Capítulo 15
Dos días después Gina entraba en la terminal del aeropuerto de Mount Isa, preguntándose cómo era posible que aquel día hubiera transcurrido tan deprisa.
Acababa de amanecer cuando Parish se había levantado sin ganas, después de una noche de amor dulce, apremiándola para que se diera una ducha rápida y arreglara a los niños de Leanne y Rusty. Iban a visitar a su madre al hospital de Mount Isa, y luego irían a Brisbane, a casa de una de las tías de Leanne.
Aunque los doctores habían conseguido detener el alumbramiento, le habían dicho que tendría que tener mucho cuidado en las diez semanas siguientes, si quería tener el niño bien. Las vacaciones de las niñas comenzaban la semana siguiente, así que había decidido ir a buscar a una de las tías, para que fuera con ellos a Malagara. Como Rusty estaba todavía en el hospital de Brisbane, Parish, con el consentimiento de la tía había organizado un plan mejor.
Organizó un viaje barato en avión para llevar a la mujer a Mount Isa a ver a Leanne, recoger a los niños, y volver a Brisbane. En una semana, Leanne estaría fuera del hospital, una ambulancia la llevaría a Brisbane con los niños y su tía, y se quedarían allí un tiempo, de manera que podría visitar diariamente a Rusty.
—Oh, Parish —había exclamado Leanne, limpiándose los ojos llenos de lágrimas—. No sé cómo darte las gracias. Yo y Rusty… ¡Dios, estamos muy agradecidos por lo que has hecho por nosotros! Siento mucho que esto haya ocurrido en medio de vuestro trabajo.
—Muy bien, entonces no vuelvas a repetirlo.
La muchacha había reído y asentido, luego había mirado a Gina, que iba vestida con un traje azul marino.
—Así que te vas, ¿no es así? Por lo que los niños me dijeron, pensé que quizás te quedarías un poco más.
Gina se ruborizó, al ver que la mujer la miraba a ella y seguidamente a Parish.
—Hmmm, no. Tengo trabajo y…
—El guardarropa de Gina es poco adecuado para pasarse largas temporadas aquí —dijo Parish, esbozando una sonrisa y guiñando un ojo a Gina—. Pero he conseguido convencerla de que venga a visitarnos cuando hayamos terminado con la temporada de ganado.
—Bien, entonces haré que el bautizo del niño coincida con su visita —dijo, con una sonrisa radiante—. No podemos tener un bautizo sin madrina, ¿no?
Gina se había quedado sorprendida.
—Oh, de verdad, Leanne… Seguro que hay alguien mejor que…
—Es mi manera de agradecerte todo lo que hiciste aquel día, y por cuidar de los niños. Por favor, di que sí.
Gina tuvo que tragar saliva para no ponerse a llorar, y no pudo más que asentir con la cabeza.
—Tenemos un poco de tiempo —dijo de repente Parish, refiriéndose a su hora de vuelo—. ¿Por qué no facturamos tu equipaje y comemos algo? No sé tú, pero yo odio la comida de los aviones.
También la odiaba Gina. Igual que odiaba las conversaciones educadas, tópicas y tensas de la gente cuando no sabía muy bien qué decir.
Había sido un día lleno de sentimientos: los niños habían visto a su madre, luego se habían despedido de ella en el aeropuerto con besos y abrazos, y Leanne le había pedido que fuera madrina… Sin saber cómo, había conseguido mantenerse fuerte, pero en ese momento, cuando Parish miraba a todas partes menos a ella, mientras recitaba una lista de quejas contra los aviones, Gina perdió el control. Sabía que no iba a poder permanecer los setenta minutos que quedaban para embarcar con él a solas sin ponerse a llorar.
—No quiero que esperes hasta que embarque.
Como había esperado, sus palabras hicieron que Parish de repente se quedara inmóvil, con el carro de las maletas entre las manos. Se puso rígido, se echó hacia atrás el sombrero, y la miró fijamente con sus penetrantes ojos azules.
—Dime por qué no.
—Sabes por qué.
—Dímelo de todas maneras —dijo en voz baja y suave, llegando hasta el alma de Gina. La muchacha parpadeó, con los ojos llenos de lágrimas.
Parish maldijo en silencio cuando Gina agachó la cabeza, tratando de reprimir un sollozo. ¡Maldita sea! Él había prometido no utilizar ningún chantaje emocional, y era exactamente lo que estaba haciendo. Sin importarle dónde estaban, la tomó entre sus brazos y la besó como si su vida dependiera de ello. El problema era que ella no quería permitirse sentir lo mismo, no quería sentir lo mismo.
—Lo siento, cariño —dijo, besando su cuello—. Eso no ha sido justo. Si va a ser más fácil para ti, entonces me iré. Vamos, te ayudaré a facturar el equipaje…
—¡No! —exclamó, agarrándolo por la cintura.
El pecho de Parish se llenó de esperanza.
—¿No?
—Todavía no. Espera, quiero que me abraces un poco más.
La esperanza se convirtió en disgusto, y por un momento no confió en sus palabras, así que enterró su cara en el sedoso cabello negro de la muchacha.
—Claro, cariño —dijo finalmente—. Te abrazaré todo el tiempo que quieras.
La verdad era que él quería abrazarla toda la vida. Soñaba con que ella se lo pidiera para siempre. La realidad fue que salió del aeropuerto dieciocho minutos más tarde. Solo.
Gina no veía a los demás pasajeros mientras estaba en la sala de espera. Si eso era lo que quería hacer, ¿por qué no dejaba de llorar? Sabía que le iba a dar pena marcharse, pero se sentía destrozada.
Y eso era ridículo, se decía a sí misma, porque no habían terminado de una manera fría, sino que iban a mantener la relación. Se llamarían cada día y se irían de vacaciones juntos, incluso algún fin de semana cuando sus horarios lo permitieran. No había terminado, simplemente iba a ser diferente.
Parish estaría aquella noche en casa, así que podría llamarlo para decirle que había llegado bien, y aunque no podría llamarla cuando estuviera fuera con el ganado, hablaría nada más volver. Esperaba que pudiera ir a Sydney unos días antes de tener que ir con el ganado a Long Way Camp, aunque con Rusty enfermo, sabía que le sería difícil.
«De todas maneras él te va a llamar», se recordó de nuevo, y noviembre no estaba tan lejos, que es cuando ella podría pedir una semana y volver a Malagara. Seis meses no era tanto tiempo. Cuando había llegado allí para cuatro semanas, le habían parecido un tiempo infinito, y ahora todo se había terminado. «Demasiado rápidamente», pensó. El tiempo parecía haber volado, y era porque había estado con Parish.
Incluso cuando él había tenido que marcharse unos días con el ganado, ella seguía teniendo la sensación de estar con él. Al ver la mesilla de café donde él acostumbraba a poner los pies. Al ver su maquinilla de afeitar en el baño o las latas de cerveza en la nevera, listas para cuando volviera al final de un día largo y caluroso. Y por supuesto, había sido imposible sentarse en el estudio y no recordar la primera vez que le había hecho el amor, imposible no sentir el corazón acelerarse cuando recordaba el olor de su sudor y sus caricias.
En Malagara, Parish Dunford había sido parte de su vida, incluso aunque no estuviera, y sería lo mismo en Sydney. Por supuesto que tendría más agua caliente y una alfombra enorme, de pared a pared, y todas las comodidades que una mujer podría desear, pero no tendría a Parish. No tendría relaciones sexuales sin una seguridad emocional.
«¡Tú y Parish no tenéis relaciones sexuales, hacéis el amor!», se recordó. Lo que habían compartido había sido lo más maravilloso, lo más excitante, el amor más grande que dos personas podían conocer. El amor más sensual, espiritual y hermoso del mundo. Y siempre sería así para ellos, aunque su relación fuera ahora en convertirse en una relación por teléfono. Incluso si…
—¡Oh, Dios mío! —gritó Gina, incorporándose—. ¡No, Dios mío!
No le importaba que sus sollozos llamaran la atención de la gente, pensaba mientras sacaba otro pañuelo de papel del bolso. No le importaba lo más mínimo lo que pensaran, cuando se merecía que le dieran el premio a la estupidez.
—Eres una estúpida —murmuró en voz alta—. Eres tonta, tonta, tonta.
Había estado tan obsesionada con no repetir los errores de su madre, que estaba a punto de actuar como su padre: tratar un amor verdadero como si fuera nada más que un juego.
Cuando su vuelo fue anunciado, había conseguido calmarse lo suficiente como para ponerse en pie. Le dolía la cabeza y tenía los ojos hinchados, pero una aspirina podía curarla rápidamente. Dio un suspiro profundo, tomó su mochila de cuero, y sin pensarlo dos veces se fue hacia la salida.
—¡Estúpida! —repitió.
Parish estaba sentado en el porche, disfrutando de la quietud de una noche clara, cuando escuchó el sonido de un coche. Por la dirección de la que venía, no podía ser un vaquero que llegara de donde estaban acampados.
Se quedó quieto, y trató de adivinar quién podría llegar a las diez y cuarto de la noche. Con un poco de suerte, podrían ser dos vaqueros que hubieran sabido del accidente de Rusty y fueran a buscar trabajo. Dos horas antes había hablado con Blue, y el vaquero le había pedido más hombres.
—Bien, Blue —dijo en alto, levantándose cuando el vehículo llegaba a la entrada—. Parece que has tenido suerte.
Permaneció en lo alto de las escaleras y esperó a que el conductor apagara las luces que deslumbraban.
—¿Puedo hacer algo por ti? —preguntó, cerrando los ojos.
—¿Puedes perdonarme por ser una idiota?
Parish se quedó helado, incapaz de creer que la voz que oía procediera del coche y no de su imaginación. Luego las luces se apagaron, la puerta se abrió y Gina salió del vehículo.
—¿Puedes por lo menos darme una taza de café antes de que me ordenes marcharme? Traigo mi taza y leche verdadera —añadió, con voz nerviosa.
Gina estaba apoyada en la puerta del coche y se había cambiado el traje por unos vaqueros y una chaqueta de algodón.
—¿Vienes a quedarte unos días?
—Depende de si la estupidez es considerada una falta criminal. Si es así, entonces soy un peligro público y la policía vendrá en cualquier momento. Puede que me condenen a pena de muerte.
—Entiendo.
—Pensé que este sitio es tan solitario, que puede que tengas un lugar para que me esconda, digamos… cincuenta o sesenta años.
El corazón de Parish explotó dentro de su pecho.
—¿Tanto tiempo? Parece que te estás ofreciendo a cumplir una sentencia de por vida.
—Así es.
La necesidad de saltar desde el porche y tomarla entre sus brazos era casi abrumadora, pero Parish se detuvo. Quería que los últimos pasos los diera motivada únicamente por lo que ella sentía, no por lo que él podía hacerle sentir.
—La vida de aquí es dura y solitaria —dijo Parish—. Una persona de ciudad puede sentir tristeza después de un tiempo.
—Puede que sí —admitió, mirando al vasto paisaje silencioso que los rodeaba—. Pero la ciudad puede ser dura y solitaria también, especialmente si tus pensamientos están en otro lugar.
Sin apartar los ojos de él, ella continuó caminando despacio.
—La tristeza no es algo geográfico —dijo, deteniéndose en el comienzo de las escaleras—. Te quiero, Parish, siempre voy a amarte, esté aquí o en Sydney. Quizá haya días en que la vida aquí me parezca dura, pero tú estarás cerca. En Sydney no estarías. Creo que prefiero estar triste contigo que sin ti. Yo… ¡Maldita sea! ¿Cuándo vas a arreglar ese peldaño?
—Le diré a Snake que lo haga, después de que instale un nuevo calentador.
—¿Vas a poner un nuevo calentador?
—Sí. Bueno, si voy a estar aquí cincuenta años o…
La boca de Parish se cerró sobre ella. Y Gina se sintió más segura que nunca en su vida. El crujido de los pasos sobre el suelo de madera, fue para ella como música celestial. ¿Para qué se necesitaba una alfombra de pared a pared? ¿Y qué encanto tenía un dormitorio todo de blanco, con la colcha blanca también, si Parish no estaba con ella? Eran las preguntas que se hacía Gina mientras Parish la sentaba en su colcha vulgar besándola al mismo tiempo.
—Llevas ropa nueva —observó él, cuando comenzaron a desnudarse rápidamente el uno al otro—. Pero no tiene el nombre de ningún diseñador.
—Mi equipaje estaba ya facturado —declaró Gina, mientras se quitaban los cinturones—. Y hasta una chica de capital como yo sabe que no se puede acampar con traje.
—¿Vas a venirte al campamento?
Aunque parecía sorprendido, Gina notó la alegría que le producía la idea.
—No sólo quiero compartir tu sueño, Parish, quiero ayudarte a que se haga realidad. Puede que no sepa mucho de un campamento de un centro ganadero, pero soy fuerte, sé montar a caballo, y aprendo rápidamente. No soy el tipo de mujer que pueda quedarse en casa sin hacer nada, preguntándome si te ha pasado algo, y rezando por que entres por la puerta.
Hablaba con sinceridad, y a la vez le quitaba la ropa cuidadosamente.
—Quiero aprender todo sobre el negocio del ganado, y voy a acompañarte siempre, vayas donde vayas. No porque tenga que hacerlo, porque quiero hacerlo —añadió, dibujando la boca de Parish con el pulgar—. Siempre.
La sinceridad de sus palabras emocionó y asustó a Parish. El hombre se arrodilló, y la hizo sentarse; luego tomó su barbilla. Como siempre, la belleza del rostro femenino lo distrajo un segundo y necesitó darle un beso largo y profundo.
—Te quiero, Gina. No soy tu padre, y te juro que no tienes que tener miedo a que yo aparezca y desaparezca de tu vida como tu padre lo hizo con tu madre. No tienes que preocuparte. Eso nunca va a ocurrir.
—Lo sé, Parish, pero incluso aunque tuviera mis dudas, no ocurriría. Porque yo no soy mi madre.
En ese preciso instante las dudas de Parish se desvanecieron y supo que esa mujer increíble se estaba comprometiendo con su vida, como él lo estaba con la de ella.
—¿Tienes idea de lo mucho que te quiero, Gina Petrocelli? dijo, tumbándola sobre la cama.
—Sí, pero puedes demostrármelo.
—Voy a intentarlo.
Las ropas y las últimas palabras que quedaban fueron enseguida eliminadas, y cuando Gina se quedó desnuda en los brazos de Parish, el único pensamiento que tenía era demostrarle el amor que sentía por él.
Cada caricia de Parish, de sus manos y su boca, sobre el cuerpo de Gina, era una mezcla de ternura deliciosa y de una virilidad posesiva casi arrogante. Para Gina todo ello daba una nueva dimensión a su amor, un amor ya libre y maduro. Cuando alcanzó el clímax físico, alcanzó también el clímax emocional.
Cuando la boca de Parish lamió sus pechos, no sólo se estremeció su vientre, también su corazón al pensar que ese hombre podía sembrarlo y hacer una vida en él. Una vida que dependería de sus pechos como sustento y consuelo. Ella y Parish podían hacer que naciera una nueva persona. La idea era tan intensa como las sensaciones que Parish creaba en su sangre. La muchacha se agarró a sus hombros, en un intento de tranquilizar su mente, pero la piel que había bajo sus manos hizo que olvidara todo y tratara de explorarlo un poco más. Cuando lo hizo, descubrió que Parish estaba completamente bañado en sudor, y deseó lamer y acariciar aquella superficie salada.
—Gina, cariño… abre los ojos.
Su súplica hizo a Gina sonreír. De alguna manera, sus ojos estaban ya abiertos, porque nunca había sentido nada tan claramente. Los abrió, y encontró la mirada azul de Parish llena de amor.
—Esta vez es diferente —susurró Parish, acariciando su mejilla—. Esta vez tú también sientes.
Gina sólo pudo asentir y parpadear, luchando contra las lágrimas que de repente empañaron el atractivo rostro de Parish. El hombre se echó hacia atrás, hasta que pudo ponerse de rodillas sobre ella, de manera que Gina quedó entre sus piernas, frente a su miembro duro y provocador. Gina lo quiso más cerca, más profundo…
—Un minuto, cariño —pidió Parish, sin dejar de mirarla. Tomó sus dos manos, y las puso detrás de su cabeza—. Ahora mírame —ordenó con suavidad.
Cuando ella obedeció, la penetró de una sola vez, llenándola de sensaciones indescriptibles.
En ese segundo de tiempo, Gina leyó en los ojos de Parish una promesa de amor eterno, así como confianza y fe.
La intensidad de ese compromiso emocional les llevó hasta el límite físico, y Parish apretó la mandíbula tratando de controlarse, mientras se movía dentro de ella.
—No sé cuánto tiempo puedo durar, cariño —dijo con voz ronca.
—Para siempre —murmuró ella, apretándose contra él y rodeándolo con sus brazos—. Para siempre…