Capítulo 3
—¡Eh, Parish! ¿Cuántos dedos tengo?
Al oír la voz de Rusty, Parish, que estaba desensillando un caballo, alzó la vista. Rusty se acercaba con las manos metidas en el cinturón de cuero.
—¿Es uno de los chistes de tus hijos?
—No, es un test para comprobar tu visión. Me dijiste que era normal.
—Y exageré.
—Muy gracioso. ¡Es impresionante!
Parish se encogió de hombros y continuó con el caballo.
—Prueba otra cosa, Dunford. Es preciosa, y si dices lo contrario es porque eres un embustero o un idiota. Tú nunca fuiste un embustero.
—Tampoco voy a empezar a ser un idiota ahora. No niego que Gina Petrocelli está bien, pero Dios habría hecho un gran favor a los hombres si hubiera dedicado menos a su cuerpo y su vanidad, y más a su humildad —explicó, tomando la silla y llevándola hacia el cobertizo—. ¡Esa mujer está tan orgullosa de su ciudad y de ella misma, que no necesita ningún hombre!
—¡Te ha dicho que no!
—¿Decirme que no? ¡Ja! ¡Ni siquiera me ha dado tiempo a preguntar! Enseguida se puso a la defensiva —no mencionó que había sido justificado, pero su amigo comenzó a reírse a carcajadas.
—Gracias por tu apoyo, Rus.
—Lo siento, amigo —dijo, sin poder contenerse.
—Me imagino que si has visto a Gina, has estado en casa. Déjame adivinar —añadió Parish, colocándose los pulgares en las sienes como si estuviera concentrado—. Leanne quería que la invitaras a cenar.
—Sí. Eso significa que no has perdido toda la capacidad respecto a las mujeres.
—Leanne se ha equivocado. Le dije que la invitara a comer. Por supuesto, ya sé que la comida tiene que ser más temprano para cierta gente —murmuró, antes de darse cuenta que todo el buen humor de su amigo había desaparecido.
—¿Rusty, qué te pasa?
—Bueno, probablemente no es nada pero… —dijo el hombre pelirrojo, haciendo un gesto negativo con la cabeza.
—¿Pero qué?
—Bueno, no ha dicho nada, Lee no diría nada, ya sabes… Pero, bueno, me imagino que su embarazo la está afectando más que a otras mujeres —el hombre dio un suspiro—. ¡Probablemente es este calor asqueroso! Hace que todo el mundo parezca casi borracho.
Parish, que conocía a su amigo hacía más de quince años, enseguida supo que su preocupación era más profunda de lo que quería aparentar.
La amistad había empezado cuando Rusty había sido contratado como vaquero en Dunford Downs, que era la propiedad del abuelo de Parish. Rusty, con diecisiete años, se hizo enseguida el ídolo de Parish, con catorce. Cuando cuatro años más tarde Parish, con el consentimiento de su abuelo, decidió hacer su propio negocio de ganado en las tierras del norte de Queensland, Rusty se fue con él.
Unos meses después de que llegaran, conocieron a Leanne. Parish le había dicho que era la mujer más bonita que había visto, pero ella nunca le escuchó. Sin embargo, sus ojos se iluminaron al ver a Rusty Harrington.
Doce años más tarde, con cinco hijos, el amor continuaba.
—¿Cuándo dará a luz?
—A primeros de septiembre. Faltan más de tres meses.
—¿Hay posibilidades de que lo tenga antes de tiempo?
—Ella dice que no. Dice que los otros nacieron una semana después de lo previsto, y que si no pasa nada, estará presente mientras dure el trabajo con el ganado.
—Sí, claro. ¿Y aquí cuándo son las cosas de acuerdo a lo previsto?
—Sería la primera vez.
—No te preocupes —dijo Parish, sabiendo que Rusty no necesitaba escuchar aquello—. Snake estará aquí dentro de uno o dos días, y entre los dos podremos hacernos cargo de todo. ¿Por qué no te llevas a Leanne y a los niños al sur? Puedes llevarlos a Downs y allí… —Parish se detuvo, al ver que su amigo hacía un gesto negativo con la cabeza.
—Ambos sabemos que no es posible alejarla de aquí cuando va a comenzar el trabajo. Por primera vez en nuestra vida tenemos una posibilidad de ganar dinero y está tan excitada con ello, que es imposible alejarla de aquí.
Parish sonrió. Leanne no era la única que se había alegrado cuando, después de decidir sobre el precio de la tierra el año anterior, les había ofrecido compartir un diez por ciento de los beneficios.
—No importa todo eso. La salud de Leanne es más importante que el maldito ganado.
—¡No sabes lo que dices! La mujer es parte irlandesa y parte una mula. No te preocupes, Parish, probablemente no sea nada. Ella no se queja de nada.
—Leanne nunca admitiría estar enferma.
—Puede que no, pero se enfada si piensa que la estamos mimando demasiado. Te aseguro que si vuelvo a oírla decir: «Estoy embarazada, no enferma de muerte», le pondré algo en la boca.
Después de seis embarazos, Rusty sabía imitar a la perfección la respuesta favorita de su mujer cuando alguien le sugería que descansara.
—No sé si amordazar a una mujer embarazada puede ser bueno… Dejaremos que las cosas transcurran a su ritmo, pero tienes que prometerme que me llamarás enseguida que notes algo.
—De acuerdo, te lo diré, aunque ya sabes cómo es.
—Bueno, puede patalear o luchar lo que quiera, pero la sacaremos de aquí como sea si hace falta.
Estuvieron unos minutos hablando sobre los vaqueros que habían llamado para la temporada, y luego Rusty anunció que se iba a casa. Cuando estaba en la puerta se volvió hacia Parish.
—A propósito, Parish, cuando la señorita Normalidad me preguntó qué ropa ponerse para venir a cenar, le dije que algo informal. Te lo digo por si acaso estás pensando ponerte tu esmoquin.
—¡Vete a tu casa!
Quince minutos más tarde, Parish entró en la cocina y encontró a su invitada llamando por teléfono. En ese momento decidió que aquella mujer no sabía lo que quería decir la palabra informal.
Llevaba un vestido largo color beis, de manga larga y cuello alto, y unas botas de tacón de aguja que ninguna persona en su sano juicio llevaría ni siquiera por una apuesta. De sus orejas colgaban unos pendientes de aros dorados, y de su muñeca una pulsera cuyas cuentas sonaron alegremente al colgar el auricular.
Cuando Parish pasó a su lado para ir al frigorífico, ella reaccionó como si se creyera irresistible a los hombres, o como si creyera que él era un estúpido y no aprendiera. ¡Pues se equivocaba en ambas cosas!
—He llamado a Helen para que envíe un ordenador.
—Me lo podías haber dicho antes de colgar, me hubiera gustado hablar con mi hermana.
—No, ahora hablaba con mi hermana. La llamé para… —Gina se detuvo, no tenía por qué decirle que le había pedido ropa.
—¿Quieres una cerveza?
Parish le hizo la pregunta justo cuando acababa de cerrar el frigorífico y tiraba la espuma de la suya al fregadero.
—No, gracias —dijo educadamente—. No bebo cerveza.
—Es lo que me imaginé —dijo Parish, con una expresión de autosuficiencia, mientras se apoyaba en el frigorífico, que parecía tener veinte años—. Las malas noticias son que no hay champán, pero hay una botella de whisky escocés en el armario —dijo, señalando al armario sin apartar los ojos de ella—. Si no, hay una caja llena en el almacén. También hay ron. Sírvete lo que quieras.
Estaba tan cerca de Gina, que ésta podía ver el brillo de sudor que iluminaba su cuello. Su camisa estaba sucia y olía a trabajo, cuero y virilidad. Cuando se llevó la lata a los labios, Gina recordó que los hombres como aquél eran una ofensa para ella.
—Gracias de todas maneras, pero no bebo —dijo, echándose hacia atrás—. Ah, y tampoco estaré aquí para cenar, así que no prepares nada.
Gina se apartó de un saltito cuando él hizo un sonido extraño y comenzó a toser. Instintivamente, Gina le dio un golpe en la espalda. Él la empujó, todavía tosiendo, antes de mirarla fijamente con los ojos húmedos. Eran unos ojos brillantes, parecían de seda azul oscura.
—Yo…—comenzó a toser de nuevo—. Señorita —consiguió decir—. Si esperas que cocine para ti, te vas a morir de hambre. Ésta no es una casa rural para vacaciones, esto es una casa de labor, y estás aquí para trabajar.
Gina abrió la boca para hablar, pero no tuvo oportunidad.
—La semana que viene me tendré que ir unos días y no voy a traer a una cocinera para que te haga la comida mientras yo esté fuera. Y como aquí no hay restaurantes con pizzas para llevar, te sugiero que comiences a leer algún libro de cocina y veas las latas que hay. ¿Has entendido el mensaje?
—Si el mensaje es que eres el hombre más detestable que Dios ha puesto sobre la tierra, creo que lo has dicho veinticuatro horas después de que lo supiera. Para tu información he llegado a cocinar comida para veinte personas yo sola.
Tuvo la satisfacción de ver al hombre desconcertado unos segundos, pero duró poco.
—No quiero que te aproveches de la generosidad de Leanne mientras estés aquí. Ya tiene bastante trabajo.
—¿Perdón?
Parish se quitó el sombrero y se pasó la mano por el cabello, maldiciendo a la vez. Sin lugar a dudas decía cosas a ella o de ella, pero Gina no las oía. Era la primera vez que lo veía sin sombrero, y se sorprendió al descubrir que a pesar de aquellos ojos azules, su pelo era negro y estaba bien cortado. En otro mundo, y con la ayuda de un trasplante de personalidad, aquel hombre sería muy atractivo.
—Mira —dijo Parish, con una voz tan tranquila que casi pensó que no hablaba para ella—, sé que Leanne ha enviado a Rusty para que te invite a cenar, pero conociéndola, sé que te invitará cada noche. Y ahora ella no necesita trabajo extra.
Lo dijo de una manera que parecía que tenía un apetito insaciable.
—Entonces quieres que rechace su invitación, ¿no es así?
—¡No, esta noche no! Lee quería conocerte, pero si sugiere que vayas a comer de manera regular, entonces…
—Entonces debería rechazar, porque preparar comida para alguien con este apetito voraz, puede enviar a cualquiera a la tumba.
—No sé todavía cómo es tu apetito voraz, Gina.
—¡Y nunca lo sabrás!
—Creo que lo sabré después de esta noche.
—En sueños.
Parish clavó sus ojos en ella, mientras jugaba con el sombrero.
—Si vamos a cenar juntos esta noche, será difícil no darse cuenta de cosas como ésa.
—¿Cenar juntos? ¿De qué estás hablando?
—De tu apetito por la comida —dijo, con una sonrisa maliciosa—. ¿No?
Gina estaba furiosa consigo misma por dejarse provocar y decidió no contestar.
Parish se estiró y se cambió de mano la lata.
—Bien, creo que me daré una ducha rápida —dijo—. Como vamos a comer los dos en casa de Rusty, podemos ir juntos.
—Puedo encontrar yo sola el camino.
—Es cierto, pero quiero que me esperes de todas maneras.
—¿Por qué? ¿Te da miedo de la oscuridad, Parish?
—No. Me da miedo que las mujeres que vienen de la capital sean mordidas por una culebra. Las culebras se despiertan por la noche y las de aquí no son muy sociables.
—Me he dado cuenta.
—No importa —respondió Parish, mirando los pies de la muchacha—. Esas botas que llevas probablemente son suficientemente duras como para evitar que te muerdan todo un ejército de colmillos. Me imagino que si tienes cuidado, no te pasará nada. De todas maneras tenemos un antiveneno. ¿Eres alérgica?
De nuevo aquella sonrisa maliciosa en aquel rostro.
«Si esos dientes son naturales, yo soy rabia», pensó Gina.
—No que yo sepa.
—Entonces creo que no hay razón para que esperes.
—Bueno, pensándolo bien, y considerando lo que he pagado por estas botas, esperaré. Así, si hay otras culebras y me ven contigo, no me harán nada, porque los reptiles no atacan a los reptiles.
La risa del hombre le llegó después de que saliera de la habitación, y para fastidio de Gina, le gustó el sonido.
El sentido del humor seco de Parish Dunford la provocaba y atraía a la vez, y aunque ella no quería deliberadamente que él le desagradara, tampoco podía evitar estar alerta. Hereditariamente tenía una debilidad por los trabajadores fuertes y seductores, pero estaba decidida a probar que era el entorno, y no la genética lo que influía más en el comportamiento de las personas.
¡Y estaba segura de que era ese entorno extraño el culpable de su nerviosismo y no Parish Dunford!
Esperando a que él terminara de arreglarse, tomó varias revistas que había en la mesilla de café, las usó para quitar una fina capa de polvo que había en el sofá de vinilo, y con un suspiro de resignación y una mirada a su vestido beis, se sentó.
Una vez que tuviera el ordenador instalado, tendría que sentarse y discutir con Parish lo que necesitaba con exactitud, pero mientras tanto, leer algunas de esas revistas podría darle una idea.
Estaba a mitad de un artículo sobre exportación de carne de vacuno, cuando oyó algo detrás y supo que Parish había vuelto a la habitación. El sonido de los pasos demostraron que era tan seguro como parecía.
«¡Eso no quiere decir que haya puesto mucha atención a sus piernas o a cómo camina!». Por supuesto que las piernas de Parish, largas y musculosas, merecían atención, además estaban justo dentro de su campo de visión. Pero ella no iba a mirarlas, así que agachó la cabeza e intentó continuar leyendo.
—Ya he terminado de ducharme con agua fría.
—Mmmm —dijo, deseando que saliera de la habitación para poderse levantar. Estaba tan cerca, que si descruzaba las piernas, le daría con las rodillas.
—Repito: acabo de darme una ducha fría.
—¡Qué machote! Estoy impresionada. ¿Qué…? —exclamó, al notar que la revista se le escapaba de la mano—. Eres un bruto.
—¿Cuántas duchas te has dado hoy? —preguntó seriamente.
—No es algo de tu incumbencia.
—¡Sí lo es cuando has gastado egoístamente toda el agua caliente!
Gina se levantó.
—¡Yo no gasto egoístamente nada! Puedo ducharme las veces que quiera y eso es lo que voy a hacer.
—No mientras que estés aquí.
—Te pido que…
—Ese tanque tarda seis horas en calentarse y tiene capacidad para una sola ducha.
—¡Cuando lo he usado sólo me he dado una ducha! Si el sistema es ineficaz, no es culpa mía, es tu tanque.
—Y por eso espero poder usarlo —dijo él, acercándose a ella amenazadoramente, de manera que se quedó contra el sofá—. Trabajo todos los días entre doce y dieciocho horas, y mi trabajo es físico, sucio, con el que sudo mucho.
Las palabras de Parish evocaron una imagen inquietante de cómo debía oler hacía sólo un rato. Pero lo más inquietante era que Gina no lo encontró tan repulsivo.
—Cuando termina el día —continuó—, hay dos cosas que estoy deseando: una cerveza y una ducha. De manera que en el futuro, señorita Petrocelli, espero que haya un tanque lleno disponible. Lo cual significa que tendrás que ducharte seis horas antes de que yo venga a casa.
—¡Oye, yo también tengo que ducharme…!
—Hazlo por la mañana.
—¿Y si necesito hacerlo una segunda vez?
—Bien, entonces dúchate con agua fría, o conmigo.
—¡Prefiero bañarme donde beben los caballos!
—Entonces tienes tres posibilidades.