Capítulo 11

Gina observaba con el corazón encogido al caballo negro y brillante que quería tirar a Parish al suelo. Cada vez que el animal se ponía en sus patas traseras, deseaba cerrar los ojos para no ver si Parish se caía al suelo, y a la vez no quería perder un segundo de la magnífica batalla entre el hombre y la bestia.

El aire a su alrededor estaba lleno de polvo, debido a los saltos del animal, pero ella disfrutaba de la fuerza del hombre que la noche anterior había sido un amante increíblemente dulce. Parish Dunford daba mucho más de lo que en apariencia se podía creer, y cada vez que lo miraba, deseaba que no fuera así. Y es que cuarenta y ocho horas más tarde, la relación con él sería nada más que un recuerdo.

Los últimos dos días habían estado completamente solos en Malagara. Los otros vaqueros habían decidido pasar cuatro días en Cloncurry, mientras que Rusty y Leanne habían llevado a los niños a visitar a unos amigos en Mount Isa. Al día siguiente por la mañana, regresarían y Malagara volvería a ser un lugar de trabajo. Gina esbozó una sonrisa al recordar que en aquellos días sólo se había sentado al ordenador para jugar con Parish. La muchacha dio un suspiro. Algo le dijo que una vez que se fuera de allí, los juegos de ordenador no serían para ella tan terapéuticos como lo habían sido en el pasado.

Ella y Parish tenían únicamente dos días más.

De repente volvió a la realidad y fue golpeada por un sentimiento de orgullo, al ver a Parish tratando al caballo con relativa facilidad. El animal todavía no se había rendido, pero el atractivo vaquero evidentemente dominaba la situación.

«¡Y lo sabe perfectamente!», pensó Gina, esbozando una sonrisa cuando Parish la miró satisfecho.

—¡De acuerdo, estoy impresionada! Ahora puedes bajarte —dijo ella provocadora.

—Cinco minutos más. Ésta es sólo la segunda vez que lo monto. El primer día fue antes de comenzar a agrupar el ganado, quería darle más tiempo.

—De acuerdo. ¿Me puedo quedar mirando sobre la cerca?

—Será mejor que no lo hagas, no estoy seguro de cómo puede reaccionar.

Así que Gina continuó de pie, al otro lado de la cerca, con los brazos en una de las maderas, y la barbilla en otra, escuchando cómo Parish hablaba dulcemente con el caballo joven. De nuevo se sorprendió de las facetas tan diferentes del hombre. Cuando estuvo segura de que él había casi terminado su trabajo, y que no iba a ser necesario llamar al doctor por radio, cosa que había pensado más de una vez en los últimos cuarenta minutos, volvió a la casa. Tenía que preparar la comida.

Estaba preparando una ensalada cuando Parish abrió la puerta y entró en la casa.

Se quedó inmóvil al ver a Gina con el sol brillando en su pelo negro, una camisa beis vulgar remangada, unos pantalones negros ceñidos, y los pies descalzos.

No había nada demasiado sensual en su aspecto o movimientos, especialmente en aquella cocina vieja, pero el efecto general era suficiente para excitarlo.

Gina lo miró, al oír el ruido que Parish no había sido capaz de controlar.

—Lo siento, cariño —dijo, cerrando la puerta—. No quise asustarte.

—No lo has hecho. Bueno, quizá un poco.

Gina se apartó el cabello y le dirigió una sonrisa encantadora. Parish la besó, descubriendo que la presencia de esa mujer borraba las costumbres de toda una vida, que la energía que provocaba en él era una adicción. El gusto, el sentimiento de ella, la manera en que se movía contra él, era algo de lo que no se cansaba, algo que lo empujaba a romper los límites de la educación y las buenas maneras para satisfacerlo con avaricia.

Cuando Parish apartó los labios de ella y la miró, Gina instintivamente le agarró por la cintura, y entonces él tomó sus labios para que lo besara en la mandíbula, en el cuello… Parish olía a caballo y a cuero, y sabía a polvo y sudor. Ella inhaló profundamente aquel perfume que hablaba de trabajo duro y de virilidad poderosa. Tocó su camisa empapada y se agarró a la tela con todas sus fuerzas.

—Cariño, estoy sudoroso y con mucho calor —murmuró contra su pelo, luego dio un suspiro profundo—, tú hueles tan bien… Dame tiempo para ducharme y lavarme un poco.

—No quiero que te laves, Parish. Te quiero ahora, así —dijo Gina, con los ojos brillantes—. Aquí —continuó ella, despacio, desabrochando los botones de su camisa—. Ahora y sin que te sacrifiques —terminó, con una sonrisa provocadora.

No se quitaron toda la ropa, solo lo esencial, apresurados por el deseo más primitivo. Parish llevaba todavía los pantalones y las botas cuando se derrumbó en la silla más cercana y puso a Gina sobre su regazo.

Las palabras llegaban en gemidos, apenas audibles. La realidad se mezclaba con la fantasía, la frustración con el deseo, mientras la pasión y las emociones poseían no sólo el cuerpo de Gina, también su mente. Entonces, en el momento en que Parish la penetró, tuvo un momento de felicidad, de calma espiritual, antes de que el hombre de nuevo la atormentara con sus caricias.

Gina colocó las manos en los hombros de él, en un intento de resistir a las sensaciones que la invadían mientras Parish la acariciaba una y otra vez las caderas y los pechos. Más suave que esa caricia aún, eran sus gemidos, que probaban que el temblor de su cuerpo se transmitía al de Parish. ¿O era ella quien absorbía el temblor de él? Gina abrió los ojos y vio los ojos azules de Parish llenos de ternura. Supo que había llegado a su alma.

Parish arremetió contra ella, y el movimiento hizo que Gina echara la cabeza hacia atrás con un gemido de placer. Luego, engañada por la inmovilidad de él, frunció el ceño sorprendida.

—Ningún sacrificio, ¿recuerdas?

Una sonrisa radiante se dibujó en el rostro de Parish, tan provocador como el brillo de sus ojos.

—Tómame, cariño —añadió Parish, con un tono de voz irresistible.

El movimiento sensual y profundo de Gina, estremeció el cuerpo de Parish. La muchacha se arqueó hacia atrás, y estiró la mano para alcanzar el sombrero sucio que estaba en el suelo. Sonrió seductoramente y se lo puso en la cabeza, luego se sentó firmemente sobre él.

—Estoy lista para un rodeo, vaquero…

 

—¡Vamos, dormilona. Arriba!

Gina se levantó ante la inesperada palmada en sus nalgas. No le gustaba que la despertaran.

—Déjame —musitó, tapándose con la sábana—. Es de noche, seguro que no son las seis todavía.

—¡Increíble! —exclamó Parish, dejando su taza de café en la mesilla—. No has abierto los ojos y sabes que está oscuro. He traído café —añadió, sentándose en el borde de la cama.

—Quiero dormir.

—Vamos, no seas así —murmuró, inclinándose para darle besos por toda la cara—. Son casi las cinco y media, enseguida llegarán las seis.

Gina gruñó con suavidad cuando él quitó la sábana y le dio un besito en el hombro. ¡Maldición! ¡Esa muchacha olía de maravilla! ¡Si tardaba un poco en levantarse, se metería con ella en la cama!

—Vamos, cariño, no puedes estar todo el día durmiendo —Gina se incorporó y le abrazó.

—¿Por qué no? No me dejas dormir por la noche.

—Mentirosa —respondió, apoyando su frente en la de ella—. ¡Si te dejo!

—Digo dormir.

—¿Tengo yo la culpa de que seas insaciable? —preguntó, soltándola y ofreciéndole una taza de café.

—Sí. Tú eres el que me provocas —se quejó, aunque con una sonrisa en la boca.

—¿Entonces me perdonas?

—Eso depende de la calidad del café.

En opinión de Gina era pasable, aunque por lo menos estaba caliente y denso. Bajó la taza y dio un suspiro de admiración al ver la espalda de Parish mientras se ponía las botas.

—De acuerdo, estás perdonado —le dijo—. Por lo menos por la noche pasada. ¿Y por qué me despiertas tan temprano?

Parish le guiñó un ojo mientras se dirigía hacia el armario.

—He decidido que es hora de que te eduque para que sepas cómo hacemos las cosas aquí.

—Eso suena un poco extraño. ¿Qué estás planeando?

Parish se puso la camisa y comenzó a abrochársela concienzudamente, como si quisiera evadir la pregunta.

—¿Parish?

—¿Mmm?

—¿Qué estás planeando?

—Levántate, vístete y lo descubrirás.

Gina le tiró la almohada, pero ésta aterrizó en el suelo.

Parish se rió desde el vestíbulo.

—De acuerdo, ahora vamos.

—¡De ninguna manera, Parish! —declaró, echándose hacia atrás y haciendo un gesto negativo con la cabeza—. ¡Ni lo pienses! No voy a beberlo y no voy a ordeñarla.

Parish, divertido, se inclinó sobre ella.

—Vamos, pruébala. No es tan difícil.

—Te he dicho que no voy a ordeñar una vaca. Se acabó.

Parish la rodeó con sus brazos.

—Mira, tómalo como si fuera una única experiencia en tu vida.

—¡Ya no me caben más cosas en la lista! Fue lo mismo perder la virginidad y electrocutarme a los quince años, y créeme que las dos cosas fueron terribles, así que te puedes ir olvidando de la vaca.

Parish la miraba fascinado.

—¿Te electrocutaste y perdiste la virginidad al mismo tiempo?

Gina parpadeó, momentáneamente sorprendida.

—¿Qué? ¡No! —musitó, haciendo un gesto de desesperación—. Tenía quince años cuando me electrocuté y diecinueve cuando perdí mi virginidad.

—¿Cómo fue?

—Estaba en el asiento trasero de un coche.

—¡No, qué estúpida! Quiero decir que cómo te electrocutaste —preguntó, dándole un golpecito cariñoso.

—Como te iba a decir, estaba sentada en el asiento trasero de un coche —Gina hizo una mueca, al ver que Parish seguía mirándola con la misma expresión divertida—. Un amigo mío tenía una fiesta, y cuando su padre fue a por hielo a una gasolinera, fuimos con él. Puso gasolina en el coche y compró bolsas de hielo. Al volver al coche con el hielo, tres bolsas en cada mano, una de ellas se cayó y se rompió, entonces, para que él no tuviera que dejar las otras en el suelo, salí del coche para ayudarlo.

—¿Y?

—Lo siguiente que recuerdo fue estar en una cama de hospital con mi madre llorando —concluyó, encogiéndose de hombros—. Eso es lo único que recuerdo. Era un día de verano caluroso, y el hielo comenzó a derretirse nada más llegar al suelo. Cuando la bolsa se rompió, el agua salpicó y llegó al cable del congelador, en ese momento yo lo pisé y me quedé enganchada. Según los doctores, me salvé por llevar unas correas de goma en las zapatillas.

Parish silbó una maldición y la apretó con fuerza.

—¡Dios mío, Gina! ¡Es un milagro que no te murieras!

Aunque anteriormente había escuchado similares reacciones, le encantó la cara horrorizada de Parish, y la tensión con que agarró su cuerpo. Aquella historia le había impresionado, era evidente. Gina se abrazó a su cintura y apoyó la cabeza en su hombro. De esa manera escuchó el latido de su corazón.

—¿Quiere eso decir que no me harás ordeñar la vaca? —preguntó, intentando que olvidara los malos recuerdos.

Tardó un segundo, pero enseguida apareció una sonrisa en su cara.

—No, ni en esta vida ni en la siguiente.

—Muy bien —dijo, poniéndose de puntillas y besándolo—. En ese caso, volveré a casa y desayunaré, mientras tú terminas con Clarabelle.

—Trato hecho —dijo soltándola. Luego frunció el ceño—. ¿Por eso tienes esas cicatrices en la planta de tu pie derecho?

Gina asintió.

—Parte de la correa se derritió en mi pie. No sabía que observabas tanto mis pies, las cicatrices apenas se ven.

—Tengo cada trocito de tu cuerpo en mi cabeza, Gina. Conozco tu cuerpo tan bien como el mío.

Era una ironía, pensó cuando iba hacia la casa, porque ella había pensado que hasta aquellos últimos días, en realidad nunca se había conocido. Y lo que era peor, tenía miedo de que su cuerpo se acostumbrara demasiado a Parish…

 

Parish observó a Gina mientras ésta miraba el río. Llevaba un bañador de una pieza de color blanco, que resaltaba cada curva de su cuerpo y a la vez contrastaba con su piel color oliva. Se podría quedar toda la tarde mirándola.

—¿Estás absolutamente seguro de que no hay cocodrilos aquí? —preguntó—. Porque he leído muchas cosas sobre pobres turistas que han sido atacados por descuido.

—Entonces estás salvada, Gina, tú no eres descuidada. Es la quinta vez que me preguntas lo mismo, y por quinta vez te digo que no hay cocodrilos tan al sur.

—¡Eso sólo me lo creería si supiera que los cocodrilos tienen brújula! Y si es tan seguro, ¿por qué no estás ya en el agua?

—Porque quiero ver cómo te tiras —dijo, recibiendo un golpe en el brazo.

—¡No lo hago tan mal! Está bien, tienes razón, estoy tardando mucho, pero si me convierto en una rana, Parish Dunford, te hechizaré hasta el día de tu muerte.

Parish sonrió. Era una amenaza hueca, ya que ella ya lo había hechizado. Puede que no hubiera sido amor desde el instante en que se conocieron, pero la velocidad e intensidad con que lo había golpeado era definitiva. Gina Petrocelli se había metido en su mente y su corazón para siempre. No sabía lo que Gina sentía, y estaba seguro de que ella tampoco lo sabía. Por eso no había admitido todavía la profundidad de sus sentimientos hacia ella.

—Me siento culpable aquí tumbada —dijo Gina mucho después, tumbada boca arriba sobre una manta—. Tendría que estar trabajando frente al ordenador. Bueno, mejor dicho, deberías estar frente al ordenador, y yo a tu lado explicándote cómo se usa.

Parish dibujó con un dedo el arco perfecto de sus cejas, luego bajó a la mejilla, al cuello, y terminó bajo el tirante de su bañador. Lentamente comenzó a bajárselo.

—Pero esto es más divertido, ¿no crees?

Gina contestó sin palabras, y mientras él tomaba posesión de su boca, ella le rodeó con sus brazos, para asegurar que no confundiera sus sentimientos.

Más tarde, cuando la muchacha subía a la furgoneta, miró hacia atrás el agua cristalina, y se dio cuenta de que había sentido menos miedo de nadar entre cocodrilos, que en ese momento. Porque emocionalmente se sentía como si fuera arrastrada hacia las profundidades. El sentido común le avisaba que era inútil intentar nadar a contra corriente, pero no sabía cuánto tiempo podría resistir.

Mientras aquellos últimos tres días habían sido los más maravillosos de su vida, no eran una señal de nada.

Puede que inesperadamente hubiera descubierto que le gustaba el amor pasional, es decir, las relaciones sexuales ardientes, pero no creía que pudiera abandonarse demasiado tiempo. Primero, porque dudaba que su corazón pudiera aguantar la tensión física, y segundo, tercero, cuarto, y hasta el infinito, porque estaba empezando a sospechar que eso sólo le ocurriría con Parish. Y desgraciadamente Parish Dunford, no era una relación de futuro.

De repente, mirando sus manos fuertes de trabajador sujetando el volante, y su cara en penumbra bajo el ala del sombrero, sintió ganas de llorar. Afortunadamente, pudo evitar el sentimentalismo estúpido, y un simple carraspeo alejó las lágrimas.

—Parece que Rusty y algunos de los vaqueros volverán hoy temprano —dijo Parish, mientras llegaban a la casa.

Gina siguió su mirada, y vio un grupo de hombres inspeccionando un caballo. El caballo era de color castaño, pero era difícil identificar las caras de los hombres, debido a que las lágrimas dificultaban su visión. Quienesquiera que fueran, habían estropeado su cuarto y glorioso día a solas con Parish.

—Sí, eso parece…