Capítulo 5
—Buenos días, Gina. ¿Dormiste bien?
—No. ¡Es tan silencioso todo, que es imposible dormir! —replicó, abriendo un armario, mirando dentro de él y cerrándolo de nuevo.
—¿Echas de menos los frenazos y el ruido de las sirenas?
—¡Sí! —dijo, haciendo lo mismo con otros dos armarios—. ¿Dónde demonios escondes el colador del café?
—No tengo. Hay café instantáneo en el tercer cajón de tu derecha.
—Odio el café instantáneo.
—Hay té hecho, si prefieres.
Gina dijo algo entre dientes y abrió el tercer cajón de la derecha.
Era evidente que acababa de salir de la cama. Llevaba la bata que había llevado la noche en que él la había recogido del aeropuerto, pero en ese momento, sin nada más de ropa encima, se apreciaba su delgadez y elegancia, sus curvas suaves y sus hombros rectos. Parish sintió deseos de peinar con los dedos su cabello revuelto.
Después de sentarse en una silla frente a él, se peinó ella misma, con tal sensualidad y lentitud, que Parish estuvo a punto de gemir. Por el bien de su salud mental, se concentró en su tostada y su huevo revuelto.
—Me parece que no te levantas con buen humor.
—No si es por la mañana.
—Si el sol acaba de salir es por la mañana.
—Mi hora exacta es cuando es completamente oscuro fuera.
—Ahora está amaneciendo. Sal a la terraza, mira hacia el este y verás la puesta de sol más bonita del mundo.
—Ahora mismo apenas puedo mantener los ojos abiertos y ver mi café. No me provoques con cosas imposibles.
«¿Por qué no?», se preguntó Parish con tristeza, mientras ella estiraba un brazo para alcanzar la caja de cereales y el escote de su bata se abría y mostraba un pedazo de piel de color oliva. «¡Si tú lo estás haciendo conmigo!».
—No estaba seguro de lo que te gustaría para desayunar. Compré esto en el supermercado del pueblo, por si te gustaban los cereales, pero hay también huevos, salchichas, chuletas y filetes en el frigorífico. Hazte lo que prefieras.
—Está bien. Gracias.
Gina puso cereales en su tazón de leche, y luego metió la cuchara. El movimiento hizo que se vieran sus manos elegantes de dedos largos y uñas perfectamente arregladas. Parish pensó que si sus manos eran la mitad de suaves de lo que parecían, el resto de su piel tendría que ser como la seda. Parish siempre había sentido debilidad por una piel suave.
—¡Uf! ¡Jjj! —exclamó Gina, echando los cereales en su plato—. ¡Qué asco! —dijo, al ver la expresión de Parish.
—¿Los cereales?
—¡No, la leche!
—No seas ridícula. Rusty la ha traído hace dos minutos.
—¡Te digo que está cortada!
—La leche no puede cortarse en el tiempo que tarda en llegar desde la vaca aquí.
—¿Viene de una vaca?
—Por supuesto que viene de una vaca.
—¿Quieres decir que viene directamente de una vaca? ¿De una vaca… a mi boca?
—Sí —contestó Parish, que notó el horror en sus ojos.
—¿Y esperas que me la beba? ¿Así, cruda?
Parish soltó una carcajada.
—No está cruda, está fresca. Simplemente no estás acostumbrada a verla tan cremosa. Confía en mí, te gustará.
—¡Eso es lo que temo! La leche tiene que estar pasterizada, homogeneizada, esterilizada y todo lo que termine en «zada» para poder ser bebida. Ésta ni siquiera ha sido metida en el frigorífico —dijo, haciendo un gesto a la jarra de plástico.
—No, es fresca. Es exactamente como Dios dijo que la bebiéramos.
—Maravilloso. Entonces bebedla tú y Dios —dijo, levantándose y yendo hacia el frigorífico—, yo me quedo con la leche envasada.
—Eso va a ser difícil. Como puedes ver, no tengo leche envasada y el pueblo más cercano está a doscientos kilómetros.
Parish se encogió de hombros.
Gina puso la cabeza entre las manos y gimió. ¿Cómo era posible que le ocurriera eso a ella?
Una caja de margarina hizo que se animara. Por lo menos en Malagara no hacían su propia mantequilla, y podría tomarse una tostada.
Después de comer dos tostadas, acompañadas de varias tazas de café, Gina sintió que comenzaba a acercarse a la realidad. Lo cual, decidió, no era algo necesariamente bueno, porque cuanto más se despertaba, más consciente era del hombre que tenía en frente. Ningún hombre tenía el derecho de parecer tan desagradablemente saludable y tan perfectamente en forma mientras ella estaba obstruyendo sus arterias a base de huevos.
—¿Pasa algo? —preguntó Parish, al notar la mirada escrutadora de la muchacha.
—No. He hecho la lista que me pediste de cosas que tengo que repasar —dijo, sacando un trozo de papel del bolsillo de la bata y dándoselo.
—Esto es muy largo —dijo Parish, cuando por fin levantó los ojos de él—. Algunas de estas cosas hay que ir por ellas a Downs, y no podré ir allí hasta dentro de dos días. Es la casa de mi padre, se llama Dunford Downs, está en las afueras de Rockhampton —dijo, doblando el papel y metiéndoselo en el bolsillo—. El resto está en el armario que hay en mi despacho.
—¿Te refieres a la habitación con la mesa de madera y la mecedora?
—Sí. Me gustan los muebles sencillos.
—Me he dado cuenta.
Escucha: pide lo que creas necesario para instalar el ordenador, pero no cosas demasiado sofisticadas, ¿de acuerdo? La electricidad de esta casa es de un sólo cable y si se estropeara, tendríamos que volver a un generador de gasolina.
—¿Un generador de gasolina?
—Es nuestra fuente de energía suplementaria. En la estación de lluvias, cuando la electricidad se corta, pueden pasar días y semanas hasta que puedan repararla, entonces nos arreglamos con el generador.
—¿Este sitio es tan aislado?
—Sí. Y por eso, mientras te tomas el café, te diré cómo funciona la radio. Rusty y yo estaremos todo el día fuera, como a treinta kilómetros al sur. No creo que vuelva antes de anochecer, pero si necesitas hablar conmigo, puedes hacerlo por radio. Cuando se vive aquí no basta con saber usar el teléfono, especialmente en una emergencia.
—¿Te refieres a que Leanne tenga algún problema?
—No te preocupes por eso. Rusty le ha dicho que se fuera unos días a la ciudad en tren.
—¿Quién va a cuidar de sus hijos?
—Los dos pequeños se irán con ella. Las mayores se quedarán en el pueblo donde van al colegio.
La noche anterior Leanne había explicado a Gina que allí los niños estudiaban por correspondencia, y que la supervisión de los ejercicios recaía en los padres. También le había contado entusiasmada que un grupo de familias que vivían en la zona se habían agrupado y habían contratado a un profesor para que repasara las lecciones de los niños, y todo lo que tenían que hacer era llevarlos a un lugar y recogerlos por la tarde. Gina supuso que hacer dos viajes de dieciocho kilómetros para llevarlos y recogerlos, era un lujo comparado con tenerlos en casa todo el día. De todas maneras, no envidiaba a la persona que viviera sola, sin familia.
—Entiendo, eso quiere decir que mientras que tú y Rusty estéis hoy fuera, estoy completamente sola.
—¿Te parece mal?
—No, estaré ocupada viendo tus papeles.
A pesar de la respuesta, Gina frunció el ceño y comenzó a morderse nerviosamente el labio inferior. Tenía un aspecto a la vez sensual y vulnerable, y Parish sintió algo en su pecho. No sabía qué hacer, si tomarla en sus brazos y probar la suavidad de su boca, o decirle que se quedaría con ella aquel día. Tuvo que luchar duramente para ignorar ambos impulsos.
—Gina, entiendo que todo aquí parece un poco extraño, incluso para alguien como tú, pero no tienes por qué preocuparte de quedarte sola. Malagara es un lugar perfectamente seguro.
—No, no estoy preocupada —aseguró con firmeza—. Sólo me preguntaba… ¿Crees que a Leanne le importaría traerme un par de litros de verdadera leche?
Al escuchar el ruido del motor, Gina miró a la puerta de cristal iluminada. El vehículo paró frente a la otra casa, y Rusty Harrington salió del coche.
—Ya era hora, Dunford —murmuró, levantándose enfadada y dirigiéndose hacia el enorme garaje. Cuando llegó allí, Parish estaba saliendo del vehículo y llenaba de polvo el suelo con sus botas.
—Hola, Gina —saludó Parish. Las manchas que tenía en la cara no redujeron la fuerza de su sonrisa—. No hace falta que corras a saludarme. Habría venido a casa de todas maneras.
Gina ignoró el comentario.
—¿Recuerdas haberme dicho que aquí las culebras no eran muy sociables?
No se molestarán si permaneces alejada de ellas.
—Créeme que lo habría hecho si pudiera, pero hay una en la casa.
—¿En la casa? ¿Y por qué no te has quedado vigilándola? ¡Ahora puede estar en cualquier lugar!
—Lo dudo, está demasiado borracha para moverse.
—¿Demasiado…? —el hombre echó hacia atrás la cabeza y rió—. Creo que la culebra de que hablas es alta y lleva botas del cuarenta y ocho —dijo, frunciendo el ceño—. Tranquila, es inofensiva.
—Claro, ahora está en tu sofá. Hace unas horas, cuando estaba bebiendo ron y haciendo comentarios obscenos sobre mí, no estaba tan segura. Por primera vez en mi vida habría deseado saber usar un revólver.
—Oh, Gina. ¿Qué mujer más fría eres, queriendo disparar a un hombre simpático como Snake Malone?
—No he dicho que quisiera dispararlo. Tendrías que haberme avisado que iba a venir. Me dijo que tú lo sabías.
Parish se quitó el sombrero y se peinó.
—Lo siento, se me olvidó por completo.
—Lo mismo que mi llegada, ¿no? Parish, empiezo a pensar que no tienes más que hielo en las venas.
—Eso quiere decir que tenemos algo en común. Tu corazón está hecho de hielo, y todo lo demás.
Gina pensó que tenía razón, porque bajo la mirada intensa de sus ojos, comenzó a derretirse.
—¿Ibas así vestida cuando Snake llegó? Porque en ese caso, no le culpo de nada de lo que te haya dicho —continuó, metiendo los pulgares en el cinturón y apoyándose en el Land Rover—. Así provocarías a un santo, y mucho más a un vulgar mortal como el pobre Snake.
—¡No seas ridículo! —gritó, diciéndose que era rabia, no vergüenza lo que teñía su cara de rojo. ¡Era el calor opresivo, el que la había obligado a vestirse así!
El calor insoportable la había obligado a vestirse de manera cómoda y lo único que había encontrado entre sus ropas de invierno, había sido un chaleco bordado, sin nada debajo, y una falda larga, con botones desde la cintura hasta el dobladillo, aunque en ese momento la llevaba abierta desde medio muslo.
Gina estaba acostumbrada a recibir miradas de admiración por parte de los hombres, pero la mirada de Parish era más que una mirada.
Decidida a no mostrar su desagrado se cruzó de brazos, cosa que, en vez de provocar en ella tranquilidad y aspecto de aburrimiento, la volvió a ruborizar: el gesto había hecho que sus pechos, libres de sujetador, se alzaran más y asomaran por el escote del chaleco. Pero cuando Parish la miró a los ojos, ella mantuvo la mirada desafiándolo a que hiciera algún comentario obsceno.
Se quedaron unos segundos mirándose el uno al otro. Gina pasó de darse cuenta de cada golpe de su corazón, a ser consciente de cada exhalación del hombre. A la vez, la sala enorme donde estaban, pareció de repente cargada.
«Lo que te pasa, Gina, es que estás ante un caso de poderosa atracción sexual», se dijo.
«¡Estupendo! ¡Justo lo que necesitabas!», se contestó a sí misma. ¡Anarquía hormonal!»
«Puedo solucionar esto», terció su sentido común. «¿He sucumbido alguna vez a un hombre atractivo? ¡No!»
Mientras que Gina se decía que podía confiar en su sentido común, Parish comenzaba a caminar y entonces la muchacha notó que los músculos de su vientre se movían involuntariamente excitados. Su corazón entonces comenzó a golpear tan fuerte, que creyó que sus pechos iban a salírsele del chaleco.
—Gina, me doy cuenta de que vamos a tener algunas diferencias mientras estés aquí, pero me parece que lo peor sería alejarnos cada uno de nuestras opiniones. De todas maneras estoy dispuesto a ceder si tú lo haces.
Gina observó la espalda ancha y musculosa del hombre que entró en la casa.