Capítulo 1

Estaba siendo un día terrible. Parish llevaba trabajando duramente diecisiete horas, interrumpidas por un desastre tras otro, por un imprevisto tras otro.

Iba de camino a Tea Party Creek para reparar una parte de la cerca, cuando la manguera del radiador de su furgoneta se rompió. Creyendo estúpidamente que una manguera de radiador duraba más de tres semanas, no había pensado en comprar una de repuesto, hasta ese día. La equivocación había significado tener que llamar a Rusty, que estaba trabajando, y enviarlo a por una manguera nueva a Cloncurry, a ciento ochenta kilómetros. Aunque había sido bastante fastidioso empezar el día así, no había sido nada en comparación con ser interrumpido cuando arreglaba la cerca, para decirle que el pozo principal estaba llenándose de barro.

Eso le había alterado completamente el horario previsto. Había invertido horas que no tenía, y aunque había conseguido finalmente hacerlo funcionar, tendría que telefonear a Snake, y recogerlo en Malagara, para que volviera al día siguiente y lo reparara del todo.

En esta etapa del verano, aunque la temperatura durante la noche podía bajar de cero, los días eran calurosos. Aquel día, cuando Parish volvió a la cerca, el termómetro había subido, haciendo insoportable el trabajo. Había terminado de arreglar el alambre de la cerca hacia las cinco, pero decidido a intentar recuperar el horario planeado, pasó las últimas horas de luz con el nuevo potro que había comprado. La satisfacción de recuperar tiempo sin ninguna interrupción más, se desvaneció pronto cuando el animal le había tirado al suelo de cabeza y había salido corriendo después.

¡Desde luego había sido un día terrible!

El crujido de la verja que separaba la antigua mansión de Malagara de los otros edificios había roto el silencio de la noche, y Parish decidió mentalmente, como en los seis meses anteriores, que tenía que echarle aceite. No es que se olvidara de ello, simplemente que la lista de todo lo que tenía que hacer excedía el tiempo que tenía. Y es que con el trabajo de domar caballos, arreglar cercas, reparar máquinas, y prepararse para la agrupación de ganado que comenzaría la semana siguiente, las bisagras de las verjas, junto con todas las otras cosas que necesitaban cuidado, perdían importancia.

—¡Maldita sea! —exclamó, al tropezarse en el hueco entre los peldaños tercero y sexto de los escalones que conducían al porche.

En su casa había que hacer más cosas que echar aceite a la verja y fijar los peldaños, pero a menos que se cayeran el tejado o las paredes, Parish no tenía ni tiempo ni ganas de reparar nada. De hecho, en ese momento sólo iba a hacer tres cosas: conseguir una cerveza fría, darse una ducha caliente y derrumbarse en su cama. Todo lo que pudiera requerir mayor esfuerzo, tendría que esperar hasta que se levantara a las cuatro y media al día siguiente. Según la ley de probabilidades, el día siguiente no podía ser tan malo como lo había sido ése.

Llegó a oscuras al frigorífico y tomó una lata. Mientras la abría consideró si encender la chimenea, pero enseguida desechó la idea, por cansancio. El frío de mayo no iba a ser suficiente para despertarlo aquella noche.

 

A Parish le pareció que acababa de dormirse cuando el despertador sonó. Estiró el brazo izquierdo y lo apagó. El sonido continuó.

Volvió a dar al botón de apagado, maldiciendo groserías, pero el despertador seguía sonando.

Por fin se dio cuenta de que lo que le había despertado era el teléfono. Miró el despertador entonces y vio que no eran más que las dos y media.

—¡Ya voy! ¡Ya voy!

Había sólo un teléfono en la vieja casa, en la cocina, y cuando llegó, medio desnudo y helado, no estaba de muy buen humor.

—¡Dunford! —gritó, escuchando el sonido característico de una llamada de larga distancia.

—¿Parish?

Al escuchar a su hermana, el enfado disminuyó.

—¿Helen? ¿Qué…?

—Se suponía que Gina iba a llamarme cuando llegara, pero no lo ha hecho.

—¿Gina? ¿Quién demonios es Gina?

—¿Quieres decir que no está contigo? —dijo Helen, muerta de miedo.

—¿Aquí? Helen, es madrugada y no tengo la menor idea de lo que me estás hablando…

—¡Es la programadora que me pediste!

Parish maldijo. Con todo lo que le estaba pasando, la decisión de informatizar las cuentas de Malagara había quedado como una preocupación mínima. Especialmente a esa hora.

—Se me había olvidado, Helen. Lo siento. Mira, te llamo mañana y decidiremos el día.

—¡Escúchame, Parish! Tendría que estar allí ya. Ella se fue…

—¿Aquí ahora?

—¡Sí! ¿Estás borracho?

—No —contestó, con un bostezo, tratando de despertarse.

—Te llamé hace una semana y dijiste…

—Sí, sí, lo recuerdo. Mira, no hay nada de qué alarmarse. Su avión probablemente habrá llegado a Isa y habrá decidido quedarse a pasar la noche en vez de conducir hasta aquí…

—¡Ella no iba a ir en coche! Un amigo tuyo del aeropuerto llamó y dijo que un tal Galbraith iba a llevarla en avión hasta allí. Pero si no está allí… ¡Puede que hayan chocado!

—Helen…

—Esos aviones privados muchas veces…

—¡Helen! —gritó—. Tranquilízate, ¿de acuerdo? No han chocado. Si un avión choca, lo habríamos escuchado. Y además si le ocurre algo a Ron Galbraith también me habría enterado.

—¿Entonces dónde está Gina? ¿Por qué no está allí? ¿Por qué no ha llamado?

La voz preocupada de su hermana hizo que olvidara su mal humor.

—Conociendo a Ron, y sabiendo lo que le gusta conocer gente nueva, principalmente mujeres con las que le encanta hacer el papel de millonario, probablemente estará cenando en un restaurante de cinco estrellas con una botella de oporto de cien años. Lo llamaré enseguida y veré si… ¿Cómo se llama?

—Gina. Gina Petrocelli.

—Creía que ibas a mandar a un hombre.

—Sí, pero decidí que Elliot no es de mucha confianza.

—Pues esa Gina no parece tampoco muy de fiar, si no te ha llamado todavía…

—Eso es lo que me preocupa, que Gina siempre me llama. Es la persona más responsable que conozco.

—Puede que se haya olvidado y…

—¡No seas ridículo! Gina no olvida nada, es demasiado seria. Estoy muy preocupada, Parish.

—Espera. Llamaré a casa de Galbraith y te llamaré enseguida.

Después de hablar algunos minutos más con su hermana, Parish colgó y dio un suspiro profundo. ¡Pero si lo único que quería era irse a la cama! Al parecer aquel día miserable todavía no había terminado. Resignado, marcó el teléfono de Galbraith.

 

—Y entonces —decía Gina, intentando olvidarse de la pastosidad de su boca mientras caminaba por la pista seca, confiando que el estar moviéndose eliminara la sensación de frío—, después de robarle todos los clientes, voy a comprar la compañía y voy a ponerla en recepción a trabajar, y luego…

El sonido de un motor de coche interrumpió los planes de vengarse de Helen. Su corazón dio un vuelco, y se volvió hacia donde se había oído el ruido. Un segundo después tuvo que protegerse los ojos cuando una luz apareció en la carretera paralela a la pista de aterrizaje. Casi instantáneamente, dos luces más pequeñas aparecieron, y tardó unos segundos en identificar las tres luces con los faros y una luz sobre el techo de un vehículo.

—¡Gracias a Dios! ¡Gracias! —murmuró con pasión, inmóvil, mientras el vehículo rápidamente atajaba la distancia hasta ella. El conductor podía atropellarla o parar, pero ambas posibilidades eran una buena señal.

El pequeño utilitario se detuvo a menos de un metro de ella, y Gina no podía evitar admitir que necesitaba acercarse y tocarlo después de aquellas cinco horas. La rabia le había permitido olvidarse en aquel tiempo de la sed, del hambre y del frío, y en ese momento, también se daba cuenta que le había hecho olvidarse del miedo.

—¿Te encuentras bien? —preguntó un hombre, saliendo del coche.

Cuando el hombre se puso a su lado, pensó dos cosas: una que su salvador era alto, muy alto. La otra, que, en ese momento que estaba ya a salvo, paradójicamente, tenía ganas de llorar. Tragó saliva, e intentó calmarse y no gritar ni abrazarse a aquel hombre.

—¿Se encuentra bien? —repitió.

Gina, incapaz de hablar, asintió con la cabeza. Intentó reír, pero no pudo. En circunstancias normales, ella se habría mantenido a distancia prudencial de cualquier hombre, pero hacía tiempo que había olvidado la normalidad. Ni siquiera le importaba preguntarle qué era lo que llevaba en aquel frasco de plástico que llevaba en la mano. Si era algo húmedo, sería capaz de beberlo.

Cuando se llevó la botella a los labios, su mano tembló de alegría. «¡Dios, qué buena estaba el agua!», pensó.

Durante los cuatro kilómetros desde su casa hasta la pista, Parish se había resignado a pasarse el resto de la noche buscando por toda Malagara a una mujer de la capital. Y al ver a Gina Petrocelli enseguida, sin daños, y justo en el lugar donde debía de estar, le pareció un milagro. ¿Quién sabía? Al final puede que pudiera dormir y todo.

Con un suspiro de alivio, tomó el portátil y llamó.

—Vete a dormir, Rusty —dijo a su capataz—. Está bien —concluyó. A continuación se volvió hacia la mujer—. Por lo menos has tenido el sentido común de no moverte dijo, frotándose el cuello—. Ya me veía buscándote durante horas, después del día que he tenido hoy.

—¿El día que has tenido? —musitó ella, apartando un mechón de pelo de la cara—. ¡El día que ha tenido! —repitió, en voz más alta—. ¡Llevo no sé cuántas horas aquí en este lugar olvidado, sin nada que beber ni que comer! De repente hacía mucho calor, y casi tuve que desnudarme, y ahora hace un frío que he tenido que ponerme un montón de jerseys.

Parish vio que su abrigo parecía muy abultado, pero no sabía lo que sería ropa y lo que sería la chica. Tenía que admitir que había demostrado inteligencia al protegerse de los elementos, pero a juzgar por la cantidad de maletas que llevaba para unos cuantos días, tendría suficiente ropa para sobrevivir a un viento huracanado en la Antártida. Era evidente que los programadores no viajaban con poco equipaje.

—¡He tenido que espantar moscas, mosquitos y Dios sabe la cantidad de bichos! ¡Preguntándome todo el tiempo si aquellas vacas horribles iban a atacarme! Así que no me digas que has tenido un mal día.

Parish iba a decirle que esas vacas horribles, como ella decía, no eran ningún peligro, y que estaban siendo criadas por los hijos de Rusty, pero intuía que sería una pérdida de tiempo.

—Bueno, si estás lista, podemos…

—¡Llevo lista seis horas! ¿Puedes decirme por qué nadie ha venido a buscarme?

—Lo siento mucho. Al parecer las líneas estaban mal. Todo el mundo creía que ibas a llegar en coche. Te vuelvo a decir que ha sido un día horrible.

—¡Ha sido un día infernal, desde luego! ¡Y la noche tampoco ha sido fantástica! ¡Intenté llamar a casa un montón de veces, hasta que acabé la batería del portátil!

—Los teléfonos portátiles sólo funcionan alrededor del aeropuerto, no hay conexión fuera de aquí.

—¡No hay conexión! ¡Dios mío! ¡He aterrizado en el siglo XIX. Probablemente no hay electricidad, y mucho menos aire acondicionado. Nada más que calor, polvo, suciedad y… ¡Y nada!

Ni siquiera en los mejores días, Parish tenía tiempo para mujeres histéricas, y sólo el conocimiento de que estaba enfadada con motivos, le impidió dejarla allí toda la noche.

—Escucha —dijo, intentando tranquilizarse—, ¿por qué no te subes al coche mientras yo coloco el equipaje? Me imagino que tienes ganas de comer algo y tomar una copa.

—¡Lo que de verdad tengo ganas es de decirle a Parish Dunford lo que pienso del trato que da a sus visitantes! Y después de eso, una ducha larga y caliente.

—Bueno, señorita Petrocelli, uno de esos deseos es inútil, y el otro una redundancia.

—¿Por qué? —preguntó, siguiéndolo mientras ponía las maletas en el maletero.

—Primero, porque no tenemos agua caliente. Segundo, porque yo soy Parish Dunford.

—¡Oh, Dios mío! ¿Que no hay agua caliente?