciega, con su cañón suelto provocando más caos a bordo.
—¡Cieguen el cañón! ¡Refresquen! ¡Carguen! ¡Asomen!
Mientras el enemigo disparaba, los sirvientes de los cañones hacían su trabajo con un frenesí apenas controlado.
Los cabos de cañón atisbaron hacia popa, hacia donde estaba Tyacke mirando a la otra fragata. Puede que fuera capaz de abstraerse de todo excepto del momento y de su deber; realmente no pareció darse cuenta de que una astilla recortada a pocos metros de él destrozaba uno de los cois de la batayola.
Bolitho notó cómo el barco daba una sacudida cuando algunas de las balas del enemigo dieron en el blanco. La distancia se reducía rápidamente; incluso pudo ver a unos hombres que corrían a reorientar las vergas y a un oficial con el sable antes en alto de que el brazo de Tyacke bajara y los cañones retrocedieran sobre sus bragueros una vez más. A través de los negros obenques y estays, pareció como si la fragata americana fuera a abalanzarse sobre el costado de la Indomitable, pero era un espejismo del combate, y el mar revuelto que quedaba entre los dos barcos estaba tan brillante como antes.
Bolitho cogió un catalejo y se fue a la banda opuesta, esperando ver a la otra fragata americana acercándose para sumarse a la lucha y teniendo sólo en su camino a la Attacker, más pequeña. Se quedó mirándola incrédulo al darse cuenta de que había ya virado y estaba dando más vela.
—¡Esta vez no es un farol, señor! —dijo Avery con voz ronca.
Hubo una ovación desaforada cuando el palo trinquete de la fragata que luchaba contra ellos empezó a caer. Aunque la última andanada le había ensordecido, creyó poder oír el ruido tremendo de la madera astillándose y de la jarcia que se partía. Caía muy despacio. Incluso creyó poder ver el titubeo final antes de que los obenques y estays se rompieran bajo el peso y el mástil entero, con todas sus vergas, la cofa y velas, se desplomara con un estruendo atronador por el costado, frenando al barco y haciendo que virara como si llevara un ancla de capa gigante.
Vio cómo la distancia seguía reduciéndose con rapidez y la fragata americana se movía sin control, mientras algunos de sus hombres corrían a cortar el aparejo del mástil con sus hachas como estrellas rutilantes bajo el humo iluminado por la luz del sol.
—¡Todos cargados, señor! —gritó Daubeny.
Tyacke no pareció oírle. Miraba al otro barco que, sin gobierno, estaba siendo arrastrado por el viento y la corriente.
El oficial estadounidense todavía agitaba su sable en el aire y la enorme bandera de las barras y estrellas ondeaba tan orgullosamente como antes.
—¡Ríndete, maldita sea! —Pero la voz de Tyacke no mostraba ira ni odio; era más bien una súplica, de un comandante a otro.
Dos de los cañones enemigos retrocedieron en sus portas y Bolitho vio salir volando más cois de la batayola y a unos hombres tambaleándose junto a sus cañones; a uno de ellos lo había partido en dos una bala, y sus piernas se arrodillaron de forma independiente y grotesca.
Tyacke miró fijamente a Bolitho. No se dijeron nada. El súbito silencio fue casi más doloroso que las explosiones.
Bolitho miró otra vez al barco enemigo, y vio que algunos de sus marineros que unos momentos antes corrían a cortar los restos que arrastraban se habían quedado inmóviles, como si fueran incapaces de moverse. Pero se veían los destellos de los disparos de mosquete que salían desde diferentes partes del barco, y supo que sus tiradores invisibles iban a acabar consiguiendo lo que querían.
Asintió.
—¡Al enfilar el blanco!
Bajó el sable y con un tremendo rugido la batería de estribor disparó hacia la humareda flotante.
—¡Recarguen! —aulló Daubeny.
Agachados como ancianos, los sirvientes de los cañones refrescaron las ánimas calientes y atacaron las nuevas cargas y las relucientes balas negras cogidas de las chilleras. En una de las portas, los hombres cazaron del palanquín para hacer retroceder el cañón, haciendo caso omiso del cuerpo partido en dos y de la sangre que empapaba sus pantalones como si fuera pintura. Era una lucha que podían comprender; incluso el dolor y el miedo que les mantenía bien unidos era parte de aquello, algo esperado. Pero un barco a la deriva, sin gobierno y con la mayoría de sus cañones sin dotación o inactivos, era algo diferente.
Una voz solitaria gritó:
—¡Ríndete, maldito cabrón! ¡Ríndete, por el amor de Dios! —Por encima del ruido del viento en el aparejo sonó como un alarido.
—Si eso es lo que quieren… —dijo Tyacke casi para sí. Bajó su sable otra vez y los cañones dispararon, dando la sensación de que las vividas lenguas de las llamaradas alcanzaban y tocaban el objetivo.
El humo se fue flotando con el viento y los hombres se separaron de sus piezas con los ojos irritados y las caras mugrientas por el humo, mientras las gotas de sudor dibujaban líneas más claras al caer por sus cuerpos.
Bolitho observaba con frialdad. Aquel barco no podía ganar, pero no se iba a rendir. Donde se encontraba la brigada que iba a cortar el aparejo del mástil caído sólo había madera astillada y unos cadáveres tirados con brutal indiferencia. Hombres y pedazos de hombres, y por sus imbornales se veían caer unos filos hilos de color rojo escarlata, como si el mismo barco estuviera desangrándose hasta morir. Daubeny se había quitado el sombrero, probablemente sin ser consciente de ello. Pero miró a popa otra vez y gritó con expresión impávida:
—¡Todos cargados, señor!
Tyacke se volvió hacia las tres figuras que estaban junto a la batayola de barlovento: Bolitho, Avery cerca de él y Allday algo apartado, con su machete desnudo apoyado en la cubierta.
Una andanada más lo destrozaría del todo y causaría tanto daño bajo cubierta que incluso podría incendiarse, lo que sería mortal para cualquier barco que se le acercara. El fuego era lo que más temía el marino, tanto en la guerra como en la paz.
Bolitho percibió la locura, el dolor. Estaban esperando. Justicia, venganza, la rotundidad de la derrota.
Suya era la responsabilidad final. Cuando buscó al otro buque americano apenas lo entrevió más allá de la gran humareda. Pero estaba esperando, mirando para ver que hacía él. Poniéndome a prueba otra vez.
—¡Muy bien, comandante Tyacke! —Sabía que algunos de los marineros e infantes de marina le estaban mirando atentamente, con incredulidad, quizás incluso con asco. Pero los cabos de cañón estaban ya respondiendo, siguiendo la disciplina que entendían. Pusieron tensos sus tirafrictores a la vez que miraban por encima del tubo de sus piezas hacia el blanco desvalido que llenaba cada una de las portas.
Tyacke levantó su sable. ¿Estaría recordando aquel instante en el Nilo en que su barco se había convertido en un infierno dejándole sus marcas como un recordatorio permanente? ¿O veía sólo a otro enemigo, un episodio de una guerra que a tantos sobrevivía, amigos y enemigos por igual?
Se produjo un repentino griterío, y Bolitho se cubrió los ojos para mirar a la figura solitaria que había en el alcázar destrozado y lleno de sangre del enemigo. Esta vez no llevaba sable, y al costado le colgaba un brazo roto, o puede que incluso sólo una manga vacía.
De manera deliberada y sin siquiera volverse hacia la Indomitable, tiró de las drizas y casi cayó cuando el gran pabellón de las barras y estrellas bajó describiendo una espiral entre el humo.
Avery dijo con voz tensa:
—No tenía elección.
Bolitho le lanzó una mirada. ¿Era otro recuerdo, como Tyacke? ¿De su goleta que se rendía al enemigo mientras él yacía herido e impotente sobre cubierta?
—Tenía todas las elecciones posibles —dijo Bolitho—. Han muerto hombres para nada. Recuerde lo que le dije. Ellos sí que no tienen ninguna elección.
Miró en dirección a Allday.
—¿Todo bien, amigo mío?
Allday levantó su machete y lo movió ligeramente.
—Se hace más duro, sir Richard. —Entonces sonrió, y Bolitho pensó que incluso el sol brillaba débil en comparación—. ¡Sí, todo bien!
Tyacke estaba mirando al otro barco, donde la breve ferocidad de la acción ya quedaba desplazada por las necesidades inmediatas del mando.
—¡Trozos de abordaje, señor Daubeny! ¡Los infantes de marina pasarán cuando el barco esté amarrado! Pase la voz al cirujano y hágame saber la cuenta… ¡Veremos cuál es el coste de la demostración de coraje de esta mañana!
La Indomitable ya estaba en movimiento de nuevo, con el carpintero y su brigada trabajando bajo con sus herramientas y repuestos para reparar los daños, empezando por la parte más baja del casco.
Entonces Tyacke envainó su sable y vio que el guardiamarina más joven le miraba detenidamente, todavía con los ojos empañados por la impresión. Tyacke le miró fijamente a su vez, dándose tiempo para reflexionar sobre lo que había estado a punto de ocurrir.
Apenas conocía al guardiamarina, que había sido enviado desde Inglaterra como sustituto del joven Deane. Sus ojos se movieron con renuencia hacia uno de los cañones del alcázar. Había caído justo allí, como otros acababan de hacer.
—Bueno, señor Campbell, ¿qué ha aprendido de todo esto?
El chico, que sólo tenía doce años, titubeó bajo la mirada de Tyacke; aún no estaba acostumbrado a las marcas de su cara ni al hombre que las llevaba.
Con un hilo de voz, respondió:
—Hemos vencido, señor.
Tyacke pasó por su lado y le tocó el hombro, algo que no solía hacer con nadie. Aquel contacto le sorprendió más a él mismo que al propio guardiamarina.
—Ellos han perdido, señor Campbell. ¡No siempre es lo mismo!
Bolitho le estaba esperando.
—No es que quede mucho de la presa, James. ¡Pero en otra parte sentirán su pérdida!
Tyacke sonrió. Bolitho tampoco quería hablar de ello.
—No es momento de dar caza al otro, sir Richard. Tenemos que ocuparnos de los nuestros.
Bolitho se quedó mirando el agua azul oscuro y la otra fragata americana, que estaba ya a varias millas.
—Puedo esperar. —Se puso tenso. Alguien estaba chillando de dolor mientras otros intentaban moverle—. Lo han hecho bien.
Vio la pequeña figura de Ozzard abriéndose paso entre los aparejos y atacadores abandonados junto a los cañones. Formaba parte de aquello, y aun así era capaz de distanciarse de las escenas y sonidos de su alrededor. Llevaba una botella envuelta en un trapo sorprendentemente limpio.
Tyacke estaba aún a su lado, aunque consciente de los que reclamaban su atención a su alrededor.
—Tienen suerte, sir Richard.
Bolitho observó cómo Ozzard preparaba una copa limpia, ajeno a todo excepto a lo que tenía entre manos.
—Puede que algunos no estén de acuerdo, James.
Tyacke dijo de repente:
—Tienen confianza, señor. —Eran dos palabras, pero parecieron quedarse flotando en el aire mientras Tyacke se alejaba para realizar el último acto con el enemigo vencido.
Bolitho se llevó la copa a los labios mientras la sombra de un mastelero enemigo pasaba sobre la cubierta delante de él. Vio que algunos de los marineros ensangrentados se detenían a mirarle; algunos sonrieron cuando él los miró, y otros simplemente se quedaron con la vista clavada en él, intentando encontrar algo. Para recordarlo o quizás para contárselo más adelante a alguien que quisiera saber de ello. Se dio cuenta de que estaba tocando el guardapelo que llevaba bajo la camisa. Ella entendería lo que eso significaba para él. Tienen confianza. Sólo eran dos palabras, pero plenas de significado.
* * *
Mientras el sol se elevaba en el cielo despejado, dejando bruma en los dos horizontes, la dotación de la Indomitable trabajaba casi sin pausa para eliminar del barco las marcas y las manchas del combate. El aire olía a ron y se esperaba que a mediodía estuviera preparada la comida. El marinero corriente consideraba la bebida fuerte y el estómago lleno una cura para casi todo.
Por debajo de los sonidos de las reparaciones y de la actividad disciplinada, en el sollado de la Indomitable el contraste era enorme. Situado bajo de la línea de flotación del barco, era un lugar silencioso que nunca veía la luz del sol, ni lo haría hasta que lo desguazaran. A lo largo de dicha cubierta se almacenaban provisiones y madera de respeto, aparejo y agua potable, y en las muy vigiladas santabárbaras, pólvora y balas. Allí estaba el pañol del contador, con ropa, tabaco y comida; y vino para la cámara de oficiales. Y en la misma oscuridad reinante, interrumpida aquí y allá por grupos de lámparas, parte de la dotación de la fragata, guardiamarinas y otros oficiales de cargo modernos, vivían, dormían y, a la luz de las velas titilantes, estudiaban y soñaban con el ascenso.
Era también un lugar adonde se llevaba a los hombres para que sobrevivieran o murieran, según dictaran sus heridas y lesiones.
Bolitho se agachó para pasar bajo los enormes baos del techo y esperó a que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad, y también al cambio que suponía ver el alivio y el buen humor de los vencedores junto al sufrimiento y el miedo de los que tal vez no vivieran para volver a ver la luz del sol.
Afortunadamente, al ser los primeros en abrir fuego, y gracias al mejor manejo del barco por parte de Tyacke en la corta distancia, la lista de bajas de la Indomitable, su cuenta, había sido bastante reducida. Sabía por su larga experiencia que eso no era consuelo para los desafortunados que estaban en el sollado. Algunos estaban echados, o sentados y apoyados contra las grandes maderas curvadas del casco, vendados, muchos con la vista clavada en el pequeño grupo que había alrededor de la mesa en la que el cirujano y sus ayudantes atendían a sus pacientes: sus víctimas, como los llamaban los viejos marineros.
Bolitho pudo oír la dificultosa respiración de Allday; no sabía por qué el patrón había decidido acompañarle. Debía dar gracias por el hecho de que su hijo se hubiese ahorrado aquel final lleno de sufrimiento y desesperación.
Estaban sujetando sobre la mesa a un hombre cuya desnudez mostraba todavía las manchas de pólvora del combate; tenía el cuello y la cara sudorosos y casi se atragantó con el ron que le metieron por la boca antes de ponerle la mordaza de cuero entre los dientes. El delantal del cirujano ya estaba oscuro de sangre. No era de extrañar que les llamaran carniceros.
Pero Philip Beauclerk no era de los típicos cirujanos curtidos e indiferentes que solían encontrarse por la flota. Era joven y estaba altamente cualificado, y se había presentado voluntario con un grupo de cirujanos para servir en buques de guerra, en los que se sabía que las condiciones y el tratamiento rudimentario de las heridas a menudo mataban más hombres que el enemigo. Tras el actual destino, Beauclerk volvería al Colegio de Cirujanos de Londres, donde, junto a sus colegas, aportaría sus conocimientos para publicar una guía práctica que pudiera ser de ayuda para mitigar el sufrimiento de hombres como aquellos.
Beauclerk lo había hecho bien durante la lucha con el U. S. S. Unity, y había sido de gran ayuda para Adam Bolitho cuando este había vuelto a bordo tras escapar de su prisión. Tenía una expresión seria y serena, y los ojos más claros que Bolitho había visto jamás, y que mostraban una mirada muy tranquila. Se acordó del momento en que Beauclerk había mencionado a su magnífico tutor, sir Piers Blachford que había estado investigando a su vez a bordo del Hyperion. Bolitho podía verle como si estuviera allí mismo, con su figura alta de grulla caminando con paso decidido entre cubiertas, haciendo preguntas y hablando con muchos de los hombres; un hombre serio, con una buena dosis de coraje y de compasión, lo que le había granjeado el respeto hasta de los marineros más duros. Blachford había estado en el Hyperion hasta el último día del mismo, cuando finalmente el barco se había ido a pique con la insignia de Bolitho ondeando todavía en su maltrecha arboladura. Con él se habían ido muchos hombres: no podían estar en mejor compañía. Y todavía se cantaba sobre su viejo barco, Cómo despejó el camino el Hyperion. Cuando se cantaba en las tabernas y parques de atracciones siempre la coreaban muchos, aunque los que lo hacían pocas veces tenían idea de cómo había sido el episodio que glosaba. De cómo era todo aquello.
Beauclerk levantó la vista un momento y sus ojos relucieron bajo la luz de las lámparas oscilantes. Era un hombre muy reservado, cosa que no era fácil en un buque de guerra atestado. Blachford le había explicado hacía tiempo la lesión del ojo de Bolitho y también que no había esperanzas al respecto. Pero él no había dicho nada.
El marinero herido estaba ya más tranquilo, gimoteando para sí, sin ver la cuchilla en la mano de Beauclerk ni la sierra ya a punto en la de un ayudante.
—Bienvenido, sir Richard. —Le miró con atención—. Casi hemos acabado. —Entonces, cuando el marinero giró su cara hacia el almirante, Beauclerk negó brevemente con la cabeza.
A Bolitho le conmovió profundamente, y se preguntó si era por eso por lo que había venido. Aquel hombre podía morir: como mucho sería un lisiado más arrojado a la playa. Sin duda su pierna había sido aplastada por el retroceso de un cañón.
Las palabras de Tyacke todavía le rondaban en la cabeza desde aquel día de septiembre en que habían caído tantos otros. ¿Y para qué? Una fragata enemiga apresada, pero tan dañada que era improbable que sobreviviera a un temporal repentino y menos aún a otro combate. La Virtue había quedado muy descalabrada y había perdido a veinte de sus hombres. Sorprendentemente, su comandante, el temerario M’Cullom, había sobrevivido sin un solo rasguño. Esta vez.
La Indomitable había perdido solamente cuatro hombres, y había unos quince heridos. Bolitho se acercó a la mesa y asió la muñeca del hombre; el ayudante del cirujano se apartó a un lado y miró a Beauclerk como si buscara una explicación.
Bolitho apretó los dedos en la gruesa muñeca del hombre y dijo con tono calmado:
—Tranquilo. —Lanzó una mirada a Beauclerk y vio como vocalizaba silenciosamente su apellido—. Lo ha hecho bien, Parker. —Elevó la voz muy ligeramente y miró hacia la penumbra, consciente de que otros escuchaban sus palabras vacías—: ¡Y eso va por todos ustedes!
Sintió cómo la muñeca empezaba a temblar. No era un movimiento en sí, sino una mera sensación, como algo que corría fuera de control a través del brazo del hombre. Era terror.
Beauclerk dirigió un breve movimiento de cabeza a sus ayudantes y estos agarraron la pierna y apartaron la vista cuando la cuchilla bajó e hizo un profundo corte. Beauclerk no mostró ninguna vacilación ni exteriorizó emoción alguna cuando su paciente arqueó la espalda y trató de gritar a través de la mordaza. Entonces vino la sierra. Aquello pareció no tener fin, aunque Bolitho sabía que sólo habían transcurrido unos segundos. La pierna mutilada cayó con un ruido sordo y escalofriante en la tina de los miembros amputados. Los dedos brillantes por la sangre movieron con pericia la aguja bajo la lámpara que se balanceaba. Beauclerk miró la mano que Bolitho tenía en la muñeca del hombre, el bordado de oro del almirante contra la piel mugrienta por el humo.
—No ha servido de nada, señor —murmuró alguien—. Le hemos perdido.
Beauclerk se irguió y se apartó.
—Llévenselo. —Se volvió para ver cómo levantaban de la mesa al marinero muerto—. Nunca es fácil.
Bolitho oyó carraspear a Allday. Estaba reviviendo la muerte de su hijo, que se alejaba flotando para finalmente hundirse en las profundidades. ¿Y para qué?
Se quedó mirando la mesa, los pequeños charcos de sangre, la orina, la prueba del dolor. Allí no había una muerte digna, no había respuesta para la pregunta.
Se fue hacia la escala y oyó que Beauclerk preguntaba:
—¿Por qué ha venido el almirante?
Pero no se quedó para oír la respuesta. Beauclerk vio la mirada defensiva de Allday y añadió con tacto:
—Usted le conoce mejor que cualquier otro. Me gustaría entenderlo.
—Porque se culpa a sí mismo. —Se acordó de sus propias palabras cuando la bandera estadounidense había bajado a la cubierta—. Se hace más duro, ¿entiende?
—Sí. Creo que sí lo entiendo. —Se secó las manos ensangrentadas en su delantal—. Gracias. —Miró a los marineros heridos que aguardaban su turno y añadió—: Aunque tampoco creo que eso le ayude en nada. —Pero Allday ya se había ido.
Cuando volviera a Londres todo sería muy diferente. Algún día su experiencia podría ayudar a otros, y seguro que le ayudaría en la carrera que había elegido. Miró alrededor, recordando el semblante severo del almirante después de aquel otro combate, igual seguramente que tras todos los que lo habían precedido. Y el día en que habían traído a bordo a su sobrino. Parecían más bien dos hermanos, pensó.
Sonrió, consciente de que si sus ayudantes le veían pensarían que era insensible. En Londres o donde quiera que fuera, nada iba a ser igual.
* * *
Los aposentos del comandante en la Indomitable ya no eran tan espaciosos como lo habían sido durante su vida como navío de dos cubiertas, pero comparado con los de su anterior barco, el bergantín Larne, James Tyacke los encontraba grandiosos. Aun habiendo hecho allí zafarrancho de combate como en el resto del barco, no habían recibido daños durante el rápido bombardeo, al estar situados en el costado de babor, que no había entablado combate.
Bolitho se sentó en la silla que le ofrecía Tyacke y escuchó los ruidos sordos y apagados que provenían de su cámara, donde estaban poniendo los mamparos en su sitio y limpiando las manchas de humo… hasta la próxima vez.
—Hemos salido muy bien parados, sir Richard —dijo Tyacke.
Bolitho cogió la copa de coñac que le ofrecía el patrón de Tyacke, Fairbrother. Cuidaba de su comandante con discreción y sin darse aires, y parecía un hombre satisfecho con su papel y por el hecho de que su comandante le llamara por su nombre de pila, Eli.
Miró alrededor de la cámara; estaba ordenada y era austera, y nada revelaba en lo más mínimo el carácter del hombre que vivía y dormía allí. Sólo el gran cofre de marinero le era familiar, y sabía que era en el que solía llevar el vestido de seda que había comprado para la chica con la que tenía intención de casarse en su día. Ella le había rechazado después de ver las huellas de sus heridas del Nilo. No se sabía cuánto tiempo hacía que lo llevaba allí, pero se lo había dado a Catherine para que se lo pusiera cuando les había encontrado tras su terrible experiencia en el bote del Golden Plover. Bolitho sabía que ella se lo había devuelto tras llegar a Inglaterra perfectamente limpio y planchado, por si acaso hubiera alguna otra mujer en el futuro. Probablemente estaba allí en el cofre, como recordatorio del rechazo sufrido.
—He hecho un informe completo —dijo Tyacke—. La presa no es gran cosa. —Hizo una pausa—. Al menos no después de que acabáramos con ella. Murieron más de cincuenta de sus hombres y resultaron heridos más del doble de esa cifra. Llevaba muchos marineros de más, sin duda para marinar sus presas. Si hubieran conseguido abordarnos… —Se encogió de hombros—. La cosa habría sido muy diferente, supongo.
Miró a Bolitho con curiosidad, pensando en lo que había oído acerca de su visita al sollado y de cómo había sujetado a uno de los hombres malheridos mientras el cirujano le amputaba una pierna. Con un escalofrío pensó en los ojos claros de Beauclerk. Un tipo seco, como el resto de los de su oficio.
—Era el U. S. S. Success, antes la francesa Dryade —dijo Bolitho. Levantó la mirada hacia Tyacke y percibió su examen como algo físico—. Su comandante ha muerto.
—Sí, era un matadero. Nuestros cabos de cañón han aprendido bien. —En su voz había orgullo otra vez, un orgullo que ni siquiera el horror que había descrito podía mermar.
Sostuvo en alto su copa ante la luz y dijo:
—Cuando me convertí en su capitán de bandera me di cuenta de que era un desafío aún más grande de lo que me esperaba. —Esbozó su ligera y atractiva sonrisa—. Y supe desde el principio que aquello iba a ser algo aún más grande. No era sólo el tamaño del barco y mi responsabilidad hacia toda su gente, sino también mi papel dentro de la escuadra. Estaba tan acostumbrado al mando de un barco pequeño… Era un aislamiento que, mirando atrás, yo mismo me había creado. Y entonces, bajo su insignia, estaban los otros barcos, y los caprichos y debilidades de sus comandantes.
Bolitho no dijo nada. Era uno de aquellos raros momentos de confianza, algo que no quería interrumpir, una confianza mutua que se había creado entre los dos desde buen principio, cuando se habían conocido en la goleta de Tyacke, la Miranda.
Tyacke añadió de repente:
—Empecé a llevar mi propio cuaderno de bitácora. Descubrí que un capitán de bandera nunca debía fiarse solamente de su memoria. Y cuando trajeron herido a bordo a su sobrino tras su huida de esa casa prisión yanqui, apunté todo lo que contó. —Lanzó una mirada hacia una porta cerrada, como si pudiera ver la presa americana a sotavento de la Indomitable. Vencedores y vencidos trabajaban juntos a bordo de aquella para armar una bandola que, con suerte y buena marinería, podría llevarla a Halifax.
—Había un teniente de navío a bordo de la Success. Un hombre joven, tan malherido por las astillas que me he preguntado qué era lo que le mantenía con vida. —Carraspeó como si estuviera incómodo por la emoción que revelaba su voz—. He hablado un rato con él. Estaba atenazado por el dolor y nadie podía hacer nada por salvarle.
Bolitho se lo imaginó con una claridad conmovedora, como si hubiera estado allí con ellos dos. Aquel hombre fuerte y distante arrodillado junto a su enemigo era quizás el único realmente capaz de compartir su sufrimiento.
—De alguna manera me recordaba a su sobrino, señor. Pensaba que era cosa del combate, de la derrota y de la constatación de que la estaba pagando con la vida. Pero no era eso. Simplemente no podía creerse que el otro barco se hubiera largado dejándoles luchar solos.
Se oyeron unos murmullos al otro lado de la puerta del mamparo, seguramente de los oficiales en busca de consejo o de órdenes. Tyacke debía saber de su presencia, pero nada iba a hacerle salir de allí hasta que estuviera preparado.
—El oficial se llamaba Brice, Mark Brice. Había dejado escrita una carta por si ocurría lo peor. —Su tono se llenó por un momento de amargura—: He prevenido a muchos para que huyeran de esa clase de sentimientos sensibleros. Es… es invocar a la muerte.
—¿Brice? —Bolitho sintió un escalofrío al reconocer el apellido, como si estuviera oyendo la voz de Adam cuando se lo contaba—. Fue un tal capitán de navío Joseph Brice quien invitó a Adam a cambiar de bando cuando fue capturado.
—Sí —respondió Tyacke—. Era el hijo de ese capitán de navío. Hay una dirección de Salem.
—¿Y la carta?
—Lo habitual, señor. El deber y el amor a la patria, cosas que no son de gran valor cuando estás muerto. —Cogió un pequeño libro de encima de la mesa—. Aun así, me alegro de haberlo anotado.
—¿Y el otro barco, James? ¿Es eso lo que le atribula?
Tyacke se encogió ostensiblemente de hombros.
—Bueno, he sabido bastantes cosas de él. Es el U. S. S. Retribution, otro antiguo buque de guerra francés, Le Gladiateur. De cuarenta cañones, puede que más. —Entonces añadió—: No tengo la más mínima duda de que fueron los barcos que apresaron a la Reaper. —Dirigió una mirada fulminante hacia la puerta—. Tengo que irme, señor. Le ruego use estos aposentos hasta que los suyos estén a punto.
Cuando ya estaba junto a la puerta vaciló, como si lidiara con algo.
—¿Fue usted alguna vez capitán de bandera, señor?
Bolitho sonrió.
—Sí. Hace mucho tiempo, en un tres cubiertas. El Euryalus, de cien cañones. Aprendí mucho en él. —Esperó, sabiendo que había más.
—El teniente de navío americano había oído hablar de ello —dijo Tyacke—. De su época en el Euryalus, quiero decir.
—Pero de eso hace por lo menos diecisiete años, James. Ese teniente de navío, Brice, no debía ser lo bastante mayor para…
Tyacke dijo rápidamente:
—Se lo contó el comandante de la Retribution. Le habló de usted y el Euryalus. Pero ha muerto antes de poder contarme nada más.
Abrió la puerta unos dedos.
—¡Espérense! —Se oyeron más murmullos al otro lado de la puerta, y entonces añadió con brusquedad—: Bien, hágalo, o buscaré a alguien más capacitado para ello. —Se volvió hacia Bolitho otra vez—. El comandante de Retribution se llama Aherne. —Vaciló—. Es todo lo que sé.
Bolitho se había puesto de pie sin ser consciente de ello. El gran tres cubiertas Euryalus le parecía entonces el último escalón para alcanzar el rango de oficial general, y había cargado con más responsabilidad de la habitual para un capitán de bandera. Su almirante, el contralmirante sir Charles Thelwall, era mayor para su rango; se moría, y lo sabía. Pero Inglaterra tenía mucho en su contra ante la amenaza de invasión por parte de Francia y España. Había sido en el Euryalus donde había conocido a Catherine…
El patrón de Tyacke se acercó con la botella.
—¿Quiere otra, sir Richard?
Bolitho vio la indisimulada sorpresa de Tyacke al aceptar el ofrecimiento. Dijo con lentitud:
—Eran tiempos de peligro, James. —Estaba pensando en voz alta—. Nos ordenaron dirigirnos a Irlanda. Se había informado de la presencia de una escuadra francesa para apoyar un levantamiento. De haber ocurrido, las cosas se habrían puesto enseguida muy mal para Inglaterra. Y lo peor estaba aún por llegar… los grandes motines de la flota en el Nore y en Spithead. Tiempos de peligro, ya lo creo.
—¿E Irlanda, señor?
—Hubo unos pocos combates. Creo que la tensión de la responsabilidad acabó matando a sir Charles Thelwall. Un hombre excelente, un caballero. Le admiraba mucho. —Miró a Tyacke a la cara, con una mirada repentinamente severa—. Y por supuesto hubo las inevitables repercusiones de recriminaciones y castigos para los que habían conspirado contra el rey. Aquello no demostró ni resolvió nada. Uno de los colgados por traición era un patriota llamado Daniel Aherne, un cabeza de turco que se convirtió en mártir. —Cogió su copa y vio que estaba vacía—. Así que, James, hemos encontrado el rostro que nos faltaba: Rory Aherne. Sabía que se había ido a América, pero nada más. Hace diecisiete años. Mucho tiempo alimentando odio.
—¿Cómo podemos estar seguros? —preguntó Tyacke.
—Estoy seguro, James. Coincidencia, destino, ¿quién sabe? —Sonrió brevemente—. ¿Retribution[9] eh? Un nombre muy apropiado.
Pensó de repente en las palabras que Catherine le había dicho aquellos primeros días en que habían estado juntos en el mismo barco. Los hombres están hechos para la guerra, y usted no es una excepción.
Eso había sido entonces, pero ¿podemos cambiar alguna vez?
En voz alta, dijo:
—Avíseme cuando nos pongamos en camino, James. Y gracias.
Tyacke se detuvo.
—¿Señor?
—Por ser capitán de bandera, James. Por eso y por mucho más.