Capítulo 2
—Entonces rompió a llorar. ¡Y todo porque le dije que no podría darse una ducha hasta la mañana siguiente!
Eran las cinco de la mañana y Parish estaba desayunando, como era habitual, en la cocina de su capataz, Rusty Harrington.
—Diablos. Esas mujeres de la capital se quedan sin comodidades cinco minutos, y son unas inútiles.
—¡Eso que dices no es justo, Parish! —exclamó Leanne Harrington—. A mí tampoco me gustaría pasar la noche sola en medio de un prado con novillos. La idea de darse una lucha relajante sería probablemente lo que la ayudó a no derrumbarse antes. Era normal que estuviera un poco débil emocionalmente.
—¿Sí? Pues no tenía nada de débil cuando llamó a Helen —declaró, sirviéndose otra taza de té, ni el lenguaje que empleó cuando tropezó en los peldaños de la entrada y se cayó en el porche.
—¿Te olvidaste de decirle que había peldaños rotos? —preguntó Rusty, con un brillo en los ojos.
—Era normal, estaba tan cansado que yo mismo me había tropezado hacía unas horas. Aunque admito que me sentí satisfecho al ver que se callaba durante unos segundos.
No es que estuviera mucho tiempo callada, recordó. Casi inmediatamente comenzó a hablar de cómo las casas en las ciudades eran demolidas en condiciones mucho mejores que aquélla.
—Lo único que espero es que Gina Petrocelli sea tan aguda con los ordenadores como lo es con su boca. A ver si hay suerte y se ha ido cuando yo vuelva.
—Pues a mí me encantaría tener una mujer por aquí unos días —dijo Leanne, sentándose despacio en la mesa, intentando proteger su vientre abultado—. ¿Cuántos años tiene?
Parish se dio cuenta en ese momento, de que no había puesto demasiada atención al aspecto de Gina, aunque apenas había tenido energía para mantener los ojos abiertos. Cuando intentó recordarla, le llegó a la mente una imagen de mujer de estatura normal, pelirroja, y con una boca grande.
—¿Parish?
Bajó a la realidad y descubrió a Leanne mirándolo de la misma manera que lo miraba su hija de doce años cuando no reconocía a uno de sus ídolos del rock.
—¿Sí?
—¿Cuántos años tiene?
—No sé… como treinta me imagino.
Leanne hizo un gesto de satisfacción con la cabeza.
—Dios, tendremos cosas de que hablar.
—Lo dudo —replicó Parish. Comparando el carácter tranquilo y reposado de Leanne con el agudo y agresivo de Gina.
Parish se levantó y puso los platos en el fregadero. Sobre el banco de piedra había dos pequeñas neveras portátiles, y eso le afianzó más en la diferencia de Leanne con la experta en informática. A pesar de las protestas de Rusty y Parish, Leanne se levantaba de madrugada no sólo para servirles un desayuno caliente, también para prepararles comida a ambos. Por otro lado las últimas palabras de Gina Petrocelli habían sido: «Me levanto habitualmente muy temprano, hacia las siete y media, pero no te molestes en prepararme el desayuno, mañana dormiré hasta tarde».
Parish no había tenido tiempo de decirle que las siete y media no era una hora temprana, pero se lo diría a la primera oportunidad.
Se despertó atontada y desorientada, como era habitual en ella, e inmediatamente Gina se preguntó qué crímenes habría cometido en su vida anterior para ser tratada así.
El dormitorio, austero y con los muebles básicos, estaba iluminado por el sol que entraba por la sucia ventana. Un armario con espejo y una cómoda con cajones, rompían la monotonía de la pared de tres metros opuesta a la cama de hierro forjado. A la izquierda de donde estaba tumbada se encontraba la puerta. Al lado de la cama, contrastando con la decoración severa del resto, descansaba un sillón de vinilo con dibujos de aguas de los años sesenta.
Se quedó unos minutos más en la cama, autolamentándose y sudando, y finalmente decidió que la única manera de cambiar las cosas sería comenzar a moverse. ¡Si quería salir de aquel lugar, lo primero sería salir de la cama! Dunford había prometido que habría agua caliente por la mañana!
¡Dios mío, no sabía cómo le había gritado de aquella manera!
Ella se había preguntado a menudo dónde estaba su límite, y ya lo sabía. ¡Nunca más dejaría que nadie le organizara un viaje!
Entonces recordó la razón de su viaje y se levantó. Tan pronto como se duchara y se vistiera, comenzaría a trabajar en su programa. Y cuanto antes lo empezara, antes lo terminaría y podría volver a Sydney.
Pero lo que parecía tan bien en la teoría, no era fácilmente traducible a la práctica. Y es que, después de una hora buscando en todas las habitaciones, Gina no consiguió encontrar el ordenador. Salió al porche, y contempló los otros edificios de la finca, entre ellos tres construcciones de aluminio que parecían hangares, que imaginó serían cobertizos o talleres de algún tipo. Le llamó la atención un edificio moderno a unos quinientos metros; era de ladrillo rodeado por un prado y una parte de suelo desnudo. Gina pensó que sería sencillo pero cómodo, y justo el tipo de casa que había imaginado para ella en aquel viaje. «Y estoy segura de que su ducha es mejor que la de esta casa», pensó.
La muchacha, que se había alejado unos metros de la casa sin darse cuenta, volvió tratando de protegerse los ojos de la luz cegadora y pensando que toda la ropa que había llevado no era muy práctica para el lugar: tacones altos y trajes de seda era la ropa adecuada para un despacho con aire acondicionado y alfombra. En ese momento metió el pie en un agujero y maldijo algo entre dientes.
—Veo que tu vocabulario no ha mejorado desde la noche pasada. Me imagino que necesitarás más de catorce horas.
La voz le llegó mientras intentaba recuperar el equilibrio. Se puso rígida y se encontró cara a cara con él. Cuando levantó la vista, encontró unos ojos azules risueños.
—Llevo levantada casi dos horas, señor Dunford, y me he pasado la mayor parte del tiempo buscando un ordenador que no he encontrado.
—Bueno, se un poco positiva: piensa que has encontrado la ducha. Eso parecía ser tu prioridad ayer noche —replicó el hombre, mirándola de arriba abajo con una mueca en los labios—. Ambos tuvimos un mal día, y eso explica que no pudiéramos ninguno de los dos detenernos en demasiados detalles.
El hombre levantó la cabeza y echó hacia atrás el sombrero. El gesto le hizo parecer más alto y Gina descubrió en él un atractivo que no esperaba. Más aún, tuvo que admitir que si lo hubiera conocido en una fiesta o en una reunión de negocios, habría buscado el tercer dedo de la mano izquierda antes de terminar de darle la derecha. Y esa preocupación por la situación personal de Parish Dunford, demostraba su objetividad cuando se trataba de un hombre con un buen cuerpo y un rostro agradable. Gina sabía apreciar un pecho ancho masculino y unas piernas musculosas y largas tanto como cualquier otra mujer, pero desgraciadamente, los encuentros que había tenido con trabajadores australianos la habían inmunizado contra ese tipo de atractivo.
—Bien, estoy seguro de que si te concentras en saber dónde está el ordenador, te vendrá a la mente.
Gina estuvo a punto de soltar que no era el ordenador en lo que había estado pensando, afortunadamente el hombre se dirigió hacia la puerta.
—¡A propósito! —dijo, volviéndose.
Gina apartó inmediatamente la vista de sus nalgas.
—No te tomes a mal lo que voy a decirte… No has venido con la ropa adecuada para estar aquí. Si no te pones un sombrero para salir a la calle, vas a freírte.
—¿Un sombrero?
—Sí. La crema solar no sirve para nada, sólo te hace sudar nada más ponértela. Hay algunos sombreros detrás de la puerta de la cocina, puede que uno te valga. Estaré en la granja. ¡Que tengas buena suerte con el ordenador!
Gina decidió que tenía un buen cuerpo, pero que era un poco estúpido.
—¡Señor Dunford! —llamó.
—Me llamo Parish —dijo, sin volverse.
—¡Muy bien! Parish —insistió, al ver que él no pensaba detenerse—. Ahorraré tiempo si me dices dónde está.
El hombre se detuvo bruscamente, haciendo que ella estuviera a punto de chocarse con él.
—¿Dónde está el qué?
—El ordenador —contestó Gina impaciente.
—Me imagino que es una de las maletas que puse allí —explicó, señalando un dormitorio—. Si no, puede que lo dejaras en la casa de Ron.
—¡No te estoy hablando de mi equipaje! ¿Dónde está tu ordenador, el que tengo que programar?
El rostro de Parish adquirió una expresión más desconcertada si cabe.
—¿Quieres decir que lo has perdido?
—¿Perdido? ¡Nunca lo encontré! No he tenido la…
—¿Me estás diciendo que no has traído ninguno? —preguntó Parish, esta vez enfadado.
—Traerlo… —el descubrimiento fue doloroso—. Quieres decir que ni siquiera tienes ordenador, ¿es así?
—Claro que no tengo ordenador. ¡Si tuviera uno no habría llamado a Helen para que me trajera uno y me lo instalara! ¡Creí que te mandaba para eso!
—¿Sí? Se suponía que me enviaban para hacer un programa especial para ti, creí que ya tenías el equipo. Yo soy una especialista en programación. Generalmente donde voy a hacer mi trabajo ya hay un ordenador.
Parish se quedó mudo unos segundos, luego miró a Gina.
—¿Me quieres decir que no sabes suficiente sobre ordenadores como para ir a Mount Isa, comprar uno e instalarlo?
—¡No seas ridículo! ¡Claro que puedo hacerlo!
—Bien, el problema entonces está resuelto. Irás a Mount Isa en la furgoneta, y comprarás lo que creas necesario.
Gina abrió la boca pero no sabía qué decir primero.
«¡Oye, guapo! ¡No voy a obedecer tus órdenes! ¿En qué dirección está Isa?… ¿Y por qué tengo que estar delante de un tipo arrogante pensando que es guapísimo?»
Parish no sabía lo que estaba pasando por la cabeza de Gina, pero su boca deliciosa se movía y le hacía pensar algunas cosas bastante peligrosas.
—Si para todo eres igual, llamaré a Helen y le diré que mande un Pentium. Tardará probablemente dos días, pero así por lo menos estaré segura de que me manden lo que necesito.
—Lo que quieras. No tengo la menor idea de lo que es un Pentium, así que me imagino que tendré que confiar en Helen y en ti para el ordenador. Bueno, cuando lo tengas —añadió, sonriendo.
—Te diré una cosa, Parish, últimamente he descubierto que no es bueno confiar en tu hermana, y menos cuando se trata de viajes. Pero te aseguro que soy muy buena en lo que hago.
—¿Y eso se refiere a todo lo que haces o sólo al trabajo?
Gina notó que su pulso se aceleraba ante el matiz sugerente de la voz de Parish. Apartó la vista y trató de mantenerse fría.
—Ambas cosas. Pero te diré otra cosa más, si estás intentando seducirme, pierdes tu tiempo. No eres mi tipo.
—Entiendo —contestó, sonriendo—. Vamos, que prefieres los hombres de la capital a los hombres de provincia.
—Ya que eres tan sincero, te diré que sí. ¡Prefiero hombres más cultos y sofisticados!
Parish le dirigió una sonrisa tan confiada, que ella tuvo deseos de abofetearlo.
—Tranquila, Gina. Cuando decido seducir a una mujer, no dejo que haya dudas al respecto. Además, tú tampoco eres mi tipo —dijo, mirando su ropa—. Tienes un gusto horrible.